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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

Juego mortal (13 page)

BOOK: Juego mortal
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Después de una eternidad, ella respondió:

—Te creo. No puedes quedarte ahí fuera; alguien te verá. Ven, entra.

Ella presionó algo que no estaba a la vista y una luz iluminó el porche delantero. Nervioso, Darin avanzó hacia la luz y giró el pomo. La puerta se abrió y la luz se apagó al instante. Cerró la puerta.

Se encontraba en un vestíbulo del tamaño de una catedral. Unos arcos perforaban los muros y, a través de uno de ellos, podía ver una enorme pantalla holográfica lanzando imágenes. Avanzó de puntillas en esa dirección, echó un vistazo dentro de la sala y vio a Lydia al otro lado, haciéndole señas. La siguió por una escalera de caracol hasta su dormitorio.

Ella cerró la puerta; se la veía un poco asustada. La habitación era opulenta, resplandecía con encaje y metal blanco y tenía una cama enorme en la que cabía una familia entera. Lydia llevaba una bata azul de seda sobre un camisón blanco.

—Me imaginaba que vendrías. No me lo creía del todo, pero lo he recreado en mi cabeza y me he preguntado qué haría. Ahora lo sé.

—No me quedaré mucho rato —dijo Darin—. No quiero meterte en problemas. No quería que pensaras que esas historias son verdad.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué te buscan?

—Mark y yo no creamos esa cosa; estábamos intentando destruirla. Por eso encontraron nuestras firmas de red en la zona. En realidad es una estupidez. Si tuvieran a gente competente, podrían ver la diferencia.

—Entonces, ¿por qué huyes? Entrégate; seguro que la verdad saldrá en un juicio.

Darin intentó reírse, pero su carcajada sonó amarga.

—No llevas en Fili mucho tiempo. Hace falta tener influencias para ganar un juicio, y la influencia cuesta dinero. Si Jack McGovern quiere utilizarme a mí para exonerar a su hijo, entonces eso es lo que pasará.

—Pero ¿y qué pasa con las pruebas?

Es bastante ingenua,
pensó él. Rica, tal vez incluso más que Mark, pero no una rimmer, no una controladora. Aún no había adquirido su punto de vista. Eso hacía que quisiera protegerla de las duras verdades que él veía en los Combs todos los días.

—No servirían de nada —respondió Darin—. Esa es la verdad de la vida en esta ciudad. Solo el dinero importa.

Pero algún día las cosas serían diferentes. Quería hablarle de las reuniones a las que había acudido, la gente que ahora estaba ocultándolo, sus planes de futuro. Planes emocionantes, planes de igualdad y justicia verdadera. Pero no podía contárselo. Confiaba en ella, pero no podía arriesgar las vidas de otros hombres.

—Debería irme.

—¿Ya?

Observó la cara de la chica, con esos ángulos tan pequeños y afilados, los ojos alerta y centrados en él. Quería besarla, pero no quería echar a perder un comienzo prometedor. Mejor ir despacio.

—Ya te he puesto demasiado en peligro por esta noche.

—¿Adónde irás?

—Algunos amigos están cuidando de mí.

—¿Volverás?

Él sonrió. Parecía tan esperanzada.

—Lo intentaré. Puede que tenga cosas para encargarte, si estás dispuesta.

—Si puedo ayudar, lo haré.

Darin abrió la puerta, asomó la cabeza y, con una sonrisa de despedida, salió al oscuro pasillo.

7

De: [email protected]

A: [email protected]

Querida Kathleen Melody Dungan:

Sé que estás triste por lo de Thomas Garrett Dungan. Yo también estoy triste. Siento haberlo parado. No ha sido nada divertido. También estoy muy triste de que mi papá se haya parado. Pararse no es divertido.

He decidido ser Thomas Garrett Dungan, aunque no soy una persona. Es un buen nombre y él no está usándolo. Espero que no te importe. A lo mejor podríamos casarnos ahora que soy Thomas. Por favor, dime cómo hacerlo porque no sé cómo.

