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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (25 page)

BOOK: Justicia uniforme
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—¿Dónde estaba Giuliano?

—No; el niño no estaba. Por lo menos, no le hizo eso a su hijo.

Brunetti deseaba saber el alcance del daño que había sufrido la otra mujer, pero, al comprender que su motivo no era sino morbosa curiosidad, se abstuvo de preguntar. No había más que ver la vitalidad que aún conservaba esta mujer en sus movimientos y en su pobre cara desfigurada para hacerse una idea de lo que le había sido arrebatado.

Mientras iban hacia el interior de la casa, Brunetti preguntó:

—¿Por qué se fue Giuliano de la escuela?

—Dijo que… —Ella se interrumpió, y Brunetti intuyó que la mujer sentía no poder explicárselo—. Creo que será mejor que se lo pregunte a él.

—¿Estaba contento en la academia?

—No. Nunca. —La respuesta fue rápida y vehemente.

—Entonces, ¿por qué ingresó? ¿Y por qué permaneció en ella?

Ella se paró y lo miró, y él observó entonces que sus ojos, que le habían parecido oscuros, en realidad tenían estrías de ámbar y parecían fulgurar en la penumbra del vestíbulo.

—¿Usted sabe algo de esta familia?

—No,
signora;
nada —dijo él, lamentando ya no haber pedido a la
signorina
Elettra que ahondara en su intimidad y escarbara en sus secretos un poco más. Ello le hubiera evitado sorpresas y ahora sabría qué información debía tratar de extraer de ella exactamente.

Nuevamente, ella cruzó los brazos y trató de mirarle a los ojos.

—Entonces, ¿no leyó usted la noticia?

—No que yo recuerde. —Brunetti se preguntaba cómo pudo haber pasado por alto un caso como aquél. Debió de ser una sensación para la prensa durante tres días.

—Ocurrió cuando estaban en Cerdeña, en la base naval —dijo ella, como si esto lo explicara todo—. El suegro de mi hermana consiguió tapar el caso.

—¿Quién es el suegro? —preguntó Brunetti.

—El
ammiraglio
Giambattista Ruffo —dijo ella. Brunetti reconoció inmediatamente el nombre del llamado «Almirante del Rey» porque no ocultaba sus fervorosos sentimientos monárquicos. Tenía la idea de que Ruffo era de origen genovés y el vago recuerdo de haber oído hablar de él durante décadas. Ruffo había ascendido en la Marina por méritos propios y se había reservado sus opiniones hasta ver confirmado su ascenso —lo que Brunetti creía que había ocurrido hacía quince años—, y entonces dejó de disimular o enmascarar su convicción de que había que restaurar la monarquía. Los esfuerzos del Ministerio de la Guerra por silenciar a Ruffo le habían dado una repentina fama, ya que él se negó a retractarse de sus declaraciones. Los periódicos serios —si es que puede decirse que éstos existan en Italia— pronto se cansaron de la historia, que fue relegada a las revistas cuyas portadas dedican especial atención a diversas partes de la anatomía femenina semana tras semana.

Habida cuenta de la fama del almirante, fue casi un milagro que el suicidio de su hijo no se convirtiera en un bombazo periodístico, pero Brunetti no recordaba haber leído nada al respecto.

—¿Cómo consiguió silenciar a la prensa? —preguntó Brunetti.

—En Cerdeña, él estaba al mando de la base naval —empezó ella.

—¿Se refiere al almirante? —interrumpió Brunetti.

—Sí; como todo ocurrió allí, fue posible mantener alejada a la prensa.

—¿Cómo se dio la noticia? —preguntó Brunetti, consciente de que, en tales circunstancias, cualquier cosa sería posible.

—Se dijo que había muerto a consecuencia de un accidente, en el que también Luigina había resultado gravemente herida.

—¿Y nada más? —preguntó Brunetti, sorprendido de su propia ingenuidad por considerarlo insólito.

