—Trescientas veintisiete personas.
La oyó contener un grito ahogado en la oscuridad.
—No puedo imaginarme tantas muertes —dijo él—. Cuesta creer que haya pasado algo así.
Mark se preguntó por qué estaba contándole todo eso en la oscuridad a una completa desconocida. Tal vez se debiera precisamente a eso; era una extraña, una anónima en la oscuridad, como si se tratara de una confesión católica. Pero ella no era un sacerdote y no ofrecía absolución.
El silencio se prolongó. Se dio cuenta de que la chica no sabía qué más decir, así que era el momento de cambiar de tema.
—Entonces, ¿Darin y tú...?
—No. No lo sé. Tal vez. Acabo de conocerlo.
—¿Te había pedido salir antes de hoy?
—Sí, pero estaba demasiado ocupado escapando del arresto como para quedar conmigo.
—¿Qué piensas de él?
Ella se quedó en silencio un momento y después dijo:
—Se preocupa.
—¿Por ti?
—Por todo. Por la ciudad en la que vive, por la injusticia y por la opresión. No se queda sentado sin hacer nada mientras hay tantas cosas que están mal en el mundo.
—Es verdad —reconoció Mark—. Una vez me dijo que Vic era un ciudadano más productivo que yo porque, aunque ninguno de los dos desempeñaba ninguna función útil, al menos Vic no derrochaba más que sus recursos.
Unas pisadas anunciaron el regreso de Whitson Hughes.
—Seguirá inconsciente unas horas —dijo Hughes—. Se le ha metido una astilla de hueso en el cerebro. No creo que tenga daños permanentes, pero he tenido que regenerarle bastante carne.
Siguieron a Hughes hasta el interior del santuario. Fuera, el cielo comenzaba a iluminarse y salpicaba una tenue luz a través de las hileras de ventanales góticos. Mark vio a Darin aún tendido en el mismo catre; su cara estaba reestablecida. Pero pasaba algo. Se acercó y se detuvo, impactado. La nueva cara no era la de Darin.
—¿Qué le ha hecho?
—No cuestiones mi trabajo, muchacho —respondió Hughes—. Era el único modo. Las caras son delicadas, más un producto del estrés y práctica que de ADN. No he podido reproducir el original. Además, por lo que sé, un rostro anónimo podría venirle mejor.
—No le va a gustar —dijo Mark.
Hughes frunció el ceño.
—Está vivo. Ahora, me voy a casa a dormir un poco. Volveré en una hora o dos para ver cómo evoluciona.
Se marchó. Mark escrutó de nuevo el rostro de Darin. Era mejor que la muerte, claro, o que la desfiguración, pero a Darin no le haría ninguna gracia. El nuevo rostro era atractivo, con una nueva y suave piel y rasgos afilados, pero no era la clase de cara que uno veía por debajo de la línea de la inundación, sino una de esas por las que los ricos pagaban. Era una cara de rimmer.
—Podría ser peor —dijo Lydia.
—Espero que él piense lo mismo.
Se sentaron juntos en un banco adosado a un muro. De pronto, Mark sintió la incómoda sensación de estar solo en la oscuridad con una chica a la que apenas conocía. ¿Debería marcharse? Probablemente no; ella no querría ser la única persona despierta en ese inmenso y viejo santuario.
Tras un instante de silencio, Lydia dijo:
—No esperaba verme en una iglesia de nuevo tan pronto.
Mark intentó distinguir su expresión en la penumbra.
—¿Una mala experiencia?
—Podría decirse. Me echaron de la Iglesia en la que crecí.
—¿Por qué?
—Me vieron con un hombre. —Se rió amargamente—. Seguro que esto te resulta ridículo, ni siquiera estábamos haciendo nada. Estábamos besándonos. Bueno, fue un poco más que eso, pero no mucho.
—¿Te echaron de la Iglesia por besarte?
—Querían que nos casáramos, pero yo no quería.
—¿Por besarte?
—Se toman sus leyes muy en serio. Es lo que evita que queden «contaminados» por los ingleses, por los de fuera. Cuando era pequeña, apenas sabía que había un mundo fuera de Lancaster.
—¿Entonces creciste sin modis y sin electricidad?
—Sin electricidad, sin fontanería, sin herramientas mecánicas, sin imágenes en las paredes. Ni encaje, ni sombreros, ni cinturones o botones. Todo según se ha hecho durante siglos.
—Entonces todo esto es... —Mark arrastró la mano como si estuviera refiriéndose a la ciudad.
—Bastante sobrecogedor.
El sol empezaba a alzarse y luces de colores reptaron lentamente por el suelo. Lydia bostezó y se rascó la nuca mientras giraba la cabeza de un lado a otro.
—¿Dónde te alojas? —preguntó Mark.
—Con mi tía. Es la oveja negra de la familia. Se marchó de casa cuando mi madre era pequeña y se casó con un rico empresario. Mi familia habla de ella como si estuviera muerta.
—¿Y de ti?
Lydia vaciló.
—Sí, supongo que dicen lo mismo de mí. Mi padre lo hará, seguro. Mi madre por lo menos escribió a la tía Jessie y me buscó un sitio al que ir. —Suspiró—. Ahora mi hogar es Filadelfia.