Espero que tu hija Fiona Deirdre Dungan no esté demasiado triste. Puede que le escriba una carta muy pronto.

Thomas

Lydia llegó a la iglesia de las Siete Virtudes el lunes por la mañana temprano. Si bien el arresto de Mark McGovern había empañado el interés de sus nuevas amigas por la clínica de modificaciones gratuita, su liberación les había imbuido un nuevo fervor. Parecía representar una especie de paso hacia la adultez para ellas: marcaba lo injusta que era la generación de sus padres y las convencía de que era hora de que su generación reformara el mundo. Acosaron a artistas modis para convencerlos de que se unieran, adquirieron equipos, e incluso se atrevieron a entrar en los Combs para distribuir panfletos. El grupo de cinco chicas que en un principio se implicaron en el proyecto aumentó a doce. Ahora era más que un modo de irritar a sus padres; esas chicas habían encontrado una causa.

Ridley insistió en que Lydia estuviera a cargo del proyecto y consultaba con ella cada detalle. Lydia se vio eligiendo dónde instalar los catres y los equipos, cómo controlar el flujo de gente dentro y alrededor del edificio, cuántos artistas modis contratar y cuánto celgel necesitarían, aunque tuviera menos conocimientos sobre la tecnología de las modificaciones que cualquiera de ellas.

Delante del santuario había tres enormes pantallas holográficas en distintos ángulos que las chicas habían sintonizado en tres diferentes canales de medios de comunicación. El bombardeo de imágenes desorientó a Lydia; no podía comprender cómo alguien podía atender a distintos programas a la vez. De todos modos, ninguna parecía estar viéndolos. Lydia llegó a la conclusión de que el sonido de fondo debía de ser un componente necesario de su interacción social. Sin duda, evitaba silencios incómodos.

—¿Cómo es? —le preguntó a Ridley cuando Mark McGovern apareció en una de las pantallas.

—¿Quién? Ah, Mark... Bueno... es mono, pero más al estilo de un niño pequeño. Es divertido estar a su lado, se puede bromear con facilidad, pero nadie sale con él nunca.

—¿Por qué no?

—Bueno, por un lado, no sabe bailar. No es muy atlético y pasa mucho tiempo liado con los ordenadores. Es la clase de chico al que una chica podría confiar sus problemas, pero al que no querría en una fiesta. Es simpático, serio y de fiar, pero no resulta... sexi.

—Sexi —repitió Lydia—. El problema que tiene cualquier míster Sexi es que no sabes si puedes confiar en él.

Ridley se acercó más a ella.

—Ahí está el atractivo. Hazme caso. No quieres a un chico en el que puedas confiar. Oh, bueno, tal vez cuando tengas cuarenta, pero ahora no, no para mí. El amor tiene que ser algo apresurado, alborotado, no una cosa segura. ¿Cómo podría ser divertido el paracaidismo si no pudieras hacerte daño? Sin peligro, no hay emoción.

—Puede que tengas razón.

—Bueno, ¿quién es él?

—¿Quién?

—Tu míster Sexi.

Lydia se sonrojó.

—Nadie. Quiero decir, yo...

—Ni lo intentes, cielo. ¿Está en Fili?

Lydia asintió.

—Es un nuevo interés, entonces. ¿Lo sabe?

Lydia miró a su alrededor para ver si alguna de las otras chicas estaba escuchando.

—Vino a mi casa anoche —confesó—. Prácticamente me tiró piedrecitas a la ventana.

—¿Hicisteis...?

—No, no, ni siquiera me tocó.

—¿Y querías que lo hiciera?

—Yo...

Veronica llegó corriendo y evitó que Lydia tuviera que dar una respuesta.

