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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (4 page)

BOOK: Justicia uniforme
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Brunetti dio los dos pasos que lo separaban de la mesa y observó que el muchacho tensaba los músculos en respuesta al movimiento. Pero Brunetti se limitó a agacharse a recoger el
discman
y los auriculares y dejarlos cuidadosamente en la mesa. Estaba admirado de la espartana sobriedad de la habitación: hubiera podido ser de un robot en lugar de un muchacho, mejor dicho, dos muchachos, a juzgar por la doble litera.

—Decía que la música tan alta puede dañar el oído. Es lo que les digo a mis hijos, pero ellos no atienden.

Eso desconcertó al muchacho todavía más, como si hiciera mucho tiempo que un adulto no le decía algo que fuera a la vez normal y comprensible.

—Sí; es lo que me dice también mi tía.

—¿Pero usted no atiende? —preguntó Brunetti—. ¿O no la cree? —Sentía verdadera curiosidad.

—Oh, sí que la creo —dijo el muchacho, ya lo bastante relajado como para inclinarse a pulsar la tecla OFF.

—¿Pero…? —insistió Brunetti.

—No tiene importancia —dijo el chico encogiéndose de hombros.

—No, explíquese —dijo Brunetti—. Me interesa.

—Lo que le ocurra a mi oído no importa —respondió el chico.

—¿Que no importa? —preguntó Brunetti, atónito—. ¿Quedarse sordo no importa?

—No; eso no —respondió el chico, que ahora prestaba más atención a Brunetti y parecía interesado en hacerse entender—. Han de pasar muchos años para que ocurra algo así. Así que no importa. Es como lo del calentamiento global. Nada importa, si ha de tardar mucho.

Brunetti comprendía que el muchacho no hablaba en serio.

—Pero usted está estudiando, preparándose para el futuro, para hacer carrera, supongo que en el ejército. También tardará años. ¿Eso tampoco importa?

Tras unos segundos de reflexión, el muchacho respondió:

—Es diferente.

—¿En qué sentido es diferente? —porfió un Brunetti implacable.

Ahora el muchacho estaba completamente tranquilo, tanto por la naturalidad de la conversación como por la seriedad con que Brunetti trataba sus respuestas. Se apoyó en la mesa, tomó un paquete de cigarrillos y lo ofreció a Brunetti, que rehusó. Él sacó uno y tanteó en la mesa hasta que encontró un encendedor de plástico debajo de una libreta.

Encendió el cigarrillo y arrojó el encendedor a la mesa. Aspiró el humo profundamente. A Brunetti le llamaba la atención el empeño que ponía el muchacho en aparecer mayor y más sofisticado de lo que era. Entonces miró fijamente a Brunetti y dijo:

—Porque en música puedo elegir, y respecto a la escuela, no.

Sin duda eso debía de tener un profundo significado para el muchacho, pero Brunetti no deseaba dedicar más tiempo a la cuestión, y preguntó:

—¿Cómo te llamas? —tuteándolo ya como si fuera el hijo de un amigo.

—Giuliano Ruffo —respondió el chico.

Brunetti se presentó dando sólo su nombre, sin el cargo, y dio un paso adelante con la mano extendida. Ruffo se apartó de la mesa y estrechó la mano de Brunetti.

—¿Conocías al muchacho que ha muerto?

La expresión de Ruffo se demudó, su cuerpo se puso rígido y su cabeza se movió de derecha a izquierda en automática negación. Cuando Brunetti se preguntaba cómo era posible que no conociera a un condiscípulo en una escuela tan pequeña, el muchacho dijo:

—Quiero decir que no lo conocía bien. Sólo coincidíamos en una clase. —También su voz había perdido naturalidad: hablaba deprisa, como si deseara distanciarse de sus propias palabras.

—¿Qué clase?

—Física.

—¿Qué otras asignaturas estudias? —preguntó Brunetti—. ¿En qué curso estás, en segundo?

—Sí, señor. Hemos de estudiar Latín y Griego, Matemáticas, Inglés e Historia, más dos asignaturas opcionales.

—¿Y una de las que tú has elegido es Física?

—Sí, señor.

—¿Y la otra?

La respuesta tardó en llegar. Brunetti pensó que el muchacho estaría tratando de adivinar el motivo por el que este hombre le hacía tantas preguntas. Si algún motivo guiaba a Brunetti, él mismo lo ignoraba: en ese momento, no podía sino tratar de hacerse una idea del estilo de la escuela, de captar el ambiente. Toda la información que recogía era inconexa, y su significado no aparecería sino más adelante, cuando cada pieza pudiera verse como parte de un esquema general.

El chico aplastó el cigarrillo, miró el paquete, pero no encendió otro.

—¿Cuál es la otra asignatura? —insistió Brunetti.

A pesar suyo, como el que confiesa una debilidad, Ruffo respondió al fin:

—Música.

—Bravo —fue la espontánea reacción de Brunetti.

—¿Por qué lo dice, señor? —preguntó el muchacho con expectación. O quizá era sólo alivio por esta desviación hacia un tema neutral.

