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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (9 page)

BOOK: La esclava de azul
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—Muy a menudo. Si no hallaba la solución se dedicaba a investigar quién pudo haber sido y dejaba para el final el saber cómo lo hizo. Preguntarla, por ejemplo, quién resultó favorecido por el testamento de Elio Manlio.

—¿Quieres decir que lo de Noviodunum puede ser solamente una tapadera?

—A veces las cosas no son lo que parecen. También indagaría si Elio Manlio estaba ya muerto cuando entraron sus amigos y familiares o si llegó a decir algo. En muchas ocasiones la última frase de un moribundo contiene la clave del enigma.

—También hay que dejar claro cómo llegó aquí esa estatua —añadí—. Quizás no fue el amigo de Éfeso quien la remitió.

—Está muy bien pensado —aprobó la esclava.

—Voy a ver a esa gente —decidí—. No conocí a Alcímenes, pero estoy seguro de que él no creería en la culpabilidad de la diosa, a menos hasta que la viera reencarnarse ante sus ojos.

—Ve a dar un paseo, como si estuvieses cumpliendo mi encargo. No vayan a pensar que he venido a pedirte ayuda. Pero no te alejes mucho por si acaso. —Baiasca se volvió hacia el jardín de las estatuas. Una brisa hostil mecía los setos en torno a sus mármoles blancos.

—Me dan miedo los perros —declaró.

—Mandaré a Cocleo que te acompañe hasta la salida.

En aquellos momentos la verja se abrió y una espléndida biga de caballos alazanes, que habría hecho palidecer de envidia a mi amigo Antonio, avanzó al trote por la avenida principal. La tripulaba un hombre de unos treinta y cinco años, con unos bucles primorosamente peinados y una clámide a la última moda de Atenas. Catón el censor, que golpeó a su hijo por sorprenderle con una banda en el pelo, habría mandado empalar a este tipo de romano decadente-helenizante.

El desconocido detuvo el vehículo junto a la escalinata, dirigió a Baiasca una larga y penetrante mirada y descendió del pescante de un salto. No entiendo mucho de perfumes, pero el que esparcía a su alrededor el romano no parecía ser de los baratos.

—¿Llevamos el mismo camino? —preguntó amistosamente.

—Eso parece —el hombre sonrió al escuchar mi acento.

—Griego, ¿eh? ¡Bravo! Me gusta todo lo griego. Vuestra moda, vuestra filosofía, vuestros vinos... Por cierto, ¿es tuya esa esclava? También me encantan las esclavas griegas.

—Es cémpsica.

—¡Qué lástima! —deploró el romano, probando por su expresión que sabía lo mismo que yo sobre cémpsicos—. Soy Cayo Manlio Turmo, sobrino del difunto Elio. Tú debes de ser el exquiriente que quería contratar mi prima Mitis. ¿Has visto ya la estatua homicida? Horrible, ¿verdad? En esta ocasión me ha defraudado el arte griego. Pensaba que vuestras estatuas mataban con algo más de elegancia.

Sin que pudiera afirmar si hablaba en broma o en serio llegamos al tablinium, en el que aguardaban mi cliente y una dama enlutada que me fue presentada como Livisa, viuda del finado Elio Manlio. La miré con cierta sorpresa. Dada la edad de Mitis había imaginado una recia matrona cuadragenaria. En realidad se trataba de una joven, adornada con una larga melena castaña y un marcado hoyito en la barbilla. Turmo saludó cordialmente a Mitis y con mucha más ceremonia a Livisa, mientras declamaba, con voz repentinamente cálida:

—Para las heridas de la zozobra crearon los dioses el bálsamo de la amistad.

—¿Qué has descubierto? —me preguntó directamente Livisa, ignorando las galanterías de su sobrino.

"—Es pronto para conclusiones —aseguré—. Aún debo interrogar a los testigos.

—Pregunta todo lo que desees.

