La aventura de los godos (11 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los godos
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El año 578 fue el único de paz en el reinado de Leovigildo: las fronteras habían sido aseguradas, los francos no atacaban, los suevos no podían hacerlo y los bizantinos sólo eran capaces de aguantar y proteger lo poco que les quedaba.

Esos meses de tranquilidad facilitaron la construcción de la ciudad real de Recópolis, una bella plaza levantada en homenaje a su hijo Recaredo, con importantes obras en su casco urbano y suburbios, que fue bastión militar y capital de la Celtiberia. Recópolis se edificó sobre la colina del cerro de la Oliva, frente al río Tajo, quedando al sur del futuro pueblo de Zorita de los Canes en Guadalajara. Otras investigaciones han trasladado unos kilómetros el hipotético emplazamiento de Recópolis para situarlo cerca de la actual Almonacid de Zorita. Sea cual fuere la ubicación, Recópolis tuvo gran importancia en el control de las comunicaciones peninsulares. Desde allí los godos observarían mejor el devenir de los acontecimientos que cada vez eran más favorables y propicios, a excepción de la enredada traba religiosa que parecía no tener fin.

La rebelión de Hermenegildo y la conquista del reino suevo

Hasta el año 579 el rey Leovigildo había podido descansar por delegación gubernativa efectuada sobre sus hijos Recaredo y Hermenegildo. En esa fecha este último comenzó a dar signos evidentes de inestabilidad emocional a consecuencia de sus dudas religiosas. El heredero mantenía un acercamiento progresivo a la fe católica, asunto que restaba sueño al arriano Leovigildo. Las intrigas palaciegas eran frecuentes y el ardor católico se infiltraba pertinaz a través de los muros de la religión oficial. Posiblemente, Teodosia, la primera mujer de Leovigildo y madre de Hermenegildo, había sido practicante católica con influencia clara en sus hijos.

Leovigildo tomó la decisión de casar a su hijo predilecto y concederle el gobierno de la rica provincia bética, lo que sería suficiente para que el príncipe abandonara el abrigo de los católicos y las frecuentes riñas con su madrastra, Gosvinta. El matrimonio se acordó con una princesa merovingia llamada Ingunda, hija de los reyes francos Sigiberto y Brunequilda y paradójicamente nieta de la ahora reina visigoda. Leovigildo confiaba en que la grandeza del cargo lograra que la princesa Ingunda se convirtiera sin mayores problemas al arrianismo. Sin embargo, el efecto deseado por el rey visigodo fue el contrario. Ni siquiera la entrega del gobierno de la provincia Bética y de su capital, Sevilla, fue estímulo suficiente para que Hermenegildo retrocediera en sus intensas manifestaciones de fe para desesperación de la conspiradora reina Gosvinta y de su preocupado padre.

Hermenegildo y su mujer llegaron a la ciudad hispalense. Entonces, cuentan, el esposo buscó vanamente que su pareja se decantara por el arrianismo, pero ni siquiera él estaba convencido de lo que hacía; la fe de Ingunda llegó a conmoverle de tal manera que al célebre san Leandro, obispo de Sevilla, le supuso un esfuerzo mínimo atraer definitivamente a Hermenegildo hacia el credo católico. El bautismo se realizó en la misma capital bética, pasando tras la unción a adoptar el nombre de Juan. El príncipe no sólo pretendía desvincularse de las creencias espirituales oficiales, sino también de las políticas, por lo que se proclamó rey independiente con el apoyo de la comunidad bética, siempre arisca con los intereses de Toledo.

La abjuración religiosa del príncipe Hermenegildo consiguió sacar de sus casillas a muchos nobles y obispos arrianos. El rey Leovigildo se encontraba ante una grave situación provocada por su hijo preferido. Aun así, se empleó a fondo en la búsqueda de soluciones que calmaran el inestable panorama. Desde su llegada al trono, Leovigildo anhelaba la cohesión político-confesional del reino visigodo; como sabemos, existían dos credos cada vez más antagonistas y el rey optó por el arrianismo con todas las consecuencias.

En el año 580 se produjo un conciliábulo de obispos arrianos con la misión de buscar salidas eficaces que orientaran el rumbo de la nave visigoda. Fue una de las escasas oportunidades que se dieron en la historia arriana para que sus cabezas visibles se reunieran. El sínodo levantó muchas expectativas que pronto se disiparon por el intento manipulador de Leovigildo al querer acaparar el protagonismo del concilio. Las decisiones adoptadas no proyectaron sobre la población ningún optimismo, sólo se consiguió fomentar el fundamentalismo religioso y la persecución —como en los viejos tiempos— de algunos obispos y sacerdotes católicos, como por ejemplo: Masona, el obispo de Mérida, que sufrió tormento y exilio; o los casos de san Fulgencio de Écija y san Leandro de Sevilla. Tras estos fuegos de artificio con escasa relevancia, Leovigildo se ocupó del inagotable foco de tensión que suponía Vasconia.

