—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Brunetti, aunque ya tenia una idea bastante clara.
—El teniente Scarpa, señor.
—¿Cuándo?
Pucetti desvió la mirada, tratando de recordar.
—Ayer, señor. Entró en la oficina y me dijo que el caso Moro estaba cerrado y que yo había sido destinado a Tronchetto.
—¿A Tronchetto? —preguntó Brunetti, sin poder disimular el asombro porque se enviara a un agente de policía a patrullar un parking—. ¿Con qué objeto?
—Se han recibido denuncias acerca de los individuos que se sitúan en la puerta ofreciendo pasajes en barco a la ciudad.
—¿Denuncias de quién? —preguntó Brunetti.
—Alguien fue a quejarse a la Embajada de Estados Unidos en Roma. Dijo que había pagado doscientos euros por un viaje a San Marco.
—¿Qué hacía en Tronchetto?
—Trataba de aparcar el coche, señor. Y entonces uno de esos tipos con la gorra blanca y uniforme falso le dijo dónde podía aparcar y se ofreció para proporcionarle un barco-taxi que lo llevaría directamente a su hotel.
—¿Y él pagó?
Pucetti se encogió de hombros.
—Ya sabe cómo son los norteamericanos, señor. Como no sabía de qué iba la cosa, pagó, pero, cuando se lo contó a los del hotel, le dijeron que le habían timado. Resulta que este hombre tiene un cargo importante en la Embajada, y llamó a Roma, y ellos nos llamaron a nosotros y se quejaron. Por eso, ahora vamos al parking, para impedir que vuelva a ocurrir.
—¿Cuánto tiempo lleva en eso?
—Fui ayer y tengo que volver dentro de una hora —dijo Pucetti y, en respuesta a la expresión de Brunetti, agregó—: Era una orden.
Brunetti decidió no hacer observación alguna sobre la docilidad del joven oficial.
—La investigación de la muerte del joven Moro sigue abierta —dijo—, por lo que puede usted olvidarse de Tronchetto. Quiero que vuelva a hablar con uno de los chicos. Se llama Ruffo, me parece que ya ha hablado con él. —Brunetti había visto el apellido en el informe del agente y recordaba el comentario de éste de que el muchacho parecía estar muy nervioso. Pucetti asintió al oír el nombre, y Brunetti puntualizó—: A ser posible, fuera de la escuela, y no vaya de uniforme.
—Sí, señor. Es decir, no, señor —dijo Pucetti, y rápidamente agregó—: ¿Y el teniente?
—Yo hablaré con él —respondió Brunetti.
Pucetti se levantó y dijo:
—Iré en cuanto me cambie, señor.
Ahora Brunetti tendría que habérselas con el teniente Scarpa. Pensó en llamarlo a su despacho, pero después consideró preferible aparecer de improviso y bajó dos pisos hasta el despacho que Scarpa había reclamado para sí. Durante muchos años, aquella habitación hacía las veces de almacén, donde los agentes guardaban paraguas, botas e impermeables para utilizarlos en caso de un cambio brusco de tiempo o la repentina llegada del
acqua alta.
Un día, allí apareció, como por arte de magia, un sofá, en el que los agentes del turno de noche echaban algún que otro sueñecito. Circulaba una leyenda según la cual, en aquel sofá, una comisaria conoció los placeres del adulterio. Tres años atrás, el
vicequestore
Patta había ordenado quitar de allí las botas, los paraguas y los impermeables; al día siguiente, desapareció también el sofá, que fue sustituido por una mesa formada por una gruesa placa de vidrio sustentada por robustas patas de metal. En la
questura
nadie que no fuera, por lo menos, comisario, tenía despacho propio, pero el
vicequestore
Patta había instalado a su ayudante detrás de la mesa de cristal. Oficialmente, no se dieron explicaciones, pero los comentarios se dispararon.
Brunetti llamó a la puerta y, en respuesta al grito de
«Avanti!»,
entró. Siguió entonces un momento de incertidumbre durante el cual Brunetti pudo observar la reacción de Scarpa a la llegada de un superior. En el primer momento, se impuso el instinto, y Scarpa apoyó las manos en el borde de la mesa, disponiéndose a levantarse. Pero luego Brunetti le vio reaccionar no sólo al descubrimiento de quién era el superior sino también a la prerrogativa territorial, y el teniente hizo como si, con el movimiento iniciado, no pretendiera sino asentar mejor el cuerpo en la silla.
—Buenos días, comisario —dijo—. ¿En qué puedo servirle?
Haciendo caso omiso del gesto, que quería ser cortés, con el que Scarpa le indicaba la silla situada frente a la mesa, Brunetti permaneció cerca de la puerta y dijo:
—He asignado un servicio especial a Pucetti.
La cara de Scarpa se movió con lo que quizá pretendía ser una sonrisa:
—Pucetti ya tiene asignado un servicio especial, comisario.
