La carta esférica (33 page)

Read La carta esférica Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
10.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Esmeraldas, entérate —siguió diciéndole a Coy—. El tesoro delos jesuitas. Supongo que a estas alturas, ella no ha tenido más remedio que contártelo… Un cargamento de esmeraldas vale… Dios. Una fortuna en cualquier sitio, incluido el mercado negro. Eso, claro, si ella logra hacerse con él y sacarlo de aguas españolas sin que le caiga encima el Estado.

La misma claridad que silueteaba las anchas espaldas de Palermo iluminaba el rostro de Tánger desde el mentón. Eso endurecía sus rasgos, recortándole el perfil entre la cortina clara del cabello.

—De ser cierto eso —dijo arrogante—, no tendría por qué compartir nada con usted.

—Olvida que yo la puse sobre la pista —protestó el otro—. Y que llevo trabajando en esto mucho tiempo. Olvida que tengo medios para imponer una asociación provechosa para todos… Y olvida que la ambición fastidió a la ratita sabia.

Sobre ellos, como un telón perforado por alfilerazos luminosos, el cielo era ya completamente negro. El sol debía de encontrarse unos quince grados bajo el horizonte, calculó Coy, viendo definirse la Osa Menor sobre la cabeza de Palermo y la Osa Mayor sobre el hombro derecho.

—Oigan —estaba diciendo el cazador de naufragios—. Quiero proponer algo… Por Dios. Algo razonable. La caza de tesoros no es llegar y abrir el cofre: Mel Fisher tardó veinte años en encontrar el
Atocha
… Yo pongo mis medios y mis contactos. Eso incluye los enlaces y los sobornos para que nadie interfiera… Hasta tengo mercado para las esmeraldas. Eso significa… ¿Se da cuenta? —ahora se dirigía sólo a Tánger—. Muchísimo dinero para nosotros. Para todos nosotros.

—¿En qué términos?

—El cincuenta por ciento. Mitad para mí y mitad para usted.

Ella volvió el rostro a medias hacia Coy.

—¿Y él?

—Él es… Bueno. Asunto suyo, ¿verdad?… A mí no me corresponde retribuirlo.

Se burló de nuevo en tono bajo, otra vez la risa de perro grande y exhausto. Seguía inmóvil en la barandilla, con las luces lejanas abajo, a su espalda.

—Sólo tiene que proporcionarme dos datos: latitud y longitud, para situarlos sobre las cartas esféricas del Urrutia… Acompañados, naturalmente, del manifiesto de carga y el informe oficial sobre el naufragio.

Tánger se quedó callada un momento. Parecía considerar la propuesta.

—Todo eso puede consultarlo en los archivos —dijo.

Palermo blasfemó sin el menor complejo.

—Sabe que… Maldita sea su sangre. Me han vedado el acceso a los archivos, del mismo modo que en Barcelona me quitó el Urrutia en las narices. Aun así, pude conseguir una reproducción dela carta. También fui a informarme sobre los malditos archivos, y me dijeron… —retuvo aireen los pulmones y suspiró ruidosamente—. Ya sabe. Esos documentos han desaparecido… Retirados para estudio, dicen las fichas. Y punto.

—Es una lástima.

Palermo estaba lejos de apreciar aquel pésame.

—No —dijo irritado—. Es una maniobra sucia de la que usted es responsable.

—¿Eso es lo que buscaban en mi casa?

—Eso es lo que debía conseguir Horacio —el cazador de naufragios dudó unos instantes—. En cuanto al perro, le aseguro…

—Olvide al perro.

Cada sílaba era una gota helada. Coy vio que Palermo se movía, incómodo. Ahora la claridad de abajo marcaba sus rasgos graves. Un empujón, pensó. Bastaría un empujón para que ese fulano se diera un paseo de cien o doscientos metros rocas abajo. Chaf. Algo enunciable como LGO: Ley de la Gravedad Oportuna. Luego recordó al bereber apostado junto al coche y reflexionó sobre la posibilidad de que el empujón se lo dieran ellos. LGI: Ley de la Gravedad incómoda.

—Uniendo sus conocimientos a los míos —estaba diciendo Palermo—, y sin fastidiarnos más unos a otros, me comprometo a cribar ese pecio en menos de un mes… Deadman. s Chest tiene un barco especializado con sonar de barrido lateral, penetrador de fondos, sondas, magnetómetros, detector de metales, equipos de buceo y todo cuanto se necesita… Luego, una vez abajo, hay que trabajar con los planos, marcar, medir y cuadricular, retirar arena y lodo… De eso no tienen ni idea. Además, las esmeraldas son frágiles… Imagínense: adherencias por eliminar, limpieza adecuada… Ustedes no saben ni siquiera lo que es un baño electrolítico para limpiar una simple moneda de plata… No quiero pensar en el destrozo. Harán una chapuza. Son aficionados.

