Su separación, que tuvo lugar con una precipitación sospechosa, después del accidente, fue una sorpresa para sus amistades. No se habían divorciado y a ninguno de los dos se le había relacionado con otra persona. Al parecer, toda comunicación entre ellos tenía lugar a través de sus abogados.
La
signorina
Elettra había prendido con un clip al exterior de la carpeta el artículo que había publicado
La Nuova
sobre la muerte de Ernesto. Brunetti no quiso leerlo, pero sí leyó el epígrafe de la foto de la familia «en tiempos más felices».
La sonrisa de Federica Moro era el centro de la foto. Ella rodeaba con el brazo derecho la espalda de su marido y apoyaba la cabeza en su pecho mientras con la otra mano revolvía el pelo de su hijo. Estaban en una playa, en shorts y camiseta, bronceados y pletóricos de salud y alegría. Al fondo, a la derecha del padre, se veía la cabeza de un nadador. La foto debía de tener varios años, porque Ernesto era todavía un niño. Federica no miraba a la cámara y los otros dos la miraban a ella. Ernesto, con vivacidad y orgullo, ¿y quién no había de estar orgulloso de una madre tan atractiva? La mirada de Fernando era más serena, pero no menos orgullosa.
Uno de ellos, pensó Brunetti, debía de haber tenido una ocurrencia graciosa, o quizá les hizo reír algo que habían visto en la playa. O una payasada del fotógrafo. A Brunetti le llamó la atención que, de los tres, Federica fuera la que tenía el pelo más corto: sólo unos centímetros, como un chico. Aquel corte de pelo masculino contrastaba con su figura exuberante y la espontánea ternura con que abrazaba a su marido.
¿Quién podía atreverse a publicar una foto semejante y quién podía haberla dado al periódico, sabiendo cómo sería utilizada? Brunetti desprendió el recorte y lo metió en la carpeta. Encima estaba anotado el mismo número que le había dado la
signora
Ferro. Él lo marcó, olvidando la indicación de dejarlo sonar una vez y volver a marcar.
Una voz femenina contestó a la cuarta señal diciendo sólo:
—¿Sí?
—¿La
signora
Moro? —preguntó Brunetti.
—Sí.
—Comisario Guido Brunetti,
signora.
De la policía. Le estaría muy agradecido si pudiera dedicar unos minutos a hablar conmigo. —Calló un momento, esperando la respuesta y agregó—: De su hijo.
—Ah —dijo la mujer. Y nada más, durante mucho rato.
—¿Por qué ha esperado hasta ahora? —dijo ella al fin, y él intuyó que la enojaba tener que hacer esta pregunta.
—No quise importunarla en los primeros momentos,
signora.
—Como ella no respondía, agregó—: Lo siento.
—¿Tiene usted hijos? —lo sorprendió ella.
—¿De qué edad?
—Una hija… —empezó él, y luego, rápidamente—: Y un hijo de la misma edad que el suyo.
—No ha empezado por ahí —dijo ella, como si la sorprendiera que él hubiera prescindido de ese recurso emocional.
A Brunetti no se le ocurría qué responder, y dijo:
—¿Puedo ir a hablar con usted,
signora?
—Puede venir cuando quiera —dijo la mujer, y él tuvo una visión de días, meses y años, toda una vida que se extendía ante ella.
—¿Ahora?
—Dará lo mismo, ¿no? —preguntó ella. Era una demanda de información real, no una pose sarcástica ni autocompasiva.
—Tardaré unos veinte minutos.
—Aquí estaré —respondió la mujer.
Él había localizado la dirección en el plano y sabía cómo llegar. Hubiera podido tomar el barco hacia San Marco, pero prefirió ir andando por la
Riva
y cortar por la
Piazza
frente al Museo Correr. Se metió por Frezzerie y torció por la primera calle de la izquierda. Era la segunda puerta a mano derecha, el timbre de arriba. Oprimió el pulsador, la puerta se abrió sin que nadie preguntara y él entró.
El vestíbulo era húmedo y oscuro, a pesar de que por allí cerca no había ningún canal. Subió al tercer piso y, frente a sí, encontró una puerta abierta. Se paró en el umbral, gritó:
«¿Signora
Moro?», y al oír una voz en el interior, entró y cerró la puerta. Por un estrecho pasillo, cubierto por una alfombra barata hecha a máquina, Brunetti fue hacia el lugar de donde llegaba la luz.
A su derecha había una puerta abierta y él entró. En el otro extremo de la habitación, vio a una mujer sentada en una butaca. A su espalda había dos ventanas con cortinas por las que se filtraba la luz. Olía a humo de cigarrillo y, según le pareció, a bolas de naftalina.
—¿Comisario? —preguntó ella alzando la cara para mirar en dirección a él.
—Sí, señora. Gracias por recibirme.
Ella desestimó sus palabras con un ademán de la mano derecha, que luego se llevó a los labios con el cigarrillo e inhaló profundamente.
—Ahí tiene una silla —dijo expulsando el humo y señalando una silla con asiento de rejilla que estaba arrimada a la pared.
