La carta esférica (31 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
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Estaba estupefacta, fascinada y también furiosa. Ella lo había tenido todo ante los ojos, tiempo atrás, y no supo verlo. No se hallaba preparada. Pero inesperadamente, como en un rompecabezas complicado cuya pieza maestra se descubre, todo iba a ocupar su lugar en el paisaje. Tánger volvió atrás, a sus cuadernos y a sus viejas notas de licenciatura, uniéndolas a las nuevas. Ahora, la tragedia del abate Gándara —que ni siquiera el nuncio de Roma pudo explicar al Papa en su correspondencia de la época— estaba clara. El abate sabía qué carga transportaba el
Dei Gloria
. Su proximidad al rey, su presencia en la corte, lo convertían en intermediario idóneo para la gigantesca operación de soborno que intentaban los jesuitas: él era el encargado de negociar con el conde de Aranda. Pero alguien había querido impedir la maniobra, o hacerse directamente con el botín, y Gándara fue detenido e interrogado. Luego, el corsario
Chergui
entró en escena demo do casual o premeditado, y todo terminó saliendo mal para todos. Expulsados los jesuitas, hundido el barco en circunstancias imprecisas, Gándara era la pieza clave del asunto. Por eso lo habían mantenido en sus garras durante dieciocho años, interrogándolo sin descanso. Ahora, indicios sueltos entre las actas de los diferentes procesos cobraban sentido: hasta el final quisieron que revelara lo que sabía sobre el bergantín. Pero el abate había callado, llevándose el secreto a la tumba. Sólo alzó una punta del velo en una ocasión: cierta carta interceptada, escrita por él en 1778, once años después de los sucesos, al misionero jesuita Sebastián de Mendiburu, exiliado en Italia:
«Preguntan por iris del Diablo grandes y perfectos, con jardines limpios como mi conciencia. Pero yo callo, y siendo yo el atormentado, es eso lo que en su ambición los atormenta»
.

Con todo ese material, Tánger había podido reconstruir casi paso a paso la historia de las esmeraldas y el viaje del
Dei Gloria
. El padre Escobar zarpó de Valencia el 2 de noviembre, ignorando, paradójicamente, que ese mismo día el abate Gándara era detenido en Madrid. El bergantín, mandado por el capitán Elezcano —hermano de uno de los superiores de la Compañía—, cruzó el Atlántico, llegando a La Habana el 16 de diciembre. Allí esperaba el padre Tolosa, el jesuita
joven, seguro y muy de fiar
que había sido enviado por delante con la misión de reunir en secreto doscientas esmeraldas procedentes de las minas controladas en Colombia por la Compañía. Se trataba de piedras sin tallar, las más grandes y las mejores en color y pureza. Tolosa había cumplido su misión y embarcado después en Cartagena de Indias a bordo de otro navío. Su viaje se retrasó por vientos contrarios sufridos entre Gran Caimán y la isla de los Pinos, y cuando al fin pudo doblar el cabo de San Antonio y pasar bajo los cañones del castillo del Morro, el
Dei Gloria
ya aguardaba al ancla en la bahía de La Habana, en un discreto fondeadero entre la ensenada de Barrero y cayo Cruz. El transbordo del cargamento se hizo seguramente de noche, o camuflado entre las mercancías declaradas en el manifiesto de embarque. Los padres Escobar y Tolosa figuraban como pasajeros, con una tripulación de veintinueve hombres que incluía al capitán don Juan Bautista Elezcano, al piloto don Carmelo Valcells, al pilotín de quince años don Ignacio Palau, alumno de náutica y sobrino del armador valenciano Fornet Palau, y a veintiséis marineros. El
Dei Gloria
zarpó de La Habana el 145 enero, recorrió la costa de Florida hasta el paralelo 30º, subió cinco grados más de latitud navegando hacia levante entre el sur de Bermudas y las Azores, yen ese trayecto sufrió el temporal que causó daños en la arboladura e hizo necesarias las bombas de achique. El bergantín siguió rumbo hacia el este, evitó el puerto de Cádiz, de cuya escala obligatoria lo ponían a salvo los privilegios aún vigentes de la Compañía, y cruzó frente a Gibraltar entre el 1 y el 2 de febrero. Al día siguiente, cuando ya había doblado el cabo de Gata y arrumbaba al NE en demanda del cabo de Palos y de Valencia, el
Chergui
le dio caza.

La actuación del jabeque corsario era un enigma que tal vez no se esclareciese nunca. Su acecho en alguna ensenada escondida de la costa andaluza, o tal vez su salida del mismo Gibraltar, pudo ser casual, o pudo no serlo. Estaba documentado que el
Chergui
navegaba con patentes de corso inglesas o argelinas, según las circunstancias; y que Gibraltar era uno de sus apostaderos habituales, aunque en esas fechas seguía en vigor una precaria paz entre España e Inglaterra. Tal vez eligió el
Dei Gloria
como presa al azar; pero su tenacidad en la persecución, su presencia en el momento y lugar adecuados eran demasiado oportunas para ser casuales. No era difícil suponerle al corsario un lugar en el complejo juego de intereses y complicidades de la época. El propio conde de Aranda o cualquiera de los miembros del gabinete de la Pesquisa Secreta que ordenaron la detención del abate Gándara —alguno de ellos, adversario político del mismo Aranda—, podían tener datos sobre el asunto, y pretender el tesoro de los jesuitas, incluso antes de que les fuese ofrecido, matando dos piezas de un tiro.

De cualquier modo, los perseguidores no contaban con la tenacidad del capitán Elezcano; a la que tampoco debió de ser ajena la presencia de los dos resueltos jesuitas a bordo. Se trabó combate, ambos barcos se fueron a pique y las esmeraldas quedaron en el fondo del mar. La información suministrada por el pilotín superviviente era satisfactoria, y las autoridades de marina encargadas de la investigación inicial no tenían motivos para indagar demasiado: un barco hundido por un corsario era algo habitual en aquel tiempo. Luego, cuando llegó la orden de Madrid de inquirir más a fondo, el testigo había volado: una desaparición misteriosa y oportuna, organizada por los jesuitas, que entonces todavía gozaban de complicidades entre las autoridades locales. Sin duda la Compañía estudió la posibilidad de un rescate clandestino del bergantín, pero ya era tarde: llegaron el golpe, la prisión y la diáspora. Todo se perdió en el marasmo que siguió a la caída de la Orden y su posterior extinción. El silencio del abate Gándara, el destierro y la muerte de quienes estaban en el secreto, fueron velando más el misterio. Quedó constancia de dos intentos oficiales de buscar el naufragio por parte de las autoridades de marina, todavía con el conde de Aranda en el poder; pero ninguno dio resultado. Después, nuevos acontecimientos sacudieron España y Europa, y el
Dei Gloria
terminó por ser olvidado. Aparte la escueta mención en el libro
La flota negra
, escrito por el bibliotecario de San Fernando en 1803, sólo quedó constancia de una última y curiosa propuesta hecha dos años más tarde a Manuel Godoy, primer ministro del rey Carlos Iv, para la búsqueda
«de cierto barco que con esmeraldas de Cuba se decía hundido»
, según el propio Godoy citaba en sus
Memorias
. Pero la idea no prosperó; y en las anotaciones manuscritas al margen de la propuesta, cuyo original había cotejado Tánger en el Archivo Histórico Nacional, se manifestaba el escepticismo de Godoy
«por lo inconsistente de la idea y porque, como resulta sabido, en Cuba nunca se dieron esmeraldas»
. Y después de aquello, durante casi dos siglos, el
Dei Gloria
se hundió otra vez en el olvido y en el silencio.

Tánger y Coy se habían detenido en una punta del pantalán, junto a la proa de una pequeña goleta. Ella miraba la bahía, a cuyo extremo se destacaban nítidos los edificios de Algeciras. El agua estaba tranquila, de un azul verdoso apenas rizado por la brisa de poniente. Ahora había más nubes en el cielo, moviéndose despacio hacia el Mediterráneo. Frente al puerto, bajo la masa de roca, los barcos fondeados punteaban el agua. Quizá el
Chergui
había salido de allí mismo para su último viaje, después de aguardar al amparo de las baterías inglesas del Peñón. Un vigía con un catalejo arriba, una vela avistada en el horizonte, en dirección oeste—este, un ancla levada con rapidez y sigilo. Y la caza.

—Nino Palermo sabe que hay esmeraldas —concluyó Tánger—. No cuántas ni cómo son, pero lo sabe. Ha visto algunos de los documentos que he visto yo. Es inteligente, conoce su oficio y sabe atar cabos… Pero ignora todo lo que yo sé.

—Al menos sabe que lo engañaste.

—No seas ridículo. A tipos como él no se les engaña. Te bates contra ellos con sus propias armas.

Se volvió hacia el otro extremo del pantalán, donde estaba amarrado el
Carpanta
. Entre los mástiles y aparejos de los barcos vecinos, Coy podía ver la cabeza del Piloto trajinando en cubierta. Había llegado por la mañana, soñoliento y sin afeitar, con su piel morena y cuarteada por el sol, las manos rudas, ásperas al estrecharlas, y los ojos que siempre parecían del color del mar en invierno. Tres días de navegación desde Cartagena. Los vapores, contaba —el Piloto siempre llamaba vapores a los mercantes—, no le habían dejado pegar ojo en todo el viaje. Ya iba estando mayor para navegar solo. Demasiado mayor.

—Yo lo averigüé, ¿entiendes? —proseguía Tánger—. Palermo no hizo más que, accidentalmente, producir el clic mental que puso cada cosa en su sitio. Ordenar en mi cabeza cosas que estaban ahí, esperando… Esos datos que, por alguna razón, intuyes que un día significarán algo, y hasta entonces los guardas en un rincón de tu memoria.

