Read La colonia perdida Online

Authors: John Scalzi

La colonia perdida (34 page)

BOOK: La colonia perdida
5.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué hace?

Zoë se volvió hacia Hickory.

—Díselo.

—El campo extractor canaliza la energía cinética —dijo Hickory—. Redirige la energía hacia arriba o hacia cualquier otra dirección que el usuario elija y usa la energía redirigida para alimentar el campo mismo. El usuario puede definir a qué nivel se redirige la energía, dentro de una gama de parámetros.

—Tienes que explicarme estas cosas como si fuera idiota —dije—. Porque está claro que lo soy.

—Para las balas —dijo Jane, todavía mirando el panel.

—¿Cómo dices?

—Esta cosa genera un campo que extrae la energía de cualquier objeto que se mueva por encima de cierta velocidad dada —dijo Jane. Miró a Hickory—. Es así, ¿verdad?

—La velocidad es uno de los parámetros que puede definir el usuario —contestó Hickory—. Otros parámetros pueden incluir estallidos energéticos en un tiempo o temperatura especificados.

—Así que si lo programamos para detener balas o granadas, lo hará —dije yo.

—Sí —contestó Hickory—. Aunque funciona mejor con objetos físicos que energéticos.

—Funciona mejor con balas que con rayos —dije yo.

—Sí.

—Cuando definimos los niveles de potencia, todo lo que esté debajo de ese nivel de potencia conserva su energía —dijo Jane—. Podíamos sintonizarlo para detener una bala y dejar volar una flecha.

—Si la energía de la flecha está por debajo del umbral que defina, sí —dijo Hickory.

—Esto tiene posibilidades —dije yo.

—Ya te dije que te gustaría —respondió Zoë.

—Es el mejor regalo que me has hecho jamás, cariño —dije. Zoë sonrió.

—Deberían saber que este campo es de duración muy limitada —dijo Hickory—. La fuente de energía aquí es pequeña y sólo durará unos pocos minutos, dependiendo del tamaño del campo que generen.

Si lo usamos para cubrir Croatoan, ¿cuánto duraría? —pregunté.

—Unos siete minutos —dijo Jane. Lo había calculado en el panel de control.

—Verdaderas posibilidades —dije. Me volví hacia Zoë—.¿Cómo conseguiste que los obin nos dieran esto?

—Primero razoné, luego comercié, después supliqué. Y al final tuve un berrinche.

—¿Un berrinche, dices?

—No me mires así —dijo Zoë—. Los obin son increíblemente sensibles a mis emociones. Lo sabes. Y la idea de que todas las personas que quiero y me importan estén a punto de morir es algo que puede ponerme emotiva muy fácilmente. Y eso sumado a todos los demás argumentos que esgrimí, funcionó. Así que no me des la lata con eso, papá nonagenario. Mientras Hickory y Dickory y yo estábamos con el general Gau, otros obin nos consiguieron esto.

Miré a Hickory.

—Creí que habías dicho que no se os permitía ayudarnos, por vuestro tratado con la Unión Colonial.

—Lamento decir que Zoë ha cometido un pequeño error en su explicación —dijo Hickory—. El campo extractor no es tecnología nuestra. Es demasiado avanzado para eso. Es consu.

Jane y yo nos miramos. La tecnología consu estaba generalmente muy por encima de la tecnología de las demás especies, incluyendo la nuestra, y los consu nunca se desprendían a la ligera de ninguna tecnología que poseyeran.

—¿Los consu os dieron esto? —pregunté.

—Se lo han dado a ustedes, de hecho —respondió Hickory.

—¿Y cómo sabían lo nuestro?

—En un encuentro con algunos de nuestros compañeros obin, salió el tema en una conversación. Los consu se sintieron conmovidos y decidieron ofrecerles de manera espontánea este regalo.

Recordé una vez, no mucho después de conocer a Jane, en que ella y yo tuvimos que hacer a los consu algunas preguntas. El coste de responder a esas preguntas fue un soldado de las Fuerzas Especiales muerto y tres mutilados. Me costó trabajo imaginar la «conversación» que llevó a los consu a desprenderse de un artilugio tecnológico como aquel.

—Así que los obin no tenéis nada que ver con este regalo —dije.

—Aparte de transportarlo hasta aquí a petición de su hija, no —dijo Hickory.

—Debemos darle las gracias a los consu.

—No creo que esperen ningún agradecimiento.

—Hickory, ¿me has mentido alguna vez? —pregunté.

—No creo que pueda usted decir que yo o ningún otro obin le hayamos mentido nunca —dijo Hickory.

—No —contesté—. Yo tampoco lo creo.

* * *

En la retaguardia de la columna arrisiana, los soldados se retiraban como podían, de vuelta hacia la puerta de la colonia, donde esperaba Manfred Trujillo, sentado a los controles de un camión de carga que habíamos vaciado y retocado para lograr más aceleración. El camión había estado esperando en un campo cercano, en silencio y con Trujillo oculto hasta que los soldados entraron por completo en Croatoan. Entonces puso en marcha las baterías del vehículo y lentamente avanzó por el camino, esperando los gritos que serían la señal para acelerar.

Cuando Trujillo vio las columnas de humo del lanzallamas de Jane, aceleró hacia la puerta de Croatoan. Al atravesarla, conectó los faros, aturdiendo a un trío de soldados arrisianos e inmovilizándolos. Estos soldados fueron los primeros en comprobar la capacidad mortífera del enorme camión a toda carrera; más de otra docena los siguieron mientras Trujillo se abría paso entre sus filas. Trujillo giró a la izquierda en la calle que pasaba ante la plaza, arrollando a dos soldados más, y se preparó para dar otra pasada.

Cuando el camión de Trujillo atravesó las puertas de Croatoan, Hickory pulsó el botón para cerrarlas y luego Dickory y él sacaron un par de cuchillos enormemente largos y se prepararon para recibir a los soldados arrisianos que tuvieran la desgracia de toparse con ellos. Los soldados estaban completamente consternados por el hecho de que lo que debería haber sido un paseo militar se hubiera convertido en una masacre (la suya), pero por desgracia para ellos tanto Hickory como Dickory estaban en plena posesión de sus facultades, eran buenos con los cuchillos y habían desconectado sus implantes emocionales para poder matar con eficacia.

A esas alturas Jane había empezado también con los cuchillos, después de haber agotado el combustible de su lanzallamas repartiéndolo entre casi un pelotón de soldados arrisianos. Jane eliminó a algunos de los soldados más horriblemente carbonizados y luego dirigió su atención a aquellos que estaban todavía en pie o, más concretamente, corriendo. Corrían rápido, pero Jane, modificada como estaba, corría más. Había investigado sobre los arrisianos, sus armamentos, sus armaduras y sus debilidades. Resulta que la armadura corporal de los soldados arrisianos era vulnerable por las juntas de los costados: un cuchillo lo bastante fino podía introducirse y cortar una de las principales arterias que corrían lateralmente por el cuerpo arrisiano. Vi cómo Jane explotaba ese conocimiento, extendía la mano para agarrar a un soldado que huía, tiraba de él hacia atrás, le clavaba el cuchillo en el costado y lo dejaba desangrándose mientras corría tras el siguiente soldado, sin romper el ritmo.

Me asombró mi esposa. Y comprendí por qué el general Szilard no había pedido disculpas por lo que le había hecho. Su fuerza, velocidad y falta de piedad iban a salvarnos como colonia.

