Read La conciencia de Zeno Online

Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (52 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
2.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En cambio, Augusta había callado. Estaba tan conmovida por la desesperación de Ada, que había temido ofenderla poniéndose a discutir. Por lo demás, confiaba en que las explicaciones de la señora Malfenti convencerían a Ada de la injusticia con que me juzgaba. Debo decir que también yo tenía esa confianza y, es más, debo confesar que desde aquel momento saboreé la certeza de presenciar la sorpresa de Ada y sus manifestaciones de gratitud. Ya en ella, a causa del Basedow, todo era excesivo.

Regresé a la oficina, donde me enteré de que en la Bolsa había de nuevo un leve indicio de subida, levísimo, pero ya tal, que se podía confiar en recuperar el día siguiente, a la apertura, los cursos de la mañana.

Después de cenar tuve que ir a casa de Ada solo, porque Augusta no pudo acompañarme a causa de una indisposición de la niña. Me recibió la señora Malfenti, quien me dijo que debía ocuparse de un trabajo en la cocina, por lo que tenía que dejarme solo con Ada. Después confesó que Ada le había rogado la dejara sola conmigo, porque quería decirme algo que nadie más debía oír. Antes de dejarme en aquel saloncito, donde ya me había encontrado por dos veces con Ada, la señora Malfenti me dijo sonriendo:

—Mira, aún no está dispuesta a perdonar tu ausencia del entierro de Guido, pero… ¡casi!

En aquel cuartito me latía siempre el corazón. Aquella vez no por temor a verme amado por alguien a quien yo no amaba. Pocos instantes, y en virtud exclusivamente de las palabras de la señora Malfenti, yo había reconocido haber cometido una grave falta hacia la memoria del pobre Guido. La propia Ada, ahora que sabía que para disculpar dicha falta le ofrecía un patrimonio, no podía perdonarme al instante. Me había sentado y miraba los retratos de los padres de Guido. El viejo
Cada
tenía un aire de satisfacción que me parecía debido a mi operación, mientras que la madre de Guido, una mujer delgada y vestida con un traje de mangas grandes y un sombrerito que hacía equilibrio sobre una montaña de cabellos, tenía aspecto muy severo. Pero ¡claro! Todo el mundo adopta ante la máquina fotográfica otro aspecto y yo miré para otro lado, enojado conmigo mismo por indagar en aquellas caras. Desde luego, ¡la madre no podía haber previsto que yo no asistiría al entierro de su hijo!

Pero el modo como Ada me habló fue una sorpresa dolorosa. Debía de haber estudiado por extenso lo que quería decirme y no tuvo en cuenta mis explicaciones, mis protestas ni mis rectificaciones, que no podía haber previsto y para las cuales, por esa razón, no estaba preparada. Corrió por su camino hasta el final como un caballo espantado.

Entró vestida con una sencilla bata negra y la melena en desorden: cabellos revueltos y tal vez arrancados incluso por manos ansiosas de actividad, al no poder calmarse de otro modo. Llegó hasta la mesa ante la que estaba yo sentado y se apoyó en ella con las manos para verme mejor. Su carita volvía a estar enflaquecida y libre de aquella extraña salud que le creía fuera de su sitio. No estaba bella como cuando Guido la había conquistado, pero nadie, al mirarla, habría recordado la enfermedad. ¡No existía! En cambio, había un dolor tan grande, que ponía de relieve todas sus facciones. Yo comprendí tan bien aquel dolor enorme, que no pude hablar. Mientras la miraba pensaba: «¿Qué palabras podría decirle que equivalieran a tomarla fraternalmente entre mis brazos para consolarla e inducirla a llorar y desahogarse?». Después, cuando me sentí agredido, quise reaccionar pero con demasiada debilidad y ella no me oyó.

Habló, habló y habló y yo no puedo repetir todas sus palabras. Si no me equivoco, comenzó dándome las gracias en serio, pero sin calor, por haber hecho tanto por ella y por los niños. Después me reprochó de repente:

—¡Con tu comportamiento has conseguido que muriera precisamente por algo que no valía la pena!

