El médico ni la miró.
—Le enviaré el informe en cuanto termine —dijo a Brunetti, recogió el maletín y se fue.
Cuando se apagó el sonido de los pasos de Venturi, Brunetti preguntó a Santini:
—¿Usted qué opina?
—
Pudo
haberlo hecho él —respondió el técnico. Señaló unas franjas que se destacaban de la capa de polvo gris que cubría las paredes de la ducha—. Aquí, a la altura de los hombros, hay dos marcas. Pudo hacerlas él.
—¿Usted cree?
—Probablemente. Es el instinto: por mucho que deseen morir, el cuerpo se resiste.
Pedone, que había estado escuchando la conversación, agregó:
—Esto está limpio, comisario. No hay señales de lucha, si es eso lo que le interesa.
Cuando vio que su compañero no decía más, Santini prosiguió:
—Es lo que hacen todos, comisario, cuando se ahorcan. Puede creerme. Si tienen cerca una pared, tratan de agarrarse; no pueden evitarlo.
—Así es como se matan los chicos, ¿no?, ahorcándose —dijo Brunetti sin mirar a Moro.
—Más que las chicas, sí —convino Santini. Con un filo de cólera en la voz preguntó—: ¿Cuántos años tenía? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? ¿Cómo pudo hacer eso?
—Sabe Dios —dijo Brunetti.
—Dios no ha tenido nada que ver con esto —dijo Santini secamente, sin dejar claro si su observación cuestionaba la misericordia de la divinidad o su mera existencia. Santini salió al pasillo, donde esperaban dos sanitarios vestidos de blanco, con una camilla enrollada y apoyada en la pared entre los dos.
—Ya pueden llevárselo —dijo. Se quedó fuera mientras los hombres entraban en los aseos, ponían al muchacho en la camilla y se lo llevaban. Cuando pasaban por delante de Santini, éste levantó una mano y los hombres se pararon. Él se agachó, tomó el extremo de la capa azul marino que se arrastraba por el suelo detrás de la camilla y lo puso debajo de la pierna del chico. Entonces dijo a los sanitarios que lo llevaran a la lancha.
Brunetti reprimió el deseo de subir con los demás a la lancha de la policía, ir al hospital y, de allí, a la
questura,
porque comprendió que era señal de cobardía. Quizá era el trallazo de terror que sintió al ver el cadáver del muchacho, o quizá, su admiración por la incómoda integridad de Moro padre: lo cierto era que algo impulsaba a Brunetti a tratar de visualizar mejor las circunstancias de la muerte del muchacho. Los suicidios eran cada vez más numerosos entre los jóvenes: Brunetti había leído que, con regularidad casi matemática, aumentaban en épocas de prosperidad económica y disminuían en los malos tiempos, hasta casi desaparecer durante las guerras. Él suponía que su propio hijo estaba tan expuesto a las neuras de la adolescencia como cualquiera, que su moral subía y bajaba con las fluctuaciones de sus hormonas, de su popularidad o de sus resultados académicos. La idea de un Raffi suicida era inconcebible, pero lo mismo debían de pensar todos los padres.
Mientras no hubiera indicios de que la muerte del chico no se debía a un suicidio, Brunetti no estaba autorizado a interrogar a nadie respecto a cualquier otra posibilidad, ni a los compañeros de clase ni, mucho menos, a sus padres. Ello supondría, además de una curiosidad morbosa de la peor especie, un flagrante abuso de autoridad. Admitiéndolo así, salió al patio de la academia y con el
telefonino
que hoy había recordado traer, llamó a la
signorina
Elettra a la
questura
por la línea directa.
Cuando ella contestó, Brunetti le dijo dónde se encontraba y le pidió que buscara en la guía telefónica la dirección de Moro, que él suponía que debía de estar en Dorsoduro, aunque no recordaba por qué asociaba al hombre con este
sestiere.
Ella no hizo preguntas, le dijo que aguardara y, al cabo de un momento, le informó de que el número no figuraba en la guía. Transcurrido otro minuto, o quizá dos, la joven le dio la dirección de Dorsoduro. Le pidió que aguardase y luego le dijo que la casa se encontraba en el canal que discurre frente a la iglesia de la Madonna della Salute.
—Tiene que ser la que está al lado de la casa baja de ladrillo que tiene muchas flores en la terraza —dijo.
Brunetti le dio las gracias, volvió a subir a los dormitorios del último piso y recorrió el aún desierto pasillo, leyendo los apellidos que figuraban en los rótulos al lado de las puertas. Lo encontró al final:
Moro/Cavani.
Abrió la puerta sin llamar y entró. La habitación, al igual que la de Ruffo, estaba limpia, casi aséptica: literas y, frente a ellas, dos pequeños escritorios, sin nada encima. Con un bolígrafo que sacó del bolsillo interior de la chaqueta, abrió el cajón del escritorio más próximo. Utilizando la punta del bolígrafo, abrió la libreta que estaba dentro. En el reverso de la tapa vio el nombre de Ernesto. Las hojas estaban cubiertas de fórmulas matemáticas, trazadas con firme escritura vertical. Empujó la libreta al fondo del cajón y abrió la que estaba debajo, que contenía ejercicios de inglés.
