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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (26 page)

BOOK: Justicia uniforme
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—Eso no es cierto, Giuliano —intervino la tía—. Tu padre siempre odió la vida militar.

—Entonces, ¿por qué se dedicó a ella? —dijo Giuliano airadamente.

Tras unos instantes, como si hubiera estado calculando el efecto que habían de tener sus palabras, ella contestó:

—Por la misma razón que tú, Giuliano: para que el abuelo estuviera contento.

—Él nunca está contento —rezongó Giuliano, Se hizo el silencio. Brunetti se volvió hacia la ventana, pero lo único que vio fue una gran extensión de campos embarrados, salpicados de algún que otro tronco.

Fue la mujer quien al fin rompió el silencio:

—Tu padre siempre quiso ser arquitecto, por lo menos, eso me decía tu madre. Pero su padre, tu abuelo, se empeñó en que fuera soldado.

—Como todos los Ruffo —escupió Giuliano con franco desdén.

—Sí —dijo ella—; creo que eso fue en parte la causa de su depresión.

—Se suicidó, ¿verdad? —preguntó Giuliano, sorprendiendo a ambos.

Brunetti volvió la mirada a la mujer. Ella lo miró a su vez, luego miró a su sobrino y finalmente dijo:

—Sí.

—¿Y antes trató de matar a mamá?

Ella asintió.

—¿Por qué no me lo dijisteis? —preguntó el muchacho con voz tensa y próxima al llanto.

Las lágrimas asomaron también a los ojos de la mujer y empezaron a resbalarle por las mejillas. Ella apretó los labios, incapaz de hablar, y agitó la cabeza. Al fin levantó la mano derecha con la palma hacia su sobrino, como para pedirle que tuviera paciencia para aguardar hasta que las palabras volvieran a ella. Al cabo de unos segundos, dijo:

—Tenía miedo.

—¿De qué? —preguntó el chico.

—De hacerte sufrir.

—¿Y no me haría sufrir una mentira? —preguntó él, pero ahora confuso, ya no enfadado.

Ella volvió la palma de la mano hacia arriba, con los dedos abiertos en un ademán que expresaba incertidumbre y también, curiosamente, esperanza.

—¿Qué pasó? —preguntó Giuliano. Como ella no respondía, insistió—: Por favor,
zia,
dímelo.

Brunetti la veía batallar por recobrar el habla. Finalmente, ella dijo:

—Tenía celos de tu madre, y la acusó de tener una aventura. —Como el chico no mostraba curiosidad por esto, prosiguió—: Le disparó y luego se suicidó.

—¿Y por eso mamá está así?

Ella asintió.

—¿Por qué no me lo dijiste? Yo creía que tenías miedo de decírmelo porque era una enfermedad. —Se interrumpió y entonces, como arrastrado por la corriente de sus confesiones, agregó—: Que era algo de familia. Y que también me afectaría a mí.

Esto hundió a la mujer, que empezó a llorar abiertamente, en un silencio interrumpido sólo por profundas inspiraciones.

Brunetti preguntó entonces al chico:

—¿Quieres decirme lo que crees que ocurrió, Giuliano?

El muchacho miró a Brunetti, a la mujer que lloraba y otra vez a Brunetti.

—Creo que lo mataron —dijo al fin.

—¿Quiénes?

—Los otros.

—¿Por qué? —preguntó Brunetti, dejando para después la pregunta de quiénes eran «los otros».

—Por lo de su padre y porque salió en mi defensa.

—¿Qué decían de su padre? —preguntó Brunetti.

—Que era un traidor.

—¿Traidor a quién?

—A la
patria
—respondió el chico, y Brunetti nunca había oído pronunciar esta palabra con tanto desprecio.

—¿Por su informe?

El chico denegó con la cabeza.

—No lo sé. No lo decían. Sólo repetían que su padre era un traidor.

Como parecía que Giuliano había hecho un alto, Brunetti lo azuzó.

—¿Por que salió en tu defensa?

—Uno de ellos empezó a hablar de mi padre. Dijo que él sabía lo que había pasado y que mi madre era una puta. Que no hubo un accidente y que ella se volvió loca cuando mi padre se mató, porque se mató por su culpa.

—¿Y qué hizo Moro?

—Pegarle. Al que decía esto, Paolo Filippi. Lo derribó y le rompió un diente.

Brunetti esperaba, no quería presionarle, para no romper el hilo de las revelaciones.

—Aquello les hizo callar durante un tiempo —prosiguió Giuliano—; pero entonces Filippi empezó a amenazar a Ernesto, y un puñado de amigos suyos también. —Brunetti había retenido el nombre de Filippi, el estudiante de tercero cuyo padre hacía suministros al ejército.

—¿Qué pasó?

—No lo sé. Aquella noche, la noche en que Ernesto murió, no oí nada. Pero al día siguiente, todos estaban raros, preocupados y contentos a la vez, como los niños que tienen un secreto, o un club secreto.

