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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (16 page)

BOOK: Justicia uniforme
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—Una separación es una situación jurídica.

Moro tardó mucho en contestar. Al fin dijo:

—Me parece que no le entiendo.

Hasta ese momento, Brunetti no prestaba mucha atención a las palabras, se dejaba guiar por la intuición, como si navegara con piloto automático. Su mente hacía abstracción del significado de lo que decían y se fijaba sobre todo en el tono y los gestos de Moro, su postura y el registro de su voz. Brunetti intuía que aquel hombre se había trasladado a algún lugar situado lejos del dolor, casi como si le hubieran puesto el corazón bajo protección y sólo le hubieran dejado la mente para responder preguntas. Pero quedaba también una sensación de miedo; no miedo de Brunetti sino de decir algo que pudiera revelar lo que había detrás de aquella fachada de tranquilo autodominio.

Brunetti decidió responder lo que era evidente que el doctor había planteado como pregunta.

—He hablado con su esposa,
dottore,
y ella no parece guardarle rencor.

—¿Esperaba que me lo guardara?

—Dadas las circunstancias, creo que sería comprensible. En cierta medida, ella podría hacerle responsable de lo que le ocurrió a su hijo. Es probable que la decisión de enviarlo a la academia partiera de usted.

Moro le lanzó una mirada de asombro, abrió la boca como para defenderse, pero calló. Brunetti apartó los ojos de la cólera del otro hombre y, cuando volvió a mirar, la cara de Moro estaba vacía de expresión.

Brunetti estuvo mucho rato sin saber qué decir. Cuando por fin habló, fue para decir espontáneamente:

—Me gustaría que confiara en mí,
dottore.

Al cabo de un rato, Moro dijo con voz cansada:

—Y a mí me gustaría confiar en usted, comisario. Pero no confío, ni quiero confiar. —Vio que Brunetti iba a protestar y agregó rápidamente—: No es que no me parezca un hombre honrado; es que he aprendido que no hay que confiar en nadie. —Brunetti trató nuevamente de hablar, y esta vez Moro le atajó levantando una mano—. Además, usted representa a un Estado que yo considero tan criminal como negligente, razón más que sobrada para que yo le niegue mi confianza.

En el primer momento, estas palabras ofendieron a Brunetti y suscitaron en él el deseo de defenderse a sí mismo y su honor, pero, durante el silencio que siguió, comprendió que las palabras del doctor no tenían en absoluto nada que ver con él personalmente. Moro lo veía contaminado, simplemente, porque trabajaba para el Estado. Y el comisario descubrió que no podía rebatir la idea porque, en el fondo, simpatizaba con ella.

Brunetti se puso en pie, pero cansinamente, sin aquella falsa energía que había puesto en este mismo movimiento cuando hablaba con Patta.

—Si decide hablar,
dottore,
le agradeceré que me llame.

—Desde luego —dijo el médico con un símil de cortesía.

Moro se levantó haciendo palanca con las manos en los brazos del sillón y acompañó a Brunetti a la puerta del apartamento.

Capítulo 15

En la calle, al ir a sacar el
telefonino,
Brunetti descubrió que no lo llevaba; se habría quedado en el despacho o en su casa, en el bolsillo de otra chaqueta. Se resistió al canto de sirena que le susurraba que sería inútil llamar a la
signora
Moro, que ella no querría hablar con él tan tarde. Se resistió, en todo caso, mientras hacía dos vanos intentos para hablar con ella desde teléfonos públicos. El primero, uno de esos nuevos teléfonos plateados de diseño aerodinámico que habían sustituido a los feos pero seguros teléfonos color naranja, se negó a aceptar su tarjeta, y el segundo frustró sus tentativas emitiendo un persistente balido mecánico en lugar de la señal para marcar. Brunetti arrancó la tarjeta de la ranura, la guardó en la cartera y, sintiéndose justificado por haberlo intentado por lo menos, decidió volver a la
questura
para lo poco que quedaba de la jornada.

El comisario viajaba de pie en la góndola que hacía el
traghetto
entre la Salute y San Marco, y sus rodillas de veneciano absorbían automáticamente el vaivén entre el golpe de remo de los
gondolieri
y el contragolpe de las olas de la marea que subía. Mientras cruzaba lentamente el Canal Grande, Brunetti descubrió la magnitud de la abulia que puede llegar a invadir a una persona: frente a él se levantaba el Palazzo Ducale, sobre el que asomaban las cúpulas refulgentes de la Basílica di San Marco, y él los miraba como si fueran el telón de fondo de una pobre representación provinciana de
Otelo.
¿Cómo había podido llegar a un estado en que semejante belleza lo dejara frío? Siguiendo la misma reflexión, acompañado por el monótono chirriar de los remos, Brunetti se preguntaba cómo podía sentarse frente a Paola y no desear pasarle las manos por los pechos, o contemplar a sus hijos sentados en el sofá haciendo algo tan estúpido como ver televisión y no sentir que se le abrasaban las entrañas de terror al pensar en los peligros que los acecharían durante toda la vida.