Otra vez reía entre dientes, sin rastro de humor. De pronto un resplandor inesperado cegó a Coy, que aún tenía el pensamiento removido con empujones dables y tomables. Eso le hizo dar un respingo.

—Además, hacen falta contactos —Palermo aplicaba la llama del encendedor a su cigarrillo—. Conocer el mercado clandestino donde colocar el hallazgo… Y yo controlo —el cigarrillo en los labios le deformaba la voz—… Por Dios. El ochenta por ciento del tráfico de esmeraldas en el mundo es clandestino, dirigido por las mafias judías de Bélgica e Italia… ¿Cree que no sé por qué viajó a Amberes?

Amberes. Coy había estado allí como en muchos otros sitios: un puerto inmenso, kilómetros de grúas y tinglados y barcos. Que Tánger también hubiera estado era otra sorpresa, pensó; aunque de pronto le vino a la memoria aquella tarjeta postal junto a la copa de plata, en el piso del paseo Infanta Isabel. De modo que se dispuso a escuchar muy atento, sin hacerse demasiadas ilusiones. En relación con esa mujer, no había una sola novedad que resultara tranquilizadora, ni agradable.

—No me digas que ella no te habló de Amberes —la brasa brillaba como un ojo irónico que apuntase a Coy desde la boca del buscador de tesoros—. ¿De veras?… Pues entérate: antes de que os conocierais en Barcelona, ella hizo un discreto viajecito. Unas cuantas visitas que… Vaya —bajó la voz para evitar que lo oyese el chófer—. Incluida cierta dirección dela Rubenstraat: Sherr y Cohen. Especialistas en tallar piedras para cambiar su aspecto y borrar rastros… Yo también conozco gente que me cuenta cosas.

Coy olía el aroma de tabaco. El humo gris claro se deslizaba en el contraluz antes de deshacerse, alejándose de la silueta de Palermo.

—Así que tampoco te habló de eso. Es increíble.

He vendido el alma, pensaba Coy. Le he vendido el alma a esta tía, y me van a dar bien por saco entre todos. Ella, éste. Hasta el bereber me va a dar. Esto es como querer nadar entre marrajos con mucha hambre. Si fuera listo, y a estas alturas queda claro que no lo soy, echaría ahora a correr monte abajo, saltaría a bordo del
Carpanta
, le diría al Piloto que soltara amarras, y me largaría de aquí a toda prisa.

El ojo rojizo apuntaba de nuevo a Coy.

—¿No te ha hablado todavía delas esmeraldas?… ¿No te ha dicho que es la más rentable de las piedras preciosas?… Yo he visto muchas. Saqué varias en mis tiempos con Fisher. Y te aseguro que en Amberes pagarán cualquier cosa por un lote de esas piedras antiguas y en bruto. Tu amiguita… Ella lo sabe muy bien.

—¿Y si no acepto?

Tánger apretaba el bolso contra el pecho, y su perfil daba tijeretazos masculinos a la penumbra. No me extrañaría, pensó Coy, que llevara una pistola en el auto bolso.

—Nos pegaremos a ustedes como si fuéramos sus sombras —la brasa se movía mientras Palermo informaba en tono objetivo, igual que quien recita un manual de instrucciones—. La zona entre el cabo de Gata y el cabo de Palos… Bueno. Eso no es demasiado grande; y en cuanto identifique allí su embarcación, puedo usar un helicóptero… Localizarlos, ¿comprenden?, en plena faena. Y si damos el negocio por perdido, me las arreglaré para que reciban la visita de una patrullera de la guardia civil.

La risa canina resolló por tercera vez. Había estrellas fugaces que se desplomaban desde el cielo a lo lejos, como ángeles caídos, o almas en pena, o misiles cansados. Ahí voy yo, pensaba Coy. Dejen sitio.

—Si no estoy dentro —añadió Palermo—, no tienen ninguna posibilidad. Sin olvidar ciertos riesgos físicos.

Hubo un silencio largo, y después ella dijo:

—Me asusta usted.

No parecía asustada en absoluto. Por el contrario, aquello sonaba arrogante. Sonaba frío como una astilla de hielo, y también muy peligroso. Palermo se había quitado la brasa de la boca y se dirigía a Coy.

—Tiene casta, ¿verdad?… Es una zorra con mucha casta. No me extraña que te tenga agarrado por los huevos.

