—Por el momento, lo que quiero decir es que me gustaría tener la información que le he pedido. —Lo dijo sonriendo y con suavidad.
—¿Y cuando la tenga? —preguntó ella, sin dudar de que la conseguiría.
—Entonces quizá podamos demostrar un negativo.
—¿Qué negativo, comisario?
—Que Ernesto Moro no se suicidó.
Antes de salir de la
questura,
Brunetti hizo otra llamada al número de la
signora
Moro, sintiéndose un poco como el pretendiente importuno que, ante la falta de respuesta de una mujer, se hace más perseverante. Se preguntó si se habría olvidado de algún amigo común que pudiera recomendarlo, y entonces se dio cuenta de que estaba volviendo a las tácticas de otros tiempos, en los que sus intentos de acercarse a las mujeres tenían motivos muy distintos.
Cuando, absorto en esta curiosa asociación de ideas, Brunetti entraba en el arco que conduce a Campo San Bartolomeo, notó frente a sí un súbito oscurecimiento. Al levantar la mirada, no plenamente consciente todavía de dónde se encontraba, vio que cuatro cadetes de San Martino entraban en la calle procedentes del
campo,
cogidos del brazo, formando una fila compacta, como en un desfile y ocupando todo el ancho de la calle. Dos mujeres, una joven y la otra mayor, instintivamente, se arrimaron a las lunas del banco, y una pareja de turistas portadores de mapas hicieron otro tanto contra las ventanas del bar del otro lado. Dejando tras de sí a los cuatro peatones náufragos, los cadetes avanzaban hacía Brunetti sin romper la formación, como una ola.
Brunetti los miró a los ojos —aquellos chicos no eran mayores que su propio hijo— y las miradas que recibió a su vez eran tan inexpresivas e implacables como el mismo sol. Quizá su pie derecho vaciló un instante, pero él se obligó a avanzarlo y siguió andando hacia ellos, sin aminorar el paso, con gesto impasible, como si en la Calle della Bissa no hubiera nadie más que él y fuera suya toda la ciudad.
Cuando estuvieron más cerca, vio que el cadete del centro izquierda era el que había querido interrogarle en la escuela. El instinto atávico del macho dominante por demostrar su supremacía desvió dos grados la dirección de Brunetti, que ahora iba en línea recta hacia el chico. El comisario contrajo los músculos del estómago y sacó los codos, preparándose para la colisión, pero, en el último momento antes del impacto, el que estaba al lado del objetivo de Brunetti se soltó y se apartó hacia la derecha, dejándole un estrecho paso. Cuando el pie de Brunetti iba a entrar en este espacio, el comisario vio por el rabillo del ojo cómo el pie izquierdo del cadete conocido, se desplazaba mínimamente en sentido lateral, para ponerle la zancadilla. Lanzándose hacia adelante con todo el peso de su cuerpo, Brunetti apuntó cuidadosamente al tobillo del chico y sintió una grata sacudida cuando la punta de su zapato dio en el blanco, rebotó y se asentó en el suelo. Brunetti siguió adelante sin detenerse, salió al
campo,
y cortó hacia la izquierda en dirección al puente.
En la mesa, Brunetti no dijo nada de aquel encuentro, porque le parecía pueril jactarse de una conducta tan mezquina delante de sus hijos, y se contentó con saborear la cena. Paola había comprado
ravioli di zueca
que había aderezado con hojas de salvia salteadas en mantequilla, y cubierto de parmesano. Después, había echado mano del hinojo, que perfumaba unos filetes de ternera que habían pasado la noche en el frigorífico en un adobo de romero, ajo, semillas de hinojo y
pancetta
picada.
Mientras disfrutaba de aquella mezcla de sabores y del grato mordiente de la tercera copa de sangiovese, Brunetti recordó la intranquilidad que le había asaltado horas antes al pensar en la seguridad de sus hijos, y la idea le pareció absurda. De todos modos, no podía ahuyentarla ni reírse del deseo de que nada viniera a turbar la paz de la familia. No sabía si su constante temor a que las cosas cambiaran a peor era resultado de su innato pesimismo o de las experiencias a las que lo había expuesto su profesión. Fuera lo que fuere, su visión de la realidad siempre estaba oscurecida por un filtro de pesimismo.
—¿Por qué ya nunca comemos buey? —preguntó Raffi.
Paola, mientras pelaba una pera, respondió:
—Porque Gianni no encuentra a un ganadero de confianza.
—¿De confianza para qué? —preguntó Chiara, entre uva y uva.
—Para que críe animales perfectamente sanos, supongo —respondió Paola.
—De todos modos, yo ya no quiero comer buey —dijo Chiara.
—¿Por qué no? ¿Porque tienes miedo de que te haga volverte loca? —preguntó su hermano, y entonces rectificó—: ¿Más loca?
—Me parece que en esta mesa se han hecho ya bastantes chistes sobre las vacas locas —dijo Paola con insólita impaciencia.