La respuesta de Brunetti había sido visceral, y ahora le parecía que tenía que meditar la respuesta.

—Yo leo mucha historia —empezó—, y buena parte de la historia es historia militar. —El chico movió la cabeza de arriba abajo, animándole a continuar—. Y con frecuencia los historiadores dicen que los soldados sólo saben de una cosa. —Ruffo volvió a asentir—. Y por mucho que sepan de esa sola cosa, la guerra, no es suficiente. Han de saber de otras cosas. —Sonrió al muchacho, que le sonrió a su vez—. Es su punto flaco, conocer una sola cosa.

—Me gustaría que le dijera eso a mi abuelo.

—¿Él no lo cree así?

—No; él no quiere ni oír la palabra «música»; por lo menos, de mis labios.

—¿Qué le gustaría oír… que has tenido un duelo? —preguntó Brunetti, sin reparos en minar la autoridad del abuelo.

—Eso le encantaría, sobre todo, si fuera a sable.

—¿Y volvías a casa con una cicatriz en la mejilla? —apuntó Brunetti.

Los dos se echaron a reír ante semejante absurdo, y fue así, bromeando amigablemente a costa de la tradición militar, como los encontró el comandante Bembo.

Capítulo 4

—¡Ruffo! —ladró una voz desde detrás de Brunetti.

La sonrisa del muchacho se borró y él se puso tan rígido como uno de los postes de la laguna, dando un taconazo mientras sus dedos rozaban la frente en instantáneo saludo.

—¿Qué hace aquí? —inquirió Bembo.

—A esta hora no tengo clase, comandante —respondió Ruffo mirando al frente.

—¿Y qué estaba haciendo?

—Estaba hablando con este caballero, señor —dijo el muchacho, todavía con la mirada fija en la pared del fondo.

—¿Quién le ha autorizado a hablar con él?

La cara de Ruffo era una máscara. No intentó siquiera contestar.

—¿Bien? —apremió Bembo con voz aún más tensa.

Brunetti se volvió hacia el comandante y saludó su llegada moviendo la cabeza ligeramente de arriba abajo. En tono afable, preguntó:

—¿Necesita autorización para hablar con la policía?

—Es menor de edad —dijo Bembo.

—Me parece que no le sigo —dijo Brunetti, poniendo buen cuidado en sonreír para mostrar su desconcierto. Hubiera podido entender que Bembo invocara un principio de disciplina o un reglamento según el cual un cadete sólo pudiera responder a un superior directo, pero citar la edad del muchacho como impedimento para hablar con la policía denotaba, en opinión de Brunetti, una atención exagerada por las minucias legales—. No entiendo que la edad del cadete Ruffo pueda importar.

—Importa, porque usted sólo puede hablar con él en presencia de sus padres.

—¿Y eso por qué, comandante? —preguntó Brunetti, curioso por oír la explicación de Bembo.

Éste tardó unos segundos en encontrarla. Finalmente, dijo:

—Para tener la seguridad de que comprende las preguntas.

Semejante duda acerca de la facultad del muchacho para comprender unas simples preguntas no hablaba muy alto en favor de la calidad de la enseñanza que ofrecía la escuela. Brunetti se volvió hacia el cadete, que seguía en posición de firmes, con los brazos pegados a los costados y el mentón reñido con el cuello de la camisa.

—Cadete, ¿ha entendido mis preguntas?

—No lo sé, señor —respondió el muchacho, sin apartar la mirada de la pared.

—Hablábamos de sus clases, comandante —dijo Brunetti—. El cadete Ruffo me decía lo mucho que le gusta la Física.

—¿Es verdad eso, Ruffo? —preguntó el comandante, manifestando claramente y sin escrúpulos sus dudas acerca de la veracidad de las palabras de Brunetti.

—Sí, señor —respondió el muchacho—. Le decía a este caballero que tengo dos asignaturas opcionales y lo mucho que me gustan.

—¿Y las obligatorias no le gustan? —preguntó Bembo. Y a Brunetti—: ¿Se ha quejado de ellas?

—No —respondió Brunetti tranquilamente—. No hemos hablado de ellas. —Se preguntaba por qué preocuparía tanto a Bembo la posibilidad de que un alumno hiciera un comentario negativo sobre sus clases. ¿Qué otra cosa cabía esperar?

—Puede irse, Ruffo —dijo Bembo bruscamente.

El muchacho saludó y, sin mirar a Brunetti, salió de la habitación dejando la puerta abierta.

—Le agradeceré que, antes de interrogar a algún otro de mis cadetes, me lo haga saber —dijo Bembo agriamente.

Brunetti creyó preferible no discutir y se mostró de acuerdo. El comandante se volvió hacia la puerta, se detuvo un momento, como para decir algo más, pero desistió y se fue.

Brunetti, al encontrarse solo en la habitación de Ruffo, en cierto modo, se sintió como un invitado y, por consiguiente, sujeto a las leyes de la hospitalidad, una de las cuales es la de no abusar de la confianza del anfitrión invadiendo su intimidad. Pero lo primero que hizo fue abrir el cajón central del escritorio y sacar todos los papeles. La mayoría eran notas y borradores de redacciones. Había también varias cartas.

