El magistrado nombrado para la instrucción del caso iba a dictar orden de arresto para la plana mayor del
Casinò
cuando la oficina del alcalde emitió una declaración por la que se anunciaba el traslado del director a otra dependencia de la administración municipal y el ascenso de sus adjuntos a cargos de relevancia en otras ciudades. Por su parte, los dos testigos principales pasaron a ocupar puestos importantes en el reorganizado
Casinò,
y entonces ambos comprendieron que su anterior interpretación de los hechos tenía que ser errónea. Reventado el caso, la policía se retiró del suntuoso
palazzo
del Canal Grande y los detectives foráneos volvieron a sus lares.
Estos hechos tuvieron como consecuencia una llamada de Patta a última hora de la mañana, durante la cual el
vicequestore
reprendió a Brunetti por lo que él juzgaba una actuación hiperagresiva de la policía hacia la administración del
Casinò.
Como Brunetti —que siempre consideraba los crímenes contra la propiedad con mentalidad abierta— nunca había mirado a los sospechosos más que con una leve reprobación, las acaloradas palabras de Patta cayeron sobre él sin producir más efecto que una lluvia de primavera en una tierra empapada.
Hasta que su superior se refirió a la familia Moro no empezó Brunetti a prestar atención a sus palabras.
—El teniente Scarpa me ha dicho que ese muchacho estaba considerado inestable, por lo que no hace falta que sigamos empantanados en este asunto. Me parece que ha llegado el momento de cerrar el caso.
—¿Por quién, señor? —inquirió Brunetti cortésmente.
—¿Cómo?
—¿Por quién? ¿Por quién estaba considerado inestable?
La reacción de Patta indicaba que no había creído necesario hacer esa pregunta: para él, la afirmación de Scarpa era prueba más que suficiente.
—Por sus profesores, supongo. Gente de la escuela. Sus amigos. Las personas con las que hablara el teniente —enumeró Patta rápidamente—. ¿Por qué lo pregunta?
—Por curiosidad, señor. No sabía que el teniente estuviera interesado en este caso.
—No he dicho que estuviera interesado —dijo Patta sin disimular su disgusto por esta nueva prueba de la incapacidad de Brunetti para hacer lo que todo buen policía debe hacer: darse cuenta de cuándo una sugerencia es realmente una orden; aunque, más que incapacidad, el
vicequestore
sospechaba que era resistencia. Aspiró profundamente—. Con quienquiera que hablara, le dijo que el chico era francamente inestable. Por ello parece aún más probable que fuera suicidio.
—Desde luego, eso indicaba la autopsia —afirmó Brunetti con suavidad.
—Sí, ya lo sé. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Patta prosiguió—: No he tenido tiempo de leer detenidamente el informe del forense, pero la impresión general apunta al suicidio.
A Brunetti no le cabía duda alguna acerca de la identidad del autor de la impresión general. Lo que no estaba claro era por qué el teniente Scarpa se interesaba en un caso en el que no intervenía.
—¿Ha dicho algo más? —preguntó Brunetti, procurando aparentar sólo un leve interés.
—No. ¿Por qué?
—Oh, es sólo que si el teniente está tan convencido, podemos comunicar a los padres que la investigación está cerrada.
—Usted ya ha hablado con ellos, ¿verdad?
—Sí, hace varios días. Pero, como recordará, señor, usted me pidió que me asegurara de que nuestras conclusiones no dejaban lugar a duda, para no dar al padre motivo de queja por nuestra actuación, habida cuenta de los problemas que ha causado a otras agencias del Estado.
—¿Se refiere a su informe? —preguntó Patta.
—Sí, señor. Pensé que desearía usted asegurarse de que no podía promover una investigación similar sobre nuestra forma de actuar respecto a la muerte de su hijo. —Brunetti hizo una pausa, para apreciar el efecto de estas palabras y, al advertir las primeras señales de inquietud en Patta, remachó—: Parece haberse ganado la confianza del público, por lo que cualquier queja que formulara tendría eco en la prensa. —Se permitió un pequeño gesto de displicencia con los hombros—. Pero, si el teniente Scarpa está seguro de que hay pruebas suficientes para convencer a los padres de que fue suicidio, desde luego, no veo razón por la que yo deba seguir trabajando en el caso. —Dándose una palmada en los muslos, Brunetti se puso en pie, deseoso de ir en busca de nuevas tareas que acometer, ahora que el caso Moro había sido tan limpiamente resuelto por su colega, el teniente Scarpa.
—Bien —dijo Patta arrastrando la sílaba—, quizá sea prematuro pensar que los factores que concurren en el caso sean tan concluyentes como el teniente Scarpa nos los presenta.
