Alastair esbozó una sonrisa de nuevo, aunque cada vez era más fina.
—La tecnología modi es el campo donde se producen todos los avances actualmente. Ahora, a menos que puedan interesarles algunos de mis servicios...
—Una pregunta más —dijo Marie—. En Norfolk, subcontrató los empleados de su laboratorio a Industrias Lakeland.
—Sí, creo que sí. —¿Adónde querían llegar?
—Según sus informes, les pagó unas cuantiosas pagas extraordinarias por fin de año a sus empleados antes de que cerrara el laboratorio.
—Esos son informes privados, señora Coleson. Podría hacer que presentaran cargos contra usted.
—A todos los empleados menos a mi esposo.
—Naturalmente. Estaba muerto. Lo lamento, pero no hay razón para pensar que él pudiera recibir una compensación adicional. Si ha venido aquí esperando que le dé dinero...
—Eso es lo curioso. Los cheques fueron redactados y firmados el diez de diciembre, más de dos semanas antes de su muerte. Aun así, su nombre no aparecía.
Alastair se quedó impactado. No podía haber sido tan tonto. Pero entonces lo recordó.
—Su marido rechazó el bono.
—¿Por qué haría algo así?
—Le importaba el proyecto. Sabía que estábamos pasando por una situación económica complicada y quería colaborar de ese modo.
—¿Y cómo podía un proyecto en una situación económica complicada permitirse pagar tales gratificaciones?
Alastair se levantó, ahora furioso, utilizando su estatura para eclipsarlas a las dos.
—Señora Coleson, si tiene alegaciones que hacer sobre el manejo de mi empresa, puede presentarlas ante el Consejo de Negocios de Norfolk. De lo contrario, no tengo nada más que decir.
Las miró. Sin palabras, las mujeres se levantaron y salieron. Alastair tuvo que contenerse para no dar un portazo.
Pero lo más descabellado de la cuestión era que era cierto. Keith había rechazado aquella paga. Siempre había creído en la causa, había sido un trabajador apasionado y, precisamente por ello, había sido tan fácil de manipular. Se había imaginado en el umbral del mayor adelanto de la historia humana y ningún sacrificio le había parecido demasiado grande.
Ahora estas mujeres habían husmeado y habían encontrado una incoherencia, algo suficientemente sospechoso como para garantizar una investigación. Por mucho que pudiera explicarlo, no podía permitir que investigaran los informes del laboratorio. Tendría que hacer algo...
El rostro del espejo no era el suyo. Una cara inmaculada se reflejaba infaliblemente en el inmaculado espejo, pero no era la suya. Sus esperanzas se habían venido abajo. Sus sueños se habían derrumbado. En un día había perdido a Vic... ¡y ahora su cara! ¿Quién iba a seguirlo ahora? ¿Cómo podría aunar apoyos para su causa? Parecía un rimmer.
Darin se puso de pie y apartó la mano de Mark de un golpe cuando este intentó ayudarlo.
—No me toques. ¿Dónde está Lydia?
La chica apareció, con los ojos bien abiertos, tan preciosa como siempre, y él se estremeció, queriendo ocultar su rostro en un saco.
—Lydia. Ayúdame a salir de aquí.
—Deberías quedarte a descansar —dijo ella.
—No necesito descansar. Mira lo que me ha hecho. No me quedaré aquí, no con él.
Lydia y Mark se miraron. Darin percibió la expresión que compartieron y de pronto lo entendió. Miró a Lydia.
—Se lo has dicho.
Ella arqueó las cejas.
—¿Qué?
—Les has dicho dónde encontrarme. Te reuniste conmigo en el club y después me delataste.
—No digas tonterías —lo reprendió Mark—. Casi se ha matado trayéndote hasta aquí.
Darin dio un paso atrás mirándolos como lo que eran: rimmers, los dos.
—Estabais metidos en esto juntos —los acusó. Ahora lo veía muy claro—. Claro que sí.
—No es una conspiración —dijo Mark.
—¿Y cómo, si no, han sabido que estaba aquí? ¡Se lo has dicho tú! —Avanzó hacia Lydia—. ¿Ya estás contenta? ¿Ves lo que has conseguido? Vic está... —Su voz se apagó al intentar contener las emociones—. Lo has matado.
—Ella te ha ayudado —dijo Mark—. El club se enfrentó a los mercs; si no te hubiera traído aquí, también podrías haber muerto tú.
Darin vio sus expresiones de compasión y se fijó en la escena que lo rodeaba: la multitud de combers, los catres, los médicos modi. Así que eso era para ellos: una causa benéfica. Lo delatan, lo rehabilitan y lo convierten en un buen ciudadano.
—Oh, claro —dijo—. Los dos me habéis ayudado mucho. Como Dios desde su cielo. Dadme algo de dinero y así podréis solucionar todos mis problemas.
—No ha sido así —intervino de nuevo Lydia—. Estabas herido. No tiene nada que ver con lo pobre que eres.