—¿Tú dijiste algo? ¿Preguntaste a alguien?

—No.

—¿Por qué?

Giuliano miraba de frente a Brunetti al decir:

—Tenía miedo —y Brunetti se admiró del valor que había necesitado el chico para decir eso.

—¿Y después?

Giuliano volvió a mover negativamente la cabeza.

—No lo sé. Dejé de ir a clase, me quedaba en mi cuarto. Las únicas personas con las que hablé fueron usted y el policía que vino al bar, el simpático.

—¿Por qué te fuiste?

—Uno de ellos, no Filippi, otro, me vio hablar con el policía, lo reconoció de cuando nos interrogó en la academia, y entonces Filippi me dijo que, si hablaba con la policía, tuviera mucho cuidado… —Su voz se apagó, dejando la frase sin terminar. Aspiró profundamente y agregó—: Que tuviera mucho cuidado, porque hablar con la policía puede conducir a una persona al suicidio, y se rió. —Hizo una pausa, para ver el efecto que esto tenía en Brunetti, y terminó—: Por eso me fui. Salí de allí y vine a casa.

—Y no volverás —interrumpió la tía sorprendiéndolos a ambos. Se levantó, dio dos pasos hacia su sobrino y se paró. Miró a Brunetti y dijo—: Basta. Por favor, ya basta.

—Está bien —dijo Brunetti poniéndose en pie. Durante un momento, debatió consigo mismo si debía decir al chico que tendría que hacer una declaración formal, pero comprendió que no era el momento para tratar de presionarle, y menos, delante de su tía. En el futuro, los dos podrían negar que esta conversación hubiera tenido lugar o podrían admitirlo. Hicieran lo que hicieran, a Brunetti le era indiferente: lo que contaba para él era la información que había obtenido.

Cuando se acercaban al vestíbulo, oyó la voz grave y reconfortante de Vianello entremezclada con un ligero gorjeo femenino. Al salir Brunetti y los otros, la madre de Giuliano volvió para saludarlos una cara radiante de gozo. Vianello estaba en el centro del vestíbulo, con un cesto lleno de huevos morenos colgando de la mano derecha. La madre de Giuliano señaló a Vianello y dijo:

—Amigo.

Capítulo 24

Durante el viaje de regreso a Venecia, Brunetti explicó que, si bien con lo que sabían ya podían llamar a interrogatorio al joven Filippi, él prefería concentrar las energías en averiguar todo lo posible sobre el padre.

Vianello lo sorprendió al anunciar que al día siguiente dedicaría unas horas a echar una ojeada a Internet, a ver qué encontraba. Brunetti se abstuvo de comentar que la expresión «echar una ojeada» le sonaba a cosecha
signorina
Elettra, al comprender el alivio que podía suponer para él que una persona que no fuera la
signorina
Elettra, alguien con quien no hubiera contraído tan fuerte deuda por pasados favores, pudiera ser su rastreador de información delicada.

—¿Cómo piensa hacerlo? —preguntó a Vianello.

Sin desviar la mirada del tráfico que congestionaba los accesos a Venecia, el inspector dijo:

—Como lo hace la
signorina
Elettra: ver qué encuentro yo y ver qué encuentran mis amigos.

—¿Sus amigos son los mismos que los de ella?

A esto, Vianello apartó la vista de la carretera y se permitió lanzar una rápida mirada a Brunetti.

—Supongo que sí.

—En tal caso, quizá sea más rápido pedírselo a la
signorina
Elettra —concluyó Brunetti con resignación.

Así lo hizo, a la mañana siguiente entró en el despacho de ella y le preguntó si su amigo militar había regresado de Livorno y, en tal caso, si querría pedirle que le dejara echar un vistazo a sus archivos. Como si al levantarse aquella mañana hubiera tenido el presentimiento de que iba a ponerse en contacto con la clase militar, la
signorina
Elettra llevaba un jersey azul marino con tiras abotonadas en los hombros, a modo de charreteras.

—¿Por casualidad no llevará también espada? —preguntó Brunetti.

—No, señor; con la ropa de mañana es un engorro. —Sonriendo, pulsó rápidamente varias teclas, se detuvo un momento y dijo—: Ahora mismo empezará a trabajar.

Brunetti volvió a su despacho.

Mientras aguardaba, leyó dos periódicos considerándolo trabajo e hizo varias llamadas telefónicas, sin tratar de justificarlas más que como política de buenas relaciones con personas que un día podrían proporcionarle información.

A la hora del almuerzo, aún no había tenido noticias de la
signorina
Elettra, pero salió de la
questura
sin reclamárselas. Sí llamó a Paola para avisar de que no almorzaría en casa. Fue a Da Remigio y pidió
insalata
di mare
y
coda di rospo
con salsa de tomate, diciéndose que, puesto que no había tomado más que un
quartino
del vino blanco de la casa y una sola
grappa,
podía considerarlo un almuerzo ligero que le daba derecho a una cena mas consistente.