Tras Jane un cuarteto de soldados arrisianos se había calmado lo suficiente para empezar a pensar de manera táctica otra vez y había empezado a acercarse a ella, abandonadas las armas de fuego y los cuchillos preparados. Ahí es donde intervine yo, apostado en lo alto de una pista interior de los contenedores de carga: era el apoyo aéreo. Saqué mi arco, coloqué una flecha y alcancé en el cuello al primero de los soldados; no tuvo mucho mérito porque apuntaba al que tenía detrás. El soldado manoteó ante la flecha antes de caer hacia delante; los otros tres echaron a correr pero no antes de que yo alcanzara a uno en el pie, aunque le había apuntado a la cabeza. Cayó con un chirrido. Jane se volvió al oír el sonido, y luego avanzó para enfrentarse con él.

Busqué a los otros dos entre los edificios pero no los vi, y entonces oí un clang. Cuando miré hacia abajo vi que uno de los soldados subía a uno de los contenedores, y el cubo de basura al que se había aupado resonaba en el suelo. Cargué otra flecha y le disparé; la flecha le pasó por delante. Estaba claro que el arco no estaba hecho para ser mi arma. No había tiempo de colocar otra flecha: el soldado había subido ya al contenedor y se me acercaba, con el cuchillo en la mano y gritando algo. Tuve la impresión de que yo había matado a alguien a quien él quería realmente. Eché mano a mi propio cuchillo y, mientras lo hacía, el arrisiano atacó, cubriendo la distancia entre nosotros en un tiempo sorprendentemente breve. Caí. Mi cuchillo salió volando.

Rodé con el arrisiano y le di una patada para soltarme, me escabullí hacia un lado y lo esquivé. Saltó sobre mí al instante, y me apuñaló en el hombro, donde encontró la armadura policial. Trató de apuñalarme de nuevo. Yo agarré uno de sus tallos oculares y tiré con fuerza. Él se apartó, chillando y agarrándose el tallo, retrocediendo hacia el filo del contenedor. Mi cuchillo y mi arco estaban demasiado lejos para cogerlos. «A la mierda», pensé, y me lancé contra el arrisiano. Los dos caímos desde lo alto. Mientras lo hacíamos, lo agarré por el cuello con el brazo. Aterrizamos, yo estaba encima de él, y mi brazo le aplastó la laringe o lo que fuera el equivalente en su cuerpo. El brazo me dolía; dudé de que pudiera usarlo de manera productiva durante una temporada.

Me aparté del arrisiano muerto y levanté la cabeza. Una sombra se alzaba en lo alto del contenedor. Era Kranjic. Beata y él estaban usando cámaras para grabar la batalla.

—¿Está vivo? —preguntó.

—Eso parece.

—¿Podría hacerlo otra vez? —preguntó—. Me lo he perdido casi todo.

Le hice un gesto obsceno con el dedo. No podía verle la cara, pero sospeché que estaba sonriendo.

—Lánceme el arco y el cuchillo —dije.

Miré mi reloj. Teníamos otro minuto y medio antes de retirar el escudo. Kranjic me pasó mis armas, y yo recorrí las calles, tratando de eliminar soldados hasta que me quedara sin flechas, y luego quitarme de en medio antes que se acabara el tiempo.

Treinta segundos antes de que el escudo cayera, Hickory abrió las puertas de la aldea y Dickory y él se hicieron a un lado para dejar que los supervivientes del ataque se retiraran. La dos docenas aproximadas de soldados supervivientes no se pararon a preguntarse cómo se había abierto la puerta; salieron pitando hacia sus transportes estacionados a un kilómetro de distancia. El último de los soldados atravesó la puerta cuando retiramos el escudo. Eser y su guardia restante estaban entre ellos; el guardia empujaba hacia adelante a su protegido. Todavía tenía su rifle: la mayoría los habían dejado atrás, tras haber visto lo que les había sucedido a los que los habían utilizado en la aldea, asumiendo que ahora eran completamente inútiles. Cogí uno, mientras los perseguía. Jane recogió uno de los lanzamisiles. Kranjic y Beata saltaron desde los contenedores y nos siguieron. Kranjic se adelantó y se perdió en la oscuridad. Beata nos siguió a Jane y a mí.

