—Ya lo sé —dijo Ilona—. No pasa nada.
Nina me abrazó con fuerza y dijo:
—Y Mici también está aquí.
La fiesta de Pascua fue muy diferente de como la habían planeado. Estrictamente hablando, se suspendió. Maurus e Ilona pasaron la mayor parte del tiempo con nosotros, velando a Nina.
Las inyecciones y los medicamentos que le dieron la estabilizaron lo suficiente como para que pudiera volver a sentarse, pero cada vez estaba más pálida, tenía accesos repentinos de fiebre y se quejaba de que le dolían los huesos.
¿Qué le ocurría? ¿Por qué no se recuperaba? Yo creía que Bernard la había curado, pero, por lo visto, estaba equivocado. ¿Qué se le había pasado por alto? ¿Y qué se le estaba pasando por alto al doctor Szabó?
—Deberías llamar a Bernard —le susurró Ilona a Maurus cuando Nina se quedó dormida mientras jugaban al parchís.
—Él tampoco pudo ayudarla —objetó Maurus.
—Te dijo que no podía hacer nada más en aquel momento, pero quizá ha cambiado la situación.
—¿Qué te hace pensar que ahora podría ayudarnos?
—Maurus, no seas tan tozudo.
—Te ngo tanto miedo… —susurró Maurus—. Si Nina no se cura…
—Seguro que encontraremos la manera de ayudarla. Por favor, Maurus, llama a Bernard.
Maurus asintió débilmente y se restregó los ojos. Estaba cansado.
—Probablemente tienes razón. Como siempre.
Se quedó un momento en silencio.
—Si pudiéramos llevarla a Viena o a la clínica de Bernard en Olten. La cuestión es llevarla lejos de este… de este…
—Cálmate, Maurus —dijo Ilona, mirando a su alrededor—. Así no haremos amigos.
Maurus se enfureció.
—Nosotros no tenemos amigos aquí, ¿no lo entiendes? No me permiten salvar a mi hija. ¡Odio este país! Quiere quitarme todo lo que… —Se interrumpió y le cogió la mano a Ilona—. Perdóname, Ilona. Por favor, perdóname. Es que estoy desesperado.
Ilona le sonrió para tranquilizarlo.
—Lo conseguiremos. Juntos lo conseguiremos. Y estoy segura de que Bernard vendrá a ayudarnos.
Me alegraba tanto que se hubieran reconciliado… En la tarde funesta, había sido una conmoción ver que Ilona se marchaba. Era una suerte que tuviera una voluntad tan férrea y que pudiera darle a Maurus la fuerza que necesitaba en su desesperación. Sentía pena por Maurus. Sentía pena por ambos.
Nina se despertaba a menudo de noche, pero no le tenía miedo a la oscuridad. Entonces solía hablarme en voz baja, me susurraba al oído y me pasaba el pulgar por el punto de consuelo.
—Pienso a menudo en mamá —dijo una noche.
La luna había desaparecido detrás de las nubes y el cuarto estaba en tinieblas. Un escalofrío me recorrió la espalda.
—Hace tiempo que está en el cielo —continuó—. Antes, papá siempre me contaba que mamá está ahí arriba y vela por nosotros. ¿Crees que se habrá olvidado de velar por mí?
No sé nada del cielo y no tengo la menor idea de si se puede estar allá arriba velando por otras personas. Nunca me había planteado seriamente esa pregunta.
No, no creo que se haya olvidado de velar por ti
.
—Me pregunto si mamá es un ángel. Como Arthur, el de la serie de dibujos animados.
Me gustó que Nina se imaginara a su madre como un ángel que se divertía mucho y salvaba sin descanso a la gente de situaciones complicadas.
—Si es como Arthur, seguro que me ayudará a ponerme bien.
Eso espero
.
—¡Tengo que ponerme bien! —dijo adormilada.
Sí. ¡Sin falta
!
—El día de mi cumpleaños vamos a ir al circo —añadió, y cerró los ojos.
Aquella noche no tosió, pero la fiebre latía en su cuerpecito.
Abril iba ya por la segunda mitad cuando se supo el diagnóstico. Leucemia linfática aguda.
La palabra «cáncer» no se pronunció ni una sola vez en presencia de Nina, nadie dijo nunca cómo se llamaba la enfermedad que la devoraba lentamente por dentro. Pero Nina era una niña inteligente y, aunque nunca se enteró de que tenía cáncer, sabía perfectamente qué le fallaba.
—Tengo la sangre enferma —me explicó con valentía—. Y los huesos también. El tío Bernard vendrá la semana que viene para curarme.
