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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (24 page)

BOOK: Justicia uniforme
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Cuando los dos hombres regresaron a la
questura
e informaron a Brunetti de la visita, el comisario preguntó a Pucetti:

—¿Qué impresión le causaron los cadetes en general?

—Me gustaría poder decir que estaban asustados, como lo estaba Ruffo la última vez que hablé con él, pero no era así. En realidad, parecían molestos porque yo les hiciera preguntas, casi como si no tuviera derecho a hablarles. —El agente se encogió de hombros, buscando la manera de explicarse—. Quiero decir que todos tienen siete u ocho años menos que yo, pero me trataban como a un niño o alguien que tuviera que obedecerles. —El agente parecía desconcertado.

—¿Por ejemplo, un soldado raso? —preguntó Brunetti.

Pucetti no comprendía.

—¿Cómo dice, señor?

—¿Como si hablaran a un soldado raso? ¿Así le hablaban?

Pucetti asintió.

—Sí, señor; como si tuviera que obedecerles sin hacer preguntas.

—Pero eso no explica por qué no quieren hablar —objetó Vianello.

—Para eso suele haber una sola razón —dijo Brunetti.

Antes de que Vianello pudiera preguntar, Pucetti saltó:

—Porque todos saben lo que sabe Ruffo, y no quieren que hablemos con él.

Una vez más, Brunetti obsequió al joven con una sonrisa de aprobación.

A las tres de la tarde, estaban en un coche sin distintivos, parado a cien metros de la dirección del cadete Ruffo indicada en la lista, una granja lechera de las afueras de Dolo, pequeña población situada a medio camino entre Venecia y Padua. La casa, de piedra, baja y larga, con un gran establo adosado, quedaba a cierta distancia de una carretera bordeada de álamos, de la que arrancaba un camino de grava que las últimas lluvias habían dejado reducido a una estrecha cinta de barro que discurría entre parches de una hierba muerta salpicada de charcos ribeteados de lodo. No había árboles, pero en los campos de alrededor varias cepas daban testimonio de una tala reciente. A Brunetti, entumecido de frío en el coche, se le hacía difícil imaginar una estación diferente de ésta, pero se preguntaba qué protegería al ganado del sol del verano. Entonces recordó que pocas vacas se veía pastar en los campos del nuevo Véneto: generalmente estaban en el establo, reducidas a simples engranajes en la rueda de la producción de leche.

Hacía frío, y soplaba un fuerte viento del Norte. De vez en cuando, Vianello ponía el motor en marcha y daba la calefacción a tope, y entonces el coche se calentaba de tal modo que tenían que bajar un cristal.

Al cabo de media hora, Vianello dijo:

—No tiene sentido quedarse aquí, esperando a que aparezca. ¿Por qué no nos acercamos y preguntamos si está o no?

Pucetti, como correspondía a su situación de inferioridad, tanto en la jerarquía como en la geoestrategia, ya que estaba sentado detrás, no dijo nada, dejando que respondiera Brunetti.

Hacía un rato que el comisario tenía ese mismo pensamiento, y bastó la pregunta de Vianello para hacer que se decidiera.

—Tiene razón —dijo—. Vamos a ver si está.

Vianello puso el motor en marcha y metió la primera. Despacio, el coche empezó a avanzar hacia la casa. Las ruedas patinaban en el barro y la grava, buscando apoyo. A medida que se acercaban, se hacían más evidentes las señales de vida rural. Apoyado en la pared de un establo había un neumático abandonado, tan grande que sólo podía ser de un tractor. A la izquierda de la puerta de la casa se alineaban varios pares de botas de goma diversas: las había negras y marrones, altas y bajas. Por la esquina de la casa salieron dos perros grandes que corrieron hacia ellos en silencio, lo que los hacía más temibles. Los animales se pararon a dos metros del coche, los dos, en el lado del copiloto, mirando fijamente a los hombres y enseñando los dientes con desconfianza, pero todavía sin ladrar.

Brunetti sólo podía distinguir unas cuantas razas de las más conocidas, y creyó ver en aquellos perros rasgos de pastor alemán, pero poco más pudo identificar.

—¿Bien? —preguntó a Vianello.

En vista de que ninguno de sus acompañantes decía algo, Brunetti abrió la puerta del coche y puso un pie en el suelo, procurando elegir una zona de hierba seca. Los perros no hicieron nada. Entonces él sacó el otro pie y salió del coche. Los perros seguían quietos. El ácido olor de orines de vaca le hirió las fosas nasales y él observó que el líquido de los charcos que había delante de la puerta de lo que parecía el establo era pardo y espumoso.

Brunetti oyó abrirse una puerta del coche y luego la otra, y notó a su lado a Pucetti. Al ver a dos hombres, uno al lado del otro, los perros retrocedieron un poco. Vianello dio la vuelta por delante del coche, y los perros siguieron retrocediendo, hasta la esquina de la casa. Vianello pateó en el suelo con el pie derecho, y los animales desaparecieron, sin haber proferido sonido alguno.