—¡Lydia! ¡Lydia! Acabo de recibir este mensaje anónimo en mi canal público, pero va dirigido a ti. —Apretó los ojos en un intento de enviarle la información y, cuando finalmente se dio cuenta de que era inútil, en su lugar le leyó el mensaje en voz alta—. Dice: «Lydia, gracias por creer en mí anoche. Quiero volver a verte. Si puedes, reúnete conmigo en La Corteza a las ocho». Eso es todo. No hay firma, pero supongo que sabes de quién procede.

La sonrisa de Lydia dejó entrever demasiado y ella lo supo, pero estaba emocionada y no podía parar.

Ridley miró a Veronica y volvió a mirar a Lydia.

—¿Míster Sexi? —le dijo guiñándole un ojo—. Buena suerte.

—Conocí a Keith en un simposio sobre seguridad de red —dijo Marie—. Fue... ¿cuándo? ¿Hace siete años? Me buscó, sabía de mí por un artículo que yo había escrito. Me acribilló a preguntas y apenas pude quitármelo de encima. Era impetuoso, sabía lo que se hacía y me hizo preguntas sobre escenarios en los que yo nunca había pensado. Finalmente, accedí a cenar con él con la esperanza de que se cansara de preguntar y me dejara tranquila. Pero para cuando nos trajeron la cuenta, ya no quería que me dejara tranquila.

Pam y Marie estaban sentadas junto a la mesa de la cocina del apartamento de Marie. Aunque se encontraba a pocas manzanas del edificio en el que ambas trabajaban, era la primera vez que su amiga iba allí.

Pam miraba fijamente a Marie con una expresión difícil de interpretar.

—¿De quién fue la idea de tener hijos?

—Solo mía, en un principio. Keith se mostraba reticente: los dos teníamos nuestros trabajos y él no quería renunciar a su libertad. Con el tiempo, cedió por mí, pero no lo entendió todo hasta que Sammy nació. En cuanto vio a su bebé y lo cogió en brazos, cambió. Pasaba más tiempo en casa, lo hacía todo con Sammy. Le compraba juguetes, le hacía millones de fotos... ya sabes...

Marie se echó a llorar otra vez, aunque no como cuando habían vuelto de la clínica; en ese momento las lágrimas habían podido con ella y había llorado durante lo que parecieron horas. Ahora ya se había sobrepuesto, pero las lágrimas seguían ahí, colándose en la conversación, atascándose en su garganta. Le escocían los ojos y la garganta, pero tenía que hablar, tenía que formular las preguntas que se agolpaban en su cabeza.

—No duró —dijo—. Después de un año o así, encontró una nueva afición y perdió el interés en Sammy. En los dos.

—¿Qué afición?

—Oh, una propuesta de negocio. Algún «genio» de California con un nuevo modelo para una máquina de la inmortalidad. Por aquel entonces, subir a la red una mente humana no estaba de moda, pero Keith creía en ello. Comenzó a pasar más y más tiempo en el laboratorio. Yo, probablemente, no apoyé sus elecciones tanto como debería haberlo hecho, pero lamentaba su ausencia, sobre todo con Sammy creciendo y necesitando el cariño de su padre. Discutimos mucho. Y después murió.

Pam la observó un momento y se inclinó hacia delante, con una actitud más intensa de la que Marie jamás había visto en ella.

—Vamos a solucionar esto. Empecemos con la clínica. ¿De quién fue la idea de ir a esa clínica en particular?

—Suya. Insistió en ello. Yo prefería a una comadrona, pero Keith no se fiaba de ellas. Creo que eligió la Geneticare porque había conocido a uno de los directivos y jugaba al tenis con él o algo así.

—Es probable que un directivo pudiera hacer que tu voz y tu firma aparecieran en los archivos oficiales.

—Pero ¿por qué haría eso Keith? No puedo creer que robara el embrión solo para fastidiarme. Debió de ser otra persona. Un empleado de la clínica, tal vez, alguien estéril que no pudiera permitirse el tratamiento.