—¿Quién fue el primero que llegó junto al cuerpo de tu marido? —la viuda oscureció su expresión.

—Yo misma —respondió. Turmo le cogió la mano entre las suyas.

—No resulta muy delicado traer estos recuerdos a la señora —protestó.

—Tiene qué saber todo lo que sucedió —le corrigió Livisa, retirando la mano—. Abrí la puerta con mi llave y le vi tendido boca arriba, con el mango del estilete asomando entre los pliegues de su túnica. Me flaquearon las piernas y cal de rodillas a su lado.

—¿Consiguió hablar?

—Estaba muerto, empapado en su sangre... —añadió la viuda, tapándose los ojos. Turmo se inclinó sobre ella y puso la mano en su hombro. No me pareció humano insistir.

—¿Ha sido leído el testamento de Elio Manlio? —planteé, cambiando de tema.

—Ayer me lo entregaron las vestales —anunció Turmo.

—Es muy breve —intervino Mitis—. Me lega una generosa dote, instituye heredero a mi hermano Marco y ordena la manumisión de Cocleo. Ha servido a mi padre desde que nació y todos estábamos seguros de que se acordaría de él —pensé que este punto podía tener ramificaciones interesantes.

—¿Conocía Cocleo la... quiero decir el secreto de Elio Manlio?

—¿Su traición? —tradujo Turmo, provocando una indignada mirada de ambas mujeres—. No debía ignorar nada sobre su amo. Fue siempre su hombre de confianza.

—No cabe sospechar de él —amplió Mitis—. Durante toda la representación se mantuvo en pie tras mi padre y cuando escuchamos su grito fue de los primeros que corrió escaleras arriba.

—¿No hay más beneficiarios del testamento?

—Ni siquiera se acordó de su sobrino más fiel —se lamentó Turmo—. Claro está que minorar la herencia hubiera sido una mala jugada para el heredero.

—Creía que disponía de un gran patrimonio —me extrañé. Livisa y Mitis habían vuelto a fulminar a su pariente con la mirada.

—Si el ratón tiene mucha hambre puede resultarle pequeño el queso —insistió Turmo. Mitis le cortó la frase:

—Esas bromas son de muy mal gusto —su primo se sorprendió o fingió sorprenderse.

—Pensé que había que contarlo todo —alegó. Aguardé unos instantes a que alguien hablara y continué:

—¿Y el amigo de Éfeso? ¿Tuvo alguna relación con lo de Noviodunum?

—Fue nombrado para una prefectura en Asia varios años antes de la guerra con los helvecios —negó Livisa.

—Aparte de lo que supiera Cocleo, mi padre sólo reveló el secreto a nosotros tres y a mi hermano —aseguró Mitis.

—¿Cómo supisteis que la estatua de Némesis venía de Éfeso?

—En la caja de embalaje había una tablilla con la dedicatoria.

—La trajeron unos marineros en una carreta —informó Livisa—. La desembalamos y a mi esposo le gustó tanto que decidió colocarla en su dormitorio, en el pedestal de una estatua de Hebe a la que dos días antes había roto el brazo en un tropezón.

—Mi tío era un amante de la belleza —medió Turmo—. Seleccionaba cuidadosamente sus esculturas y sus esposas:

Creí recordar que según Cocleo había sido la propia Livisa la causante del estropicio. Al fin y al cabo no es fácil que una mujer admita su torpeza en los asuntos domésticos.

—¿Qué aspecto tenía exactamente?

—Era una Venus desnuda y sonriente, con una paloma en la mano.

—¿Cuándo la visteis por última vez antes del crimen?

—Yo subí a enseñarle a mi padre el collar que iba a estrenar —reveló Mitis—, poco antes del banquete. Dije a Cocleo que retirara los restos del embalaje, que estaban en el suelo del dormitorio, porque mi padre quería mostrársela a sus amigos.

—¿No me habíais dicho que la desembalasteis antes de llevarla a la alcoba?