En el 581 dirigió un ejército contra ese lugar, arrebatando buena parte del territorio a sus moradores. Para mayor control de éstos fundó la ciudad de Victoríaco y una vez pacificada la frontera norteña se volvió contra su hijo y los aliados que había podido reunir en torno a su causa.

Hermenegildo no pretendía disputar el trono de Toledo a su padre; lo podemos intuir gracias a que en los casi cinco años de guerra civil jamás tomó la iniciativa militar. Más bien se puede pensar que el príncipe deseaba crear su propio reino con el apoyo de las ciudades béticas, junto a otras como Mérida. En ese tiempo acuñó moneda propia y pactó militarmente con los bizantinos. Nada de esto detuvo a un enojado padre que en el año 582 puso un cerco a Sevilla de dos años y en el que la población sufrió severas penalidades.

Hermenegildo intentó romper el asedio de la capital bética con una estrepitosa derrota y la consiguiente huida para buscar refugio en la presunta aliada Córdoba. Pero pocos amigos le quedaban al futuro santo. Los suevos que habían participado en la batalla sevillana vieron morir a su rey Miro, por lo que se replegaron a su tierra sin buscar más pelea. Por su parte, los bizantinos negociaron la salida del conflicto con un acuerdo por el que Leovigildo entregó treinta mil sólidos de oro al prefecto imperial. Con el camino libre, los visigodos se plantaron ante Córdoba, donde Hermenegildo se encontraba solo: su mujer, Ingunda, y su hijo Atanagildo habían sido capturados por los bizantinos y trasladados a Constantinopla. En el viaje falleció la princesa y su hijo quedó como rehén. Hermenegildo buscó refugio en una iglesia cordobesa hasta que fue localizado por Leovigildo que, intentando dar una segunda oportunidad a su rebelde hijo, pidió a Recaredo, su otro heredero, que fuera a parlamentar con la esperanza de recuperar al vástago perdido. En la crónica del galo Gregorio de Tours podemos leer lo que el príncipe Recaredo dijo a su hermano. «Acércate tú y prostérnate a los pies de nuestro padre, y todo te será perdonado». Hermenegildo hizo caso de la recomendación y se lanzó de manera desconsolada a los pies de Leovigildo, que le levantó besándolo en la mejilla y prometiéndole el perdón. Una vez llegaron al campamento godo, ordenó despojarle de sus ricas vestiduras y ajustarle otras más modestas para enviarle a un forzoso exilio en Valencia, de donde escapó para pedir auxilio a los católicos francos. La intentona no culminó, pues cerca de Tarraco fue nuevamente capturado por el conde Sisberto que, tras informar al rey y recibir de éste algunas indicaciones, ejecutó a Hermenegildo. La excusa fue la de no querer comulgar a la manera arriana —corría el año 585—; más adelante la curia católica elevaría a Hermenegildo a la categoría de santo, tal como merecía.

El 585 es muy interesante no sólo por el fin de la disputa familiar, sino también porque en él se escribió el capítulo final de la historia sueva en Hispania. Como sabemos, el rey Miro había muerto intentando ayudar a las huestes de Hermenegildo. El sucesor fue su hijo Eborico, que posteriormente sería depuesto por el usurpador Andeca. Leovigildo venció a éste y se hizo con los tesoros y territorios suevos que, por entonces, abarcaban las actuales Galicia, norte de Portugal, además de zonas de las actuales Asturias y Castilla y León.

Los suevos dejaron atrás ciento setenta y seis años de reino independiente para pasar a ser provincia visigótica. Hubo intentos postreros a cargo del suevo Malarico para recuperar el reino perdido, pero este esfuerzo fue aplastado por los duques godos que Leovigildo había acuartelado en las plazas de Viseu, Oporto, Lugo, Tui y Braga. También se desplazaron a la zona obispos arrianos para atender las necesidades religiosas de los soldados. Lo que parece probado es que la población católica sueva no fue molestada.

Mientras Leovigildo tomaba al asalto el noroeste peninsular, su hijo el príncipe Recaredo obtenía una gran victoria sobre los francos que habían intentado ayudar a los suevos enviando una flotilla que fue destruida en el Cantábrico. El rey Burgundio Goltrán invadió Septimania y fue aniquilado por las tropas visigodas que le hicieron olvidar la anexión del territorio visigodo en las Galias.

Finalizando el año 585, el rey Leovigildo convocó a la recién instituida Aula Regia para dar cuenta de los enormes resultados obtenidos. El Aula Regia consistía en la reunión de hombres notables que asesoraban al rey en la toma de decisiones políticas, sociales o militares. De ella manaba el
officium palatinum
o grupo de personas con tareas específicas dentro de la corte.

El rey se había acercado al núcleo de su sueño: la unificación de Hispania estaba próxima, apenas quedaban libres de la influencia goda algunas zonas de la cornisa cantábrica y Vasconia, además de la pequeña franja bizantina. El reino de Toledo era más poderoso que nunca, sólo restaba solventar el farragoso problema religioso que había conseguido hastiar al veterano monarca y le había privado incluso de un hijo.