Se llevó la brasa a los labios, y el rojo se hizo más intenso. Aquel fulano, reflexionó Coy casi con agradecimiento, tenía la rara virtud de proporcionarle válvulas de escape en el momento apropiado; de ponerle fáciles las cosas. Y todavía experimentaba aquella oleada de gratitud cuando tomó impulso, asestándole el primer puñetazo en la cara. Para acertarle bien, pues Palermo era bastante más alto, alzó un poco el codo y disparó el brazo con toda su alma, de abajo arriba y algo en diagonal, aplastándole la brasa del cigarrillo en la boca. Oyó el grito sofocado de Tánger a su derecha, que intentaba contenerlo; pero para ese momento él ya le sacudía otra vez al gibraltareño, con un nuevo golpe que echó al otro de riñones sobre la barandilla. Tampoco hace falta que te caigas, pensó con un hilo de lucidez. Tampoco quiero matarte, así que no me juegues la faena y te despeñes ahora. Por eso quiso agarrarlo de la ropa para evitar que se fuera abajo, atraerlo hacia sí y sacudirle la tercera sin que se cayera monte abajo gritando como todos los malos de las películas; pero en el intervalo Palermo pareció espabilarse, alzó los puños, y Coy sintió que algo estallaba entre el cuello y su oreja izquierda. Las estrellas del cielo se mezclaban con las que fabricaron en el acto sus sentidos maltrechos. Aquello parecía un Starfinder, y se fue para atrás dando traspiés.

—¡Cafrón! —mascullaba Palermo—. ¡Cafrón!

La efe en lugar de la correspondiente be indicaba que el cazador de tesoros debía de tener el cigarrillo incrustado en las encías. Eso fue de algún consuelo para Coy; pero mientras procuraba conservar el equilibrio, oyó los pasos del bereber corriendo rápido sobre el hormigón del suelo, y comprendió que, con efes o con bes, sus posibilidades llegaban a cero en ese instante, y que él mismo iba a tener graves dificultades de pronunciación de allí a nada. LHM: Ley de las Hostias a Mansalva. Así que de perdidos al río. Respiró hondo, agachó la cabeza, y se lanzó de nuevo contra Palermo, bajo y compacto como era, con la furia de un toro ciego. Si llego antes que tu moro maricón, pensó, me acompañas barandilla abajo como que hay Dios. Y si no lo hay, ya verás qué risa.

No llegó. El que da primero dados veces; pero lo que el refrán no especificaba era que después de esas dos veces uno podía recibir doscientas. El bereber lo cazó por la espalda a medio camino, Coy oyó rasgarse su chaqueta por una costura, y para entonces Palermo y atenía preparado el puño; de modo que fue cuestión de pocos segundos que se encontrara sin respiración, de rodillas en el suelo, con las sienes llenas de zumbidos, los tímpanos vibrando y un ojo a la funerala. Estaba furioso consigo mismo, y se preguntaba por qué las rodillas y los brazos no obedecían sus órdenes de ponerse en pie y pelear. Quiso intentarlo una y otra vez, y siempre desfallecía antes de lograrlo. Parapléjico, pensó. Estos cabrones me han dejado parapléjico. Su boca tenía un sabor parecido a cuando pasas la lengua sobre hierro viejo. Escupió, sabiendo que echaba sangre. Me están poniendo, se dijo, guapo de cojones.

Se le iba la cabeza y todo empezaba a darle vueltas. Entonces oyó la voz de Tánger y pensó: pobrecilla, le ha llegado el turno. Todavía quiso ponerse en pie, una vez más, para echarle una mano a aquella bruja piruja. Para impedir que le tocaran un pelo de la ropa mientras él conservara fuerzas para cerrar los puños. El problema era que ya no estaba en condiciones de cerrar los puños, ni de cerrar nada que no fuera el ojo machacado y tumbarse boca arriba, como un boxeador fuera de combate. Pero no podía dejarla tal cual. No en manos de Palermo y el bereber; aunque en su estilo ella fuera peor que los dos juntos. Así que con un último y supremo esfuerzo, resignado, desesperado, ahogó un gemido mientras lograba ponerse al fin en pie. Entonces se acordó de la navaja del Piloto, tanteó el bolsillo de atrás buscándola mientras paseaba la vista alrededor con gesto de púgil sonado, y vio a los dos fulanos el uno junto al otro. Miraban a Tánger, que seguía quieta junto a la barandilla, y ellos también estaban muy quietos, igual que si algo atrajera poderosamente su atención. Coy se fijó más, con el ojo sano. Lo que tanto atraía el interés de aquellos dos era un objeto que Tánger tenía en la mano, como si se lo estuviera enseñando. Y él se dijo que debía de estar muy mal, muy sonado, porque aquel objeto tenía reflejos metálicos y parecía —no se atrevió a aseverar del todo semejante barbaridad— un pistolón amenazador, enorme.

Ella no dijo nada hasta que volvieron a pasar por la rotonda desierta, frente al cementerio de Trafalgar. O al menos no dijo nada dirigido expresamente a Coy, después de las breves palabras que había pronunciado arriba, en el mirador, mientras se alejaba con él hacia el coche dejando a los otros en la barandilla como pastorcitos de Belén, ejemplarmente petrificados ante la visión de la herramienta que Tánger había terminado exhibiendo casi con desgana. Y por tu culpa, informó a Coy, menos entono de reproche que de simple información, mientras manejaba el volante y el cambio de marchas cuesta abajo con el bolso en el regazo, y los faros iluminaban las curvas cerradísimas en las laderas del Peñón, y él tosía como los tuberculosos de las películas, cof, cof; tosía como Margarita Gautier, y unas gotitas de la sangre que se le coagulaba en la boca huían entre el kleenex e iban aparar al parabrisas. Un bruto. Era un bruto y nada de todo aquello resultaba necesario, había añadido ella luego. No era necesario en absoluto, y además complicaba las cosas. Coy arrugaba el ceño cuando se lo permitían los hematomas, enfurruñado. En cuanto a los últimos párrafos del diálogo que Tánger había mantenido con Nino Palermo ante la sombría nariz del bereber silencioso, éstos habían sido del tipo ese tío está loco, por parte del cazador de tesoros, mientras ella procuraba quitarle carga emocional al asunto. Coy es un tipo impulsivo y suele funcionara su aire, etcétera.

—Y usted, Palermo, es un imbécil.

El revólver, un 357 magnum pesado y chato que Coy no había visto nunca antes en manos de Tánger, ayudó al otro a digerir aquello sin torcer demasiado el semblante. Qué hay del trato, dijo entonces. Hay que debo pensar lo que hay, vino a responder ella. En ese momento, precisó, no podía decirle que sí, ni que no, sino todo lo contrario. Entonces Palermo, que parecía recobrar el uso de las efes y las bes, le dijo que fuera, por favor, a que se la follaran a ella y a su madre. Fue exactamente eso lo que dijo: a ella y a su madre, y esta vez parecía furioso de veras. A mí no me vas a llevar al huerto, perra, espetó desde la barandilla, perdiendo visiblemente los papeles ante la aprobación silenciosa de su chófer. Eso, vocalizado a un par de metros de un cañón de bolsillo con seis plomos del tamaño de bellotas en el tambor, situaba las agallas de Palermo en una cota admirable; casi digna. Y Coy, pese a estar aturdido y con la cara hecha un mapa, supo apreciar el gesto por simple reflejo de solidaridad masculina. Aun así le haré llegar mi respuesta, había dicho ella, muy correcta con su formal suéter negro en la cintura; y habría dado la impresión de no haber roto nunca un plato, de no seguir con aquel amenazador cacharro en la mano. Ella, recordó haber oído decir a Palermo una vez, era de las que mordían con la boca cerrada. Sostenía aquellos ochocientos gramos de hierro sin apuntar, el brazo caído, el cañón hacia el suelo, el aire casi desganado; yeso, curiosamente, le daba más credibilidad al gesto que si anduviera adoptando poses de película policíaca. Ya le diré si hay o no hay trato, dijo. Sea bueno y deme unos días. Y Palermo, que seguía sin creérselo y tal vez ya no se lo creyera nunca, o tal vez captaba el retintín, se había puesto a soltar una retahíla de imprecaciones muy barrocas y muy mediterráneas, sin duda emparentadas con su sangre maltesa. La más suave era que a su marinero loco le iba a cortar los aparejos. Todo quedó flotando en el aire a la espalda de TÁNGER mientras ésta caminaba hacia el Renault, tras ponerle a Coy la mano en un hombro y obtener un gruñido como respuesta a su pregunta de cómo se encontraba.

Other books

A Death in the Lucky Holiday Hotel by Pin Ho, Wenguang Huang
The Love Sucks Club by Burnett, Beth
Into the Blizzard by Michael Winter
Franklin Rides a Bike by Brenda Clark, Brenda Clark
Runaway Nun (Misbegotten) by Voghan, Caesar
Desolation by Derek Landy
Shadow Dragon by Marc Secchia
Smoke & Mirrors by John Ramsey Miller