La fabulosa historia de Henry N. Brown (45 page)

Read La fabulosa historia de Henry N. Brown Online

Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
11.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Dios te oiga —exclamó Maurus, y añadió en un susurro—: Tiene que curarse. No soportaría pasar por lo mismo otra vez.

Bernard asintió con un movimiento de cabeza.

—Haremos todo lo posible.

—Sí, lo sé. Y también sé que no son palabras vacías. ¡Te estoy tan agradecido, Bernard! No te puedes imaginar lo difícil que es conseguir aquí el tratamiento indicado si no eres… Bueno, si no bailas al son que tocan.

—¿Seguro que no existe ninguna posibilidad de llevar a Nina a un hospital de Viena, por ejemplo? La asistencia médica en el oeste funciona mucho mejor y más deprisa.

—¿Con nuestro historial familiar? ¡Bromeas! No te creerías cuántas llamadas he hecho hasta ahora. He incordiado a todos los contactos que tengo. Hace semanas que estoy mendigando. Pero me han dejado bastante claro que puedo considerarme dichoso si este año me conceden un pasaporte para ir a ver a mi madre a Viena. La última vez, hace tres años, no me permitieron salir del país. Seguramente dije algo incorrecto en alguna de las entrevistas.

Intenté escuchar mejor, pero Nina me sujetaba tan estrechamente que oía más fuerte su respiración que las voces de la cocina. Una pena, porque lo que contaba Maurus me parecía muy interesante. ¿La gente en Budapest no podía viajar a su antojo? ¿Lo había entendido bien? ¿Quién se lo prohibía?

—¿Tan mal están las cosas? En Suiza, en los medios siempre se habla de Hungría como del barracón más divertido de todo el campamento socialista. Por las informaciones que dan es como si aquí no hubiera un régimen represivo.

—Bueno, eso depende de con quién hables —dijo Ilona irónicamente—. Los que se limitan a leer los libros que no están prohibidos no sufren represalias, claro. Viva el sistema, hurra.

¿Tampoco podían leer lo que querían? Aquello era cada vez más extraño. Todas aquellas informaciones me confundían.

—Lo que vosotros calificáis en el oeste de «socialismo liberal» —prosiguió Ilona—, lo hemos pagado con nuestra sangre. No creerás que tendríamos esas libertades si la gente no hubiera ido a las barricadas en 1956. Pero, sí, es cierto —admitió Ilona—. Si lo comparamos con la RDA, por ejemplo, no estamos tan mal.

Entonces me vino de repente a la cabeza: la RDA, eso era lo que había ocurrido en Alemania. Recordé que, al poco de acabar la guerra, habían escindido una parte de Alemania y que a principios de los años sesenta incluso habían construido un muro para hacer bien visible la separación. A la parte nueva la llamaron RDA. En la televisión francesa dieron la noticia de que incluso podían abrir fuego contra las personas que intentaban salir ilegalmente del país cruzando el muro, y también recordé que Hélène se había quedado horrorizada al oírlo. Pero ya hacía mucho de eso. Me costaba creer que esa frontera siguiera existiendo y, sobre todo, no sabía que existían más países donde la gente vivía como si estuviera encerrada en una gran prisión. Los osos y la política nunca han combinado bien.

Maurus intervino con rabia:

—¿Libertades? Sí, todo eso está muy bien, pero en los momentos decisivos este maravilloso Estado nos deja en la estacada. Cuando pienso que no puedo darle a mi hija la ayuda que necesita y que podría recibir en otra parte, me entran ganas de vomitar de rabia.

—No te preocupes —dijo Bernard—. Seguro que encontraremos una solución. Tú me ayudaste hace tiempo y ahora te ayudaré yo.

Me pregunté de qué manera lo habría ayudado Maurus, pero los dos hombres guardaron silencio al respecto de común acuerdo. Cuando el silencio se volvió demasiado intenso, Bernard dijo:

—Bueno, y ahora me gustaría ir a tomar una cerveza con mi amigo Maurus y charlar sobre los viejos tiempos. ¡
Soproni Ászok
, por favor!