Después bajó la voz, como si quisiera mantener secreto lo que me decía, y en su voz hubo más calor, un calor que resultaba de su afecto por Guido y (¿o me pareció?) también por mí:

—Y yo te acuso de no haber venido a su entierro. No podías hacerlo y te disculpo. También él te disculparía, si estuviera aún vivo. ¿Qué habrías hecho tú en su entierro? ¡Tú que no lo amabas! Siendo, como eres, bueno, habrías podido llorar por mí, por mis lágrimas, pero no por él a quién tú… ¡odiabas! ¡Pobre Zeno! ¡Hermano mío!

Era tremendo que se me pudiera decir algo semejante alterando de tal modo la verdad. Creo que grité o al menos sentí el esfuerzo de gritar en la garganta:

—Pero es un error, una mentira, una calumnia. ¿Cómo puedes creer una cosa así?

Prosiguió en voz baja:

—Pero tampoco yo supe amarlo. No lo traicioné ni siquiera con el pensamiento, pero mi sentimiento no tuvo fuerza para protegerlo. Miraba tus relaciones con tu mujer y las envidiaba. Me parecían mejores que las que Guido me ofrecía. Te agradezco que no hayas asistido al entierro, porque, de lo contrario, yo no habría comprendido nada ni siquiera hoy. En cambio, así veo y entiendo todo. Incluso que no lo amé: si no, ¿cómo habría podido odiar incluso su violín, la expresión más completa de su gran espíritu?

Entonces apoyé la cabeza en el brazo y escondí la cara. Las acusaciones que me dirigía eran tan injustas, que no se podían discutir y, además, su irracionalidad estaba tan mitigada con su tono afectuoso, que la reacción no podía ser áspera como habría hecho falta para resultar victoriosa. Por otro lado, ya Augusta me había dado el ejemplo de un silencio respetuoso para no ofender y exasperar tamaño dolor. Sin embargo, cuando cerré los ojos, en la oscuridad vi que sus palabras habían creado un mundo nuevo, como todas las palabras que no dicen la verdad. Me pareció entender que también había odiado siempre a Guido y que había estado a su lado, asiduo, en espera de poder golpearlo. Además, ella había puesto a Guido junto a su violín. Si yo no hubiera sabido que andaba a tientas con su dolor y su remordimiento, habría podido creer que habían desenfundado dicho violín como parte de Guido para convencer a mi ánimo de la acusación de odio.

Después volví a ver en la oscuridad el cadáver de Guido y en su cara seguía gravado el estupor de estar ahí, privado de la vida. Alcé la cabeza espantado. Era preferible afrontar la acusación de Ada, que sabía injusta, a mirar en la oscuridad.

Pero ella seguía hablando de mí y de Guido:

—Y tú, pobre Zeno, sin saberlo, seguías viviendo a su lado y odiándolo. Le hacías bien por amor a mí. ¡Era imposible! ¡Debía acabar así! También yo creí en un momento dado poder aprovechar el amor que seguías sintiendo por mí para aumentar a su alrededor la protección que podía serle útil. Sólo podía protegerlo quien lo amara y ninguno de nosotros lo amó.

—¿Qué más habría yo podido hacer por él? —le pregunté llorando con cálidas lágrimas para hacerle sentir a ella y a mí mi inocencia. A veces las lágrimas sustituyen a un grito. Yo no quería gritar y hasta dudaba si debía hablar. Pero debía rechazar las afirmaciones y me eché a llorar.

—¡Salvarlo, querido hermano! Tú o yo deberíamos haberlo salvado. En cambio, yo estuve a su lado y no supe hacerlo por falta de afecto auténtico y tú permaneciste lejano, ausente, siempre ausente hasta que lo sepultaron. Después apareciste seguro y armado de todo tu afecto. Pero, antes, no te preocupaste de él. Y, sin embargo, estuvo contigo hasta la noche. Y habrías podido imaginar, si te hubieras preocupado de él, que algo grave iba a sucederle.

Las lágrimas me impedían hablar, pero farfullé algo en el sentido de que la noche anterior la había pasado divirtiéndose en la caza, por lo que nadie en este mundo habría podido prever lo que iba a hacer la noche siguiente.

—¡Necesitaba la caza, la necesitaba! —me reprochó Ada en voz alta. Y después, como si el esfuerzo de aquel grito hubiera sido sobrehumano, de repente se desplomó sin sentido en el suelo.