—¿Se refiere a Tronchetto?
—Sí; lo que ocurre allí está dañando la imagen de la ciudad.
Haciendo un esfuerzo, Brunetti pasó por alto la incongruencia entre el sentido de la frase y el acento palermitano con el que había sido pronunciada y respondió:
—No estoy seguro de compartir su preocupación por la imagen de la ciudad, teniente, por lo que le he asignado otro servicio.
Otra vez, aquel movimiento de los labios.
—Tendrá la aprobación del
vicequestore,
por supuesto.
—No creo que un detalle tan insignificante como el servicio de un agente sea de gran interés para el
vicequestore
—respondió Brunetti.
—Al contrario, comisario, me consta que el
vicequestore
está vivamente interesado en todo lo que se refiera a la policía de la ciudad.
Cansado de este peloteo, Brunetti preguntó:
—¿Qué quiere decir con eso?
—Sólo lo que he dicho, señor. Que el
vicequestore
estará muy interesado en este detalle. —Como el tenor que tiene problemas de registro, Scarpa no podía controlar su voz, que oscilaba entre la cortesía y la amenaza.
—¿En otras palabras, que usted piensa decírselo? —preguntó Brunetti.
—Si se presenta la ocasión —respondió Scarpa con suavidad.
—Por supuesto —dijo Brunetti con no menos suavidad.
—¿Eso es todo, comisario?
—Sí —dijo Brunetti, y salió del despacho, antes de ceder a la tentación de agregar algo más. Brunetti no sabía casi nada del teniente Scarpa ni de lo que lo motivaba: probablemente, el dinero. Este pensamiento le trajo a la memoria una observación que Anna Comnena había hecho acerca de Robert Guiscard: «Una vez un hombre se hace con el poder, su amor al dinero sigue el mismo proceso que la gangrena, porque cuando la gangrena se instala en un cuerpo, no para hasta invadirlo y corromperlo por entero.»
Una anciana estaba en el hospital de Mestre, herida, y él tenía que dedicarse a discutir con la criatura de Patta, y a tratar de descubrir los motivos del teniente. Subía la escalera furioso con Scarpa, pero, cuando llegó a su despacho, ya había aceptado el hecho de que, en realidad, la causa de su furor era su propia incapacidad para prever el ataque contra la madre de Moro. Poco importaba a Brunetti que este sentimiento fuera infundado; él hubiera tenido que darse cuenta del peligro y hacer algo para protegerla.
Llamó al hospital y, en el tono áspero y autoritario que solía utilizar para tratar con las burocracias cerriles, dio su rango y exigió que le pusieran con el departamento en el que estaba ingresada la
signora
Moro. Tuvo que esperar a que transfiriesen la llamada, pero la enfermera de guardia que contestó se mostró amable y servicial, le dijo que el médico había recomendado que se tuviese en observación a la
signora
Moro hasta el día siguiente, en que podría irse a su casa. No; no tenía lesiones graves, había quedado ingresada más a causa de la edad que de su estado.
Animado tras recibir esta reconfortante señal de humanidad, Brunetti dio las gracias a la enfermera, terminó la llamada e inmediatamente marcó el número de la policía de Mogliano. El agente encargado de la investigación le dijo que aquella mañana se había presentado en la
questura
una mujer que había reconocido conducir el coche que había atropellado a la
signora
Moro. El pánico la hizo huir pero, tras una noche de insomnio, presa de miedo y de remordimientos, había decidido confesar lo ocurrido.
Cuando Brunetti preguntó al policía si él creía a la mujer, éste respondió con extrañeza que por descontado, agregó que tenía que volver al trabajo y colgó.
Así pues, Moro estaba en lo cierto cuando decía que «ellos» no habían tenido nada que ver con el ataque a su madre. Incluso esta palabra, «ataque», reconoció Brunetti, la había puesto él.
¿
A qué venía entonces aquel furor de Moro contra Brunetti cuando éste la había sugerido? Y, más importante todavía, ¿qué había causado aquel estado de angustia y desesperación en el que se encontraba anoche, desproporcionado e ilógico en un hombre al que acaban de decir que su madre no está gravemente herida?
La idea de que había hecho una cosa más para merecer la hostilidad del teniente Scarpa hubiera tenido que inquietar a Brunetti, pero no le preocupaba: en la antipatía implacable no había grados. Sólo lamentaba que Pucetti tuviera que sufrir las iras de Scarpa, ya que el teniente no era hombre que atacara a los que estaban por encima de él, por lo menos, abiertamente. Se preguntaba si otras personas se comportarían así, con total indiferencia a las exigencias de su profesión, ciegos y sordos a todo lo que no fuera la conquista del éxito y el poder personal, aunque ya hacía tiempo que Paola decía que las luchas que se libraban en el seno del departamento de Literatura Inglesa de la universidad eran mucho más feroces que las descritas en
Beowulf
o en las tragedias de Shakespeare más sangrientas.