Callé. ¿Qué iba a decirle? Yo no sabía nada de enfermedades, no sabía nada de la muerte; incluso de la vida sabía bien poco. De lo único que yo entendía era del amor. A Nina había que quererla de todo corazón, esto lo tenía claro. Acepté la tarea con gusto.
Cuando Bernard llegó, el doctor Szabó ya había comenzado con la quimioterapia. Nina recibió también radiaciones y fue cada vez a menos.
Yo dormía en sus brazos noche tras noche y noté que cada vez estaba más delgada, que su cuerpo estaba cada vez más débil y que la pequeña Nina parecía desvanecerse lentamente. A menudo caía en un estado de duermevela, entre la vigilia y el sueño, se sometía sin oponer resistencia a todo lo que le pedían y se esforzaba por sonreír a su padre siempre que podía.
—No estés triste, papá —decía en tono severo—. Mamá vela por nosotros.
—Sí, mi lucero, tienes razón. Mamá vela por nosotros —respondía Maurus tragando saliva.
Me cuesta mucho recordar la cara cenicienta de Maurus sin que se me haga un nudo en la garganta. Y me cuesta muchísimo recordar aquellas semanas en el hospital sin tener la sensación de que me desgarro por dentro.
Fue tranquilizador volver a ver a Bernard. Me di cuenta de que en Maurus y en Ilona también brillaba una chispa de esperanza. Pero Bernard apenas pudo mantener viva esa chispa.
—El doctor Szabó ha hecho lo correcto —dijo, y le pasó el brazo por los hombros a Maurus—. Nina no podría estar en mejores manos, pero será su cuerpo el que finalmente decida si tiene suficiente fuerza para defenderse de las células cancerígenas.
—Nina es resistente —dijo Ilona—. Lo conseguirá.
Maurus e Ilona acompañaron a Nina en el hospital noche y día. Yo estaba acostado con una oreja contra su pecho y escuchaba temeroso cada uno de sus latidos.
Llegó el día del cumpleaños de Nina. Por primera vez desde hacía días, el sol se abrió paso entre las nubes y brilló sobre la cama de la niña. Los árboles que se veían desde la ventana resplandecían luciendo un verde intenso y fresco.
Bernard le había traído un jersey azul de regalo.
—Laura te envía sus mejores deseos —le había dicho, y Nina había apretado contenta el jersey contra su cuerpo.
Reconocí el olor; aunque era muy tenue y estaba cubierto por el perfume del detergente de ropa, olía a Laura. Por un instante sentí que estaba de nuevo en Olten, lejos del hospital, libre de la angustia que allí era omnipresente. Nunca se olvida un olor.
Maurus e Ilona habían inflado unos globos y los habían atado a la cama de Nina. Habían cantado y habían intentado jugar con ella a formar parejas con las cartas, pero Nina tuvo que volver a recostarse sobre la almohada.
—No me encuentro bien —dijo con voz queda.
Maurus le limpió la frente con un trapo húmedo y le susurró palabras tranquilizadoras hasta que se quedó dormida. Luego se sentaron junto a la ventana, mirando fuera hasta que comenzó a oscurecer. No había mucho que decir.
A última hora de la tarde, cuando ya hacía rato que había oscurecido y la luz amarillenta de las farolas de la calle entraba en la habitación, Nina se despertó.
—Papá —dijo en la oscuridad.
Maurus levantó la cabeza.
—Estoy aquí, princesa. A tu lado —dijo, y le puso la mano sobre el brazo.
—Hoy me habría gustado tanto ir al circo… —exclamó Nina.
—Lo sé —respondió Maurus, sin poder disimular el temblor en su voz—. Lo sé,
Csillagom
.
—Habría sido muy bonito…
—Sí —dijo Maurus en un susurro casi imperceptible—. Habría sido muy bonito.
Ilona se sentó al otro lado de la cama, le cogió la mano a Nina en la suya y comenzó a hablar en voz baja.
—Iremos al circo ahora —susurró—. Todos juntos.
Miró a Maurus por encima de la cama.