Los soldados arrisianos hicieron dos suposiciones mientras se retiraban. La primera era que las balas no tenían ninguna utilidad en Roanoke. La segunda era que el terreno por el que se retiraban era el mismo que por el que habían llegado. Ambas suposiciones eran equivocadas, como descubrieron cuando las torretas de defensa automáticas del camino abrieron fuego sobre ellos, abatiéndolos en precisos estallidos controlados por Jane, quien marcaba electrónicamente cada blanco con su CerebroAmigo antes de que dispararan. Jane no quería alcanzar a Eser por accidente. Las torretas portátiles habían sido colocadas por los colonos después de que los arrisianos quedaran encerrados en Croatoan, tras sacarlas de los agujeros que habían excavado y luego cubierto. Jane había instruido implacablemente a los colonos que colocaron las torretas para que pudieran transportarlas en el espacio de pocos minutos. Funcionó: sólo una torreta fue inutilizable porque apuntaba en la dirección equivocada.

A esas alturas, los pocos soldados arrisianos que todavía tenían rifles empezaron a disparar por desesperación y parecieron sorprenderse cuando los rifles funcionaron: dos se tiraron al suelo y empezaron a disparar en nuestra dirección para dar tiempo a sus compatriotas de llegar a los transportes. Sentí una bala silbar al pasar; me tiré también al suelo. Jane volvió las torretas sobre aquellos dos soldados arrisianos y acabó con ellos en un periquete.

Poco después sólo quedaron Eser y su guardia, además de los pilotos de los dos transportes, que habían encendido ya sus motores y se preparaban para salir como alma que lleva el diablo. Jane preparó el misil montado sobre el hombro, nos advirtió que nos tiráramos al suelo (yo ya lo había hecho) y disparó su misil contra el transporte más cercano. El misil pasó de largo ante Eser y su guardia, haciendo que ambos se arrojaran al suelo, y se estampó contra la bodega del transporte, bañando el interior de la lanzadera de llamas explosivas. El segundo piloto decidió que había tenido suficiente y despegó. Se alzó cincuenta metros antes de que su transporte fuera alcanzado no por uno, sino por dos misiles, disparados por Hickory y Dickory, respectivamente. Los impactos aplastaron los motores del transporte y lo hicieron caer al bosque, donde derribó los árboles produciendo un terrible sonido de madera rota antes de estrellarse con un rugido fuera de la vista.

El guardia de Eser mantuvo a su protegido en el suelo y se agachó, disparando en un intento de llevarse a unos cuantos de nosotros por delante cuando se fuera.

Jane me miró.

—¿Ese rifle tiene munición? —preguntó.

—Eso espero.

Ella soltó el cohete de su hombro.

—Haz suficiente ruido para mantenerlo agachado —dijo—. Pero no le dispares.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté.

Ella se quitó la armadura policial, revelando la ajustada nano-malla negra sin brillos de debajo.

—Acercarme —dijo, y se puso en movimiento. Rápidamente se volvió casi invisible en la oscuridad. Disparé a intervalos aleatorios y permanecí agachado. El guardia no me alcanzaba, pero por cuestión de centímetros.

Hubo un gruñido de sorpresa en la distancia y luego un chirrido más agudo, que terminó muy pronto.

—Todo despejado —dijo Jane.

Me incorporé y me dirigí hacia ella. Se alzaba sobre el cadáver del guardia, con la antigua arma del guardia en la mano, apuntando a Eser, que yacía en el suelo.

BOOK: La colonia perdida
5.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The 47 Ronin Story by John Allyn
Killing Machine by Lloyd C. Gardner
Princess Ponies 2 by Chloe Ryder
Brick Lane by Monica Ali
Husk: A Maresman Tale by Prior, D.P.
Diva Las Vegas (Book 1 in Raven McShane Series) by Dries, Caroline, Dries, Steve
Chasing Charlie by Aria Cole