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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (56 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Se tranquilizó al instante.

—Entonces, ¡estas patatas que estamos sembrando y que prometen tan buena cosecha serán nuestras! ¡Hay tantos charlatanes en este mundo! —Con la manga de la camisa se secó el sudor que le chorreaba por la frente.

Al verlo tan contento, intenté ponerlo más contento aún. Me gustan tanto las personas felices. Por eso, dije cosas que no me gusta recordar, la verdad. Afirmé que, aun cuando estallara la guerra, allí no se lucharía. Primero estaba el mar, donde ya era hora de que combatiesen, y, además, ahora en Europa no faltaban los campos de batalla para quien quisiera batirse. Estaba Flandes y varios departamentos de Francia. Además, había oído decir —ya no sabía a quién— que en este mundo había ahora tal necesidad de patatas, que las recogían cuidadosamente incluso en los campos de batalla. Hablé mucho, sin dejar de mirar a Teresina, pequeña, menuda, que se había acurrucado sobre la tierra para palparla antes de clavarle la azada.

El campesino, del todo tranquilizado, volvió a su trabajo. En cambio, yo le había transmitido parte de mi tranquilidad a él y a mí me quedaba mucha menos. Era evidente que en Lucinico estábamos demasiado cerca de la frontera. Hablaría de ello con Augusta. Quizá debiéramos regresar a Trieste o tal vez ir más allá o más acá. Desde luego, Giolitti había vuelto al poder, pero no se podía saber si, una vez arriba, seguiría viendo las cosas igual que cuando allá arriba estaba otro.

Me puso aún más nervioso el encuentro casual con un pelotón de soldados, que avanzaba por la carretera en dirección a Lucinico. No eran soldados jóvenes e iban vestidos y pertrechados muy mal. Colgada al costado llevaban lo que en Trieste llamábamos la Durlindana, esa bayoneta larga que durante el verano de 1915 habían tenido que sacar de los viejos depósitos en Austria.

Por un tiempo caminé tras ellos, inquieto por llegar pronto a casa. Después me fastidió un olor a salvajina que despedían y aminoré el paso. Mi inquietud y mi prisa eran absurdas. También era absurdo inquietarse por haber visto la inquietud de un campesino. Ahora veía de lejos mi casa y el pelotón ya no estaba en la carretera. Aceleré el paso para llegar por fin ante mi café con leche.

Allí comenzó mi aventura. En un recodo del camino, me detuvo un centinela que gritó:


Zurück!
—Y se puso incluso en posición de tiro. Quise hablarle en alemán, ya que había gritado en alemán, pero de alemán sólo sabía esa palabra, que repitió en tono cada vez más amenazador.

Había que ir
zurück
y yo, sin dejar de mirar atrás por miedo a que el otro, para hacerse entender mejor, disparara, me apresuré a retirarme y ni siquiera aminoré el paso cuando dejé de ver al soldado.

Pero aún no había renunciado a llegar en seguida a mi casa. Pensé que, atravesando la colina de mi derecha, llegaría hasta detrás del centinela amenazador.

El ascenso no fue difícil sobre todo porque mucha gente debía de haber pasado por allí antes que yo y la hierba estaba aplanada. Seguro que se había visto obligada a hacerlo ante la prohibición de pasar por la carretera. Caminando recobré la seguridad y pensé que a mi llegada a Lucinico iría en seguida a protestar ante el alcalde por el trato que había sufrido. Si permitía que trataran así a los veraneantes, ¡pronto no iría nadie a Lucinico!

Pero, al llegar a la cima de la colina, tuve la desagradable sorpresa de encontrarla ocupada por aquel pelotón de soldados que olían a salvajina. Muchos soldados reposaban a la sombra de una casita de campesinos que yo conocía desde hacía mucho tiempo y que ahora estaba totalmente vacía; tres de ellos parecían hacer guardia, pero no hacia la ladera por la que yo había llegado, y otros estaban en semicírculo delante de un oficial que les daba instrucciones ilustrándolas con un mapa que sostenía en la mano.

