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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (20 page)

BOOK: Justicia uniforme
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Brunetti miró el contestador. El parpadeo de una lucecita le avisaba de que le aguardaba un mensaje.

—¿Lo sabe él?

—Le han llamado antes que a nosotros, comisario. Ella es viuda y llevaba en el bolso un papel con el nombre y la dirección del hijo.

—¿Y…?

—Ha venido. —Los dos hombres pensaron en lo que aquello habría significado para Moro, pero no dijeron nada.

—¿Ahora dónde está?

—Aquí, en el hospital.

—¿Qué dicen los médicos? —preguntó Brunetti.

—Cortes y magulladuras, pero ninguna fractura. El coche sólo debió de rozarla. Pero, como tiene setenta y dos años, los médicos han decidido mantenerla en observación hasta mañana. —Después de una pausa, Vianello dijo—: Él acaba de irse.

Hubo un silencio largo. Al fin Vianello dijo, en respuesta a la pregunta que Brunetti no había hecho:

—Sí; sería buena idea. Estaba muy afectado.

Una parte de la mente de Brunetti comprendía que su instintivo deseo de aprovecharse del trauma de Moro no era menos perverso que la incitación de Vianello. Pero no se paró en consideraciones.

—¿Cuánto hace que se ha ido? —preguntó Brunetti.

—Unos cinco minutos. En taxi.

Del fondo del apartamento llegaban sonidos familiares: Paola se movía en el cuarto de baño, salía al pasillo, iba al dormitorio. Con la imaginación, Brunetti se elevó por encima de la ciudad, hasta el continente, vio un taxi que circulaba por las desiertas calles de Mestre y cruzaba el viaducto que conducía a
piazzale
Roma. Del taxi se apeaba un hombre, metía la mano en el bolsillo, pagaba al conductor, daba media vuelta y empezaba a andar hacia el
imbarcadero
del Uno.

Paola ya dormía cuando él se asomó a la habitación, proyectando una franja de luz sobre sus piernas, le escribió una nota y buscó donde dejarla. Al fin la puso encima del contestador, donde la luz que parpadeaba seguía reclamando atención.

Mientras cruzaba la ciudad dormida, la imaginación de Brunetti volvió a levantar el vuelo, pero ahora observaba a un hombre con traje oscuro y abrigo gris que iba andando de San Polo al puente de Accademia. Lo vio cruzar por delante del museo y meterse por las estrechas calles de Dorsoduro. Al extremo del pasaje que discurre junto a la iglesia de San Gregorio, cruzó el puente hacia la ancha
Riva
del otro lado de la Salute. A su derecha quedaba la casa de Moro, a oscuras, pero con todas las persianas abiertas. Bordeando el agua, Brunetti fue hasta el pie del puente que cruzaba el estrecho canal en dirección a la puerta de la casa. Desde allí podría ver llegar a Moro tanto si venía a pie como si llegaba en taxi o en el Uno. Volvió la cara y, al otro lado del agua tranquila, contempló el desigual perfil de las cúpulas de San Marco y el claroscuro de la fachada del Palazzo Ducale, percibiendo la sensación de paz que su belleza le transmitía. Curioso: una simple amalgama de formas y colores, y ya se sentía mejor que antes de mirarlas.

Oyó la vibración del motor del
vaporetto
que se aproximaba y vio asomar la proa por detrás de la pared de un edificio. El sonido cambió de clave, y la nave se deslizó hasta el
imbarcadero.
El tripulante arrojó el cabo con ademán suelto y certero y lo ató al amarre de metal con el nudo secular. Desembarcaron varios pasajeros, pero ninguno de ellos era Moro. Rechinó el metal al cerrarse la puerta, luego un simple tirón liberó el cabo y la embarcación siguió su recorrido.

Veinte minutos después, llegó otro barco, pero Moro tampoco venía en él. Brunetti ya pensaba que Moro podía haber decidido ir a casa de su madre en Mogliano cuando oyó pasos que se acercaban por la izquierda. Moro salió de una estrecha calle situada al fondo del pequeño
campo,
Brunetti cruzó el puente y se quedó al pie, a poca distancia de la puerta de la casa de Moro.

El doctor venía con las manos en los bolsillos de la americana y la cabeza baja, como si tuviera que pisar con precaución. Cuando estuvo a pocos metros de Brunetti, introdujo primero la mano izquierda y luego la derecha en los bolsillos del pantalón. Al segundo intento, sacó un manojo de llaves y las miró como si no supiera muy bien lo que eran ni lo que tenía que hacer con ellas.

Entonces levantó la cabeza y vio a Brunetti. Su expresión no cambió, pero el comisario estaba seguro de que lo había reconocido.

Brunetti empezó a andar hacia el otro hombre y empezó a hablar antes de darse cuenta de lo que hacía, sorprendido por la fuerza de su propia cólera.

—¿Piensa dejar que maten también a su esposa y a su hija?