—No sé si le he entendido bien, señor —mintió Brunetti, que no estaba dispuesto a dejar que Patta se librara tan fácilmente y quería ver hasta dónde llegaría en su deseo de distanciarse del afán de Scarpa por liquidar el caso. Como Patta no respondiera, Brunetti preguntó, envalentonado—: ¿Hay alguna duda acerca de esa gente? ¿De esos testigos? —Con un estimable ejercicio de autodominio, Brunetti pronunció la última palabra sin asomo de sarcasmo. Patta seguía sin decir palabra, y el comisario preguntó—: ¿Qué le ha dicho, señor?
Patta volvió a señalar la silla a Brunetti, mientras él se arrellanaba en su sillón y apoyaba la barbilla en la palma de la mano: seguramente, postura diseñada para disipar toda idea de amenaza y aprendida en algún seminario de dirección, como medio para mostrar solidaridad con un inferior. Sonrió, se frotó brevemente la sien izquierda y volvió a sonreír.
—Quizá el teniente se haya excedido en su deseo por hacer cuadrar el caso —expresión que bien podía proceder del mismo seminario— frente a los padres del muchacho. Es decir, en la escuela se rumoreaba que, en los días que precedieron a su muerte, Moro no parecía el mismo. Pensándolo mejor, se me ocurre que quizá el teniente se haya precipitado al ver en ello prueba de suicidio —aventuró Patta, y agregó rápidamente—: Aunque estoy seguro de que está en lo cierto.
—¿Han dicho esos chicos cómo se comportaba? —Antes de que Patta pudiera responder a esta primera pregunta, Brunetti hizo la segunda—: ¿Y quiénes son esos chicos?
—No recuerdo si me lo dijo.
—Figurará en su informe, si duda —dijo Brunetti inclinándose hacia adelante mínimamente, como si esperase que Patta le enseñara el informe por escrito del teniente.
—Me hizo el informe verbalmente.
—¿Por lo tanto, sin dar nombres?
—No que yo recuerde.
—¿Sabe si posteriormente el teniente ha redactado su informe por escrito?
—No lo sé, pero no creo que lo considerase necesario, después de haber hablado conmigo —dijo Patta.
—Por supuesto.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Patta, recuperando rápidamente su actitud habitual.
La sonrisa de Brunetti era desvaída.
—Sólo que habrá pensado que, con informar a su superior, ya había cumplido con su deber. —Dicho esto, hizo una pausa larga y adoptó la expresión que había visto utilizar a un tenor que hacía el papel de simple en
Boris Godunov
—. ¿Qué hacemos ahora, señor?
Durante un momento, temió haber ido demasiado lejos, pero la respuesta de Patta indicaba que no era así.
—Quizá fuera conveniente volver a hablar con los padres —empezó el
vicequestore
—, para ver si aceptarían un dictamen de suicidio. —A veces, la sinceridad de Patta era pasmosa, dada la falta de interés por la verdad que revelaba.
—¿No debería ir a hablar con ellos el teniente, señor?
La proposición mereció el interés de Patta.
—No; me parece preferible que vaya usted. Al fin y al cabo, ya los conoce y supongo que ellos lo habrán encontrado comprensivo. —Cualidad que, en boca de Patta y atribuida a Brunetti, más que una virtud parecía un defecto. Patta siguió reflexionando—: Sí; así lo haremos. Vaya usted a hablar con ellos, para ver qué dicen. Usted ya sabrá cómo plantearlo. Una vez ellos acepten que fue suicidio, podremos cerrar el caso.
—¿Y volver a centrar la atención en el
Casinò?
—preguntó Brunetti sin poder contenerse.
La frialdad de la mirada de Patta no sólo hizo bajar varios grados la temperatura del despacho sino que proyectó a Brunetti a una gran distancia.
—Me parece que la ciudad se ha mostrado plenamente capaz de resolver ese problema —declaró Patta, haciendo sospechar a Brunetti, no por primera vez, que su superior podía no ser tan corto como a él le gustaba creer.
Una vez en su despacho, el comisario estuvo revolviendo papeles hasta encontrar la delgada carpeta que contenía los documentos generados por la muerte de Ernesto Moro. Marcó el número del padre y, después de seis señales, una voz de hombre contestó dando el apellido.
—
Dottor
Moro. Soy el comisario Brunetti. Me gustaría volver a hablar con usted, si fuera posible. —Moro no respondía, y Brunetti agregó, hablando al silencio—: ¿Podría indicarme a qué hora puedo ir a verle?
Oyó suspirar al otro hombre.
—Ya le dije que no tengo nada más que decirle, comisario. —La voz era serena, inexpresiva.
—Lo sé,
dottore,
y le pido perdón por molestarle, pero necesito hablar otra vez con usted.
—¿Lo necesita?
—Creo que sí.
—En esta vida necesitamos muy pocas cosas, comisario, ¿nunca se ha parado a pensarlo? —preguntó Moro, como si estuviera dispuesto a pasar el resto de la tarde discutiendo la cuestión.
—Muchas veces. Y estoy de acuerdo.