Recuerdo que por un instante vacilé a la hora de llamar a la señora Malfenti. Me parecía que aquel desvanecimiento revelaba algo de lo que había dicho.

Acudieron la señora Malfenti y Alberta. La señora Malfenti me preguntó, al tiempo que sostenía a Ada:

—¿Ha hablado contigo de esas malditas operaciones de Bolsa? —Y añadió—: ¡Es su segundo desvanecimiento de hoy!

Me rogó que me alejara un instante y yo fui al pasillo, donde esperé para saber si debía volver a entrar o marcharme. Me preparaba para otras explicaciones con Ada. Ella olvidaba que si se hubiera actuado como yo había propuesto seguramente se habría evitado la desgracia. Bastaba con decirle eso para convencerla de su error.

Poco después, la señora Malfenti se reunió conmigo y me dijo que Ada había vuelto en sí y quería decirme adiós. Reposaba sobre el diván en el que hasta poco antes había estado sentado yo. Al verme, se echó a llorar y ésas fueron las primeras lágrimas que la vi derramar. Me tendió la manita empapada de sudor:

—¡Adiós, querido Zeno! ¡Te lo ruego, recuerda! ¡Recuerda siempre! ¡No lo olvides!

Intervino la señora Malfenti para preguntar qué debía recordar y yo le dije que Ada deseaba que se liquidaran en seguida todos los asuntos de Guido en la Bolsa. Enrojecí por mi mentira y temí un mentís por parte de Ada. En lugar de desmentir, se puso a gritar:

—¡Sí! ¡Sí! ¡Hay que liquidarlo todo! ¡No quiero volver a oír hablar de esa horrible Bolsa!

Estaba de nuevo más pálida y la señora Malfenti, para calmarla, le aseguró que en seguida se haría lo que deseaba.

Después la señora Malfenti me acompañó a la puerta y me rogó que no precipitara las cosas: que hiciese lo que mejor me pareciera para los intereses de Guido. Pero yo respondí que ya no tenía confianza. El riesgo era enorme y ya no me atrevía a tratar de ese modo los intereses ajenos. Ya no creía en el juego de la Bolsa o al menos me faltaba la confianza en que mi «levantar cartas» pudiera regular los cambios. Por eso, debía liquidar al instante, contento de que las cosas hubieran salido así.

No repetí a Augusta las palabras de Ada. ¿Para qué afligirla? Pero aquellas palabras, incluso por no haberlas referido a nadie, siguieron martilleándome en los oídos, y me acompañaron durante largos años. Aún resuenan en mi alma. Aún hoy sigo analizándolas una y otra vez. No puedo decir que amara a Guido, pero sólo porque había sido un hombre extraño. Pero estuve, fraternal, a su lado y lo ayudé como pude. El reproche de Ada no lo merezco.

Nunca volví a encontrarme a solas con ella. No sintió la necesidad de decirme nada más ni yo me atreví a exigir una explicación, tal vez para no renovar su dolor.

En la Bolsa la cosa acabó como yo había previsto y el padre de Guido, después de que en el primer despacho se le avisara de la pérdida de todo su capital, tuvo sin duda la alegría de encontrarse con la mitad intacta. Obra mía de la que no pude disfrutar como había esperado.

Ada me trató con afecto todo el tiempo hasta su marcha para Buenos Aires, donde fue con sus hijos a reunirse con la familia de su marido. Le gustaba reunirse con Augusta y conmigo. A veces quise creer que sus palabras se debieron a un estallido de dolor y auténtica locura y que ni siquiera las recordaba. Pero una vez que volvió a hablarse en nuestra presencia de Guido, repitió y confirmó en dos palabras todo lo que aquel día me había dicho:

—¡Al pobre nadie lo amó!

En el momento de embarcar con uno de los niños, ligeramente indispuesto, al brazo, me besó. Después, en un momento en que no había nadie a nuestro lado, me dijo:

—Adiós, Zeno, hermano mío. Recordaré siempre que no supiste amarlo bastante. ¡Debes saberlo! Abandono de buen grado mi país. ¡Me parece que me alejo de mis remordimientos!

Le reproché que se atormentara así. Le dije que había sido una buena esposa y que yo lo sabía y podría atestiguarlo. No sé si conseguí convencerla. No habló más, vencida por los sollozos. Después, mucho tiempo después, sentí que, al despedirse de mí, había querido renovar también con aquellas palabras los reproches que me había dirigido. Pero sé que me juzgó erróneamente. Desde luego, no tengo por qué reprocharme no haber querido a Guido.