Él la situó frente a la mujer, pero no muy cerca y un poco hacia un lado. Se sentó y esperó a que ella dijera algo. Para no parecer indiscreto, fijó la atención en las ventanas por las que se veía, al otro lado de la estrecha calle, las ventanas de otra casa. Poca era la luz que podía entrar por allí. Entonces la miró e, incluso en aquella extraña penumbra, pudo reconocer a la mujer de la foto. Parecía haberse sometido a una dieta intensiva que le hubiera chupado la carne de la cara y afilado la mandíbula de tal manera que parecía estar a punto de cortarle la piel. El mismo proceso había reducido su cuerpo a la estructura esencial de hombros, brazos y piernas, contenida en un grueso jersey y un pantalón oscuro que acentuaban la impresión de fragilidad.
Se hizo evidente que ella no pensaba hablar, que iba a permanecer allí sentada en su compañía, fumando.
—Tengo que hacerle unas preguntas,
signora
—empezó Brunetti, que entonces explotó en un súbito acceso de tos nerviosa.
—¿Es el cigarrillo? —preguntó ella, volviéndose hacia la mesa de su derecha, como si fuera a apagarlo.
Él alzó una mano con gesto tranquilizador.
—En absoluto —jadeó, pero volvió a acometerle la tos.
La mujer aplastó el cigarrillo y se puso en pie. Él fue a levantarse, sacudido por la tos, pero ella lo detuvo con un ademán y salió de la habitación. Brunetti se sentó y siguió tosiendo con ojos llorosos. Ella regresó al cabo de un momento y le ofreció un vaso de agua.
—Beba despacio —le dijo—. A sorbitos.
Temblando del esfuerzo por dominarse, él tomó el vaso moviendo la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento y se lo llevó a los labios. Esperó a que remitieran los espasmos y bebió un pequeño sorbo, después otro y otro hasta que el vaso estuvo vacío y él pudo volver a respirar sosegadamente. De vez en cuando, una convulsión le sacudía el pecho, pero lo peor había pasado. Él se inclinó y puso el vaso en el suelo.
—Gracias —dijo.
—De nada —respondió ella volviendo a sentarse en la butaca. Brunetti observó que, instintivamente, la mujer alargaba la mano hacia la derecha, en busca del paquete de cigarrillos que estaba en la mesa, y luego la bajaba al regazo.
Ella lo miró y preguntó:
—¿Nervios?
—Me parece que sí —sonrió él—. Aunque quizá no debería decirlo.
—¿Por qué no? —preguntó ella con interés.
—Porque soy policía, y se supone que no debemos dar señales de debilidad ni de nerviosismo.
—Es ridículo, ¿verdad?
Brunetti asintió y entonces recordó que ella era psicóloga.
Él carraspeó y preguntó:
—¿Podemos empezar de nuevo,
signora?
La sonrisa de ella fue mínima, el espectro de la que tenía en la foto que todavía estaba en la mesa del despacho.
—Imagino que no hay más remedio. ¿Qué es lo que desea saber?
—Me gustaría preguntarle por su accidente,
signora.
La sorpresa de la mujer era patente, y él comprendía la razón. Su hijo acababa de morir en circunstancias que aún no estaban oficialmente determinadas, y el comisario le preguntaba por algo que había ocurrido hacía más de dos años.
—¿Se refiere a lo de Siena? —dijo al fin.
—Sí.
—¿Por qué quiere hablar ahora de aquello?
—Porque parece ser que entonces nadie sintió curiosidad.
Ella ladeó la cabeza mientras reflexionaba sobre su respuesta.
—Ya entiendo —dijo al fin, y agregó—: ¿Tendrían que haberla sentido?
—Eso es lo que espero averiguar,
signora.
Se hizo el silencio. Brunetti no podía sino confiar en que ella se decidiera al fin a hablar de lo ocurrido. En el intervalo, ella miró dos veces al paquete de cigarrillos, y la segunda él estuvo tentado de decirle que por él podía fumar, pero no se lo dijo. Durante aquellos minutos de silencio, él examinó los pocos objetos que podía ver en la habitación: la butaca, la mesa, las cortinas de la ventana. Todo tenía un aire muy distinto de la funcional opulencia que había observado en casa de Moro. Aquí no se apreciaba preocupación por armonizar estilos ni otro objetivo que el de cubrir las necesidades más elementales.
—Yo llegué a casa de nuestros amigos el viernes por la mañana —dijo ella, sorprendiéndolo al decidirse a hablar por fin—. Fernando tenía que llegar en el último tren, a eso de las diez de la noche. Hacía buen día; estábamos a finales de otoño, pero la temperatura era suave. Por la tarde, salí a dar un paseo. Estaba a medio kilómetro de la casa cuando oí un estruendo, me sonó como una bomba y entonces sentí dolor en la pierna y me caí. No fue como si alguien me hubiera empujado: sencillamente, me caí.