—Solamente le quitamos la tapa para verla —aclaró Livisa—. El embalaje fue desmontado ya sobre el pedestal, para que los esclavos no la dañasen en el transporte. Yo acompañé a nuestros invitados para que la admirasen, ya con el banquete empezado, y continuaba tan hermosa como cuando llegó.

—¿De qué barco eran los marineros que la trajeron?

—Del Melicertes de Cos —contestó Turmo—. Tenían aspecto de dodecanesios, de modo que me interesé por su nave. En cuestión de vestuario suele haber excelentes oportunidades de compra en una nave recién llegada del Egeo. No zarpará hasta dentro de una semana.

—Deberé hablar con su capitán para verificar quién y dónde cargó la estatua. ¿A qué distancia está el puerto? Es curioso, pero nunca he tenido un caso relacionado con él —justifiqué, ante la mirada sorprendida de mis interlocutores.

—Andando tardarías todo el día —respondió Turmo—. Iré yo con mi biga. Quizás tengan clámides en oferta —Mitis frunció el ceño ante este ofrecimiento.

—Yo te acompañaré —saltó.

—Es un viaje muy pesado... —empezó Turmo. Le cortó la irrupción de un joven espigado, de pelo rizado y gesto agrio, que permaneció unos instantes en el centro de la asamblea para tronar a continuación:

—¿Qué es esta tertulia? ¿Así guardan el luto la esposa y la hija de Manlio Helvético? —el silencio de las mujeres acreditó que me hallaba ante el heredero.

—No es una reunión social, primo —les defendió Turmo—. He venido a expresar a la señora mi más profunda...

—¡Silencio! —rugió Marco Manlio— ¡No es momento para importunar con galanteos? ¿Y quién es ése? ¿Otro pretendiente a la moda griega?

—Es un griego —justificó Mitis, con un hilo de voz—. El exquiriente que contraté.

—¿Quién ha llamado a un intruso para que meta la nariz en nuestros asuntos? ¡Fuera de aquí o haré que te expulsen a patadas!

—Él sólo viene a ayudar...

—No te esfuerces —le interrumpí, levantándome de mi asiento—. Sé entender una indirecta. Pero déjame decirte...

—¡Fuera! —exhaló Marco, con un evidente rictus de hematófago en alto grado de congestión. Por respeto al luto familiar me abstuve de replicar como merecía aquel energúmeno. Me despedí de Livisa y emprendí dignamente el camino de la salida.

—No te ofendas —me susurró Mitis en el pasillo—. Está muy trastornado.

—Es muy lógico en esta situación.

—Cuando volvamos del puerto iré a contarte lo que hayamos averiguado. Cocleo te pagará tus honorarios.

El bisojo me escoltó ceremoniosamente hasta la puerta de salida. Aproveché para satisfacer mi curiosidad:

—¿A qué edad se casó Livisa? —planteé—. No puede ser la madre de Marco y Mitis.

—Es la segunda esposa de mi amo. Pertenecía a la familia Cornelia y llevaban tres años casados —respondió el sirviente, ya junto a la verja, mientras me entregaba una bolsa de piel que tendí a Baiasca.

—Contéstame sinceramente: ¿quién tenía motivos para matarlo? —dibujó una sonrisa indescifrable y dijo:

—Según un proverbio cilicio, dos pichones y una paloma hacen demasiadas plumas en el palomar.

—No te entiendo.

—Tu oficio es el de resolver enigmas, ¿no es así? —terminó Cocleo, iniciando su retirada. Baiasca me indicó en voz baja.

—Aquí sólo hay cuatrocientos denarios —retuve al esclavo por el borde de su túnica.

—Tu ama prometió quinientos —le recordé. La mueca feroz de Cocleo acentuó aún más su bizquera.

—Olvidaba esta otra bolsa —musitó mientras me la entregaba, sin mirarme a la cara, y cerraba la puerta tras de sí.