—¿Qué le pasó al chico?
—¿Qué chico?
—El chico por cuyo beso arriesgaste toda tu vida. ¿Qué le pasó? ¿Cogió lo que quería y te dejó enfrentándote sola a las consecuencias?
—La culpa fue mía. Supongo que estaba tan prohibido que me pregunté a qué venía darle tanta importancia. Él era inglés, el hijo de un granjero que comerciaba con nosotros. Vino a casa una mañana; mis padres estaban ayudando a un vecino enfermo a ordeñar sus vacas.
—¿Entonces lo besaste así, sin más? ¿De pronto?
Lydia lo miró y, por primera vez, Mark advirtió un brillo de flirteo en ellos.
—A él no es que le importara, precisamente. Entramos en casa, empezamos a... bueno, y entonces llegó mi padre.
A medida que la luz aumentaba, Mark podía ver mejor: un rostro anguloso y un cabello largo y natural que caía sobre sus hombros proyectando una línea de sombra sobre su cuello. Entendía por qué Darin se había sentido atraído por ella. Poseía una belleza natural, intensa, que no tenía nada que ver con la belleza de las chicas rimmer de su edad.
Lydia lo miró a los ojos y echó la cabeza atrás un centímetro, con un gesto más serio y cauteloso. Pero Mark no tuvo oportunidad de llegar a comprender esa nueva reacción ya que Ridley Reese entró por la puerta hablando casi a gritos.
—No hay tiempo que perder —les decía a las chicas que la iban siguiendo—. Vamos a vernos desbordadas en cualquier momento. ¿No ha llegado ningún médico aún? Veronica, empieza a hacer llamadas; y, Savannah, pon rectas esas filas, si eres tan amable. Ah, hola, Lydia, tienes que contarme cómo te ha ido con míster...
Enmudeció al advertir la presencia de Mark.
Lydia la miró y se encogió de hombros.
—Ha pasado por aquí para ayudar con la clínica.
Pero Ridley seguía mirando, de arriba abajo.
—Quiero que me lo cuentes todo después, ¿prometido? —Al instante, se puso manos a la obra y comenzó a señalar los bancos que quería que se apartaran.
Mark entró en la estancia donde Darin seguía tendido inmóvil. Lydia lo siguió.
—Hay mucho que hacer —dijo—. Debería ayudar a Ridley a preparar las cosas.
—¿De qué va todo esto?
—Es una clínica de modis gratuita para la gente que no puede permitírselo. Esas chicas y yo la hemos fundado. Por eso se me ha ocurrido traer aquí a Darin. No podía llevarlo a casa de la tía Jessie.
—Ve tú —dijo Mark—. Yo me quedo con él. No quiero que se despierte sin tener a un amigo cerca.
—Gracias. Y gracias por venir.
Le tendió una mano y él la estrechó.
—Me alegro de haberte conocido.
Formaban una divertida pareja, pensó Lydia. Mark era tan amable y modesto como enérgico y apasionado era su amigo. No le había contado a Darin ni la mitad sobre sí misma de lo que acababa de contarle a Mark; la conversación con Darin había sido sobre ideas y filosofía. Mark se limitaba a hacer preguntas y a escuchar las respuestas.
Bordeó el santuario intentando aclarar su mente. No era momento de estar pensando en chicos; había trabajo que hacer. Mientras preparaba las cosas, afuera la multitud iba en aumento, hasta el punto de que se asomó por la ventana y no pudo distinguir los límites. Los escalones estaban abarrotados y la gente comenzaba a hacinarse por todas partes. Por el momento estaban siendo civilizados, pero eso no podría durar.
—¿Estamos listas? —gritó Lydia.
—¡Que pasen! —respondió Ridley, y Lydia abrió la puerta.
Entraron en el nártex, lo llenaron y accedieron al santuario. Había cientos de ellos, pero las chicas lo habían previsto y estaban preparadas. Colocaron a la multitud en una fila que rodeaba el santuario e indicaron a los primeros que ocuparan los catres. Los médicos modi comenzaron a hacer su trabajo.
Al fin regresó Whitson Hughes, sacudiendo su mata de pelo con frustración, y pidió un hueco para él. Los médicos extendían y aplicaban celgel con una velocidad profesional. La mayoría de los tratamientos eran mera rutina, secuencias precodificadas, y por razones médicas más que estéticas, por lo cual no requerían ni creatividad ni un cuidado especial. Aun así, los procedimientos llevaban su tiempo y el puñado de médicos con el que contaban no podía hacer más.
Lydia observaba a la muchedumbre que esperaba en el exterior; la mayoría todavía no podía entrar en el edificio, pero se mantenía calmada. Pasó una hora y la fila avanzó, aunque lentamente. Lydia se encontró con poco que hacer más que observar.
Darin seguía sin mostrar señales de que fuera a despertarse. Ella acudía con regularidad a ver cómo se encontraba, pero cada vez que lo hacía, Mark negaba con la cabeza. No había cambios.