Lo miró como si quisiera averiguar si realmente aquellas cosas podían tener algún interés para él. Brunetti asintió y ella prosiguió:
—Yo estaba en el suelo, atontada, sin poder moverme. Aunque no es que me doliera mucho. Me llegaban ruidos del bosque hacia el que yo me dirigía. No era muy grande, no llegaría a una hectárea. Oí moverse algo y quise gritar pidiendo socorro, pero no grité. No sé por qué, pero me quedé en el suelo, sin moverme ni decir nada.
»Debió dé pasar un minuto o dos, y entonces, de la misma dirección de la que había venido yo, llegaron dos perros corriendo y ladrando frenéticos que se pusieron a dar saltos a mi alrededor. Yo les gritaba que se callaran. Ahora empezaba a dolerme la pierna, y vi que me habían disparado. Comprendí que tenía que hacer algo. Pero aquellos perros ladraban y saltaban como locos.
Ella se interrumpió y, como no seguía, Brunetti tuvo que preguntar:
—¿Qué pasó después?
—Llegaron los cazadores, es decir, los dueños de los perros. Al verme en el suelo, pensaron que los perros me habían atacado y empezaron a darles puntapiés y culatazos. Pero los perros no me habían hecho nada. Probablemente, ellos me salvaron la vida.
Ella se detuvo y miró a Brunetti, como para averiguar si tenía alguna pregunta y, al no decir él nada, prosiguió:
—Uno de los hombres me hizo un torniquete con el pañuelo y entre los dos me transportaron al jeep que tenían en el linde del bosque y me llevaron al hospital. Los médicos de allí están acostumbrados a esta clase de cosas. Parece ser que es frecuente que los cazadores se disparen a sí mismos o unos a otros. —Hizo una pausa y dijo con suavidad—: Los pobres. —Había tanta compasión en su voz que Brunetti no pudo menos que pensar en lo banal que sonaría, en comparación, su conversación con la
signorina
Elettra.
—¿Le preguntaron en el hospital lo que había ocurrido,
signora
?
—Los que me encontraron se lo explicaron, de modo que cuando salí de Cirugía no hice más que confirmar lo que habían dicho ellos.
—Que había sido un accidente.
—Sí. —Ella no puso un acento especial en la palabra.
—¿Cree usted que fue un accidente?
Otra vez ella tardó en responder.
—Entonces no creía que pudiera haber sido otra cosa. Pero después empecé a preguntarme por qué el que me disparó no vino a ver a qué le había dado. Si me había tomado por un animal, tenía que haberse acercado a ver si lo había matado, ¿no le parece?
Eso era lo que intrigaba a Brunetti desde el momento en que se había enterado del incidente.
—Y, al oír a los perros y a los otros cazadores, tuvo que suponer que otros se llevaban la pieza que había cobrado él. —Dejó pasar unos segundos y agregó—: Como ya le he dicho, en aquel momento no lo pensé.
—¿Y qué piensa ahora?
Ella fue a hablar, vaciló y dijo:
—No quiero ser melodramática, pero ahora tengo otras cosas en qué pensar.
También las tenía Brunetti. Le hubiera gustado saber si la policía había hecho un informe del incidente y si los dos cazadores que la encontraron vieron a alguien en los alrededores.
Brunetti, viendo que ya no podría tenerla sin fumar mucho más tiempo, dijo:
—Una sola pregunta me queda,
signora.
Ella no esperó a que la hiciera:
—No; Ernesto no se suicidó. Yo era su madre, y lo sé. Es otra de las razones por las que creo que lo mío no fue un accidente. —Apoyándose en los brazos de la butaca, se levantó—. Si ésa era su última pregunta… —Echó a andar hacia la puerta de la habitación. Cojeaba muy ligeramente de la pierna derecha, apenas se le notaba y, como llevaba pantalones, Brunetti no pudo ver qué señales tenía en la pierna.
La siguió hasta la puerta del apartamento. Le dio las gracias pero no le tendió la mano. Fuera había subido un poco la temperatura y, puesto que ya eran más de las doce, Brunetti decidió irse directamente a casa, a almorzar con su familia.
Brunetti llegó antes que los chicos, y optó por quedarse en la cocina haciendo compañía a Paola, que acababa de preparar el almuerzo. Mientras ella ponía la mesa, él destapaba cacerolas y abría el horno. Era reconfortante encontrar platos familiares: sopa de lentejas, pollo bien cubierto de col roja y—le pareció—
radicchio di Treviso.
—¿Tienes que recurrir a todas tus dotes detectivescas para examinar ese pollo? —preguntó Paola mientras ponía las copas.
—No exactamente —dijo él cerrando el horno e irguiendo el cuerpo—. Mi investigación se centra en el
radicchio, signora
y en averiguar si por ventura hay en él vestigios de la misma
pancetta
que he detectado en la sopa de lentejas.
—Un olfato tan fino podría poner fin a toda la delincuencia de la ciudad —dijo ella acercándose y, rozándole la punta de la nariz con la yema del dedo. Destapó la sopa y la removió—. Llegas temprano —agregó entonces.