Moro dio un paso atrás, y las llaves se le cayeron de la mano. Levantó un brazo a la altura de la cara, como si las palabras de Brunetti fueran un ácido del que tuviera que protegerse los ojos. Pero entonces, con una rapidez que asombró a Brunetti, Moro se acercó a él y lo agarró por el cuello del abrigo. Calculó mal la distancia y le clavó las uñas de los índices en la nuca.

El médico lo atrajo hacia sí con un tirón tan violento que le hizo avanzar medio paso. Brunetti abrió los brazos tratando de mantener el equilibrio, pero fue la fuerza de las manos del otro lo que le impidió caer.

Moro se le acercó, zarandeándolo como un perro a una rata.

—No se meta en esto —siseó, salpicándole la cara de saliva—. No han sido ellos. ¿Qué sabe usted?

Brunetti dejó que Moro lo sostuviera un momento, hasta que recuperó el equilibrio y, cuando el médico lo empujaba hacia afuera, asiéndolo todavía con fuerza, dio un paso atrás y, alzando las manos, se desasió. Instintivamente, se palpó la nuca, donde notó un arañazo que empezaba a doler.

Se inclinó hacia adelante, acercando peligrosamente la cara a la del médico:

—Las encontrarán. Han encontrado a su madre. ¿Quiere que las maten a todas?

El médico volvió a levantar la mano, rechazando las palabras de Brunetti. Como un autómata, levantó la otra mano: era un ciego, un hombre acosado que busca refugio. Dio medía vuelta y, tambaleándose, con las rodillas rígidas, fue hacia la puerta de su casa. Apoyado en la pared como si no pudiera tenerse en pie, Moro empezó a palparse el pantalón, en busca de las llaves que estaban en el suelo. Metió las manos en los bolsillos y los volvió del revés, esparciendo alrededor monedas y papeles. Cuando hubo registrado todos los bolsillos, hundió la barbilla en el pecho y empezó a sollozar.

Brunetti se agachó y recogió las llaves. Fue hasta el médico y le tomó la mano derecha que le colgaba inerte al lado del cuerpo, le puso la palma hacia arriba, depositó en ella las llaves y le hizo cerrar los dedos.

Lentamente, como un artrítico, Moro se separó de la pared y metió en la cerradura primero una llave, luego otra y otra, hasta que encontró la buena, que giró ruidosamente cuatro veces. Empujó la puerta y desapareció en el interior. Sin esperar a ver si se encendían las luces, Brunetti dio media vuelta y se encaminó a su casa.

Capítulo 20

A la mañana siguiente, Brunetti se despertó atontado, al sordo rumor de la lluvia que repicaba en las ventanas del dormitorio y sin Paola a su lado. Ni ella ni los niños estaban en casa. Una mirada al reloj le reveló la razón: hacía rato que todos habían ido a sus ocupaciones. Al entrar en la cocina vio con gratitud que Paola había dejado la cafetera preparada en el fogón. Se quedó mirando por la ventana mientras esperaba y, cuando el café estuvo hecho, se sirvió una taza que se llevó a la sala. Se lo tomó de pie, contemplando a través de la lluvia el campanario de San Polo. Cuando hubo terminado, volvió a la cocina y se preparó otra taza. Esta vez se sentó en el sofá, con los pies apoyados en la mesita, mirando fijamente las vidrieras de la terraza, sin ver los tejados que había al otro lado.

Trataba de adivinar quiénes podían ser «ellos». Moro, desprevenido ante la interpelación de Brunetti, no había tenido tiempo de preparar una defensa y ni intentó siquiera negar nada ni fingir que no comprendía la alusión de Brunetti a aquellos anónimos «ellos». La primera posibilidad que se le ocurrió a Brunetti, como tenía que ocurrírsele a cualquiera que supiera algo, por poco que fuera, de la carrera de Moro, era que tenía que ser alguien del servicio de Sanidad, que hubiera sido blanco de la acusación de corrupción y codicia institucionalizadas contenida en el Informe Moro. Brunetti cerró los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y trató de recordar qué había sido de los hombres que estaban al frente del servicio provincial de Sanidad en la época del Informe Moro.

Uno había desaparecido de la escena pública y ahora ejercía la abogacía, otro se había jubilado y un tercero detentaba una cartera menor en el nuevo Gobierno: Seguridad Viaria o Defensa Civil, no lo recordaba con exactitud. Sí recordaba que, en medio del escándalo e indignación suscitados por la malversación de los fondos públicos que el informe había revelado, la respuesta del Gobierno se revistió de la augusta parsimonia de la Danza Fúnebre de
Saúl.
Habían pasado años: ni se habían construido los hospitales, ni se habían rectificado las estadísticas, ni se había molestado a los responsables del engaño.

Brunetti sabía que, en Italia, un escándalo tiene el mismo período de caducidad que el pescado fresco: a los tres días uno y otro están inservibles, el pescado, porque huele mal, y lo otro, porque ha dejado de oler. Cualquier castigo o venganza que «ellos» hubieran deseado infligir al autor del informe se hubiera perpetrado años atrás: el castigo que se demora seis años no disuadirá a otros funcionarios honrados de exponer ante la opinión pública las irregularidades del Gobierno.