Yo no llevaba ni siquiera un sombrero que me permitiese saludar. Inclinándome varias veces y con mi mejor sonrisa, me acerqué al oficial, quien, al verme, dejó de hablar con sus soldados y se puso a mirarme. También los cinco mamelucos que lo rodeaban tenían puesta toda su atención en mí. Bajo aquellas miradas y por terreno irregular, era muy difícil moverse.

El oficial, gritó:


Was will der dumme Kerl hier
? (¿Qué quiere ese estúpido?)

Asombrado ante el hecho de que me ofendieran así sin provocación alguna, quise mostrarme virilmente ofendido, pero aun así, con la discreción que requerían las circunstancias, intenté llegar a la ladera que me conduciría a Lucinico. El oficial se puso a gritar que, si daba un paso más, ordenaría que me dispararan. Al instante me volví muy cortés y desde aquel día hasta éste en que escribo he seguido siendo igual de cortés. Era una barbaridad verse obligado a tratar a semejante tipo, pero por lo menos tenía la ventaja de que hablaba alemán correctamente. Era tal ventaja que, al recordarlo, me resultaba aún más fácil hablarle con dulzura. Pobre de mí si, con lo bestia que era, no hubiera comprendido alemán siquiera. Habría estado perdido.

Lástima que yo no hablaba con suficiente corrección esa lengua, porque, si no, me habría resultado fácil hacer reír a aquel señor tan grosero. Le conté que en Lucinico me esperaba mi café con leche, del que sólo me separaba su pelotón.

Se rió. Sí, sí: se rió sin dejar de blasfemar y no tuvo paciencia para dejarme acabar. Dijo que el café con leche de Lucinico se lo beberían otros y, cuando oyó que además del café me esperaba mi mujer, gritó:


Auch Ihre Frau wird von anderen gegessen werden
. (También a su mujer se la comerán otros).

Ahora él estaba de mejor humor que yo. Pareció arrepentirse de haberme dicho aquellas palabras que, subrayadas por la risa ruidosa de los cinco mamelucos, podían parecer ofensivas: se puso serio y me explicó que debía abandonar por unos días la esperanza de volver a ver Lucinico y que, en confianza, me aconsejaba incluso no insistir, porque bastaría eso sólo para comprometerme.


Haben Sie verstanden
? (¿Ha entendido usted?).

Había entendido, pero no era nada fácil resignarse a renunciar al café con leche, del que me separaba no más de medio kilómetro. Sólo por eso vacilaba en irme, pues era evidente que, cuando hubiera bajado de aquella colina, no llegaría a mi casa ese día. Y, para ganar tiempo, pregunté amable al oficial:

—Pero ¿a quién debería dirigirme para poder volver a Lucinico a coger al menos la chaqueta y el sombrero?

Debería haber comprendido que el oficial estaba impaciente por quedarse solo con su mapa y sus hombres, pero no esperaba provocar su ira tanto.

Gritó, hasta el punto de ensordecerme, que, como ya me había dicho, no debía preguntárselo. Después me ordenó ir adonde el diablo quisiera llevarme (
wo der Teufel Sie tragen will
). La idea de hacerme llevar no me desagradaba demasiado, porque estaba muy cansado, pero aún vacilaba. Pero el oficial, a fuerza de gritar, se fue acalorando cada vez más y en tono muy amenazador convocó a uno de los cinco hombres que lo rodeaban y llamándolo señor cabo le dio la orden de conducirme al pie de la colina y vigilarme hasta que desapareciera por el camino que conduce a Gorizia y dispararme si vacilaba en obedecerlo.

Por eso, bajé de aquella cima de buen grado:


Danke schön
—dije incluso, sin la menor intención irónica.