Los hombres fueron a la puerta, Brunetti empuñó el enorme aro de hierro que servía de aldaba y golpeó con él la placa de metal clavada en la madera. Era agradable sentir en la mano el peso del hierro y oír su recia percusión. Al no recibir respuesta, volvió a llamar. Al cabo de un momento, oyeron en el interior una voz que gritaba algo que no entendieron.

Abrió la puerta una mujer baja, de cabello oscuro, con un deformado vestido de lana gris sobre el que llevaba una chaqueta de punto verde tejida a mano, pero una mano poco hábil. Como era bastante más baja que ellos, la mujer dio un paso atrás y levantó la cabeza para mirarlos, entornando los ojos. Brunetti observó una extraña asimetría en su cara: el ojo izquierdo apuntaba hacia la sien en sentido ascendente mientras la comisura de los labios del mismo lado se doblaba hacia abajo. La mujer tenía un cutis suave y terso, de niña, aunque debía de tener más de cuarenta y cinco años.

—¿Sí? —preguntó al fin.

—¿Vive aquí Giuliano Ruffo? —preguntó Brunetti.

Por el tiempo que tardó en descifrar sus palabras, la mujer podía haber hablado un idioma distinto. A Brunetti le pareció ver que vocalizaba el nombre de «Giuliano», como si esto pudiera ayudarla a responder a la pregunta.


Momento
—dijo ella entonces, pronunciando las consonantes con gran dificultad. Dio media vuelta, dejando que ellos cerraran la puerta. O, pensó Brunetti, que se llevaran todo lo que había en la casa, o que mataran a sus ocupantes, si lo preferían, y se marcharan tranquilamente sin que ni los perros les molestaran.

Los tres hombres se quedaron en el zaguán, esperando el regreso de la mujer o la aparición de otra persona más capacitada para responder a sus preguntas. Al cabo de varios minutos, oyeron acercarse unos pasos procedentes del fondo de la casa. La mujer del jersey verde volvió y, detrás de ella, venía otra mujer, más joven, que llevaba una chaqueta tejida de la misma lana, pero con más destreza. También las facciones y los movimientos de la mujer denotaban un mayor refinamiento: unos ojos oscuros que rápidamente buscaron los de Brunetti, unos labios bien dibujados, preparados para hablar y un gesto alerta causaron en el comisario una impresión de inteligencia y lucidez.

—¿Sí? —dijo la mujer. Tanto el tono como la expresión imprimieron en la pregunta un imperativo que exigía no sólo una respuesta sino una explicación.

—Soy el comisario Guido Brunetti,
signora.
Deseo hablar con Giuliano Ruffo. Según nuestros archivos, éste es su domicilio.

—¿De qué quiere hablar con él? —preguntó la segunda mujer.

—De la muerte de uno de sus compañeros de estudios.

Durante esta conversación, la primera mujer estaba a un lado de Brunetti, con la boca abierta, moviendo la cara hacia cada interlocutor, pero como si sólo captara los sonidos. Brunetti, al verla de perfil, observó que la parte indemne de su cara tenía cierto parecido con la de la otra mujer. Podían ser hermanas, o quizá primas.

—No está —dijo la más joven.

Brunetti se impacientó.

—En tal caso, está violando su permiso de la academia —dijo, pensando que podía ser verdad.

—Al diablo la academia —dijo la mujer ásperamente.

—Mayor motivo para que hable con nosotros —repuso él.

—Ya le he dicho que no está.

Con repentina irritación, Brunetti dijo:

—No la creo. —De pronto, lo asaltó la idea de lo que era la vida en el campo, la aburrida monotonía del trabajo, amenizada sólo por la esperanza de que algún nuevo desastre afligiera al vecino—. Si lo prefiere, ahora nos vamos y volvemos con tres coches, sirenas y luces rojas, aparcamos en el patio y vamos casa por casa preguntando a los vecinos sí saben dónde está.

—Ustedes no harían eso —respondió la mujer, más verazmente de lo que imaginaba.

—Entonces permítame hablar con él —dijo Brunetti.

—Giuliano —dijo la primera mujer, sorprendiéndolos a todos.

—No pasa nada, Luigina —dijo la más joven poniéndole una mano en el antebrazo—. Estos señores han venido a ver a Giuliano.

—Giuliano —repitió la otra, con la misma voz átona.

—Eso es,
cara.
Son amigos suyos que vienen a visitarle.

—Amigos —dijo la mujer con una sonrisa torcida. Se acercó al corpulento Vianello, que se había quedado detrás de sus colegas. Ella levantó la mano derecha y apoyo la palma en el pecho del inspector. Levantó la cara para mirarlo y dijo—: Amigo.

Vianello puso su mano sobre la de ella y dijo:

—Eso es,
signora.
Amigos.

Capítulo 23

Siguió un momento de tensión, por lo menos, para Brunetti, Pucetti y la mujer más joven. Mientras Vianello y Luigina mantenían las manos unidas en el pecho de él, Brunetti dijo a la otra mujer:


Signora,
necesito hablar con Giuliano. Tiene usted la palabra del inspector: somos amigos.

