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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (6 page)

BOOK: Justicia uniforme
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La idea del almuerzo le desagradaba: comer le parecía una extravagancia incongruente. Sentía un vivo deseo de ver a su familia, pero comprendía que en su actual estado de ánimo se mostraría tan solícito que les haría sentirse incómodos. Llamó a Paola y le dijo que no podría ir a almorzar, que un imprevisto lo retenía en la
questura,
y que si, sí, comería algo y estaría en casa a la hora de todos los días.

—Espero que no sea algo muy malo —dijo Paola, dándole a entender que había captado el tono, a pesar de que él se había esforzado por hablar con naturalidad.

—Hasta luego —dijo, resistiéndose a decirle lo ocurrido—. Un beso a los chicos de mi parte —agregó antes de colgar.

Se quedó sentado a su escritorio, sin moverse, unos minutos; luego se acercó unos papeles y se puso a leerlos. Entendía cada palabra pero no estaba seguro de comprender lo que querían decir. Los apartó a un lado, volvió a acercarlos y los leyó otra vez. Ahora las frases tenían sentido, pero no comprendía por qué debía uno encontrar importante su mensaje.

Fue a la ventana y contempló la grúa que montaba guardia permanente en la iglesia y en la restauración que aún no había empezado. Él había leído, o le habían dicho, cuánto costaba diariamente a la ciudad mantener las grúas, igualmente inmóviles, que se alzaban sobre el solar del teatro de la ópera. ¿Adonde iba todo aquel dinero?, se preguntaba. ¿Quién cosechaba los enormes beneficios de tanta inactividad? Distraídamente, para ocupar la mente en cuestiones ajenas a la muerte de los jóvenes, empezó a hacer cálculos someros. Si las grúas costaban cinco mil euros al día, la ciudad pagaba casi dos millones de euros por tenerlas allí durante un año, tanto si funcionaban como si no. Estuvo un rato en la ventana, mientras los números bullían en su cabeza con una actividad mucho mayor que la que habían desplegado aquellas grúas en largo tiempo.

Bruscamente, se volvió de espaldas a la ventana y regresó a la mesa. No tenía llamadas que hacer, de modo que abandonó el despacho, bajó la escalera y salió de la
questura.
Se fue al bar que estaba al pie del puente, donde tomó un
panino
y una copa de vino tinto, mientras dejaba desfilar ante sus ojos las palabras del diario.

Capítulo 6

Aunque lo demoró todo lo que pudo, al fin Brunetti no tuvo más remedio que regresar a la
questura.
Entró en la oficina de agentes en busca de Vianello, al que encontró allí en compañía de Pucetti. Este último fue a levantarse, pero Brunetti lo detuvo con un ademán. En la oficina no había más que otro agente, en una mesa apartada, hablando por teléfono.

—¿Tienen algo? —preguntó el comisario.

Pucetti miró a Vianello, sentado frente a él, reconociéndole la preferencia en hacer uso de la palabra.

—Lo he llevado a su casa —empezó el inspector—, pero no me ha dejado entrar. —Se encogió de hombros—. ¿Y usted, comisario?

—He hablado con Moro y con una prima que estaba en la casa. Ella ha dicho que el chico no ha podido suicidarse. Parecía muy segura. —Algo impidió a Brunetti decir a los dos hombres lo fácil que había sido para Moro echarlo de su casa.

—¿Una prima, dice? —preguntó Vianello, imitando el tono neutro de su superior.

—Eso me ha dicho. —En todos ellos, cavilaba Brunetti, se había instalado el hábito de ponerlo todo en cuarentena, de buscar el mínimo común denominador moral posible. Se preguntó si existiría una especie de ecuación psicológica que correlacionara años de servicio en la policía con la incapacidad de confiar en la bondad humana. Y si era posible, o durante cuánto tiempo sería posible, ir y venir entre su mundo profesional y su mundo particular sin introducir en éste la contaminación de aquél.

Entonces se dio cuenta de que Vianello acababa de hablar.

—¿Cómo dice?

—Preguntaba si estaba la esposa —repitió el inspector.

Brunetti movió negativamente la cabeza.

—No lo sé. Mientras yo estaba allí, no ha aparecido, pero no hay razón por la que ella tuviera que querer hablar conmigo.

—¿Existe una esposa? —preguntó Pucetti poniendo énfasis en la primera palabra.

Antes que reconocer que no lo sabía, Brunetti prefirió decir:

—He pedido a la
signorina
Elettra que reúna toda la información posible sobre la familia.

—Me parece que los periódicos hablaron de ellos —dijo Vianello—. Hace años. —Brunetti y Pucetti esperaban que prosiguiera, pero el inspector sólo agregó—: No recuerdo bien, pero tengo la impresión de que era algo relacionado con la esposa.