Se fueron y yo me quedé despierto en la quietud de la noche, preguntándome qué clase de personas permitían que una niña sufriera por cuestiones políticas.

Nina sollozó en sueños.

Al día siguiente nos llevaron, a Nina y a mí, al hospital.

—Yo ya he estado en el hospital —me dijo Nina—. ¿Y tú?

Yo también. Y no me gustó demasiado
.

—Las enfermeras siempre son muy amables. Y los médicos también. Pero es muy aburrido.

¡Eso es lo de menos! Si quieres, podemos jugar todo el día
.

—Pero esta vez no estoy sola.

La serenidad y la resignación de Nina me acongojaban. Después de los años que había pasado al lado de Laura, que estuvieron marcados por sus enérgicas protestas, casi me parecía mal que Nina no se rebelase. ¿Por qué no se ponía hecha una furia y vociferaba que quería estar sana?

La cama de Nina estaba detrás de una mampara en una habitación muy espaciosa. Era un lecho grande y blanco, y Nina parecía allí todavía más pequeña de lo que era. Tenía una mesilla de noche, y al lado de la cama había un taburete amarillo. Pero lo mejor de todo era la ventana, desde donde podía verse el bosque. El sol de octubre caía entre las hojas coloridas de los árboles. La habitación era luminosa y aireada, muy distinta de la habitación del hospital de Florencia, pero el olor a desinfectante que se extendía por los pasillos era el mismo. Lo reconocí enseguida.

Entró un hombre y le dio la mano primero a Nina, después a Maurus y luego a Bernard.

—Tú debes de ser Nina —dijo—. Yo soy Lajos Szabó. —Luego, me señaló y preguntó—: ¿Y quién es este?

—Mici —dijo Nina—. Es suizo.

—Mici, ajá —dijo el doctor—. Un espía…

—Sí —contestó Nina, mirándolo desafiante—. ¡Así que tendrá que hacerlo todo bien!

Szabó sonrió.

—Bueno, pues no perdamos más tiempo.

Miró a Bernard, que asintió con un gesto de cabeza. El examen médico duró una eternidad. Me pregunté qué buscaban exactamente. ¿Qué era lo que se había escondido tan bien en el cuerpo de Nina que no podían encontrarlo? Normalmente, Bernard lo encontraba todo.

—Tenéis que tener paciencia —repetía Bernard una y otra vez, cuando su mirada se cruzaba con las de Maurus e Ilona—. Dadnos un poco más de tiempo.

A Nina le colocaron cánulas delgadas que desaparecieron en sus brazos, le dieron píldoras e inyecciones, y a mí me dio la impresión de que cada vez estaba más demacrada, su piel fue adquiriendo una palidez apergaminada, con un matiz casi azulado. Estaba muy preocupado porque Bernard, en quien todos habían puesto tantas esperanzas, no parecía tener éxito.

Sin embargo, una mañana se advirtió de pronto una mejoría. Después de pasar un par de días en el hospital, Nina empezó de pronto a recuperarse. Al cuarto día, Nina se despertó por la mañana y anunció:

—Tengo hambre.

El doctor Szabó estaba entusiasmado.

Han encontrado un remedio que ha hecho entrar en razón a su cuerpo, pensé, y no fui el único que se sintió aliviado.

Maurus e Ilona estaban contentísimos, se sentían liberados. Los oí bromear y reír. Bernard les transmitía seguridad y optimismo, dos cosas muy difíciles de conseguir en este mundo, por lo que yo sabía.

Cuando llegamos a Budapest, los dos estaban tan deprimidos y sus caras tan grises que apenas podían distinguirse de las paredes de su piso oscuro. Pero el color volvió lentamente a la vida de los Andrássy y a las mejillas de Nina.

Bernard y Laura volvieron una vez más al hospital para despedirse.