—¿Ha leído Iván Ilich? —preguntó Moro sorpresivamente.
—¿Se refiere al escritor o al cuento,
dottore?
La respuesta de Brunetti debió de sorprender también a Moro, porque se hizo el silencio antes de que el doctor contestara:
—Al cuento.
—Sí. Más de una vez.
Moro volvió a suspirar, y la línea quedó en silencio durante casi un minuto.
—Venga a las cuatro, comisario —dijo Moro, y colgó.
Aunque no le apetecía ver al padre y a la madre de Ernesto el mismo día, Brunetti se obligó a llamar a la
signora
Moro. Cuando el teléfono hubo sonado una vez, cortó la comunicación y pulso el botón
Redial.
Se alegró de que nadie contestara. No había tratado de mantener localizables a ninguno de los dos. Ella podía haber abandonado la ciudad en cualquier momento después del funeral, que se había celebrado hacía dos días; abandonado no sólo la ciudad, sino el país, podía haberlo abandonado todo menos su condición de madre.
Como sabía que esos pensamientos no lo llevarían a ningún sitio, Brunetti fijó la atención en los papeles que tenía encima de la mesa.
El hombre que abrió la puerta del apartamento de Moro a Brunetti a las cuatro de la tarde, hubiera podido ser el hermano mayor del doctor, pero un hermano consumido por la enfermedad cuyas huellas se apreciaban, sobre todo, en los ojos, que parecían cubiertos por una fina película de un líquido opaco, el blanco había adquirido ese tono marfil que tienen los ojos de muchas personas de edad avanzada y, debajo de ellos, se le abultaban oscuras bolsas. La afilada nariz se había convertido en un pico de ave y la gruesa columna del cuello era ahora un mástil sostenido por tendones que tensaban la piel separándola del músculo. Para ocultar la impresión, Brunetti bajó la mirada al suelo. Pero, al ver las vueltas del pantalón dobladas sobre los zapatos y arrastrando por detrás, alzó la cara y miró a los ojos al doctor, que dio media vuelta y lo condujo a la sala.
—¿Sí, comisario? ¿Qué tenía usted que decirme? —preguntó Moro con voz de inalterable cortesía cuando estuvieron sentados el uno frente al otro.
Debía de venir con regularidad la prima o alguna otra persona que se encargaba de la limpieza del apartamento. El parquet relucía, las alfombras estaban dispuestas con un orden geométrico y tres jarrones de Murano contenían grandes ramos de flores. La muerte no había afectado la evidente prosperidad de la familia, aunque, por la atención que Moro prestaba a su entorno, lo mismo hubiera podido estar viviendo en la puerta de un banco.
—Me parece que esto lo ha situado más allá de cualquier mentira,
dottore
—dijo Brunetti a bocajarro.
Moro no dio señal alguna de que le parecieran insólitas las palabras de Brunetti.
—Eso diría yo también —respondió.
—He pensado mucho en nuestra última entrevista —dijo Brunetti, buscando la manera de conectar con aquel hombre.
—Yo no la recuerdo —admitió Moro, sin sonreír ni fruncir el ceño.
—Traté de hablar de su hijo.
—Es natural, comisario, ya que él acababa de morir y usted parecía encargado de investigar su muerte.
Brunetti trató de detectar indicios de sarcasmo o de cólera en el tono del doctor, pero no los encontró.
—He pensado mucho en él —insistió Brunetti.
—Y yo no pienso en nada que no sea mi hijo —dijo Moro fríamente.
—¿Hay en sus pensamientos algo que pueda decirme? —preguntó Brunetti, y rectificó—: ¿O que quiera decirme?
—¿Qué interés pueden tener mis pensamientos para usted, comisario? —preguntó el médico. Brunetti observó que, mientras hablaba, Moro no dejaba de mover la mano derecha, frotando el pulgar y el índice, como si retorcieran un hijo invisible.
—Como le decía,
dottore,
creo que a estas alturas usted se encuentra ya más allá de las mentiras, y por eso no le ocultaré que no creo que su hijo se matara.
Moro desvió la mirada un momento y luego la clavó otra vez en su visitante.
—Estoy más allá de muchas cosas, además de las mentiras, comisario.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Brunetti extremando la cortesía.
—Que tengo muy poco interés por el futuro.
—¿Se refiere a su propio futuro?
—Mi propio futuro y el de cualquier otra persona.
—¿El de su esposa? —preguntó Brunetti, avergonzado de sí mismo.
Moro parpadeó dos veces, pareció meditar la pregunta y respondió:
—Mi esposa y yo estamos separados.
—¿El de su hija, entonces? —preguntó Brunetti recordando que en uno de los artículos que había leído sobre Moro se mencionaba a una niña.
—La niña está bajo la custodia de su madre —dijo Moro con aparente indiferencia.
Brunetti fue a responder que no por eso dejaba él de ser el padre, pero no se atrevió, y se limitó a decir: