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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

La carta esférica (32 page)

BOOK: La carta esférica
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—Piloto —dijo.

Los ojos grises, rodeados de cientos de arrugas morenas, lo miraron bajo las pobladas cejas con un guiño amistoso y tranquilo. Según sus propias palabras, aunque no era muy dado a ellas, el Piloto navegaba hacia los sesenta años con el viento en la aleta. Había sido cornetín de órdenes del crucero
Canarias
cuando en los cruceros se daban las órdenes con cornetín, y también pescador, marino, contrabandista y buzo. Tenía el pelo del mismo color plomizo que los ojos, rizado, muy corto, la piel curtida como cuero viejo, y unas manos ásperas y hábiles. Menos de diez años atrás aún era tan apuesto que habría podido encarnar a un galán de cine en una película de aventuras, pescadores de esponjas o piratas, con Gilbert Roland y Alan Ladd. Ahora había engordado un poco, pero conservaba los hombros anchos, la cintura razonablemente estrecha y los brazos fuertes. En su juventud fue un excelente bailarín, y por aquel tiempo, las mujeres de los bares del Molinete competían por bailar con él un bolero o un pasodoble. Todavía, a las turistas maduras que alquilaban el
Carpanta
para ir de pesca, bañarse o dar una vuelta por los alrededores del puerto de Cartagena, les temblaban las piernas cuando hacía un huequecito entre sus brazos para que cogieran el timón.

—¿Todo bien?

—Todo bien.

Se conocían desde que Coy era niño y escapaba del colegio para vagabundear por los muelles, entre barcos de banderas extrañas y marineros que hablaban lenguas incomprensibles. Al Piloto, hijo y nieto de otros marinos que también se llamaron Piloto, se le veía por las mañanas apoyado en cualquier tasca del puerto, honesto mercenario del mar, esperando clientes para su viejo velero. Además de pasear a turistas a las que daba una palmada en el culo para subir a bordo, en aquel tiempo el Piloto buceaba para desenredar cabos de hélices, rascar cascos sucios y rescatar motores fuera borda caídos al agua; y en los ratos libres se dedicaba, como todo el mundo en la época, al pequeño contrabando. Ahora ya no tenía los huesos para ponerlos mucho rato a remojo, y se ganaba la vida paseando familias domingueras, tripulantes de petroleros fondeados frente a Escombreras, prácticos en días de temporal, marineros ucranianos hasta arriba de jumilla que largaban lastre por la borda, a sotavento, después deque les partieran el morro en los bares de la ciudad. El
Carpanta
y él habían visto de todo: el sol vertical, sin un soplo de brisa, haciendo arder los norays del puerto. La mar pegando de verdad, cuando Dios se cabreaba. El lebeche vibrando en la jarcia como en las cuerdas de un arpa. Y esos largos y rojos atardeceres mediterráneos en que el agua parecía un espejo y la paz del mundo semejaba la propia paz, y uno comprendía que no era más que una gotita minúscula en tres mil años de mar eterno.

—Estaremos de vuelta en un par de horas —Coy echó un vistazo hacia lo alto del Peñón, adonde seguía mirando Tánger—. Largaremos amarras en seguida.

El otro asintió sin dejar de frotar una de las cornamusas de bronce. A su lado, adolescente, Coy había aprendido unas cuantas cosas sobre los hombres, sobre el mar y sobre la vida. Juntos sacaron ánforas romanas para venderlas bajo mano, pescaron calamares al atardecer en la Punta de la Podadera, emperadores, marrajos y tintoreras con palangre frente a Cope, y meros de diez kilos con arpón de gomas entre las rocas negras del cabo de Palos, cuando en el cabo de Palos todavía quedaban meros que pescar. En el Cementerio delos Barcos Sin Nombre, donde los viejos buques rendían su último viaje para ser desguazados y vendidos como chatarra, el Piloto le había enseñado a identificar cada una de las partes que componían un buque mientras aderezaban almejas y erizos crudos con zumo de limón, mucho antes de que Coy fuese a la escuela de náutica para hacerse marino. Y en aquel desolado paisaje de planchas oxidadas, de superestructuras varadas en la playa, de chimeneas apagadas para siempre y cascos como ballenas muertas bajo el sol, el Piloto había sacado de un paquete de Celtas sin filtro el primer cigarrillo de la vida de Coy, encendiéndolo con un chisquero de latón que olía acre, a mecha quemada.

Cogió la chaqueta y saltó al pantalán. Tánger se reunió allí con él. Llevaba su bolso en bandolera.

—¿Qué tiempo tendremos esta noche? —preguntó ella.

Coy dirigió una ojeada al mar y al cielo. Algunas nubes aisladas empezaban a desvanecerse, mostrando filamentos en varias direcciones.

—Buen tiempo. Con poco viento. Quizás un poco de marejada cuando doblemos Punta Europa.

Sorprendió, divertido, un brevísimo gesto de contrariedad cuando ella oyó la palabra marejada. Tendría gracia, pensó, que se marease en un barco. Hasta ese momento nunca había considerado la posibilidad de verla aturdida como un atún, con la piel amarillenta, apoyándose desmadejada en la borda.

—¿Tienes biodramina?… Tal vez deberías tomar una pastilla antes de soltar amarras.

—Ése no es asunto tuyo.

—Te equivocas. Si te mareas a bordo, serás un trasto inútil. Y eso sí es asunto mío.

No hubo respuesta, y Coy se encogió de hombros. Caminaron por el pantalán hasta el Renault aparcado en la explanada de la marina. El sol poniente, visible tras las nubes suspendidas sobre Algeciras, enrojecía la pared vertical del Peñón, resaltando los huecos oscuros de las antiguas troneras de artillería excavadas en la roca. Dos decrépitas lanchas contrabandistas jubiladas del mar, con la pintura azul y negra cayéndoseles a ronchas, se pudrían sobre unos caballetes, entre motores oxidados y bidones vacíos. El rumor de la ciudad se fue intensificando a medida que se acercaban al aparcamiento. Un aburrido aduanero miraba la tele en su garita. Una larga fila de automóviles hacía cola para cruzar la frontera hacia La Línea de la Concepción.

Fue ella la que se puso al volante. Condujo con cuidado, el bolso en el regazo, segura y sin prisas, por la calle que se alargaba tras los baluartes fronteros ala bahía, y después giró a la izquierda, hacia la rotonda del cementerio de Trafalgar. No había dicho una palabra hasta ese momento. Entonces detuvo el coche, puso el freno, consultó el reloj y paró el motor.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Coy.

No había plan ninguno, respondió ella. Iban a subir al mirador Old Willis a escuchar lo que Nino Palermo tuviera que decirles. Iban a hacer exactamente eso, y después regresarían al puerto, dejarían el coche en el aparcamiento y las llaves en el buzón de Avis, y largarían amarras como estaba previsto.

—¿Y si hay complicaciones?

Coy pensaba en Horacio Kiskoros, y en el bereber. Palermo no era el tipo que se conforma con hacer una propuesta y que le digan ya veremos y hasta luego. Con esa idea, antes de bajar a tierra se había provisto de una navaja marina Wichard bien afilada, con hoja demedio palmo y llave de grilletes, que el Piloto tenía para cortar drizas en caso de emergencia. La sentía clavada en el bolsillo trasero de los tejanos, entre la nalga derecha y el asiento. Aquello no era gran cosa, pero siempre era mejor que hacer vida social con las manos desnudas.

—No creo que haya complicaciones —respondió ella.