Al regresar, se asomó al despacho de la
signorina
Elettra, pero ella no estaba. Se sintió defraudado, temiendo que no fuera a volver aquella tarde y él tuviera que esperar hasta el día siguiente para disponer de la información sobre Filippi. Pero ella no le falló. A las tres y media, cuando él empezaba a pensar en bajar a pedir a Vianello que mirase en su ordenador, ella entró en su despacho con unos papeles en la mano.

—¿Filippi? —preguntó él.

—¿No es el nombre de una batalla?

—Sí. Donde Bruto y Casio fueron derrotados.

—¿Por Marco Antonio? —preguntó ella, sin sorprenderlo.

—Y Octavio —puntualizó él—. Quien, después, si no me falla la memoria, derrotó a Marco Antonio.

—No le falla —dijo ella y, al dejar los papeles en la mesa, agregó—: Gente de cuidado, los soldados. Él señaló los papeles con la barbilla.

—¿Lo dice por eso o por la batalla de Filippi?

—Por las dos cosas —respondió ella. Explicó que dentro de una hora se iría de la
questura,
porque tenía una cita, y salió del despacho.

No eran más que una docena de hojas, pero contenían una exposición completa de la carrera militar de ambos hombres. Después de graduarse por la Academia San Martirio, Filippi pasó a la academia, ya estrictamente militar, de Mantua, donde fue un cadete mediocre y consiguió un número intermedio de su promoción. Entonces empezó una carrera que nada tuvo que ver con batallas ni peligros bélicos. Durante los primeros años en activo fue «especialista en recursos» en un regimiento de tanques. Después de su primer ascenso, estuvo destinado tres años en la Embajada de Italia en España, en calidad de agregado militar. Ascendido de nuevo, fue nombrado oficial encargado de suministros a un regimiento de paracaidistas, donde permaneció hasta su retiro. Al repasar la hoja que describía el primer destino de Filippi, la mirada de Brunetti tropezó con la palabra «tanque», e inmediatamente le vino a la mente su padre y la indignación que provocaba en él esa sola palabra. Durante dos años de la guerra, mientras el ejército se tambaleaba bajo el mando del general Cavallero, ex director del complejo armamentista Ansaldo, el padre de Brunetti había conducido un tanque. Más de una vez, había visto volar en pedazos a los hombres de su batallón al romperse el blindaje, como si fuera cristal, bajo el fuego enemigo.

No fue más belicosa la carrera de Toscano. Al igual que Filippi, había ascendido sin esfuerzo, como impulsado por suaves soplos de las mejillas de querubines protectores. Al cabo de varios años en los que en ningún momento le turbó el sonido de disparos hecho con hostilidad, el
colonello
Toscano fue nombrado asesor militar del Parlamento, puesto que hacía dos años había sido invitado a abandonar. En la actualidad era profesor de Historia y Teoría Militar en la Academia San Martino.

Debajo de las dos hojas que tenían impreso el membrete del ejército había otras dos que contenían listas de las propiedades de Filippi y Toscano y de sus familiares, así como copias de los últimos estados de cuenta bancarios. Quizá los dos tenían mujer rica; quizá los dos descendían de familia acomodada; quizá los dos administraron su paga sabiamente durante todos aquellos años. Quizá.

Hacía años, cuando Brunetti conoció a Paola, se limitaba a llamarla por teléfono una vez cada tres o cuatro días, con el propósito de disimular su interés y también con la no menos vana esperanza de mantener lo que él definía como su superioridad masculina. Aquella forzada reserva suya le vino ahora a la memoria mientras marcaba el número de Avisani en Palermo.

Pero Avisani, al oír su voz, estuvo tan afable como solía estarlo Paola en aquel entonces.

—Tenía intención de llamarte, Guido; pero esto es un caos. Da la impresión de que aquí nadie sabe quién manda en el Gobierno.

Brunetti se sorprendió de que un hombre tan ducho en el periodismo como Avisani pudiera considerar que eso merecía un comentario, pero sólo dijo:

—Perdona si me pongo pesado.

—Nada de eso —rió Avisani—. He repasado los archivos, pero lo único que he encontrado, aparte de lo que ya te dije, es que los dos, tanto Filippi como Toscano, poseen enormes paquetes de acciones de Edilan-Forma.

—¿Como cuánto de «enormes»?

—Como diez millones de euros cada uno. Brunetti hizo un leve sonido gutural de interés y preguntó:

—¿Alguna idea de cómo las han adquirido?

—Las de Toscano son de su mujer. Por lo menos, están a nombre de ella.

—Y ya me dijiste que Filippi está casado con una prima del presidente de la empresa.

—Sí; pero las acciones están a nombre de él, no de ella. Parece ser que cuando estaba en el Consejo de Administración le pagaban en acciones.

Estuvieron un rato sin hablar, hasta que Brunetti dijo:

—A los dos les convendría procurar que no bajara la cotización de las acciones.

—Precisamente —convino Avisani. —Y una investigación parlamentaria hubiera podido tener ese efecto.

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