—Pronto estarás mejor, Nina —dijo Bernard—. Y cuando te hayas puesto bien del todo, ¡vendrás a visitarnos a Suiza! —añadió, y le dio a niña un pellizco cariñoso en la mejilla—. Hasta pronto, pues.

—¡Gracias, camaradas! —dijo Nina, y todos rieron.


Szia
, Nina —dijo Laura levantando los dos pulgares—. Cuídate.

Se dio la vuelta hacia su padre y lo cogió del brazo.

Me quedé mirándola. Laura. Cuánto había crecido, se había hecho mayor, era realmente una buena chica. Me invadió una oleada de simpatía tardía.

Bernard ya tenía el pomo de la puerta en la mano cuando oí que Laura susurraba:


Ciao
, Paolo.

En un primer momento, no estuve seguro de que hubiera dicho realmente eso. Pero cuando mi mirada se cruzó con la suya, tuve la certeza de que así había sido. Le estaré eternamente agradecido por haberse despedido también de mí. Por fin estaba todo en orden.

Por primera vez pensé que a la familia Hofmann le había llegado cierta armonía.

Maurus e Ilona los acompañaron a la puerta. La mampara amortiguaba sus voces. Agucé los oídos. Sabía por experiencia que las cosas más importantes suelen decirse en las despedidas. Mucha gente no logra hacerlo antes.

—Ahora está estable, pero tendréis que estar muy pendientes de ella —insistió Bernard—. Los reconstituyentes surten el efecto deseado, pero su cuerpo está muy débil. Un colapso del sistema inmunológico como el que ha sufrido puede tener muchas causas. Hasta ahora no hemos encontrado nada llamativo, pero, como ya he dicho, puede haber muchas causas. Prométeme que me avisarás si pasa algo.

—Gracias, Bernard. Te mantendré al corriente. No sabes cuánto me alegro de que hayáis venido. Habíamos intentado ya tantas cosas… Sin ti, habría perdido el ánimo.

—Ahora tendríais que intentar llegar a la calle —dijo Ilona, interrumpiendo el discurso de despedida—. Maurus se pone siempre tan dramático. —Se rió—. Claro que, si no fuera así, seguramente tampoco sería un pianista tan extraordinario.

—Gracias, Ilona, eres muy amable —dijo Maurus—. Bueno, pues ya lo sabéis, nada de despedidas largas; órdenes de arriba. Buen viaje.

Oí que la puerta se cerraba. Luego Maurus asomó la cabeza por detrás de la mampara. Parecía cansado.

—Qué, lucero, ¿va todo bien?

Nina asintió con la cabeza.

—Entonces, nosotros también nos vamos.

—Vale.

—Hasta mañana, princesa. Que duermas bien y te mejores.

Le dieron un beso los dos, uno en la mejilla derecha y otro en la izquierda, y Nina hundió la nariz en mi piel.

Ilona y Maurus iban todos los días al hospital Szent János. Cruzaban la ciudad de punta a punta para visitarnos, a Nina y a mí, en la clínica de las afueras, y muy pronto me di cuenta de que la niña progresaba. Dejó de vomitar y la tos se había calmado, pero la palidez no acababa de desaparecer de su rostro.

—Te he traído Túró Rudis. Tres —dijo Ilona un día al entrar en la habitación. A Nina le encantaban esas chocolatinas, las que más le gustaban eran las rellenas de requesón—. Una para ahora, una para después y otra para el viaje de vuelta a casa.

—¿Para el viaje de vuelta a casa? —preguntó Nina.

¿Podíamos irnos a casa?

—El doctor Szabó dice que estás tan estable que ya puedes irte a casa.

—¿Has oído, Mici? ¡Podemos volver a casa!

¡
Pues claro que lo he oído
!

Nina floreció.

La vida en el piso de la Mátyás utca fue nueva para mí. Se me hacía raro vivir sin Bernard y Laura, pero sentía que mi lugar estaba junto a Nina, y pronto dejé de pensar en ellos.