—Vic está muerto por lo pobre que soy. Todo lo que me ha sucedido ha sido por lo pobre que soy. Habláis sobre las difíciles condiciones de los trabajadores, organizáis colectas de comida para los pobres y después os sentís bien con vosotros mismos. Pero no sois como nosotros. No son vuestros seres queridos los que están muriendo para que los rimmers puedan vivir.
Darin empujó el catre y el armazón de metal chocó contra el suelo de piedra.
—Siento lo de tu hermano —dijo Lydia—. Lo siento mucho.
—¡No quiero tu compasión!
Intercambiaron miradas de nuevo: preocupadas, compasivas.
—Rimmer. Hasta la médula. Debería haberlo visto antes.
Fue tambaleándose hasta la puerta y la abrió. Caía una fina lluvia. Para su alivio, no lo siguieron. Encontró su jetvac tirado en la puerta y le dio una patada para arrancarlo. Delante de la iglesia, una multitud se daba empujones para cobijarse de la lluvia, pero él se abrió paso y bajó la ladera en diagonal.
De vuelta a los Combs. De vuelta con su propia gente, con su propia clase. Allí no tenía amigos.
Lydia gruñó de frustración.
—¡Menudo orgulloso...! —No sabía cómo terminar.
A su lado, Mark sacudió la cabeza.
—Me siento fatal por él.
—Yo no. —Le habían hecho daño, sí, y había perdido a su hermano, pero Mark, ella e incluso el doctor Hughes habían arriesgado su vida por él, y él los había tratado como si fueran enemigos—. Lo he arrastrado hasta aquí, esperando en cualquier momento que un merc me atravesara la espalda con un proyectil. Si no lo valora y no lo agradece, que se quede solo.
—No podemos juzgarlo por lo de hoy. Quien hablaba era su dolor y el impacto que le ha producido la muerte de su hermano.
—No estoy segura —dijo Lydia. Ahora estaba enfadada con los dos; con Darin, por ser tan cabezota, y con Mark, por excusarlo. Pero un estallido amortiguado, seguido por gritos de la multitud, interrumpió sus ideas.
El bullicio dentro del santuario se paralizó; podía escucharse un sonido como de burbujeo y pisadas. Después, se abrieron las puertas principales, y una masa de gente aterrada entró a empujones, volcando mesas y catres y haciendo que las chicas que habían estado gestionando a los pacientes se dispersaran.
—Rápido —dijo Mark—. Arriba.
Al otro lado de la alcoba donde había dormido Darin había un tramo de escaleras de piedra que se retorcía hacia la parte más alta de la iglesia. Un campanario clásico coronaba el edificio, recordó, aunque no había campana. Siguió a Mark por las escaleras y después otro tramo más hasta que llegaron a la torre. Ahora la lluvia caía con más fuerza y el viento sacudía sus rostros. Miró hacia abajo.
Un grupo de mercs hizo que la multitud se dispersara, algunos lograron entrar en la iglesia, pero la mayoría no pudo. Bolas de espuma chisporroteaban en vano, ya que la lluvia evitó que se expandieran. Uno de los mercs habló a la multitud; su voz amplificada resultaba perfectamente nítida incluso para Lydia y Mark, que estaban tres pisos más arriba.
—Esta clínica queda cerrada por orden del colectivo de los consejos de la ciudad de Filadelfia. Se pide a todos los ciudadanos que se retiren.
Nadie se movió. La gente, malhumorada y empapada, no empujó hacia delante, pero tampoco se marchó. Los soldados apuntaron sus armas.
—No son letales —dijo Mark—. Sirven para detener a la muchedumbre, pero no matarán a nadie.
Lydia lo miró sorprendida.
—¿Cómo puedes verlo desde aquí?
En respuesta, él se señaló el extremo de un ojo y ella cayó en la cuenta: modis.
—¿Crees que lucharán?
Mark sacudió la cabeza.
—Son pistolas térmicas de microondas. Pueden cocerte la piel si estás cerca, pero no lo harán. Se dispersarán. La clínica está cerrada.
Lydia se alegró. Odiaba ver todo ese trabajo interrumpido, pero tampoco quería violencia. Ya había visto bastante en ese club la noche anterior.
Un ruido que venía de abajo hizo que volviese a mirar. Ridley Reese, gritando, estaba golpeando con los puños a uno de los mercs. Solo unas cuantas palabras de su acalorada perorata llegó hasta la torre:
—Nos quedaremos aquí hasta que... tenemos todo el derecho a... cobardes...
Para horror de Lydia, Ridley sacó una pistola táser del cinturón del sorprendido guardia y le disparó a la cara. El arma no producía ninguna descarga eléctrica a menos que la manipularan las manos de su propietario, así que el ataque no hirió al hombre. Pero, en respuesta, él disparó su pistola araña a una distancia muy corta, apuntándole al abdomen, y la hizo caer al suelo.
Después, Lydia no vio nada más que un embarrado caos y a cada merc rodeado por una burbuja de humanidad y disparando, hasta que esas burbujas los engulleron. La multitud corrió hacia la iglesia. Al momento, una jadeante Veronica se reunió con ellos en la torre seguida por más chicas y varios médicos, Whitson Hughes entre ellos.