—¿Por qué había de confiar en ustedes? —preguntó ella.

Brunetti se volvió ligeramente hacia Vianello, que ahora daba palmaditas en el dorso de la mano de la mujer:

—Porque ella confía.

La más joven fue a protestar pero desistió antes de pronunciar la primera palabra. Brunetti vio por su expresión que daba por válida su respuesta. Relajando la postura, ella inquirió:

—¿Qué quiere preguntarle?

—Ya se lo he dicho,
signora.
Deseamos hablar sobre la muerte del cadete.

—¿Sólo eso? —La mirada de la mujer era tan clara y directa como la pregunta.

—Sí. —Brunetti hubiera podido dejarlo ahí, pero se sentía obligado por la promesa de Vianello y agregó—: Eso debería ser todo, pero no lo sabré hasta que hable con él.

De pronto, Luigina retiró la mano del pecho de Vianello, miró a la otra mujer y dijo:

—Giuliano. —Después de pronunciar el nombre, le tembló en los labios una sonrisa nerviosa que despertó la compasión de Brunetti.

La más joven se acercó a ella y le tomó la mano derecha entre las suyas.

—Todo va bien, Luigina. A Giuliano no le pasará nada.

La mujer debió de entender lo que oía, porque se le ensanchó la sonrisa, juntó las manos con júbilo y dio media vuelta, hacia el interior de la casa, pero, antes de que pudiera alejarse, la más joven le puso la mano en el brazo, para retenerla.

—Este señor desea hablar con Giuliano a solas —empezó, y miró el reloj ostensiblemente—. Mientras ellos hablan, tú podrías dar de comer a las gallinas. Ya es la hora.

Brunetti no estaba muy versado en las costumbres campesinas, pero sabía que a las gallinas no se les da de comer a primera hora de la tarde.

—¿Gallinas? —preguntó Luigina, confusa por el brusco cambio de tema.

—¿Tiene gallinas,
signora
? —preguntó Vianello con entusiasmo, poniéndose delante de ella—. ¿No querría enseñármelas?

Otra vez apareció la sonrisa torcida, ante la posibilidad de enseñar las gallinas a su amigo.

Vianello miró entonces a Pucetti:

—La
signora
va a enseñarnos las gallinas, Pucetti. —Sin esperar la respuesta de Pucetti, Vianello puso la mano en el brazo de la mujer y empezó a andar hacia la puerta—. ¿Cuántas…? —oyó decir Brunetti al inspector, y entonces, como si, de pronto, comprendiera que el ejercicio de contar no estaba al alcance de la mujer, terminó, sin solución de continuidad—: … veces he pensado que me gustaría ver gallinas. —Se volvió hacia Pucetti—: Venga usted también a ver las gallinas.

Cuando se quedaron a solas, Brunetti preguntó a la mujer:

—¿Puedo preguntar quién es usted,
signora
?

—Soy la tía de Giuliano.

—¿Y la otra
signora?

—Su madre. —Como Brunetti no preguntaba, explicó—: Sufrió un accidente hace años, cuando Giuliano era niño.

—¿Y antes? —preguntó Brunetti.

—¿Que quiere decir? ¿Si antes era normal? —inquirió ella buscando un tono de indignación sin acabar de encontrarlo.

Brunetti asintió.

—Sí; tan normal como yo. Soy su hermana, Tiziana.

—Me lo figuraba —dijo Brunetti—. Se parecen ustedes mucho.

—Ella era la guapa —dijo la mujer con tristeza—. Antes. —Si la descuidada belleza de esta mujer había de servir de indicio, Luigina debió de ser una preciosidad.

—¿Puedo preguntar qué sucedió?

—Usted es policía, ¿no?

—Sí.

—¿Eso quiere decir que no puede revelar las cosas que le dicen?

—Si no tienen relación con el caso que esté investigando, no,
signora.
—Brunetti no aclaró que, más que una prohibición expresa, era cuestión de criterio personal, pero la respuesta pareció satisfacerla.

—Su marido le disparó. Y luego se suicidó —dijo la mujer. Como Brunetti no hacía comentario alguno, prosiguió—: Quería matarla a ella y suicidarse. Pero con Luigina falló.

—¿Por qué lo hizo?

—Porque creyó que ella lo engañaba.

—¿Y era verdad?

—No. —La respuesta disipó por completo las dudas de Brunetti—. Pero mi cuñado era un hombre muy celoso. Y violento. Todos le habíamos dicho que no se casara con él, pero se casó. —Después de una larga pausa, agregó—: El amor —como si le hubieran pedido que nombrara la enfermedad que había destruido a su hermana.

—¿Cuándo sucedió?

—Hace ocho años. Giuliano tenía diez. —La mujer cruzó los brazos bruscamente delante del estómago, asiéndoselos con fuerza, como si buscara seguridad.

Cuando se le ocurrió la idea, se sintió tan horrorizado que habló sin pararse a pensar en lo dolorosa que la pregunta sería para ella:

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