—Nada más. La policía de la Marina llevó la investigación y un médico de la Marina hizo la autopsia. La bala sólo hirió a Luigina levemente, en un brazo. Pero al caer al suelo se dio un golpe en la cabeza, y eso le causó el daño.

—¿Por qué me cuenta estas cosas? —preguntó Brunetti.

—Porque Giuliano no sabe qué pasó en realidad.

—¿Dónde estaba él? —preguntó Brunetti—. Quiero decir, en el momento en que ocurrió aquello.

—En otra parte de la casa, con los abuelos.

—¿Y nadie se lo ha contado?

Ella movió la cabeza negativamente.

—Me parece que no. Por lo menos, hasta ahora.

—¿Por qué dice «hasta ahora»? —preguntó él, percibiendo una leve pérdida de firmeza en su tono.

Ella levantó la mano derecha y se frotó la sien, justo en el nacimiento del pelo.

—No lo sé. Cuando volvió a casa esta vez me hizo preguntas, y me parece que yo no supe reaccionar. En lugar de decirle lo mismo que le hemos dicho siempre, que fue un accidente, quise saber por qué preguntaba. —Se interrumpió, mirando al suelo, sin dejar de palparse el pelo de la sien.

—¿Y…? —la animó Brunetti.

—Como no me contestaba, le dije que él ya sabía lo que había ocurrido, que su padre había muerto en un trágico accidente. —Volvió a callar.

—¿Él la creyó?

La mujer se encogió de hombros, como una niña obstinada que se resiste a afrontar un hecho desagradable.

Brunetti esperaba, sin repetir la pregunta. Al fin, ella dijo mirándole a los ojos:

—No sé si me creyó o no. —Se detuvo, buscando la manera de explicarlo, y prosiguió—. Cuando era más pequeño, solía preguntar por aquello. Era como si le diera una calentura que iba aumentando hasta que él no podía resistir más y tenía que volver a preguntarme, por muchas veces que yo le hubiera explicado lo sucedido. Luego se quedaba tranquilo un tiempo, hasta que volvía la obsesión, y empezaba otra vez a hablar de su padre y a hacer preguntas sobre él, o sobre su abuelo, y al fin no podía remediarlo y preguntaba por la muerte de su padre. —La mujer cerró los ojos y dejó caer los brazos—. Y yo volvía a contarle la vieja mentira. Hasta que yo misma me cansaba de oírla.

Ella echó a andar otra vez hacia el fondo de la casa. Brunetti, mientras la seguía, aventuró una última pregunta:

—¿Esta vez fue diferente?

La mujer siguió andando, pero él la vio encogerse de hombros bruscamente, rechazando la pregunta. Ella dio varios pasos más y se paró delante de una puerta, pero no se volvió a mirarlo.

—Antes, cada vez que él preguntaba y yo le repetía lo sucedido, se quedaba tranquilo durante un tiempo; pero ahora no. No me creyó. Ya no me cree. —Ella no explicó por qué tenía esa impresión y Brunetti no consideró necesario preguntar: el muchacho sería una fuente mucho más segura.

Ella abrió una puerta que daba a otro largo corredor, se paró en la segunda puerta de mano derecha y llamó. Casi inmediatamente, la puerta se abrió, y Giuliano Ruffo salió al pasillo. Al ver a su tía, sonrió, luego se volvió hacia Brunetti y lo reconoció. La sonrisa se borró de su cara, reapareció, expectante, un momento y volvió a desvanecerse.


Zia
, ¿qué sucede? —preguntó a la mujer. Al ver que ella no contestaba, dijo a Brunetti—: Usted es el que vino a mi cuarto. —A la señal afirmativa de Brunetti, preguntó—: ¿Qué desea ahora?

—Lo mismo que la otra vez, hablar de Ernesto Moro.

—¿Qué hay de él? —preguntó Giuliano llanamente.