La góndola se deslizó hasta el
imbarcadero
y él saltó al muelle, conminándose a dejar esas estúpidas elucubraciones en el barco. La experiencia le había enseñado que su capacidad de asombro permanecía intacta y que volvería a despertarse, y él recuperaría aquella sensibilidad para las cosas bellas de su entorno, que casi dolía de tan viva.

Una mujer muy bella, conocida suya, había tratado de convencerle años atrás de que, en cierto aspecto, su belleza suponía una maldición, porque era lo único que interesaba a la gente, que no reparaba en las otras cualidades que ella pudiera poseer. Entonces él había rechazado la idea, que le parecía simple deseo de la mujer de que le regalaran los oídos —cosa que él no dejó de hacer—, pero ahora empezaba a comprender lo que ella había querido decir, extrapolándolo a la ciudad. En realidad, a nadie parecía importarle lo que fuera de Venecia —¿cómo explicar si no la actuación de sus últimos gobiernos?—, mientras pudieran sacar provecho de ella explotando su belleza, por lo menos, mientras lograra conservarla.

En la
questura,
Brunetti subió al despacho de la
signorina
Elettra, donde encontró a ésta leyendo
Il Gazzettino.
Ella le sonrió señalando el editorial titulado «Los norteamericanos».

—Al parecer, el presidente electo quiere levantar todas las restricciones en el uso de combustibles fósiles —dijo ella, y leyó el titular—:
«Bofetada a los ecologistas».

—Parece muy propio de él —dijo Brunetti, que no estaba interesado en continuar la discusión y se preguntaba si la
signorina
Elettra se habría convertido a las apasionadas ideas ecológicas de Vianello.

Ella miró al comisario y luego al periódico.

—Y esto:
«Venecia, condenada».

—¿Cómo? —preguntó Brunetti con extrañeza, sin adivinar a qué se refería el titular.

—Verá, si sube la temperatura, los casquetes polares se fundirán, el nivel del mar subirá, y adiós Venecia. —Parecía muy tranquila ante la perspectiva.

—Y adiós Bangladesh, podríamos añadir —dijo Brunetti.

—Desde luego. Me gustaría saber si el presidente electo ha pensado en las consecuencias.

—No creo que pensar en consecuencias esté dentro de sus aptitudes —observó Brunetti, que rehuía las discusiones políticas con los compañeros de trabajo, aunque no estaba seguro de sí debía incluir en la veda la política exterior.

—Probablemente, no. Además, todos los refugiados acabarán aquí, no allí.

—¿Qué refugiados? —preguntó Brunetti, que se había perdido.

—Los de Bangladesh. Si se les inunda el país y se les queda para siempre bajo el agua, la gente no se quedará allí quieta, conformándose con ahogarse para no molestar a los demás. A algún sitio tendrán que emigrar y, como no es probable que les dejen ir hacia el Este, todos acabarán aquí.

—¿No es un tanto fantástica su noción de la geografía,
signorina?

—No me refiero a ellos: los de Bangladesh no vendrán aquí, pero las gentes a las que ellos desplacen irán hacia el Oeste, y los que desplacen éstos vendrán aquí, o vendrán los que hayan sido desplazados por estos otros. —Lo miró, sorprendida de encontrarlo tan obtuso—. Usted lee historia, ¿verdad, comisario? —Al ver que él movía la cabeza afirmativamente, concluyó—: Pues ya debe de saber que eso es lo que ocurre.

—Quizá —dijo Brunetti con audible escepticismo.

—Ya lo veremos —dijo ella en voz baja, doblando el periódico—. ¿Qué desea, comisario?

—Esta mañana he hablado con el
vicequestore
y no me ha parecido muy decidido a depositar su plena confianza en la opinión del teniente Scarpa de que el joven Moro se suicidara.

—¿Teme un Informe Moro sobre la policía? —preguntó ella, captando al momento lo que quizá el mismo Patta se resistía a admitir.

—Parece probable. De todos modos, antes de cerrar el caso, quiere que descartemos cualquier otra posibilidad.

—Que es sólo una, ¿no?

—Sí.

—¿Usted qué piensa? —Ella apartó el periódico a un lado de la mesa y se inclinó ligeramente hacia adelante, delatando con el movimiento de su cuerpo la curiosidad que había conseguido eliminar de su voz.

—No puedo creer que se suicidara.

—No es normal que un chico tan joven deje a su familia —convino ella.

—Cuando los jóvenes deciden hacer algo no siempre piensan en los sentimientos de sus padres —adujo Brunetti, sin saber muy bien por qué; quizá para probar los argumentos que sabía iban a esgrimirse contra su opinión.

—Ya lo sé. Aunque está la hermana pequeña. Tendría que haber pensado en ella. Pero quizá tenga usted razón.

