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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (19 page)

BOOK: Justicia uniforme
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—Te lo diré cuando contestes. ¿Qué harías?

Ella mantenía un gesto hermético.

—Di, mujer —instó él.

—Si fuera una verdadera separación, te echaría de casa y después arrojaría a la calle todas tus cosas.

La sonrisa de Brunetti fue francamente beatífica.

—¿Todas?

—Todas. Hasta las que más me gustan.

—¿Te pondrías una camisa mía para dormir?

—¿Estás loco?

—¿Y si fuera una separación falsa?

—¿Falsa?

—Para fingir que estábamos separados pero sin estarlo, porque necesitáramos que la gente lo creyera.

—Te echaría de casa, pero me quedaría con las cosas que me gustan.

—¿Y la camisa? ¿Te la pondrías para dormir?

Ella lo miró largamente.

—¿Quieres que te conteste en serio o con otra tontería?

—Creo que en serio —confesó él.

—Pues si, me pondría tu camisa para dormir o dormiría con ella bajo la almohada, para tener conmigo por lo menos tu olor.

Brunetti creía en la solidez de su matrimonio con la misma firmeza que en la tabla periódica de los elementos, si no más; no obstante, nunca estorbaba algún que otro refuerzo suplementario. También estaba seguro de la solidez del matrimonio de los Moro, aunque no tenía ni idea de lo que esto significaba.

—La
signora
Moro no vive con su marido —empezó Brunetti, y Paola asintió, indicando que eso ya se lo había dicho él—. Pero debajo de la almohada de la cama en la que duerme sola tiene una camisa de vestir de su marido.

Paola miró hacia la izquierda, donde aún se veía luz en alguna ventana del último piso de la casa de enfrente.

—Ah —dijo después de un rato.

—Sí —dijo él—. «Ah», desde luego.

—¿Por qué tienen que fingir que están separados?

—Para que quienquiera que disparase contra ella no repita la intentona con mejor fortuna.

—Parece lo más lógico, sí. —Ella se quedó pensativa un momento y preguntó—: ¿Quién habrá sido?

—Tal vez, si supiera eso, lo entendería todo.

Instintivamente, sin pensar lo que decía, sólo enunciando la verdad por la fuerza de la costumbre, ella respondió:

—Nunca lo sabemos todo.

—Por lo menos, sabría más de lo que ahora sé. Y es casi seguro que sabría quién mató al muchacho.

—Tú sigues en tus trece, ¿verdad? —preguntó ella sin reproche.

—Sí.

—Estoy segura de que haces bien.

—¿También tú crees que fue asesinado?

—Lo he creído siempre.

—¿Por qué?

—Porque me fío de tu instinto, y porque siempre lo has visto claro.

—¿Y si estuviera equivocado?

—Pues lo estaríamos los dos —dijo ella. Tomó el libro, puso una señal de lectura y lo cerró—. Ya no puedo leer más —agregó al dejarlo.

—Yo tampoco —dijo él, poniendo a Anna Comnena encima de la mesa.

Ella lo miraba desde el otro lado.

—¿Te importa si no me pongo una camisa tuya? —preguntó.

Él se echó a reír y se fueron a la cama.

Lo primero que hizo Brunetti a la mañana siguiente fue ir a ver a la
signorina
Elettra, a la que encontró en su despacho. Cubrían la mesa por lo menos seis ramos de flores, envueltos por separado en cucuruchos de papel de colores pastel. Como sabía que ella había pasado a Biancat un pedido fijo para un suministro de flores cada lunes, Brunetti pensó si se habría equivocado al creer que hoy era martes o habría inventado los sucesos de la víspera.

—¿Son de Biancat? —preguntó.

Ella rasgó dos de los envoltorios y empezó a poner girasoles enanos en un jarrón verde.

—No, señor; de Rialto. —Dio un paso atrás, contempló el jarro y agregó tres girasoles.

—¿Entonces hoy es realmente martes?

Ella lo miró con extrañeza.

—Desde luego.

—¿No traen las flores los lunes?

Ella sonrió, levantó el jarrón y lo puso en el lado opuesto del ordenador.

—En principio, sí, señor; pero el
vicequestore
Patta ha empezado a armar jaleo acerca de los gastos de oficina y, como en Rialto las flores son mucho más baratas, decidí traerlas de allí durante una temporada, hasta que le dé por otra cosa.

—¿Las ha traído todas usted? —preguntó él, tratando de calcular si le habrían cabido en los brazos.

—No, señor; cuando vi que había comprado tantas, pedí una lancha.

—¿Una lancha de la policía?

—Claro. Un taxi hubiera sido difícil de justificar —explicó ella recortando el tallo de un clavel.

—Desde luego, con la política de austeridad y demás —convino Brunetti.

—Exactamente.

Tres de los ramos acabaron juntos en un enorme jarrón de cerámica y el último, asters, en un esbelto búcaro de cristal que Brunetti no recordaba haber visto nunca. Cuando los tres ramos estuvieron situados a su gusto, y los papeles, bien doblados, en el cesto del papel para reciclar, ella dijo:

—¿Sí, comisario?