Miraba la puerta cerrada del cementerio. Después de comer, dando un paseo, habían ido allí un rato; y Tánger estuvo mucho tiempo delante de una de las lápidas: la del capitán de infantería de marina Thomas Norman, muerto el 6 de diciembre de 1805 de las heridas recibidas a bordo del navío
Mars
, en Trafalgar. Luego habían subido hasta el mirador para estudiar el sitio donde iban a encontrarse con Palermo al anochecer. Allí Coy siguió observándola mientras caminaba sobre las viejas estructuras de hormigón desprovistas de cañones. Tánger lo examinaba todo con mucha atención, la carretera de acceso y la que ascendía hacia los túneles del Gran Asedio, los barracones militares encalados y vacíos, la bandera británica sobre Morish Castle, el istmo donde estaba el aeropuerto, la extensa playa de la Atunara que se alargaba hacia el nordeste, en territorio español. Parecía un militar estudiando el terreno antes de un combate; y Coy se vio, él mismo, calculando posibilidades, resguardos y peligros; como cuando se estudia en cartas y derroteros una costa peligrosa donde recalar de noche.

—Pase lo que pase —dijo Tánger— tú no intervengas.

Ahora apoyaba las manos en el volante, sin apartar los ojos de la puerta del cementerio. Eso es fácil de decir, pensó Coy. De modo que siguió callado. Había pensado en pedirle al Piloto que los acompañara también allá arriba. Según para qué cosas, tres era mejor número que dos. Que él y ella solos. Pero no quería complicar demasiado a su amigo. Todavía no.

Tánger consultó otra vez el reloj. Después metió una mano en el bolso y extrajo la cajetilla de Players. No la había visto fumar desde Madrid, y a lo mejor era el mismo paquete, pues sólo quedaban cuatro cigarrillos. Presionó el encendedor del salpicadero y se puso a fumar despacio, reteniendo el humo mucho tiempo antes de exhalarlo.

—¿Estás segura de todo? —quiso saber él.

Asintió en silencio. En su muñeca derecha, la aguja del minutero había pasado de las nueve menos cuarto a las nueve menos diez. La brasa ya le rozaba las uñas cortísimas. Entonces bajó la ventanilla y tiró la colilla a la calle.

—Vamos allá.

Era como en esas películas que le gustaban a ella, concluyó Coy, admirado: Henry Fonda apoyado en la cerca bajo un amanecer en blanco y negro, disponiéndose a caminar hasta el O. K. Corral. Y sin embargo, había algo tan endiabladamente real en su actitud, tan firme en aquel modo de encender de nuevo el motor y subir por la cuesta del Peñón, pasando junto al hotel Rock y reduciendo marchas a medida que la inclinación de la carretera se hacía más pronunciada, que quitaba cualquier posible artificio ala situación. Aquello era del todo real, y Tánger no interpretaba papel alguno en su honor. No pretendía impresionarlo. Era ella misma quien conducía, quien procuraba mantener el coche lejos del peligroso bordillo y los precipicios, quien tomaba las estrechas curvas con una calma fría, segura, una mano en el volante y otra en la palanca de cambios, mirando de vez en cuando hacia lo alto de la montaña con gesto atento. Y al fin, al llegar arriba, en la pequeña explanada junto al mirador, todavía maniobró el coche hasta dejarlo vuelto de nuevo hacia la carretera, cuesta abajo. Listo para salir zumbando, pensó inquieto Coy, mientras ella abría la portezuela y salía afuera con el suéter anudado a la cintura y el bolso entre las manos.

Había un Rover estacionado cerca, junto a la muralla del antiguo baluarte. Fue lo primero que vio Coy al salir del coche: el Rover y el chófer bereber apoyado en el capó. Después su mirada describió un arco hacia la izquierda, la carretera de los túneles, la cuesta hacia la cima escarpada del Peñón, las casamatas abandonadas y el balcón sobre el aeropuerto, con el istmo y España al fondo, montañas sombrías, cielo oscuro, mar gris al oeste y negro al este, y el alumbrado de La Línea encendiéndose abajo, entre dos luces. Feo sitio para conversar, se dijo. Y luego miró hacia la barandilla del mirador, donde Nino Palermo los esperaba.