Cerró el cajón y dedicó su atención al armario, situado entre los dos escritorios. En una de las puertas estaba el nombre de Moro. Brunetti la abrió presionando por debajo con el pie. Dentro había dos uniformes en bolsas de tintorería, una cazadora de tela tejana y una americana de
tweed
marrón. En los bolsillos no encontró más que unas monedas y un pañuelo sucio.
En la estantería no había nada más que libros de texto. No se sintió con ánimo de examinarlos uno a uno. Paseó una última mirada por la habitación y se fue, tomando la precaución de cerrar la puerta enganchando el bolígrafo en el picaporte.
En la escalera encontró a Santini y le dijo que examinara la habitación de Moro. Después salió de la escuela y bajó hasta la orilla del Canale della Giudecca. Torció a la derecha y echó a andar por la
Riva,
con intención de tomar el
vaporetto.
Mientras caminaba, contemplaba los edificios del otro lado del canal: Nico's Bar y, encima, un apartamento en el que había pasado muchos ratos antes de conocer a Paola, la iglesia de los Gesuati, que en tiempos había tenido de párroco a un hombre bueno, el antiguo Consulado Suizo, ahora sin la bandera. ¿Hasta los suizos nos han abandonado?, pensó. Más allá estaba el Bucintoro, de donde hacía tiempo que habían desaparecido las largas y estrechas embarcaciones, expulsadas por el dinero de los Guggenheim, y los remeros venecianos habían tenido que ceder el sitio a nuevas tiendas para turistas. Vio venir un barco de Redentore y apretó el paso hacia el
imbarcadero
de Palanca, para regresar al Zattere. Al desembarcar, miró el reloj y comprobó que, en realidad, no se tardaba ni cinco minutos en hacer la travesía desde la Giudecca. Aun así, la otra isla seguía pareciéndole, como le había parecido siempre, más remota que las Galápagos.
Aún menos de cinco minutos tardó en salir al amplio
campo
que rodea la Madonna della Salute, y allí encontró la casa. Una vez más, tuvo que vencer el impulso de retrasar la visita, y llamó al timbre. Dio su nombre y título a la mujer que contestó.
—¿Qué desea? —preguntó ella.
—¿Podría hablar con el
dottor
Moro? —dijo el comisario, enunciando por lo menos el más inmediato de sus deseos.
—No puede ver a nadie —respondió la mujer secamente.
—Ya lo he visto antes —dijo Brunetti y, con la esperanza de que ello diera más fuerza a su petición, puntualizó—: En la escuela. —Esperó el efecto que pudieran tener esas palabras en la mujer, y agregó—: Es necesario que hable con él.
Ella emitió un sonido, que fue ahogado por el zumbido del dispositivo eléctrico de apertura de la puerta, por lo que Brunetti no llegó a comprobar su naturaleza. Empujó la puerta, cruzó rápidamente un vestíbulo y se paró al pie de una escalera. Arriba se abrió una puerta y una mujer alta salió al rellano.
—Suba —dijo.
Cuando Brunetti llegó arriba, ella dio media vuelta, lo hizo pasar al apartamento, cerró la puerta a su espalda y se volvió hacia él. El comisario vio con sorpresa que, si bien algo más joven que él, la mujer tenía el pelo —que llevaba cortado a ras de los hombros— completamente blanco, en fuerte contraste con la tez, oscura como la de una árabe, y con los ojos más negros que Brunetti había visto nunca.
Ella le tendió la mano:
—Soy Luisa, la prima de Fernando.
Brunetti estrechó la mano y repitió su nombre y cargo.
—Comprendo que es un momento terrible —empezó, tratando de decidir cuál podía ser el mejor tono que emplear con ella. La mujer mantenía una postura rígida, con la espalda tan erguida como si le hubiesen ordenado arrimarse a una pared, y le miraba a los ojos mientras hablaba. Como Brunetti no agregara nada a ese tópico, ella preguntó:
—¿Qué desea saber?
—Me interesa preguntarle cuál era el estado de ánimo de su hijo.
—¿Por qué? —inquirió ella. Brunetti, que creía que la razón tenía que ser evidente, se sorprendió de la vehemencia con que la mujer hizo la pregunta.
—En un caso como éste —empezó él evasivamente—, es necesario saber todo lo posible acerca de la actitud y el comportamiento de la persona, si daba alguna señal…
—¿De qué? —cortó ella, sin disimular la indignación, o el desdén—. ¿De que iba a matarse? —Antes de que Brunetti pudiera responder, prosiguió—: Si es eso lo que quiere decir, dígalo, por Dios. —Tampoco ahora esperó respuesta—. La idea es ridícula. Repugnante. Ernesto nunca se hubiera matado. Era un chico sano. Es un insulto sugerirlo siquiera. —Cerró los ojos y apretó los labios, tratando de dominarse.
Antes de que Brunetti pudiera decir que él no había hecho insinuación alguna, el
dottor
Moro apareció en la puerta.
—Ya basta, Luisa —dijo en voz baja—. No digas más.