—¿Ha encontrado algo acerca de la hija?

La
signorina
Elettra sacó un bloc del cajón lateral de la mesa, lo abrió y empezó a leer:

—La sacaron del colegio hace dos años y desde entonces no hay rastro de ella, por lo menos, en documentos oficiales.

—¿Quién la sacó?

—Al parecer, su padre.

—¿Por qué razón?

—Los datos del colegio indican que su último día de clase fue el dieciséis de noviembre.

Ella lo miró. No era necesario que uno de los dos recordara al otro que a la
signora
Moro le habían disparado una semana antes.

—¿Y qué más? —preguntó él.

—Eso es todo. En el formulario que está en el archivo figura que los padres decidieron enviarla a una escuela privada.

—¿Dónde? —preguntó Brunetti.

—No es necesario hacerlo constar, me dijeron.

—¿Y no preguntaron? —indagó él con patente irritación—. ¿Es que no han de saber adonde va cada criatura?

—La mujer que me atendió dijo que lo único que se necesita es que los padres rellenen y firmen los formularios correspondientes, por duplicado —recitó la
signorina
Elettra con la que Brunetti supuso que era la voz mecánica de la empleada del colegio.

—¿Así que una criatura puede desaparecer sin que nadie haga preguntas?

—Me dijeron que la responsabilidad de la escuela termina una vez que los padres rellenan los formularios y uno de ellos se lleva a la criatura.

—¿Así, sin más?

La
signorina
Elettra abrió las manos en un ademán que expresaba su falta de responsabilidad en la cuestión.

—La mujer me dijo que ella aún no trabajaba en la escuela cuando se llevaron a la niña, por lo que lo único que podía hacer era explicarme el procedimiento.

—¿Y dónde está ahora? —insistió Brunetti—. Una niña no puede desaparecer así como así.

—Podría estar en cualquier sitio, imagino —dijo la
signorina
Elettra, y agregó—: Pero en Siena no está.

Brunetti la miró interrogativamente.

—He llamado a la policía de allí y mirado en los archivos de los colegios. No figura ni ella ni ningún hijo de los Ferro.

—Y ahora también la madre ha desaparecido —dijo Brunetti, y le habló de su visita al apartamento y las deducciones que había hecho del hallazgo de la camisa.

La
signorina
Elettra palideció de pronto y, con la misma rapidez, se puso colorada.

—¿Su camisa? —preguntó y, antes de que él pudiera responder, repitió—: ¿Su camisa?

—Sí —dijo Brunetti
.
Iba a preguntarte qué pensaba ella de eso, pero, al mirarla más atentamente, comprendió que ese detalle sólo podía recordarle a un hombre, y entonces, para llenar el angustioso silencio que el recuerdo de su pérdida había traído a la habitación, siguió hablando—: ¿Se le ocurre la manera de localizar a la niña? —dijo. Y, como ella parecía no oírle, prosiguió—: Algún medio habrá para encontrarla. ¿Quizá un registro central de todos los niños escolarizados?

Como si volviera de muy lejos, la
signorina
Elettra dijo con una voz muy tenue:

—Quizá su ficha médica, o sí está en las Girl Scouts.

Antes de que ella pudiera hacer más sugerencias, Brunetti cortó diciendo:

—Los abuelos. Ellos sabrán dónde está.

—¿Los ha localizado? —preguntó la
signorina
Elettra mostrando de nuevo cierto interés.

—No; pero los dos Moro son venecianos, por lo que deben de vivir en la ciudad.

—Veré qué puedo encontrar —fue la única observación que ella se permitió. Y entonces—: A propósito, comisario, he descubierto algo sobre la muchacha que presuntamente fue violada en la academia.

—¿Sí? ¿Cómo?

—Amigos del pasado —fue toda la respuesta que ella dio. Cuando vio que tenía la atención de Brunetti, prosiguió—: La muchacha era la
fidanzata
de uno de los alumnos, que una noche la llevó a su cuarto. El capitán de la clase se enteró y se presentó en la habitación. Ella, al verlo entrar, se puso a gritar y alguien llamó a la policía. Pero no se presentaron cargos y, por lo que he podido deducir de la lectura del informe original, tampoco procedían.

—Comprendo —dijo él sin preocuparse de preguntar cómo había podido encontrar tan pronto el informe—.
Tanto fumo, poco arrosto.
—No bien lo hubo dicho, se dio cuenta del mal efecto que debía de producir su displicencia, y se apresuró a añadir—: Fue una suerte para la muchacha, desde luego, gracias a Dios.

—Desde luego —dijo la
signorina
Elettra tan sólo, no muy convencida por su piadoso colofón, volviéndose hacia su ordenador.