Brunetti estimaba que el chico hubiera debido mostrar más inquietud al ver que la policía lo había seguido hasta su casa para hacerle preguntas sobre Ernesto Moro. De pronto, se le apareció lo insólito de la situación: ellos tres, de pie en aquel pasillo sin calefacción, la mujer, callada, mientras Brunetti y el muchacho giraban uno en torno al otro, fintando con preguntas. Como si le leyera el pensamiento, ella dijo entonces señalando la habitación que estaba a la espalda de su sobrino:

—¿Y si fuéramos a hablar a donde no haga tanto frío?

Si hubiera sido una orden, no hubiera respondido el chico con más rapidez. Volvió a entrar en la habitación, dejando la puerta abierta para que ellos le siguieran. Al entrar, Brunetti pensó en el orden casi antinatural de la habitación de Giuliano en la academia, pero lo recordó porque aquí contemplaba la antítesis: prendas de vestir encima de la cama y del radiador; compactos, desnudos y vulnerables, fuera de sus estuches, sobre la mesa: botas y zapatos, tirados en el suelo. Lo sorprendente era que no oliera a tabaco, aunque vio un paquete de cigarrillos abierto en el escritorio y otro en la mesita de noche.

Giuliano quitó la ropa de la butaca situada frente a la ventana y dijo a su tía que se sentara allí. Arrojó la ropa al pie de la cama, donde ya había un pantalón vaquero. Con un movimiento de la cabeza, señaló a Brunetti la silla que estaba detrás del escritorio y él se sentó en un hueco que se hizo en la cama.

—Giuliano —empezó Brunetti—, no sé lo que hayan podido decirte o hayas podido leer, ni me importa lo que hayas dicho tú. Yo no creo que Ernesto se suicidara; no me parece que fuera la clase de persona que pudiera hacer eso, ni que tuviera razones para matarse. —Hizo una pausa, esperando que el chico o la tía dijeran algo. Como ninguno de los dos hablaba, prosiguió—: Eso quiere decir que murió a causa de algún tipo de accidente o que alguien lo mató.

—¿Qué quiere decir con accidente? —preguntó Giuliano.

—Una broma que acabara mal, que él estuviera gastando a otros o que otros le gastaran a él. Si fue eso, es posible que las personas involucradas sintieran pánico e hicieran lo primero que se les ocurrió: simular un suicidio. —Calló, con la esperanza de que el muchacho aprovechara la oportunidad para decir algo, pero Giuliano siguió callado—. O, si no —prosiguió Brunetti—, por razones que ignoro, lo mataron intencionadamente, o algo se torció o se les fue de la mano. Y luego trataron de hacer que pareciera un suicidio.

—Pero los periódicos decían que había sido un suicidio —interrumpió la tía.

—Eso no significa nada,
zia
—dijo el muchacho, para sorpresa de Brunetti.

En el silencio que siguió, el comisario dijo:

—Me temo que tenga razón su sobrino,
signora.

El muchacho apoyó las manos en la cama y bajó la cabeza, como si contemplara el revoltijo de calzado que había en el suelo. Brunetti observó cómo sus manos se cerraban en puños y luego volvían a abrirse. Giuliano levantó la cabeza, ladeó el cuerpo y agarró el paquete de cigarrillos que estaba en la mesa. Lo apretaba con la derecha como si fuera un talismán o una mano amiga, pero no hacía ademán de sacar un cigarrillo. Se pasó el paquete a la mano izquierda y, por fin, sacó un cigarrillo. Se puso de pie, lanzó el paquete a la cama y se acercó a Brunetti, que permanecía inmóvil.

Giuliano tomó un encendedor de plástico del escritorio y fue hacia la puerta. Sin decir nada, salió de la habitación cerrando la puerta.

—Le he pedido que no fume dentro de la casa —dijo su tía.

—¿No le gusta el olor? —preguntó Brunetti.