Aunque había hablado el hombre, Brunetti observaba a la mujer. La rigidez de su postura desapareció cuando su cuerpo se volvió hacia su primo. Ella levantó una mano, pero sin tratar de tocarlo. Movió la cabeza de arriba abajo y, desentendiéndose de Brunetti, dio media vuelta. Él la vio alejarse por el pasillo y desaparecer por una puerta del fondo.
Cuando se quedaron a solas, Brunetti fijó su atención en el doctor. Aunque sabía que era imposible, le pareció que Moro había envejecido diez años durante el breve período transcurrido desde que lo había visto marchar. Tenía la cara pálida y los ojos apagados y enrojecidos por el llanto, pero era en su figura donde Brunetti percibía un cambio más acusado, porque se había encorvado como la de un anciano.
—Perdone que venga a importunarlo en este momento,
dottore
—empezó—, pero confío en que, si ahora me permite hablar con usted, no tenga que volver a molestarlo. —Incluso a Brunetti, versado como estaba en las artes de la falacia profesional, la excusa le sonaba forzada y artificial, y comprendía que lo distanciaba del otro hombre y de su dolor.
Moro agitó la mano derecha en el aire, en un ademán que tanto podía ser de rechazo como de aceptación. Cruzó los brazos oprimiéndose el estómago y bajó la cabeza.
—
Dottore
—prosiguió Brunetti—, ¿durante los últimos días o semanas, su hijo le dio algún motivo para sospechar que pudiera estar planteándose semejante idea? —Moro aún tenía la cabeza inclinada, por lo que Brunetti no podía verle los ojos, ni siquiera saber si el médico le prestaba atención. Agregó—:
Dottore,
comprendo lo duro que esto tiene que ser para usted, pero necesito esa información.
Sin levantar la mirada, Moro dijo:
—No lo creo.
—¿Cómo?
—No creo que comprenda lo duro que es.
Esta verdad hizo enrojecer a Brunetti. Cuando se le enfrió la cara, Moro seguía sin mirado. Al cabo de lo que a Brunetti le pareció mucho rato, el médico alzó la cabeza. No tenía lágrimas en los ojos y su voz era tan serena como cuando había hablado a su prima:
—Le ruego que se marche, comisario. —Brunetti fue a protestar, pero el médico le atajó levantando la voz, aunque sin abandonar su tono sereno e impersonal—. Por favor, no discuta conmigo. No tengo nada que decirle. Ni ahora ni en el futuro. —Deshizo la postura protectora de sus brazos y los dejó caer a cada lado del cuerpo—. No tengo nada más que decir.
Brunetti comprendía que sería inútil insistir ahora, pero también sabía que volvería y que repetiría la pregunta, cuando el doctor hubiera tenido tiempo de superar la fase más aguda de su dolor. Desde que se había enterado de la muerte del muchacho, Brunetti sentía el deseo de saber si aquel hombre tenía otros hijos, pero no se atrevía a preguntar. Tenía la impresión, basada en pura teoría, de que su existencia siempre podía ser un consuelo, aunque limitado. Trató de ponerse en el lugar de Moro y adivinar el solaz que encontraría él en la supervivencia de uno de sus hijos, pero su mente se resistía a plantear siquiera tal horror. Ante la sola idea, una fuerza más poderosa que el tabú le nublaba la mente. Y Brunetti, sin atreverse a tender la mano ni a decir una palabra más, salió del apartamento.
En la parada de la Salute, tomó el Uno hasta San Zaccaría y se encaminó hacia la
questura.
Ya estaba cerca cuando un grupo de adolescentes, dos chicos y tres chicas, bajaron en cascada por el Ponte dei Greci y fueron hacia él, cogidos del brazo, lanzando risas al aire. Brunetti se paró en medio de la acera, para dejarse arrollar por aquella ola de juventud exuberante. Al llegar junto a él, los jóvenes lo sortearon dividiéndose como las aguas del mar Rojo. Brunetti estaba seguro de que, en realidad, ni se habían fijado en su persona: él no era más que un obstáculo estacionario que salvar.
Las chicas llevaban sendos cigarrillos en la mano. Normalmente, cuando veía fumar a los jóvenes, Brunetti sentía el deseo de decirles que, si en algo estimaban su salud y bienestar, lo dejaran. Pero hoy se volvió a mirarlos, invadido por una reverencia casi religiosa por su juventud y su alegría.
Cuando llegó a su despacho, el sentimiento se había desvanecido. Encima de la mesa encontró el primero de los muchos formularios que generaba un caso de suicidio. No se molestó en llenarlo. Hasta que tuviera el informe de Venturi no sabría cómo debía proceder.
Llamó a la oficina de agentes, pero ni Vianello ni Pucetti estaban. Marcó la extensión de la
signorina
Elettra y le pidió que iniciara una búsqueda exhaustiva, por todas las vías a su alcance, oficiales y extraoficiales, de información acerca de las actividades de Fernando Moro, tanto en su calidad de médico como en la de miembro del Parlamento. Ella dijo que ya había empezado a buscar y que aquel mismo día tendría algo para él.