—Sea lo que sea, ella lo encontrará —dijo Pucetti. Años atrás, Brunetti hubiera respondido a la pueril confianza de Pucetti en los poderes de la
signorina
Elettra con la misma condescendencia con que se contemplan los transportes de los fervorosos campesinos ante la licuefacción de la sangre de san Gennaro. Pero ahora él mismo se había sumado a la legión de los rústicos creyentes, y se guardó bien de mostrarse escéptico.

—¿Por qué no le dices al comisario lo que me has contado a mí? —preguntó Vianello a Pucetti, sacando al joven agente de sus devociones, y a Brunetti, de sus reflexiones.

—Dice el
portiere
que la puerta se cierra a las diez de la noche —empezó Pucetti—. La mayoría de los profesores tienen llave, pero los alumnos que vuelven más tarde han de llamar.

—¿Y…? —dijo Brunetti, percibiendo la reserva del joven.

—No estoy seguro —respondió Pucetti, y explicó—: Dos de los chicos con los que he hablado, por separado, desde luego, parecían tomarlo a broma. Cuando les he preguntado, uno se ha sonreído y ha hecho esto… —aquí Pucetti se acercó el pulgar de la mano derecha a los labios.

Brunetti observó el gesto, pero no hizo comentario alguno y dejó continuar a Pucetti.

—Me parece que los chicos tienen razón y que el
portiere
es un borracho. Serían las once de la mañana cuando he hablado con él y ya estaba medio achispado.

—¿Ha mencionado eso alguno de los otros chicos?

—No he querido insistir en el tema, comisario. No quería que ninguno de ellos supiera lo que me habían dicho los otros. Siempre es mejor hacer que piensen que ya estoy al corriente de todo: así imaginan que si mienten lo sabré. Pero tengo la impresión de que pueden entrar y salir cuando quieran.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo invitándole a continuar.

—Me parece que no he averiguado mucho más. La mayoría estaban horrorizados y eran ellos los que me hacían preguntas a mí.

—¿Qué les preguntaba usted concretamente?

—Lo que usted me dijo, comisario: si conocían bien a Moro y si habían hablado con él estos últimos días. Ninguno recordaba nada de particular que él dijera o hiciera, ni si actuaba de modo extraño, y ninguno ha dicho que Moro fuera gran amigo suyo.


¿
Y los profesores?

—Lo mismo. Ninguno de los que ha hablado conmigo recordaba haber observado algo especial en la conducta de Moro durante los últimos días. Todos han dicho que era muy, muy buen muchacho, pero se han dado prisa en señalar que en realidad no lo conocían muy bien.

Los tres reconocían el fenómeno: la mayoría de la gente siempre niega saber algo. Era excepcional que la persona interrogada admitiera estar familiarizada con el objeto de las investigaciones de la policía. Uno de los textos que había estudiado Paola en su tesis doctoral era un documento medieval titulado
The Cloud of Unknowing [La nube del no saber].
Durante un momento, Brunetti la imaginó como un lugar seco y abrigado al que todos los testigos o testigos potenciales huían como ratas asustadas y en el que permanecían acurrucados hasta que ya no quedaban preguntas por hacer.

—Yo quería hablar con su compañero de habitación —prosiguió Pucetti—; pero anoche no estaba, ni la anterior, —Al ver que lo miraban con interés explicó—: Veintitrés chicos, entre ellos, el compañero de cuarto de Moro, han ido este fin de semana a la Academia Naval de Livorno. Fútbol. El partido se jugó el domingo por la tarde, y ayer y esta mañana han tenido clases allí. No regresan hasta esta noche.

Vianello meneó la cabeza con gesto de fatiga y resignación.

—Me parece que esto es todo lo que vamos a sacar de ellos.

Pucetti se encogió de hombros en mudo asentimiento.

Brunetti iba a decir que esto era lo que cabía esperar de una ciudadanía que veía al adversario en la autoridad y en quienes trataban de imponerla, pero optó por callar. Él había leído lo suficiente como para saber que existen países cuyos ciudadanos no perciben en su gobierno a una fuerza hostil sino que creen que el Gobierno está ahí para atender sus necesidades y responder a sus deseos. ¿Qué diría él si un conocido suyo mantuviera que esto era así aquí, en esta ciudad, en este país? Que era una prueba de desequilibrio mental mucho más convincente que el delirio religioso.

Aquella tarde, Vianello y Pucetti debían volver a la academia, para interrogar al resto de los alumnos y profesores. Brunetti decidió dar por terminada la conversación, dijo que estaría en su despacho y se fue.

La curiosidad y el deseo de ver a la
signorina
Elettra y enterarse de lo que había conseguido averiguar, le hicieron desviarse de la escalera y dirigirse a su pequeño despacho. Allí tuvo la sensación de encontrarse en una floresta: junto a la pared del fondo se alineaban cuatro árboles altos, de grandes hojas verde oscuro, anchas y relucientes, en sendos tiestos de barro. Sobre este fondo oscuro, la
signorina
Elettra estaba sentada a su mesa luciendo unos colores que normalmente sólo visten los monjes budistas. El efecto de conjunto era el de una enorme fruta exótica delante del árbol del que ha caído.