—No; no es por eso —dijo Chiara.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó Brunetti.
—Oh, por nada —dijo Chiara evasivamente.
—¿Por qué? —insistió su hermano.
—Porque no tenemos ninguna necesidad de comérnoslos.
—Eso nunca te había preocupado —objetó Raffi.
—Ya sé que no me había preocupado. Un montón de cosas no me habían preocupado. Y ahora me preocupan. —Miró a su hermano para descargar lo que sin duda ella consideraba que sería el golpe de gracia—: Es lo que se llama madurar, por sí no lo sabes.
Raffi resopló, con lo que impulsó a su hermana a buscar nuevas razones.
—No tenemos que comérnoslos sólo porque podemos hacerlo. Además, ecológicamente es un despilfarro —insistió, como el que repite una lección bien aprendida. Y eso debía de ser, pensó Brunetti.
—¿Y qué comerías? —preguntó Raffi—.
¿Zucchini?
—Y a su madre—: ¿Se puede hacer chistes de
zucchini
locos?
Paola, mostrando aquella olímpica indiferencia por los sentimientos de sus hijos que tanto admiraba Brunetti dijo sólo:
—¿Puedo tomarlo como un ofrecimiento para fregar los platos, Raffi?
Su hijo gruñó pero no protestó. Un Brunetti menos familiarizado con la astucia de los jóvenes hubiera visto en eso la señal de que su hijo estaba dispuesto a asumir ciertas responsabilidades en el cuidado del hogar, quizá, incluso, un indicio de incipiente madurez. El Brunetti real, no obstante, hombre curtido tras décadas de exposición a tortuosas mentes criminales, veía en ello lo que era en realidad: un descarado cambalache, aquiescencia inmediata a cambio de recompensa futura.
Cuando Raffi se inclinaba sobre la mesa para retirar el plato de su madre, Paola le sonrió con benevolencia y, mostrando una astucia similar a la de su marido, le dijo mientras se ponía en pie:
—Muchas gracias por tu ayuda, cariño. Pero no; no puedes tomar clases de submarinismo.
Brunetti la siguió con la mirada mientras ella salía de la cocina, y se volvió hacia su hijo: Raffi tenía la sorpresa escrita en la cara y, al notar que su padre lo observaba, mudó de expresión y tuvo el bello gesto de sonreír.
—¿Cómo lo hace? —preguntó—. Continuamente.
Brunetti iba a descolgarse con un lugar común acerca del poder de las madres para leer el pensamiento de los hijos cuando Chiara, que hasta entonces había estado ocupada en terminarse la fruta de la fuente, los miró y dijo:
—Es porque lee a Henry James.
En el estudio, Brunetti contó a Paola su encuentro con los cadetes, absteniéndose de mencionar la oleada de satisfacción animal que lo había invadido cuando su pie había entrado en contacto con el tobillo del chico.
—Menos mal que ha ocurrido aquí —dijo ella, cuando él terminó de hablar, y agregó—: En Italia.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
—En muchos sitios eso podría costarte la vida.
—Pon dos ejemplos —instó él, ofendido de que ella desestimara con aquella displicencia lo que para él era una prueba de valor.
—Para empezar, Sierra Leona y Estados Unidos —respondió ella—. Pero eso no quita para que no me alegre de que lo hicieras.
Brunetti estuvo un rato sin decir nada, y al fin preguntó:
—¿Crees que eso indica lo mucho que los detesto?
—¿Que detestas a quién?
—A los chicos esos, con sus familias ricas e influyentes y su prepotencia.
—¿Familias como la mía, quieres decir?
En los primeros años de su relación, antes de comprender que la tremenda sinceridad de Paola casi siempre estaba limpia de toda agresividad, Brunetti se hubiera asombrado de la pregunta. Ahora se limitó a responder:
—Sí.
Ella entrelazó los dedos y apoyó la barbilla en los nudillos.
—Creo que eso sólo lo vería alguien que te conociera muy bien. O alguien que prestara mucha atención a lo que dices.
—¿Como tú? —sonrió él.
—Sí.
—¿Por qué crees tú que se me atragantan con tanta facilidad?
Ella reflexionó. No era que no lo hubiera pensado antes, pero él nunca le había hecho una pregunta tan directa.
—Me parece que, en parte, es por tu sentido de la justicia.
—¿No por envidia? —preguntó él, para asegurarse el elogio.
—No; por lo menos, envidia en el sentido más simple.
Él se apoyó en el respaldo del sofá, enlazó los dedos en la nuca y se arrellanó, buscando una postura cómoda. Cuando ella vio que la había encontrado prosiguió:
—Creo que, en cierta medida, es resentimiento, no porque unos tengan más que otros sino porque se niegan a admitir que su dinero no los hace superiores ni les da derecho a obrar a su antojo. —Y, en vista de que él no cuestionaba esto, agregó—: Y porque se niegan a considerar siquiera la posibilidad de que su mayor fortuna no es algo que ellos se hayan ganado ni merecido. —Le sonrió y terminó—: Por lo menos, a mi me parece que por eso los detestas.