Descartada esta posibilidad, Brunetti centró su atención en la carrera médica de Moro, y trató de ver en los ataques a su familia la obra de un paciente resentido, pero enseguida desestimó la hipótesis. Brunetti no creía que la finalidad de lo que había ocurrido a Moro fuera el castigo; en este caso, lo hubieran atacado a él personalmente: era una amenaza. La razón de los ataques contra la familia había que buscarla en lo que Moro estaba haciendo o en algo que había descubierto en la época en la que dispararon contra su esposa. En tal caso, los ataques tendrían su lógica en tanto que reiteradas y violentas tentativas de impedir la publicación de un segundo Informe Moro. Pero no dejaba de sorprender a Brunetti, al sopesar la reacción de Moro de la noche antes, que el médico no hubiera tratado de negar que «ellos» existían y, al mismo tiempo, insistiera en que «ellos» no eran los responsables de los ataques.

Brunetti tomó un sorbo de café, y notó que estaba frío. Fue entonces cuando oyó sonar el teléfono. Dejó la taza y salió al pasillo a contestar.

—Brunetti.

—¿Aún estás en la cama? —preguntó Paola.

—No; hace rato que me he levantado.

—Te he llamado tres veces durante la media hora última. ¿Dónde estabas? ¿En la ducha?

—Sí —mintió Brunetti.

—¿Mientes?

—Sí.

—¿Qué hacías? —preguntó ella, preocupada.

—Estaba sentado, mirando por la ventana.

—Me alegro de saber que has empezado el día de manera tan productiva. ¿Sentado y mirando o sentado, mirando y pensando?

—Y pensando.

—¿En qué?

—Moro.

—¿Y…?

—Me parece que ahora veo algo que antes no veía.

—¿Quieres contármelo? —preguntó ella, pero él detectó la prisa en su voz.

—No; tengo que pensar un poco más.

—¿Esta noche pues?

—Sí.

Ella hizo una pausa y, con voz de culebrón brasileño, dijo:

—Tenemos un asunto pendiente desde anoche, mi vida.

El cuerpo de él recordó entonces el asunto pendiente, con una sacudida, pero, antes de que pudiera hablar, ella colgó riendo.

Media hora después, Brunetti salía de casa, calzado con chanclos de goma y protegido por un paraguas oscuro. El paraguas dificultaba su avance, haciéndole serpentear para evadir a la gente. La lluvia había hecho menguar, pero no eliminado del todo, el flujo de turistas. Cómo deseaba poder pasar por otro sitio para ir a trabajar, y no verse atrapado en las apreturas de Ruga Rialto. Pasado Sant'Aponal, torció hacia la derecha y bajó hacia el Canal Grande. Al salir del pasaje, vio que un
traghetto
se acercaba a la
Riva.
Cuando desembarcaron los pasajeros, él subió a bordo y dio al
gondoliere
una de aquellas monedas de euro con las que no acababa de familiarizarse, confiando en que fuera suficiente. El joven le devolvió unos céntimos, y Brunetti se dirigió hacía la parte de atrás, flexionando las rodillas, para mantener el equilibrio y absorber el balanceo de la embarcación.

Cuando hubieron subido a bordo trece pasajeros, uno de ellos, con un empapado pastor alemán, y todos tratando de guarecerse bajo los paraguas, que formaban un dosel casi continuo sobre sus cabezas, los
gondolieri
empezaron a bogar y rápidamente los transportaron al otro lado. Brunetti vio gente en lo alto del puente, de espaldas al agua, posando para fotos bajo la lluvia.

La góndola se deslizó hasta la escalera de madera y los pasajeros desembarcaron. Brunetti esperó mientras el
gondoliere
de la proa entregaba a una mujer el carrito de la compra. Una rueda tropezó con un peldaño y el carro se inclinó hacia el
gondoliere,
que lo agarró del asa y lo levantó hacia la mujer. De pronto, el perro volvió a la embarcación, en busca de lo que en otro tiempo debió de ser una pelota de tenis y, con ella entre los dientes, saltó al muelle y corrió tras de su amo.

Brunetti advirtió que acababa de ser testigo de una serie de infracciones. El número de pasajeros excedía del límite autorizado. Probablemente, había una ordenanza que estipulaba que, durante la travesía del canal, era obligatorio cerrar los paraguas, aunque no estaba muy seguro, por lo que ésta la descontó. El perro no llevaba bozal ni iba sujeto con correa. A dos personas que hablaban alemán no les habían devuelto el cambio hasta que lo habían pedido.

Camino de su despacho, Brunetti entró en la oficina de los agentes y pidió a Pucetti que subiera con él. Cuando estuvieron sentados, el comisario preguntó:

—¿Qué más ha averiguado?

Evidentemente sorprendido por la pregunta, Pucetti dijo:

—¿Se refiere a la escuela, comisario?

—Desde luego.

—¿Aún está interesado?

—Sí; ¿por qué no había de estarlo?

—Creí que la investigación estaba cerrada.

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