«Querido Giuliano
—leyó Brunetti sin escrúpulo ni rubor—:
Tu tía vino a verme la semana pasada
y
me dijo que vas muy bien en la escuela.»
Era la letra clara y redonda propia de la generación anterior a la suya, si bien los renglones subían y bajaban siguiendo veredas que sólo conocía quien los había trazado. Firmaba «Nonna». Brunetti repasó los otros papeles, no encontró nada de interés y volvió a guardarlos en el cajón.

Abrió las puertas del armario contiguo al escritorio de Ruffo y registró los bolsillos de las chaquetas allí colgadas, que sólo contenían unas monedas y billetes de
vaporetto
tachados. Encima de la mesa había un ordenador portátil, pero no se entretuvo en abrirlo, consciente de que no sabría qué hacer con él. Debajo de la cama, arrimado a la pared, vio lo que parecía un estuche de violín. En la librería encontró lo que cabía esperar: libros de texto, un manual de conducción de automóviles, una historia del AC Milán y otras publicaciones sobre fútbol. En el estante inferior había partituras musicales: sonatas de Mozart para violín y la partitura del primer violín de un cuarteto de cuerda de Beethoven. Brunetti meneó la cabeza, desconcertado por el contraste entre la música del
discman
y la del estante. Abrió el armario del compañero de habitación de Ruffo y miró encima del segundo escritorio sin encontrar nada de interés.

Impresionado una vez más por la pulcritud de la habitación y la precisión casi quirúrgica con la que estaba hecha la cama, Brunetti acarició durante un momento la idea de narcotizar a su hijo Raffi, traerlo aquí y matricularlo; pero, al recordar qué era lo que lo había traído a él a esta habitación, se desvaneció de su ánimo aquella ráfaga de frivolidad.

Las otras habitaciones estaban vacías o, por lo menos, nadie respondió a su llamada, y Brunetti volvió a los aseos en los que se había encontrado el cadáver. El equipo del laboratorio estaba trabajando y el cuerpo seguía tendido allí, ahora totalmente cubierto con la oscura capa de lana.

—¿Quién ha cortado la cuerda? —preguntó Santini al ver a Brunetti.

—Vianello.

—No debió hacerlo —dijo otro técnico desde el fondo de los aseos.

—Eso mismo me ha dicho él —respondió Brunetti.

Santini se encogió de hombros.

—Yo hubiera hecho lo mismo.

Dos de los hombres lanzaron gruñidos de asentimiento.

Brunetti iba a preguntar a los del equipo qué creían que había ocurrido, cuando oyó pasos. Al volver la cabeza, vio al
dottor
Venturi, uno de los ayudantes de Rizzardi. Los dos hombres movieron la cabeza de arriba abajo; ninguno estaba dispuesto a excederse en el saludo.

Venturi, por lo general insensible a los sentimientos humanos que no lo tuvieran a él como destinatario, se acercó al cadáver y depositó el maletín junto a la cabeza. Puso una rodilla en el suelo y levantó la punta de la capa de la cara del chico.

Brunetti desvió la mirada, hacia las duchas, donde Pedone, el ayudante de Santini, apuntaba con un pulverizador de plástico hacia la parte alta de la pared de mano derecha. Brunetti le vio rociar las paredes con pequeñas nubes de un polvo gris oscuro, avanzando cuidadosamente de izquierda a derecha, y volver al punto de partida para repetir el proceso unos veinte centímetros más abajo.

Cuando estuvieron cubiertas todas las paredes, Venturi ya estaba otra vez de pie. Brunetti vio que había dejado la cara del muchacho al descubierto.

—¿Quién lo ha bajado? —fue lo primero que preguntó el médico.

—Uno de mis hombres. Por orden mía —respondió Brunetti agachándose a cubrir la cara del chico con el borde de la capa. Al levantarse miró a Venturi sin decir nada.

—¿Por qué?

Brunetti hizo caso omiso de tan zafia pregunta, irritado por tener que hablar con un hombre capaz de formularla.

—¿Le parece que ha sido suicidio? —preguntó.

El tiempo que Venturi se tomó en responder hizo patente que pretendía intercambiar descortesías con Brunetti, pero cuando Santini se volvió hacia él con un apremiante «¿Y bien?», el médico respondió:

—Sobre eso no podré pronunciarme hasta que lo haya visto por dentro. —Y, dirigiéndose a Santini—: ¿Había cerca alguna silla, algo a lo que pudiera subirse?

Uno de los otros técnicos dijo:

—Una silla. Estaba en la ducha.

—¿No la habrá movido, verdad? —le increpó Venturi.

—La he fotografiado —respondió el hombre articulando las palabras con glacial claridad—. Ocho veces, creo. Después Pedone ha sacado las huellas. Luego la he retirado para que no le estorbara cuando espolvoreara la cabina de la ducha. —Señaló con el mentón una silla de madera que estaba delante de uno de los lavabos y agregó—: Es ésa.

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