Ahora era sincera, y Coy sedaba cuenta. Ahora ella había contado su historia real, y aún hablaba sobre eso; y al menos en lo que se refería a hechos concretos, no quedaba nada que ocultar. Él ya poseía las claves, la relación delos sucesos, lo que yacía en el fondo del mar y del misterio. Sin embargo, no estaba del todo tranquilo, ni aliviado. Te mentiré y te traicionaré. Una nota desconocida, sin identificar, vibraba en alguna parte, como el cambio casi imperceptible de revoluciones en un motor diesel o la intervención melódica de un instrumento cuya oportunidad no es posible establecer de inmediato, deliberado o improvisado, misterioso hasta que llega el final y es posible situarlo adecuadamente. Le recordaba una pieza del Thelonius Monk Quartet, un blues clásico que se llamaba precisamente así:
Misterioso
.

—Intuición, Coy —dijo ella—. Ésa es la palabra… Sueños que tienes la certeza de que un día se materializarán —seguía contemplando el mar como si resumiera aquel sueño, la falda agitándose en la brisa, los pies calzados con sandalias, el pelo sobre la cara—… Yo trabajé en eso, incluso antes de saber adónde me conducía, con un tesón que no puedes imaginar. Me quemé las pestañas. Y de pronto, un día, plaf. Todo cobró sentido.

Se volvió, y había una sonrisa en su boca. Una sonrisa reflexiva, casi expectante, cuando lo miró entornando un poco los ojos por efecto de la luz. Una sonrisa hecha de piel moteada en torno a la boca y los pómulos, tan tibia que podía percibirse su calor expandiéndose por el cuello y los hombros y los brazos, y bajo la ropa.

—Como un pintor –añadió— que llevara un mundo a cuestas, y de pronto una persona, una frase, una imagen fugaz, trazasen todo un cuadro en su cabeza.

Sonreía con aquel gesto de hembra hermosa y sabia, serena por consciente de sí misma. Había carne bajo aquella sonrisa, pensó él, inquieto. Había una curva que enlazaba con otras líneas perfectas, prodigio de complicadas combinaciones genéticas. Una cintura. Unos muslos cálidos que escondían el único de los reales misterios.

—Ésa era mi historia —concluyó Tánger—. Estaba destinada a mí, y toda mi vida, mis estudios, mi trabajo en el Museo Naval, me encaminaban a ella antes de que yo misma lo supiera… Por eso Palermo no es más que un intruso. Para él se trata sólo de un barco, un tesoro posible entre muchos —apartó la vista de Coy para contemplar de nuevo el mar—. Para mí es el sueño de toda una vida.

Él se rascó, torpe, el mentón sin afeitar. Luego se rascó la nuca y al fin se tocó la nariz. Buscaba palabras. Algo común, cotidiano, que alejase de su propia carne la impresión de aquella sonrisa.

—Aunque lo encuentres –apuntó—, no podrás quedarte con el tesoro. Hay leyes. Nadie puede rescatar un naufragio así como así.

Tánger continuaba atenta a la bahía. Las nubes que seguían moviéndose hacia el este agrisaban poco a poco el mar. Una mancha de claridad solar se deslizó sobre ellos antes de alejarse sobre el agua de los muelles, con tonos de esmeralda.

—El
Dei Gloria
me pertenece —dijo ella—. Y nadie me lo va a quitar. Es mi halcón maltés.

IX. Mujeres de castillo de proa

No hay nada que yo ame tanto como lo que odio este juego.

John MacPhee.
Buscando barco

—Es la hora —dijo Tánger.

Abrió los ojos y la vio junto a él, esperando. Estaba sentada en uno de los bancos de teca de la bañera del
Carpanta
y lo miraba atenta, como si hubiera pasado un rato observándolo antes de tocarle un hombro. Coy se hallaba tumbado en el otro banco, cubierto con su chaqueta, la cabeza en dirección a la proa y los pies junto al timón y la bitácora. No había viento, y sólo sonaba el chapaleo suave de la marejadilla entre los cascos de los barcos amarrados al pantalán de Marina Bay. Arriba, en el cielo y más allá del mástil que oscilaba muy suavemente, los cúmulos más altos adquirían tonos rosados.

—Vale —respondió, ronco.

Conservaba la costumbre de despertarse en el acto, plenamente lúcido. Muchos turnos de guardia lo habían habituado a eso. Se incorporó, apartando la chaqueta, e hizo unos movimientos para desentumecer el cuello dolorido. Luego bajó a echarse agua por la cara y el pelo y subió peinándoselo hacia atrás con las manos, entre sacudidas de perro mojado. La barba le raspaba en el mentón; con la larga siesta, conveniente pues se proponían navegar de noche, había olvidado afeitarse. Ella seguía en el mismo sitio, y ahora oteaba hacia lo alto del Peñón con el aire preocupado de un montañero que se dispusiera a escalar la roca. Había cambiado la falda larga de algodón azul por unos tejanos y una camiseta, y llevaba un suéter negro anudado en torno a la cintura. Coy salió a cubierta rodeado por los gritos de las gaviotas en el atardecer. Allí vio al Piloto frotando los bronces y el latón de los herrajes, con un paño y las manos negras de Sidol —cuida el barco, solía decir, y él te cuidará a ti—:El
Carpanta
era un velero clásico de bañera central, de un solo palo, construido en La Rochela cuando el plástico no había desplazado todavía al iroko, la teca y el cobre.

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