—¿Limoneros? —preguntó él.

—Sí.

—¿De dónde los ha sacado?

—Un amigo mío ha dirigido
Lulu
en la ópera. Me los envió después de la última función.


¿Lulu?

Ella sonrió.

—Exactamente.

—No recuerdo que hubiera limoneros en
Lulu
—dijo él, desconcertado pero siempre dispuesto a dejarse ilustrar.

—Él situó la ópera en Sicilia —explicó ella.

—Ah —dijo Brunetti, tratando de recordar el argumento. La música, afortunadamente, estaba olvidada—. ¿Usted fue a verla?

Ella tardaba tanto en responder que, al principio, él pensó que tal vez la había ofendido con la pregunta. Al fin, la joven dijo:

—No, señor. Mi nivel puede no ser muy alto, pero nunca iría a una función de ópera en una carpa de feria. En un aparcamiento.

Brunetti, cuyos principios de estética estaban firmemente asentados sobre la misma base, asintió y preguntó:

—¿Ha encontrado algo sobre Moro?

La sonrisa de la joven era ahora más débil, pero seguía siendo una sonrisa.

—Algo ha llegado. Espero que un amigo de Siena me amplíe la información acerca de Federica, la esposa.

—¿Qué hay de ella?

—Tuvo un accidente cerca de allí.

—¿Qué clase de accidente?

—De caza.

—¿De caza? ¿Un accidente de caza, una mujer? —preguntó él con incredulidad.

Ella alzó las cejas dando a entender que todo es posible, en un mundo en el que
Lulu
se sitúa en Sicilia, pero dijo:

—Voy a hacer caso omiso del clamoroso machismo de esa pregunta, comisario. —Hizo una didáctica pausa y prosiguió—: Ocurrió hace un par de años. Estaba en la casa de campo de unos amigos, cerca de Siena. Una tarde salió a dar un paseo y recibió un disparo en una pierna. Afortunadamente, la encontraron antes de que se desangrara y la llevaron al hospital.

—¿Se encontró al cazador?

—No; pero era temporada de caza, y se supuso que un cazador, al oírla, la tomó por un animal y disparó hacia el ruido a ciegas.

—¿Y después no se molestó en ir a ver a lo que había disparado? —se sublevó Brunetti. Y agregó otra pregunta—: O, si lo vio, ¿no fue en su ayuda ni pidió socorro?

—Es lo de siempre —dijo ella, con idéntica indignación—. No hay más que leer los periódicos: cada año, cuando se levanta la veda, cuatro o cinco caen ya el primer día, y la cosa continúa durante toda la temporada. Unos tropiezan con la propia escopeta y se saltan la tapa de los sesos. —A Brunetti le pareció que no había en su tono ni asomo de compasión—. Pero también se disparan unos a otros y el que cae se queda tirado, desangrándose, porque nadie quiere exponerse a que lo arresten por haber disparado a alguien.

Él fue a decir algo, pero ella lo atajó agregando:

—Y a mí aún me parece poco.

Brunetti se quedó a la expectativa, para ver si ella se calmaba y se retractaba de lo dicho, pero luego decidió no ahondar en las causas de la antipatía de la joven hacia los cazadores y preguntó:

—¿Se llamó a la policía, cuando la hirieron?

—No lo sé. Es lo que estoy esperando, el informe de la policía.

—¿Dónde está ella ahora? —preguntó Brunetti.

—Es otra de las cosas que trato de averiguar.

—¿No está con su marido?

—No lo sé. He mirado en los archivos de la Comune, y ella no figura como residente en el domicilio del marido, a pesar de ser copropietaria del apartamento. —Brunetti estaba tan habituado a los fraudulentos pero útiles malabarismos de la
signorina
Elettra que ya no le inquietaba pensar que una persona más escrupulosa con la legalidad traduciría aquel «he mirado» por «me he colado» en los archivos.

Desde luego, podía haber muchas razones por las que la esposa de Moro no figurara como residente en el domicilio de Dorsoduro, pero la más evidente era la de que no vivía con su marido.

—Avíseme cuando tenga el informe del accidente de caza —dijo Brunetti, preguntándose si estas palabras provocarían una nueva diatriba. Al igual que la mayoría de los venecianos, Brunetti era contrario a la caza, ejercicio que le parecía caro, incómodo y ruidoso en demasía. Por otra parte, su experiencia de policía a la vez que su hábito de reflexionar sobre la conducta humana, le habían sugerido con harta frecuencia una alarmante correlación entre el interés de un hombre por las armas de fuego y su sentimiento de deficiencia sexual.

—Pudo tratarse de una advertencia —dijo ella sin preámbulos.

—Desde luego —respondió él, que había pensado lo mismo en el preciso instante en que ella mencionó el accidente—. Pero ¿con qué objeto?

Capítulo 7
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