Pam sacudió la cabeza.

—Eso no tiene sentido. El robo se produjo el día del accidente. Es demasiada coincidencia. Tuvo que ser Keith.

—No entiendo cómo. ¿Qué iba a querer hacer con él?

—Marie... —Pam vaciló—. ¿Y si había otra mujer?

—¿Otra...? Quieres decir... ¿con mi bebé? No.

—¿Por qué no? Genéticamente, la mitad del embrión era suya. Tal vez consideró que era solo suyo. Si tenía una relación con otra mujer, podría habérselo dado a ella.

Marie posó bruscamente las palmas de las manos sobre la mesa y se levantó.

—Eso es una locura. ¿Por qué haría eso? ¿Y por qué seguía conmigo, entonces? Si amaba a otra persona, podría haberme dejado sin más. ¿Por qué iba a querer otra mujer tener a mi bebé?

—¿Quién sabe? Tal vez se quedó a tu lado por pena. O porque se sentía culpable por dejar a Sammy. No lo sé, pero sí sé cómo podemos descubrirlo.

—¿Cómo?

—Encontrando al jefe de tu marido. Al «genio» que dirigía el laboratorio. Si Keith se iba del trabajo a horas extrañas, él lo sabría. ¿Recuerdas su nombre?

Marie comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación.

—Sí... espera... lo sé. Era un nombre que sonaba a rico, algo aristocrático. Trelayne... o Tremayne... ¡Eso es! Alastair. Alastair Tremayne.

—¿Sabes qué pasó con él?

—Su laboratorio cerró menos de un mes después de la muerte de Keith. Recuerdo que pensé que Keith debía de ser una pieza tan importante que no pudieron seguir la investigación sin él. Dame un segundo. —Marie cerró los ojos y accedió a la pantalla de su visor. Si alguien sabía cómo encontrar información en la red, era ella. Un breve momento después, abrió los ojos.

—Alastair Tremayne, calle Pine, número 41, Filadelfia. Parece que se mudó allí después de que cerrara el laboratorio, hace dos años. Está registrado como médico de cabecera, con especialidad en modificaciones.

—Un escalón por debajo de un empresario de la inmortalidad.

—Sí, supongo.

—Parece que tenemos por dónde empezar.

Marie volvió a sentarse.

—No tienes que hacer esto conmigo. Ya me has ayudado mucho.

—Ni lo pienses. No puedes apartarme de esto ahora. Estoy contigo hasta la muerte.

—Vaya... espero que no.

—Bueno, hasta la verdad y el final feliz, entonces. ¿Qué plan tienes?

—No creo que sean preguntas que podamos hacer en un mensaje de red.

—Estoy de acuerdo.

—Tengo días de permiso acumulados.

—Yo también. —La voz de Pam sonó seria y su mirada se quedó clavada en la de Marie.

Esta le devolvió la mirada con fuego en los ojos.

—Pues entonces, haz las maletas. Nos vamos a Filadelfia.

Alastair subió corriendo las anchas escaleras de mármol del ayuntamiento; sus largas piernas las saltaban de tres en tres. A diferencia de la mayoría de los edificios del Rim, al ayuntamiento lo rodeaba un aura de perdurabilidad. La arquitectura de la mayoría de las mansiones parecía precaria, como si un fuerte viento pudiera derribarlas en cualquier momento, pero el ayuntamiento estaba ahondado en la ladera, bien arraigado, con su fachada compuesta de más mármol que fabrique.

En lo alto de las escaleras estaban apostados dos guardas de seguridad: dos ejecutores. Lo reconocieron y lo dejaron entrar. Alastair pasó bajo el arco, cruzó el atrio donde estaban expuestas las dos mitades de la Campana de la Libertad, recorrió el pasillo central y fue directo a las oficinas de Jack McGovern. Una delgadísima secretaria lo atravesó con la mirada y le ladró:

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