El cabo era un eslavo que hablaba bastante bien italiano. Le pareció que debía mostrarse brutal delante del oficial y, para inducirme a precederlo en la bajada, me gritó:


Marsch!
—Pero cuando estuvimos un poco más lejos, se mostró amable y cortés. Me preguntó si tenía noticias sobre la guerra y si era cierto que la intervención italiana era inminente. Me miraba ansioso esperando la respuesta.

Así pues, ¡ni siquiera ellos que la hacían sabían (si había guerra o no! Quise hacerlo lo más feliz posible y le di las noticias que había comunicado también al padre de Teresina. Después me pesaron en la conciencia. En la horrible tempestad que estalló, probablemente perecieran todas las personas a las que tranquilicé. Quién sabe qué expresión de sorpresa quedaría cristalizada en su cara por la muerte. El mío era un optimismo irreprimible. ¿Es que no había reconocido la guerra en las palabras del oficial y mejor aún en su sonido?

El cabo se alegró mucho y, para recompensarme, me aconsejó también él que no volviera a intentar llegar a Lucinico. En vista de las noticias que yo le daba, consideraba que el día siguiente anularían las disposiciones que me impedían volver a casa. Pero entretanto me aconsejaba ir a Trieste al
Platzkommando
, en el que tal vez pudiera conseguir un permiso especial.

—¿Hasta Trieste? —pregunté espantado. ¿A Trieste sin chaqueta, sin sombrero y sin café con leche?

Por lo que el cabo sabía, mientras hablábamos, un denso cordón de infantería cerraba el paso a Italia, con lo que creaba una nueva frontera insuperable. Con sonrisa de superioridad me dijo que, según él, el camino más corto para Lucinico era el que pasaba por Trieste.

A fuerza de oírlo decir, me resigné y me dirigí hacia Gorizia pensando en tomar el tren del mediodía para dirigirme a Trieste. Estaba agitado, pero debo decir que me encontraba muy bien. Había fumado poco y no había comido nada. Sentía una ligereza que me faltaba desde hacía mucho. No me desagradaba tener que seguir andando. Me dolían un poco las piernas, pero me parecía que podrían sostenerme hasta Gorizia, pues mi respiración era libre y profunda. En efecto, tras calentar las piernas con el ejercicio, no me pesó caminar. Y con ese bienestar, marcando el compás con mis pasos y alegre por la insólita velocidad con que caminaba, recobré mi optimismo. Amenazaban por aquí, amenazaban por allá, pero no llegarían hasta la guerra. Y por eso, cuando llegué a Gorizia, vacilé, pensando si debería coger una habitación en el hotel para pasar la noche en ella y regresar al día siguiente a Lucinico a fin de presentar mis quejas al alcalde.

Por lo pronto, corrí a la oficina de correos para telefonear a Augusta. Pero de mi casa no contestaban.

El empleado, un hombrecillo de barbita rala, que con su pequeñez y rigidez parecía algo ridículo y obstinado —lo único que recuerdo de él—, al sentirme renegar furibundo ante el teléfono mudo, se me acercó y me dijo:

—Ya es la cuarta vez que Lucinico no responde.

Cuando me volví para mirarlo, en sus ojos brilló una gran maldad alegre (¡me equivocaba! ¡También eso lo recuerdo ahora!) y aquellos ojos brillantes buscaron los míos para ver si estaba tan sorprendido y enojado. Tardé diez minutos en comprender. Entonces no me cupieron dudas. Lucinico se encontraba o dentro de pocos instantes se encontraría en la línea de fuego. Cuando entendí perfectamente aquella mirada elocuente, me dirigía al café para tomar, en espera del almuerzo, la taza de café que debía haber bebido por la mañana. Cambié de rumbo al instante y fui a la estación. Quería encontrarme más cerca de los míos y —siguiendo las indicaciones de mi amigo cabo— me iba a Trieste.

Durante aquel breve viaje mío fue cuando estalló la guerra.