El día era revuelto y oscuro. Parecía que una sola nube extendida y nada amenazadora oscurecía el cielo. Del puerto intentaba salir a fuerza de remos una gran barca cuyas velas colgaban fuertes de los palos. Dos únicos hombres bogaban y, con innumerables esfuerzos, apenas conseguían mover la enorme nave. Tal vez en alta mar encontraran una brisa favorable.

Ada, desde la cubierta del piróscafo, saludaba agitando su pañuelito. Después nos volvió la espalda. Sin duda miraba hacia Sant'Anna, donde reposaba Guido. Su figurita elegante se volvía tanto más perfecta cuanto más se alejaba. Los ojos se me nublaron con las lágrimas. Así, pues, nos abandonaba y nunca más podría probarle mi inocencia.

6. PSICOANÁLISIS

3 de mayo de 1915

He cortado con el psicoanálisis. Tras haberlo practicado con asiduidad durante seis meses, estoy peor que antes. Aún no he despedido al doctor, pero mi decisión es irrevocable. Por lo pronto ayer le mandé recado de que no podía ir a verlo, y dejaré que me espere unos días. Si estuviera del todo seguro de poder reírme de él sin irritarme, sería capaz incluso de volver a verlo. Pero temo que acabaría poniéndole las manos encima.

En esta ciudad, tras el estallido de la guerra, nos aburrimos aún más que antes y, para sustituir el psicoanálisis, vuelvo a mis queridos cuadernos. Hacía un año que no había escrito una palabra, obediente en esto, como en todo lo demás, a las prescripciones del doctor, quien afirmaba que durante la cura debía concentrarme solo junto a él, porque, sin su vigilancia, la concentración reforzaría los frenos que me impiden mostrarme sincero, abandonarme. Pero ahora me encuentro más desequilibrado y enfermo que nunca y creo que escribiendo me limpiaré más fácilmente del mal que la cura me ha hecho. Al menos estoy seguro de que éste es el auténtico sistema para volver a dar importancia a un pasado que ya no duele y hacer pasar más rápido el fastidioso presente.

Me había abandonado al doctor con tanta confianza, que cuando me dijo que estaba curado, le creí enteramente y, en cambio, no creí mis dolores, que seguían asaltándome. Les decía: «¡No sois vosotros!». Pero ¡ahora no hay duda! ¡Son precisamente ellos! Los huesos de mis piernas se han convertido en espinas vibrantes que me hieren la carne y los músculos.

Pero eso no me importaría demasiado y no es ésa la razón por la que dejo la cura. Si las horas de concentración junto al doctor hubieran seguido siendo interesantes, me hubiesen seguido aportando sorpresas y emociones, no las habría abandonado o, para abandonarlas, habría esperado al final de la guerra, que me impide cualquier otra actividad. Pero ahora que sabía todo, es decir, que se trataba de una simple ilusión tonta, un truco válido para conmover a alguna vieja histérica, ¿cómo podía soportar la compañía de aquel hombre ridículo, con sus ojos, que pretendían ser escrutadores, y su presunción, que le permitía agrupar todos los fenómenos de este mundo en torno a su importante teoría? Voy a emplear el tiempo que me queda libre escribiendo. Por lo pronto voy a escribir con sinceridad la historia de mi cura. Entre el doctor y yo había desaparecido cualquier sinceridad y ahora respiro. Ya no se me impone ningún esfuerzo. No debo someterme a una fe ni debo simular profesarla. Precisamente para ocultar mejor mi pensamiento auténtico, me creía obligado a demostrarle una gran consideración y él aprovechaba para inventar cada día otras nuevas. Había que poner término a mi cura porque se había descubierto mi enfermedad. No había sido otra que la diagnosticada en su época por el difunto Sófocles al pobre Edipo: había amado a mi madre y había querido matar a mi padre.

BOOK: La conciencia de Zeno
2.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Next Life Might Be Kinder by Howard Norman
Elfmoon by Leila Bryce Sin
Sinful Desires Vol. 2 by Parker, M. S.
The Field by Tracy Richardson