A aquellas alturas, ya había comprendido que Budapest estaba en un país donde la vida se desarrollaba de acuerdo a unas reglas distintas a las que yo estaba acostumbrado. Sin embargo, en la vida cotidiana lo único que notaba era que la gente tenía menos cosas. La situación me recordaba un poco la época de la posguerra, cuando muchas cosas escaseaban. Siempre había tenido claro que la familia Hofmann no pasaba necesidades, pero fue entonces cuando comprendí plenamente lo ricos que eran. El televisor de los Andrássy era un modelo viejo en blanco y negro, muy similar a la tele que tenían los Brioche en los años cincuenta. Maurus no tenía coche. El frigorífico no rebosaba de comida ni mucho menos, y las Navidades resultaron más bien frugales. Todo lo que recordaba vagamente un artículo de lujo tenía a lo sumo el encanto de principios de los años setenta. Había vivido todas esas épocas y reconocí muchas cosas. ¿Cómo era posible que el año 1989 tuviera en aquel país un aspecto tan diferente al que tenía en Suiza? No lo comprendía. Por desgracia, no cabía esperar una explicación por parte de Nina. Cuando no estaba descansando, pasaba la mayor parte del tiempo inventando historias. Historias sobre otros niños, sobre animales y sobre Arthur, el ángel bajito y regordete de la serie de dibujos animados, que en situaciones de emergencia bajaba planeando del cielo con su paraguas y hacía todo tipo de disparates.

La normalidad hizo su entrada y al cabo de unos días ya conocía las rutinas y los ruidos de la casa.

A las cinco y media de la mañana sonaba un despertador en la habitación contigua, luego se oían los pasos de los pies descalzos de Ilona sobre el parquet y, poco después, la puerta principal. Iba a cumplir su turno como revisora en el tranvía de la línea 4. Durante la cena, solía contar anécdotas del trabajo, de perros, maletas y niños olvidados, de chiflados y de borrachos.

Maurus practicaba muchas horas diarias en su enorme piano de cola mientras Nina dormía y yo lo escuchaba contento.

—Cuando papá toca el piano tengo sueños muy bonitos —dijo una vez Nina—. Crea imágenes para mí. Por ejemplo, cuando interpreta a Grieg, la sonata para piano en Do mayor, siempre sueño con mucha agua. Y cuando toca la
Patética
de Beethoven, sueño con el verano.

La comprendí perfectamente. Maurus era capaz de hacer sonar el piano de una manera tan especial que el mundo parecía guiarse por sus melodías.

Me gustaron aquellos días, en los que no sucedió nada extraordinario, en los que la vida transcurrió murmurando plácidamente y las preocupaciones con las que al principio nos habían cargado a todos con mano dura fueron perdiendo peso. Me sentía en casa.

Pasó un tiempo hasta que me enteré de que Ilona no era la madre de Nina, porque yo al menos no les había notado nada. Y no supe que Ilona no llevaba el mismo apellido que Nina y Maurus hasta aquel nefasto día poco antes de Pascua. La relación de los tres parecía tan armoniosa y normal que no se me ocurrió pensar que no eran una familia como cualquier otra. Es cierto que había notado que Maurus tenía una relación muy estrecha con Nina, pero un padre cariñoso no era algo tan insólito como para dar que pensar. Hasta principios de marzo viví contento y satisfecho con mi error.

Nina tosía menos y, aunque lentamente, recobraba un poco las fuerzas. Todavía no podía ir a la escuela, porque aún le fallaban las piernas, pero Maurus le había prometido que, si seguía progresando tanto, el próximo curso podrían planteárselo. Mientras tanto, pasábamos el tiempo jugando. Uno de nuestros juegos favoritos era formar parejas con las cartas. Para ser exactos, Nina jugaba y yo me enfrentaba a ella en silencio.

Other books

Agatha & Savannah Bay by Marguerite Duras
Quest Maker by Laurie McKay
Moving Target by McCray, Cheyenne
La divina comedia by Dante Alighieri
Ashwalk Pilgrim by AB Bradley
This Thing of Darkness by Harry Bingham
Valknut: The Binding by Marie Loughin