Capítulo 19

Brunetti llamó a la oficina de agentes de uniforme para preguntar por Pucetti, y le dijeron que había salido de patrulla y no regresaría hasta la mañana siguiente. Al colgar el teléfono, Brunetti se preguntó cuánto tardaría su buen concepto de la inteligencia de Pucetti en empezar a perjudicar al joven. No era probable que la mayoría de sus compañeros, ni los más cortos, como Alvise y Riverre, le tomaran ojeriza: en general, los agentes uniformados estaban exentos de envidias, por lo menos, hasta donde Brunetti podía apreciar. Quizá Vianello, más próximo a ellos en edad y rango, tuviera una percepción más clara.

Ahora bien, una persona como Scarpa tenía que mirar a Pucetti con la misma prevención con que miraba a Vianello. Aunque hacía años que Vianello no se había permitido ninguna manifestación al respecto, era evidente para Brunetti que la antipatía entre ambos había sido instantánea y feroz. No faltaban las causas: aversión entre el hombre del Norte y el del Sur, entre un solterón y un hombre felizmente casado, entre el que gozaba imponiendo su voluntad a cuantos tenía alrededor y el que sólo deseaba vivir en paz. Brunetti no había podido encontrar otra explicación que la de una visceral antipatía mutua.

Sintió una punzada de impaciencia porque rencillas personales complicaran su labor profesional: ¿por qué los servidores de la ley no podían situarse por encima de estas cosas? Meneó la cabeza ante sus utópicas ideas: no faltaba sino que ahora se pusiera a suspirar por un rey filósofo. Aunque no tenía más que pensar en el actual jefe del Gobierno para que toda esperanza en la llegada del rey filósofo muriera en germen.

Puso fin a sus cavilaciones la entrada de Alvise con las últimas cifras estadísticas de delincuencia, que dejó en la mesa de Brunetti diciendo que el
vicequestore
necesitaba el informe completo antes del fin de la jornada y que deseaba ver unos datos que pudiera presentar a la prensa sin tener que avergonzarse.

—¿Qué cree que habrá querido decir con eso, Alvise? —se permitió preguntar Brunetti.

—Que él lo resuelve todo, supongo, señor —respondió Alvise, muy serio. El agente saludó y se fue, dejando a Brunetti con la vaga sospecha de que Lear no era el único que tenía a un tonto sabio en su corte.

Brunetti estuvo trabajando durante la hora del almuerzo y hasta última hora de la tarde, jugando con los números e inventándose apartados para conseguir unos resultados que pudieran satisfacer a Patta sin faltar a la verdad. Cuando por fin miró el reloj, vio que eran más de las siete, hora de poner fin a la tarea e irse a casa. Impulsivamente, llamó a Paola y le preguntó si quería que cenaran fuera. Ella, sin dudar ni un instante, respondió que dejaría preparado algo para los chicos y lo esperaría donde él quisiera.

—¿En Sommariva?

—Caramba, ¿qué celebramos?

—Necesito darme un gusto.

—¿La cocina de Maria? —preguntó ella.

—Tu compañía —respondió él—. Te espero allí a las ocho.

Casi tres horas después, un Brunetti ahíto de langosta y su consorte repleta de champán subían la escalera de su piso, lentamente; frenaba los pasos de él la sensación de plenitud y los de ella, la
grappa
bebida después de la cena. Cogidos del brazo, contemplaban la perspectiva de ir a la cama y, después, dormir.

Al abrir la puerta, Brunetti oyó el teléfono. Durante un momento, pensó en no contestar y dejar lo que fuera para la mañana siguiente. Si hubiera tenido tiempo para ver si los chicos estaban en sus cuartos y asegurarse de que la llamada no tenía que ver con su integridad, hubiera dejado sonar el teléfono, pero su condición de padre se impuso y, a la cuarta señal, contestó:

—Soy yo, comisario —dijo Vianello.

—¿Qué ocurre? —fue la respuesta instintiva de Brunetti a la voz del inspector.

—La madre de Moro está herida.

—¿Cómo?

Parásitos en la línea ahogaron las palabras de Vianello. Cuando desaparecieron, Brunetti sólo alcanzó a oír:

—… ni idea de quién.

—¿Quién qué? —preguntó Brunetti.

—El que lo ha hecho.

—¿Ha hecho el qué? No he oído bien.

—La ha atropellado un coche, comisario. Ahora estoy en Mestre, en el hospital.

—¿Qué ha pasado?

—La mujer iba a la estación del tren de Mogliano, donde ella vive. Por lo menos, iba en esa dirección cuando un coche le ha dado un golpe que la ha hecho caer y no se ha parado.

—¿Alguien lo ha visto?

—Dos personas. La policía de allí ha hablado con ellas, pero no estaban seguras de nada, sólo de que era un coche de color claro y coinciden en que quizá lo conducía una mujer.

Brunetti preguntó mirando el reloj:

—¿Qué hora era?

—Alrededor de las siete. Cuando los policías han visto que era la madre de Moro, uno de ellos se ha acordado de la muerte del chico y ha llamado a la
questura.
Han tratado de localizarlo a usted y después me han llamado a mí.

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