Tánger ya estaba allí. Fue tras ella aspirando el aroma que anunciaba el Mediterráneo, sal, tomillo y resina, en la brisa que movía débilmente los arbustos y las copas de los árboles. Echó otro vistazo alrededor, sin ver a Horacio Kiskoros por ninguna parte. Palermo permanecía recostado en la barandilla, las manos en los bolsillos de una cazadora ligera, sin cuello. Aquella prenda lo hacía parecer aún más corpulento de lo que era.

—Buenas noches —dijo.

Coy murmuró un
buenas noches
automático, y Tánger no dijo nada. Estaba inmóvil ante el buscador de tesoros, observándolo.

—¿Cuál es la propuesta? —preguntó.

Como si ella no estuviera allí, Palermo se dirigió a Coy.

—Las hay que van al grano, ¿verdad?

Coy calló, negándose a aceptarla complicidad que le ofrecía. Se quedó atrás, un poco alejado pero atento, escuchando. Ella era la jefa, y aquella noche él oficiaba más de guardaespaldas que de otra cosa. Sentía el peso de la navaja en el bolsillo de atrás, y se dijo que el bereber no era un tipo muy eficaz, después de todo, vigilándolos desde lejos. Lo cacheaba cuando iba de vacío, y no lo cacheaba precisamente cuando lo debía cachear. Tal vez ahora acataba órdenes de Palermo, a quien convenía mostrarse diplomático.

El cazador de tesoros volvió a mirar a Tánger. La luz decreciente empezaba a borrarle los rasgos de la cara.

—Es ridículo jugar al escondite —dijo—. Estamos gastando pólvora en salvas, cuando al final vamos a encontrarnos todos en el mismo sitio.

—¿Qué sitio es ése? —preguntó Tánger.

La voz le salía serena, ni provocadora ni inquieta. Palermo rió un poco por lo bajo.

—El pecio, naturalmente. Y sino estoy yo, estará la policía. La legislación vigente…

—Conozco la legislación vigente.

Palermo hizo un movimiento con los hombros, dando a entender que en tal caso había poco que añadir.

—Usted tiene una propuesta —dijo Tánger.

—Eso es. Tengo… Por Dios. Claro que tengo una propuesta. Borrón y cuenta nueva, señorita. Usted me ha jodido y yo la he jodido a usted —hizo una pausa—. En sentido metafórico, se entiende. Estamos en paz.

—No sé de dónde saca la idea de que estemos en paz.

Había hablado en voz tan baja que el otro hizo un gesto hacia adelante, inclinando un poco la cabeza para oír mejor. Aquel gesto le daba un inesperado aire cortés.

—Tengo medios que ustedes no tendrán nunca —dijo—. Experiencia. Tecnología. Contactos adecuados.

—Pero no sabe dónde está el
Dei Gloria
.

Esta vez ella había hablado alto y claro. Palermo soltó un bufido.

—Lo sabría si no se hubiera dedicado a ponerme chinitas en los zapatos. A bloquearme el paso entre esa mafia de archiveros y bibliotecarios… Maldita sea. Se aprovechó de mi buena fe.

—Usted no ha tenido buena fe desde que le retiraron el biberón.

El cazador de naufragios se volvió a Coy.

—¿La oyes? —dijo—… Podría gustarme esta tía, te lo juro. Yo… Por Dios. ¿Ya habéis…? Diablos —se burlaba entre dientes, con el ruido de un mastín sofocado tras una larga carrera—. Aprovéchate, amigo, antes de que también te exprima como un limón y te deje tirado.

Las estrellas empezaban a encenderse en el cielo como si alguien estuviera accionando interruptores. Las sombras se cerraban cada vez más sobre el rostro del cazador de tesoros, y ahora era el resplandor de las luces de La Línea, abajo y a su espalda, lo que oscurecía su silueta sobre la barandilla.

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