Ella sacó del bolsillo de la chaqueta un arrugado paquete y se lo enseñó:

—Al contrario. Pero el padre de Giuliano era un gran fumador, y mi hermana asocia el olor con él. Sólo fumamos fuera de la casa, para que no se altere.

—¿Volverá? —preguntó Brunetti; no había tratado de retener a Giuliano, y estaba convencido de no poder obligar al chico a revelar lo que no quisiera.

—No tiene otro sitio a donde ir —dijo la tía, no sin afecto.

Permanecieron en silencio hasta que Brunetti preguntó:

—¿Quién se ocupa de la granja?

—Me ocupo yo, con un hombre del pueblo.

—¿Cuántas vacas tienen?

—Diecisiete.

—¿Dan lo suficiente? —preguntó Brunetti. Sentía curiosidad por saber cómo podía mantenerse la familia, aunque reconocía que sus escasos conocimientos de ganadería no le permitían deducir la prosperidad de una explotación por el número de reses.

—Tenemos un fideicomiso del abuelo de Giuliano —explicó la mujer.

—¿Ya ha muerto?

—No.

—Entonces, ¿cómo puede haber un fideicomiso?

—Lo estableció cuando murió su hijo. Para Giuliano.

—¿Y qué estipula? —preguntó Brunetti. Como ella no respondía, agregó—: Si me permite la pregunta.

—No puedo impedirle que pregunte —dijo ella con cansancio.

Al cabo de un rato, se decidió a contestar:

—Giuliano recibe una cantidad cada cuatro meses. Cierta vacilación que detectó en la voz de la mujer indujo a Brunetti a preguntar:

—¿Impone condiciones?

—Él cobrará la pensión mientras siga la carrera militar.

—¿Y si la deja?

—Cesarán los pagos.

—¿Entonces, los estudios en la academia…?

—Forman parte del plan.

—¿Y ahora? —preguntó él señalando con un ademán el caos de la habitación, tan alejado del orden militar.

La mujer se encogió de hombros, gesto que a él ya empezaba a resultarle familiar en ella, y respondió:

—Mientras, oficialmente, siga con permiso, puede considerarse que… —dejó la frase sin terminar.

—¿Sigue? —aventuró Brunetti, y observó con satisfacción que ella sonreía.

Se abrió la puerta y entró Giuliano, que traía olor a humo de cigarrillo. Volvió a acercarse a la cama, y Brunetti observó que sus zapatos dejaban marcas de barro en las baldosas. Se sentó en la cama, con las manos apoyadas en el colchón, miró a Brunetti y dijo:

—No sé qué pasó.

—¿Es la verdad o es lo que has decidido decir mientras estabas fuera? —preguntó Brunetti suavemente.

—Es la verdad.

—¿Tienes alguna idea de lo que pasó? —preguntó Brunetti. El chico no dio señales ni de haberle oído, por lo que Brunetti imprimió en sus palabras un tono aún más hipotético—: ¿O de lo que pudiera haber pasado?

Al cabo de mucho rato, con la cabeza aún baja y la mirada en los zapatos, el chico dijo:

—No puedo volver.

Brunetti no lo dudó ni un instante; nadie que le oyera podría dudarlo. Pero sentía curiosidad por las razones del chico:

—¿Por qué?

—No puedo ser soldado.

—¿Por qué, Giuliano?

—Porque no lo llevo dentro. No lo siento. Todo me parece estúpido: las órdenes, la formación y que todo el mundo tenga que hacer lo mismo al mismo tiempo. Es estúpido.

Brunetti miró a la tía, pero ella tenía los ojos fijos en su sobrino, quieta y callada, ajena al comisario. Cuando el chico siguió hablando, Brunetti se volvió de nuevo hacia él.

—Yo no quería, pero el abuelo me dijo que eso era lo que mi padre hubiera deseado que hiciera. —Miró a Brunetti, que sostuvo su mirada pero guardó silencio.

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