Brunetti sabía que la ambición estaba reconocida como un rasgo natural en el ser humano, hacía décadas que observaba cómo otros luchaban por conseguir lo que ellos creían el éxito. Por más que él sabía que esos deseos se consideraban perfectamente normales, no podía menos que sentirse asombrado por la pasión y las energías que estas gentes dedicaban a sus afanes. Una vez, Paola comentó que él debía de haber venido al mundo sin alguna pieza esencial, porque parecía incapaz de desear algo que no fuera la felicidad. La observación de su mujer lo alarmó, hasta que ella le explicó que ésta era una de las razones por las que se había casado con él.
Ocupado en esos pensamientos, entró en el despacho de la
signorina
Elettra. Cuando la joven levantó la mirada, él dijo sin preámbulos:
—Necesito información sobre la gente de la academia.
—¿Qué clase de información en concreto?
Él reflexionó y dijo:
—Creo que lo que me gustaría saber es si alguno de ellos pudo ser capaz de matar a ese chico y por qué motivo.
—Pudo haber muchos motivos —respondió ella, y agregó—: Si es que usted quiere creer que fue asesinado.
—No; no quiero creer eso. Pero, si lo fue, quiero saber por qué.
—¿Siente curiosidad por los alumnos o por los profesores?
—Por unos y por otros.
—Dudo que pudieran ser unos y otros.
—¿Por qué? —preguntó él.
—Probablemente, porque unos y otros tendrían motivos diferentes.
—¿Como por ejemplo?
—No me he explicado bien —empezó ella meneando la cabeza—. Supongo que los maestros lo harían por motivos graves, motivos adultos.
—¿Por ejemplo?
—Peligro para su propia carrera. O para la escuela.
—¿Y los chicos?
—Porque era un incordio.
—Me parece un motivo muy trivial para matar a una persona.
—Según se miren, la mayoría de los motivos para matar a una persona son bastante triviales.
Él tuvo que reconocer que no le faltaba razón. Al cabo de unos instantes, preguntó:
—¿En qué sentido podía ser un incordio ese chico?
—Cualquiera sabe. No tengo ni idea de lo que irrita a los chicos de esa edad. El que es muy duro, o muy blando. El que es muy listo, y deja en mal lugar a los otros. O que presume, o…
—Siguen pareciéndome motivos triviales —cortó Brunetti—. Incluso para adolescentes.
Ella, sin ofenderse, dijo:
—Es todo lo que se me ocurre. —Señalando el teclado con un movimiento de la barbilla, dijo—: Daré una ojeada, a ver qué encuentro.
—¿Dónde buscará?
—En las listas de los alumnos. En sus familias. Listas de profesores y familias. Luego haré cruces con… en fin, otros datos.
—¿Dónde ha conseguido esas listas?
Ella aspiró largamente, con clase.
—No las tengo, comisario, pero puedo tenerlas. —Se quedó mirándolo, en espera de su comentario.
Brunetti, descolocado, le dio las gracias y le pidió que le llevara toda la información que consiguiera en cuanto le fuera posible.
En su despacho, Brunetti se aplicó a recordar todo lo que hubiera oído o leído acerca de la academia durante los últimos años. Como no se le ocurría nada, amplió la búsqueda a todos los militares en general, puesto que la mayoría de los miembros del profesorado habían sido oficiales de alguna rama de las fuerzas armadas.
Le rondaba por la cabeza una vaga idea que no acababa de perfilarse. Como el tirador de primera que fuerza la vista en la oscuridad, Brunetti concentró la atención no en el objetivo, que le rehuía, sino en lo que estuviera justo al lado o detrás. Era algo sobre los militares, sobre jóvenes y militares.
Entonces se concretó el recuerdo: un incidente ocurrido hacía varios años, en el que dos soldados —paracaidistas, seguramente— habían recibido la orden de saltar de un helicóptero en algún lugar de la antigua Yugoslavia. Ellos, que ignoraban que el helicóptero se hallaba estacionario a cien metros del suelo, saltaron y se mataron. Lo ignoraban porque los otros hombres que iban en el helicóptero, que lo sabían, pero eran de otra fuerza militar, no se lo habían dicho. Y este recuerdo trajo otro, el de un joven que había aparecido muerto al pie de un trampolín de saltos en paracaídas, quizá víctima de una novatada nocturna que había salido mal. Que él supiera, ninguno de aquellos casos se había resuelto ni se había dado una explicación satisfactoria por la muerte, totalmente innecesaria, de aquellos tres jóvenes.
También recordaba una mañana de hacía varios años en la que, durante el desayuno, Paola había levantado la mirada del periódico que informaba de que el entonces dirigente del país había ofrecido enviar tropas italianas a un aliado en una operación bélica.