Leovigildo estaba cansado y no quería cometer más errores. Abrumado por la evidencia que imperaba en todo el reino, perdonó el exilio de los obispos católicos solicitando a san Leandro que se encargara de la instrucción educativa del príncipe Recaredo, asunto que comenzaría a cuajar la conversión al catolicismo de los visigodos un año más tarde. Parece incluso que el propio Leovigildo abjuró del arrianismo para abrazar la fe católica. ¿Acaso arrepentido por lo que había hecho con su hijo Hermenegildo? Nunca lo sabremos. Lo que sí conocemos es que, en el mes de mayo del 586, el gran rey Leovigildo moría en paz en su palacio real de Toledo. Con él habían llegado tiempos felices para el reino visigodo que su hijo Recaredo se encargaría de mantener para mayor gloria de su pueblo.

XVIII
 
Recaredo

Por fin podré entregar a la gran mayoría de mi pueblo la unidad religiosa tan necesaria para el buen discurrir de nuestro reino. A partir de ahora los godos seremos católicos.

Recaredo, rey de los visigodos, 586-601

Catolicismo, la nueva religión de los godos

La muerte de Leovigildo sorprendió al joven heredero Recaredo en los territorios de Septimania, donde se hallaba intentando apaciguar el ánimo de los francos. Nada más recibir la fatal noticia regresó con urgencia a Toledo, donde le esperaban nobles y obispos en el Aula Regia. Su proclamación como rey no supuso la menor dificultad para unas gentes que veían normal la continuidad de un Recaredo asociado al trono por su padre desde el año 572. Por tanto, más que elección hubo asentimiento: todos estaban de acuerdo en que aquel mozalbete de veinte años guiara el destino godo. Uno de los que más aplaudió al nuevo monarca fue sin duda su tutor, el obispo Leandro, un hombre que se había convertido en figura trascendental para el devenir de los acontecimientos. Nacido hacia el año 540 en Cartago Nova (Cartagena), era hijo de hispano-romano y visigoda. La llegada de los bizantinos en el 554 hizo que la familia emigrara a la ciudad de Sevilla, donde se instalaron cómodamente en un ambiente proclive a la fe católica. El padre de Leandro ya lo era y la madre, aunque pertenecía a la familia real visigoda, no tuvo inconveniente en convertirse al credo que también les había acogido. Esa circunstancia ayudó al primogénito Leandro a tomar el camino religioso. Los problemas surgieron debido a la prematura muerte de sus progenitores, lo que obligó al futuro obispo a hacerse cargo de la educación y mantenimiento de sus hermanos pequeños: Fulgencio, Florentina e Isidoro; de este último ya hablaremos.

Leandro participó con decisión en la rebeldía de Hermenegildo, llegando incluso a viajar hasta Constantinopla para solicitar la ayuda del emperador bizantino. A su vuelta después de tres años, Leovigildo le condenó al exilio, momento que aprovechó para escribir multitud de documentos contrarios a la fe arriana.

Ya sabemos que Leovigildo finalmente le perdonó e incluso le pidió que asumiera el papel de educador del príncipe Recaredo, encargo que aceptó con gusto, aprovechando esa coyuntura para inculcar al joven las enseñanzas católicas.

Recaredo, desde el poder que le daba su cetro, supo ver la mejor vía en ese momento tan difícil —millones de católicos frente a unos pocos miles de arrianos—; algo tenía que pasar y en efecto ocurrió. El rey convocó tres reuniones de obispos de las dos confesiones: en la primera cita pidió a los arrianos que le expusieran argumentos convincentes para defender su causa; en la segunda convocatoria mezcló a las dos iglesias para que sus autoridades cruzaran opiniones; finalmente, después de haber escuchado a todos los implicados, llamó a los obispos católicos y les explicó su decisión de abjurar del arrianismo y convertirse junto con su pueblo a la religión mayoritaria católica. Como es de suponer, muchos arrianos se sorprendieron cuando se enteraron del deseo real. Casi tres siglos siguiendo al disconforme Arrio y ahora resultaba ser un hereje. Esto era difícil de asimilar para buena parte del censo visigodo dominante. No es de extrañar que varios nobles se reunieran de inmediato para conspirar contra un rey que parecía haber dado la espalda a la legitimidad goda.

Desafiando a estos confabulados y en apoyo de casi la totalidad del pueblo hispano, el 13 de enero del año 587, el rey Recaredo y toda su familia hacían pública su conversión al credo católico y su interés por la celebración de un concilio que fijara las bases definitivas para la fundación del reino católico visigodo de Toledo. Hasta ese evento todavía faltaban dos años y medio, y antes ocurrieron algunas conjuras y batallitas que conviene comentar.

Hay que destacar que una de las primeras órdenes que dio Recaredo fue la de ejecutar al conde Sisberto, asesino de su hermano Hermenegildo, aunque el pobre sólo era un verdugo autorizado por Leovigildo. Ya sabe el lector que esta época es compleja y difícil de entender.

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