—Cerrad las puertas —dijo él—. Bloqueadlas con todo lo que podáis.
—¿Por qué? —preguntó Lydia—. No somos enemigos.
—La multitud no lo diferenciará. Los combers que hay abajo les revelarán nuestro escondite. Representamos al Gobierno, a los ricos... todo lo que odian. Si cruzan esas puertas, no nos libraremos.
Otro doctor cerró los ojos, murmuró algo por un canal de comunicación y después dijo:
—Viene ayuda de camino.
La torre tenía poco con lo que bloquear las puertas. Mark hizo una cuerda de un tapiz y la ató a los tiradores de la puerta. Había dos sillas, el único mobiliario, pero eran de fabrique y no se podían romper, así que las colocaron bajo los tiradores lo mejor que pudieron.
Unos hombres subieron las escaleras gritando y empujaron las puertas maldiciendo. Los atacantes se lanzaron contra la barrera una y otra vez, y consiguieron abrir un pequeño hueco. Un cuchillo se coló por él y comenzó a rajar el tapiz.
Y entonces llegó la caballería. Un flier rugía desde el norte y disparaba a la multitud que seguía en los escalones. Voló directo hacia la torre y se quedó suspendido mientras comenzaba a escupir soldados. La mayoría cayó seis metros hasta el suelo sin resultar herida, pero tres de ellos saltaron sobre la torre y se aferraron a la piedra con manos adhesivas. Entraron trepando y, de una patada, apartaron las sillas de fabrique justo cuando se soltó el tapiz. Las puertas se abrieron.
Los combers entraron en la sala directos hacia una descarga de proyectiles inteligentes que los hicieron pedazos. Los mercs bajaron las escaleras disparando y Lydia oyó cómo los gritos de rabia se convertían en gritos de pavor.
Minutos después, todo acabó. Un merc bajó por la escalera para guiarlos. Lydia lo siguió apoyándose en el hombro de Mark mientras se abría paso entre los muertos.
Las escaleras, pasillos, alcobas, el santuario, el nártex e incluso los escalones de piedra estaban cubiertos de cuerpos. Habían sido asesinados limpiamente, sin causar más daño al edificio de la iglesia que unas manchas de sangre en la alfombra.
Hemos venido para ayudar a esta gente,
pensó Lydia,
y ahora todos están muertos.
Cuando estaba atrapada en la torre, apenas había tenido tiempo de tener miedo, pero entonces pudo sentirlo, como unas enormes y frías pinzas pellizcándole el estómago. Se dio cuenta, por primera vez, del frágil control que los consejos ejercían sobre la ciudad. Como la gran presa que frenaba al Delaware: dañada, parcheada, conteniendo apenas una oleada de violencia que podía arrasar la ciudad.
Y Darin estaba ahí afuera en alguna parte. Al otro lado.
Estoy muy triste. Ya no quiero ser Thomas Garrett Dungan. No quiero escribir ni a Kathleen ni a Fiona. A lo mejor debería escribir a papá. Pero no quiero. Papá me ha hecho daño. Me ha hecho daño y daño hasta que Tennessee Markus McGovern ha enviado ese bichito. Me gusta el nombre de Tennessee Markus McGovern. A lo mejor le escribo una carta a él.
Los cinco miembros con derecho a voto del Consejo Empresarial de Filadelfia tomaron asiento con lenta dignidad después de haber hecho que los miembros menos importantes y representantes de otros consejos esperaran durante casi media hora. Alastair, siguiendo el ejemplo de Jack McGovern, se sentó detrás de él en una de las sillas reservadas para el cuerpo administrativo y el consejo. El jefe del gabinete de McGovern se había puesto enfermo inesperadamente, pero resultó que Alastair estaba a mano para ocupar su lugar.
—Esta asamblea de emergencia del Consejo Empresarial y de Comercio se declara constituida —declamó un funcionario—. Señor presidente.
Jack McGovern se levantó.
—En las últimas semanas, una violencia que va en aumento ha amenazado con destrozar nuestra ciudad. Hace diez días, apenas se pudo controlar un motín en la fábrica de acero, la semana pasada la crisis de la presa agravó ese miedo y esa inquietud y la revuelta de esta mañana en la iglesia de las Siete Virtudes ha costado la vida a cuarenta y cinco ciudadanos. Este congreso especial se ha constituido para decidir el modo de actuación. Cedo la palabra a Ellen Van Allen.
McGovern se sentó y Van Allen que, a sus ciento cincuenta y siete años era el miembro del consejo de mayor edad, se levantó. No aparentaba más de cincuenta, pero su veteranía le permitía recordar el Conflicto, y sus ojos reflejaban una dignidad y una madurez que su joven cuerpo no podía ocultar del todo. Tácitamente, Alastair desconfiaba de ella.
—Apreciados colegas, señor presidente. No se puede seguir tolerando esta situación. La ciudad ha escapado de nuestro control. O hacemos más concesiones o hacemos un uso mayor de la fuerza. O llevamos la paz a los Combs, o los subyugamos.