—Debe de ser muy tarde —dije a Baiasca—. Te explicaré todo lo que ha pasado ahí dentro delante de un buen asado. ¿Hay alguna hostería cerca?

—La del templo de Quirino. Pero es un poco cara.

—Tanto mejor. Empezaremos a gastarnos los quinientos denarios.

—Yo te esperaré en la puerta. En las hosterías de Roma no sirven a una esclava.

—¡Qué absurdo! Pues no diremos que lo eres. Tampoco vas con una cadena al cuello.

—Si alguien me reconociera podrían encarcelarme por mezclarme con las personas libres.

—¿Qué hace entonces un esclavo para comer en esta ciudad?

—En ese puesto venden frutos secos. No nos está prohibido comprarlos. Pero tú sí puedes entrar en la hostería —miré con cierta aprensión las habichuelas expuestas en el tenderete. No parecían el reconstituyente más adecuado para quien viene de enfrentarse con la diosa de la venganza. Pero tampoco era humano dejar otra vez a Baiasca en la calle.

—Compra varias libras —le ordené—. Tengo mucho que contarte.

Masticamos las habichuelas sentados en las escaleras del templo de Quirino. Por la ventana de la cercana hostería salía un mortificante aroma de especias y cabrito asado.

—Si algún día eres libre —prometí a Baiasca— regresaremos aquí y vaciaremos la despensa de ese antro para celebrarlo —la esclava sonrió y repitió:

—Algún día —recordé que tal decisión dependía de mí y opté por cambiar de tema.

—¿Qué querría decir Cocleo con lo de la paloma y los pichones?

—No puedo saberlo. Pero yo no me fiaría de ese hombre.

—Es posible que la paloma sea Livisa y los pichones Elio Manlio y su sobrino. Turmo se comía a la viuda con los ojos. Por otro lado, creo que también Mitis sospecha de su primo. No consintió que fuera solo al puerto, como si dudase de la veracidad de lo que después nos contara. ¿Y qué insinúa Turmo con lo del queso y el ratón?

—Quizás que Marco Manlio es un derrochador.

—El caso es ya lo bastante misterioso como para que nos lo amenicen con enigmas suplementarios. Bien, ¿qué es lo siguiente que debíamos hacer?

—Visitar a la bruja de Ishtar.

—¿Sabes dónde trabaja?

—Siderobros te dijo que en el Celio. Ya encontraremos su templo.

—También tenemos que localizar al confidente epirota.

—A la vuelta podemos pasar por el mercado del Aventino.

—¿Queda cerca todo eso?

—En el otro extremo de Roma.

—Cuando abra mi próximo consultorio buscaré una ciudad más pequeña. Estoy harto de recorrer millas. ¿Tú no te cansas?

—Sin los coturnos que me regalaste tendría los pies destrozados.

—Al fin y al cabo han sido una compra rentable.

El templo de Ishtar, con el que dimos tras una agotadora travesía del Celio, resultó ser una minúscula casita en el centro de un jardín cercado. Una bóveda de piedra, en apariencia una bodega de techo bajo, completaba las edificaciones de la parcela.

—Si yo fuese la diosa Ishtar y alguien llamase a esto mi templo haría un buen escarmiento —manifesté, mientras cruzábamos la cerca—. Creo que será mejor que disimulemos el auténtico objetivo de la visita. La bruja podría ponerse en guardia y ocultar algo importante. Diremos que queremos conocer nuestro porvenir —Baiasca no pareció muy conforme e iba a oponer algo cuando la puerta se abrió, dando ocasión a que explicásemos el motivo de nuestra presencia a un esclavo mofletudo y sonriente. El hombre asintió y nos indicó que le acompañásemos.

Atravesamos el jardín hasta la entrada de la bóveda y seguimos la tea del sirviente por unos estrechos y oscuros escalones. La luz del día desapareció tras el primer recodo.

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