Un grito desde el extremo norte del santuario la llevó hacia allí, pero no era más que Ridley hablando furiosa con alguien por un canal de red, sin molestarse en hacer que fuera una llamada privada.
—¡No! No iré a casa. Esta gente necesita ayuda y voy a ayudarlos. Son personas, madre, no animales. Iré a casa cuando los haya ayudado a todos, y no, un momento... ¿qué? No puedes hacer eso. Dile que no puede. Esto es una reunión pacífica, no es nada ilegal. ¡Habla con él, por favor!
De pronto, Ridley estaba llorando.
—¡Te odio! —gritaba—. ¡Te odio!
Alzó la mirada, vio a Lydia y, bruscamente, se secó las lágrimas con una manga.
—Vamos a tener compañía.
—¿Quién?
—Mercs. Mi padre tiene contactos en el Consejo de Justicia. Les ha dicho que hay una manifestación aquí.
Una chica comber tiró de la manga de Lydia.
—¿Señorita Stoltzfus?
Lydia la ignoró.
—Seguro que cuando vengan verán que no es cierto.
—No. Nos harán cerrar y echarán a todo el mundo. ¡Tenemos que hacer algo!
—No sé qué podemos hacer.
—¡Fíjate en toda esa gente! Estamos haciéndolo, Lydia, ¡estamos cambiando las cosas! —Las lágrimas brillaban en sus ojos—. No dejaré que nos paren.
—Pero están armados, Ridley, y toda esta gente... —Lydia se giró exasperada hacia la chica comber, que seguía tirándole de la manga y diciendo su nombre—. ¿Qué quieres?
—Señorita Stoltzfus, es Mark McGovern; me ha dicho que venga a buscarla. Su amigo ha despertado.
Alastair no esperaba encontrarse a Marie Coleson en la puerta de su consulta. Ni siquiera la reconoció hasta que ella le estrechó la mano, se presentó y le presentó a su amiga. ¿Cómo lo habría encontrado? Sonrió, intentando actuar con naturalidad.
—¿Puedo ayudarlas, señoras?
—Conoció a mi marido, Keith Coleson. Trabajó para usted en Norfolk.
Control. No pierdas el control. No puede saberlo.
—Coleson. Sí, lo recuerdo. Por favor, pasen. Siéntense.
Se acomodaron en las sillas de su sala de espera.
Marie Coleson. La había visto en persona únicamente en una o dos ocasiones, aunque había visto su fotografía en el escritorio de Keith incontables veces. Una marine, al parecer. El uniforme le sentaba bien, aunque ni la mitad de lo bien que le sentaba a su amiga. Alastair se giró hacia Pamela Rider y arrastró la mirada sobre sus botones, costuras e insignias. El adusto exterior no podía ocultar su cuerpo, y esas suaves curvas aprisionadas en una áspera tela no hacían más que aumentar el efecto. A algunas mujeres les ponía nerviosas que las admiraran abiertamente, así que él no lo hizo con discreción. Se humedeció los labios mientras la observaba de arriba abajo y, a cambio, recibió una fría mirada.
—Señor Tremayne —dijo Marie—, estoy segura de que recuerda que mi marido murió hace unos dos años, poco antes de que su laboratorio cerrara.
Muy a su pesar, Alastair volvió a centrar su atención en ella.
—Sí, fue un accidente de flier, ¿verdad? Muy triste.
—¿Sabe...? —comenzó a decir, y volvió a intentarlo—: Esto puede parecer extraño, pero intento descubrir si Keith tuvo alguna relación con otra mujer antes de morir.
—Señora Coleson —dijo Alastair intentando parecer compasivo—. Yo era su jefe, no su confidente. Si su marido le era infiel, yo no tenía conocimiento de ello. Nuestra relación era estrictamente profesional.
—Pero trabajaba con él cada día. ¿Mencionó a otras mujeres? ¿Se marchaba a horas extrañas? En ese laboratorio trabajaban menos de una docena de personas; ¿quién estaba cerca de Keith? ¿En quién podría haber confiado?
Alastair buscó una respuesta adecuada. Lo último que quería hacer era remitirla a los demás empleados, empleados que podrían olvidar las grandes recompensas que recibieron a cambio de su discreción.
—Lo lamento, señora Coleson, pero no lo sé. La idea general del negocio fue mía, y también el patronazgo, pero no la implementación diaria. Tenía otros intereses comerciales que dirigir y pasaba poco tiempo en el laboratorio.
Marie se apocó y él pudo verlo. Se habría marchado en ese mismo momento, estaba seguro, pero la guapa insistió:
—¿En qué estaban trabajando en ese laboratorio?
—En una quimera —respondió—. Una apuesta noble, que al final resultó fallida, por la inmortalidad.
—¿Empleando qué tecnología?
—Mentes virtuales, personalidades digitales; se las ha llamado de muchas formas. Teníamos ideas para resolver algunos de los problemas de este campo, pero la tecnología modi evolucionaba demasiado deprisa y nosotros nos quedamos sin fondos.
—Entonces, ¿el cierre no tuvo nada que ver con la muerte de Keith?
—No, en absoluto. Habríamos cerrado ese mes de todos modos.
—Y ahora se ha unido a la competencia.