—¿Cuántos años tendrá? —preguntó Brunetti, intrigado por aquella criatura misteriosa por la que tan poco interés demostraban sus padres.

—Se hablaba de ella en uno de los artículos que se publicaron sobre la familia, o quizá algún conocido me haya comentado algo. Ahora todo el mundo habla de ellos —respondió la
signorina
Elettra, que cerró los ojos, tratando de recordar. Ladeó la cabeza, y él la imaginó repasando los bancos de datos de su memoria. Al fin ella dijo—: Debe de ser algo que leí, no recuerdo habérselo oído decir a nadie.

—¿Lo guarda todo?

—Sí, señor.

—Los recortes de periódico y los artículos de las revistas están todos en la carpeta, la misma que contiene los artículos que tratan del informe del
dottor
Moro. —Antes de que él pudiera pedírselos, ella dijo—: No, señor; yo los repasaré. Tal vez recuerde qué artículo es cuando lo vea o cuando empiece a leerlo. —Miró el reloj—. Déme quince minutos y se lo subiré.

—Muchas gracias,
signorina
—dijo él, y subió a su despacho a esperarla. Marcó el número de la
signora
Moro, pero no obtuvo respuesta. ¿Por qué la mujer no había mencionado a la niña y por qué en ninguna de las dos casas había señales de ella? Empezó una lista de las averiguaciones que quería que hiciera la
signorina
Elettra y aún no la había terminado cuando entró ella, con la carpeta en la mano.

—Valentina, nueve años.

—¿Dice si vive con el padre o con la madre?

—No, señor. Se la mencionaba en un artículo de hace seis años, que decía que Moro tenía un hijo de doce años, Ernesto, y una hija de tres, Valentina. Y últimamente hablaba de ella el artículo de
La Nuova.

—No vi señal alguna de ella en casa del padre ni en la de la madre.

—¿Usted dijo algo?

—¿De la niña?

—No exactamente; algo que diera a la madre la oportunidad de mencionarla.

Brunetti trató de recordar su conversación con la
signora
Moro.

—Me parece que no.

—Entonces es natural que no la mencionara, ¿verdad?

Durante casi dos décadas, Brunetti había tenido en su casa primero a uno y después a dos hijos, y no recordaba ni un solo instante en el que no hubiera en ella prueba palpable de su existencia: juguetes, ropa, zapatos, bufandas, libros, papeles y
discmen,
esparcidos por toda la casa en caótica profusión. Órdenes, súplicas y amenazas resultaban vanos ante lo que sin duda era el imperativo biológico de los cachorros de la especie humana de revolver el nido. Un hombre de espíritu menos generoso lo consideraría una plaga: Brunetti lo veía como uno de los medios de que se servía la Naturaleza para hacer que los padres ejercitaran la paciencia para el futuro, cuando el revoltijo pasara de lo físico a lo emocional y moral.

—Pero alguna señal hubiera tenido que ver —insistió él.

—Quizá la enviaran a casa de algún pariente —apuntó la
signorina
Elettra.

—Quizá —asintió Brunetti, pero no estaba convencido. Cuando sus hijos iban a casa de los abuelos o de otros parientes, siempre quedaba un rastro de su reciente presencia. De pronto, tuvo una visión de lo que habría tenido que suponer para los Moro tratar de borrar de cada casa hasta la última prueba de la existencia de Ernesto, y pensó en el peligro que aún subsistiría durante mucho tiempo: un calcetín solitario, olvidado en el fondo de un armario, podía volver a partir el corazón de una madre, un
compact
de las Spice Girls que aparecía en el estuche de las sonatas para flauta de Vivaldi devastaría la paz de espíritu. Tendrían que pasar meses, quizá años, para que la casa dejara de ser un campo minado, para que pudieras abrir un armario o un cajón sin miedo.

Interrumpió su cavilación la
signorina
Elettra, al inclinarse para dejar la carpeta en su mesa.

—Gracias —dijo él—. Hay varias cosas que me gustaría que tratara de averiguar. —Empezó a enumerarlas mientras deslizaba la lista sobre la mesa—: A qué colegio va la niña. Si vive o ha vivido aquí con uno de ellos, tiene que estar inscrita en algún colegio. Luego, los abuelos: intente localizarlos. Luisa Moro, la prima, podría saberlo, pero no tengo la dirección. —Recordó a los amigos de Siena y le pidió que llamara a la policía de allí, para preguntar si la niña vivía con ellos. Ella recorría la lista con el dedo mientras él le hablaba—. Y la esposa, lo mismo: amigos, parientes, colegas.

La joven lo miró y dijo:

—No abandona, ¿eh?

Él echó la silla hacia atrás, pero no se levantó.

—No me gusta esto, ni me gusta lo que me cuentan. Nadie dice la verdad y nadie dice por qué.

—¿Qué quiere decir?

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