—¿Y tú? ¿Los detestas tú?
Ella se echó a reír:
—Tengo en mi familia a muchos de ellos como para poder detestarlos. —Él se rió a su vez, y Paola agregó—: Los detestaba cuando era joven y más idealista que ahora. Hasta que comprendí que no iban a cambiar, y para entonces a algunos ya los quería mucho, y como tampoco esto tenía remedio, tuve que aceptarlos tal como son.
—¿El amor por encima de la verdad? —preguntó él, buscando la ironía.
—El amor por encima de todo, Guido, mal que nos pese —dijo ella muy seria.
A la mañana siguiente, camino de la
questura,
Brunetti descubrió que, en todo aquello, se le había pasado por alto una anomalía por lo menos: ¿por qué estaba interno en la escuela el muchacho? Había estado tan atento al reglamento y normas de conducta de la academia que, al examinar la habitación de Ernesto, se le había escapado lo más obvio: en una cultura que instaba a los jóvenes a permanecer en casa de los padres hasta que se casaban, ¿por qué este muchacho vivía en la escuela, si el padre y la madre residían en la ciudad?
En la puerta de la
questura,
Brunetti casi chocó con la
signorina
Elettra, que salía.
—¿Alguna gestión urgente? —preguntó él.
Ella miró el reloj.
—¿Necesita algo, comisario? —preguntó la joven a su vez, sin responder, aunque él no se dio cuenta.
—Sí; me gustaría que llamara por teléfono.
Ella volvió a entrar.
—¿A quién?
—A la Academia San Martino.
Sin disimular la curiosidad de su voz, ella preguntó:
—¿Qué quiere que les diga? —Empezó a caminar hacia la escalera que subía a su despacho.
—Me gustaría saber si es obligatorio que los chicos duerman en la escuela o se les permite pasar la noche en casa, si los padres residen en la ciudad. Tener una idea de lo flexibles que son las reglas. Podría decirles que quiere informarse para un hijo suyo que está a punto de terminar la secundaria y siempre ha querido ser soldado y que, siendo veneciana, le gustaría darle la oportunidad de ingresar en la San Martino por su excelente reputación.
—¿Y tengo que hablar con una voz vibrante de orgullo patrio?
—Completamente enardecida.
Fue una actuación impecable. Aunque la
signorina
Elettra hablaba un italiano puro y elegante, además de un dialecto veneciano de solera, al hablar por teléfono, consiguió mezclar uno y otro en la justa proporción para conseguir el acento de la persona a la que quería representar: una veneciana casada con un banquero romano que había sido trasladado al Norte para que dirigiera la sucursal en Venecia de un banco que ella omitió mencionar por descuido. Después de hacer esperar a la secretaria de la academia mientras buscaba el lápiz o el bolígrafo y de pedir perdón por no tenerlos al lado del teléfono como le recomendaba su marido, la
signorina
Elettra empezó a informarse, preguntando la fecha de comienzo del curso siguiente, la política de la academia sobre admisiones a medio curso y la dirección a la que enviar las cartas de recomendación y los certificados de estudios. Cuando la secretaria se ofreció para entrar en pormenores sobre el importe de la matrícula y el coste de los uniformes, la esposa del banquero desestimó el ofrecimiento alegando que de esas cosas se encargaba su apoderado.
Brunetti escuchaba por la extensión, asombrado por el verismo con que la
signorina
Elettra representaba el papel, y hasta le parecía verla regresar a su casa aquella tarde, después de un agotador día de compras, y comprobar si la cocinera había encontrado auténtico
basilico genovese
para el pesto. Cuando la secretaria decía que confiaba en que el joven Filiberto y sus padres encontraran la escuela de su completo agrado, la
signorina
Elettra dijo, con un leve jadeo, como si acabara de recordar algo importante:
—Ah, sí, una última pregunta. No habrá inconveniente en que mi hijo duerma en casa, supongo.
—Lo lamento,
signora
—respondió la secretaria—. La norma es que los alumnos estén en la escuela en régimen de internado. Está incluido en la matrícula. ¿Dónde viviría su hijo, si no?
—En el
palazzo,
naturalmente, con nosotros. No va a vivir con todos esos otros chicos. No tiene más que dieciséis años. —La esposa del banquero no se hubiera mostrado más horrorizada si la secretaria le hubiera pedido toda la sangre de sus venas—. Pagaremos la matrícula completa, desde luego, pero es inconcebible que un muchacho tan joven tenga que separarse de su madre.
—Ah—dijo la secretaria al oír la primera parte de la respuesta de la
signorina
Elettra y desentendiéndose de la segunda—. En algunos casos, con autorización del comandante, pueden hacerse excepciones, si bien los alumnos tienen la primera clase a las ocho.