Pensando en llegar cuanto antes a Trieste, en la estación de Gorizia, y pese a tener tiempo, no tomé la taza de café que anhelaba desde hacía tantas horas. Subí al vagón y, al encontrarme solo, dirigí el pensamiento a los míos, de quienes me habían separado de forma tan extraña. El tren marchó bien hasta más allá de Monfalcone.

Parecía que la guerra no hubiera llegado aún hasta allí. Recobré la tranquilidad pensando que probablemente en Lucinico las cosas se habrían desarrollado como de este lado de la frontera. A aquella hora Augusta y mis hijos se encontrarían de viaje hacia el interior de Italia. Esa tranquilidad, asociada a la enorme y sorprendente que me procuraba el hambre, me sumió en un largo sueño.

Probablemente fuera el propio hambre lo que me despertara. Mi tren se había detenido en medio de la llamada Sajonia de Trieste. No se veía el mar, si bien debía de estar muy cerca, porque una ligera calina impedía divisar a lo lejos. La región de Carso tiene gran dulzura en mayo, pero sólo puede entenderlo quien no esté viciado por las primaveras exuberantes de color y vida de otros campos. Aquí la piedra que sobresale por todas partes está rodeada de un verde suave, que no es humilde, porque pronto se convierte en la nota predominante del paisaje.

En otras condiciones me habría irritado enormemente no poder comer teniendo hambre. En cambio, aquel día la grandeza del acontecimiento histórico a que había asistido me imponía y me inducía a la resignación. El revisor, al que regalé cigarrillos, no pudo conseguirme ni siquiera un pedazo de pan. No conté a nadie mis experiencias de la mañana. En Trieste hablaría con algún amigo íntimo. De la frontera, hacia la que tendía el oído, no llegaba ningún sonido de combate. Estábamos parados en aquel sitio para dejar pasar a ocho o nueve trenes que bajaban como exhalaciones hacia Italia. La llaga gangrenosa (como pronto se llamó en Austria el frente italiano) se había abierto y necesitaba material para alimentar su purulencia. Y los pobres hombres iban hacia ella sonriendo y cantando. De todos aquellos trenes salían los mismos sonidos de alegría o de embriaguez.

Cuando llegué a Trieste, la noche ya había caído sobre la ciudad.

La noche estaba iluminada por el resplandor de muchos incendios y un amigo que me vio ir hacia casa en mangas de camisa me gritó:

—¿Has participado en los saqueos?

Por fin conseguí comer algo y en seguida me acosté.

Un cansancio tremendo me empujaba hacia la cama. Creo que lo habían producido las esperanzas y las dudas que luchaban en mi cabeza. Seguía encontrándome muy bien y en el breve período que precedió al sueño, cuyas imágenes me había ejercitado en retener con el psicoanálisis, recuerdo que acabé el día con una última idea optimista e infantil: en la frontera aún no había muerto nadie, por lo que podía volver la paz.

Ahora que sé que mi familia está sana y salva, la vida que hago no me desagrada. No tengo demasiado que hacer, pero no se puede decir que permanezca inactivo. No se debe ni comprar ni vender. El comercio recobrará la salud, cuando haya paz. Olivi, desde Suiza, me hace llegar consejos. ¡Si supiera cómo desentonan sus consejos en este ambiente, que ha cambiado tan radicalmente!

Entretanto, yo no hago nada de momento.

24 de marzo de 1916

Desde mayo del año pasado no había tocado este cuaderno. Mira por dónde, el doctor S. me escribe desde Suiza y me ruega que le envíe todo lo que haya anotado. Es una petición curiosa, pero no tengo inconveniente alguno en enviarle también este cuaderno, por el que verá con claridad lo que pienso de él y de su cura. Ya que tiene en su poder todas mis confesiones, que tenga también estas pocas páginas y alguna más que de buena gana añado para su edificación. Dispongo de poco tiempo, porque mi negocio me ocupa toda la jornada. Pero quiero cantarle las cuarenta al señor doctor S. He pensado tanto en ello, que ahora tengo las ideas muy claras.

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