—Celebraremos tu cumpleaños yendo al circo, a ese tan grande que hay en el parque municipal, arriba del todo, en el Jardín Botánico, ¿me oyes? Imagínatelo. Cogemos un taxi para ir porque a tu papá se le ha hecho tarde, como siempre. Vamos muy elegantes. Yo llevo mi vestido rojo largo, tu papá se ha puesto el traje y tú llevas los vaqueros nuevos y el jersey azul que te ha regalado Laura…
Nina sonrió débilmente. Maurus le estrechó la mano con fuerza, y bajó la cabeza. Ilona prosiguió:
—Le pedimos al taxista que nos lleve hasta la puerta. Cuando llegamos, se baja y te abre la puerta, como se hace con las señoritas distinguidas. Te cogemos de la mano, papá de la izquierda y yo de la derecha, y entramos juntos. Encima de la entrada hay unas enormes letras luminosas de colores: FÓVÁROSI NAGYCIRKUSZ. ¿Oyes cómo toca la orquesta? Ahora se oye el redoblar de los tambores. La función está a punto de empezar. Hemos conseguido unos asientos estupendos, los mejores, en un palco de honor. Nos sentamos muy cerquita de la pista y desde ahí podemos verlo todo perfectamente. Se apagan las luces y solo queda un foco encendido, que ilumina el telón de terciopelo rojo.
Ilona bajó la voz un poco más hasta que se convirtió en un suave murmullo.
—Reina un silencio absoluto. Todos los espectadores contienen el aliento. El redoble de los tambores es cada vez más fuerte y de pronto, ¡tachán! ¿No es emocionante? El telón se levanta y aparece el director del circo. Es un hombre gordo, y lleva un frac largo y un enorme sombrero de copa negro en la cabeza. «Estimado público —grita—. ¡Damas y caballeros! Hoy les ofreceremos una función muy especial porque tenemos una invitada de honor: la pequeña Nina, que hoy cumple diez años». Todos aplauden a rabiar. ¿Lo oís? El director del circo hace una reverencia delante de nuestro palco y anuncia el primer número. Es el de los caballos. Cinco caballos blancos preciosos entran galopando en la pista. La luz es ahora azul, y los hace brillar de verdad. Llevan penachos de colores en la cabeza y sus ojos parecen muy negros. Galopan en círculo y ahora… Ahora se levantan sobre sus patas traseras. Es como si nos saludaran con los cascos delanteros. ¿Ves cómo saludan?
Nina asintió en silencio. Su corazón latía muy cerca de mi oído y tuve la certeza de que estaba viviendo ese sueño con Ilona y su padre, que sentía la dureza de las sillas, el olor de los animales y la atmósfera cargada de suspense.
Ilona continuó el relato. Describió a los leones, las focas y el mago, a los acróbatas y a las equilibristas, y no se cansó de elegir para sus descripciones las imágenes más brillantes y coloridas que podían imaginarse.
Maurus miraba a Ilona en silencio, le había estrechado la mano con la que tenía libre. Los tres cogidos de la mano; eran una unidad. Estaban juntos en el circo.
—Ahora sale el payaso —dijo Ilona—. Lleva una gorra enorme de cuadros blancos y negros, y por debajo asoma una cabellera desgreñada y de color rojo vivo. Tiene una nariz roja y unos ojazos enormes. Es el payaso más famoso del mundo. Se llama Oleg Popov y ha venido expresamente en tu honor. Te hace una reverencia.
Nina sonrió.
—¿De verdad? —preguntó con voz ronca.
—Pues claro que sí —dijo Ilona—. La pista del circo está a oscuras, solo se ilumina un pequeño cerco redondo que parece un sol. Al fondo se oye un piano. ¡Mira! Oleg se sienta en el cerco del sol y saca una botella de una cesta, y un gran trozo de pan. Seguro que está de picnic. Parece muy contento. Pero ¿qué pasa ahora? El cerco del sol se está moviendo. Oleg salta tras él, intenta atraparlo, pero el cerco es más rápido. Zas, un poco más allá, y Oleg siempre detrás. El público se ríe de su torpeza. Mira, ¡por fin lo alcanza! Oleg se tumba en el cerco y lo acaricia con ternura. Sí, parece que le está hablando para convencerlo de que se quede. Muy bien, querido cerco, quédate aquí quietecito. Parece que el cerco se ha calmado. Ahora Oleg podrá terminar el picnic. ¿Qué? ¡El cerco quiere irse otra vez! Oleg vuelve a acariciarlo. Sí, así, muy bien. Pero ahora, de repente, viene alguien y quiere ahuyentar al payaso. Y ¿ves lo que hace ahora? Se arrodilla y abraza el cerco, y lo junta con muchísimo cuidado con las dos manos, como si apilara un montoncito de tierra. El cerco del sol se vuelve cada vez más pequeño, y ahora es tan pequeño y tan fácil de manejar que Oleg lo coge y se lo mete en el bolsillo. Ahora ya no lo perderá. ¿Ves cómo sale luz de su bolsillo? ¿Ves lo contento que está? Tiene la cara radiante.
Ilona levantó la cabeza lentamente y miró a Maurus a los ojos. Sin apartar la mirada, continuó hablando:
—Y el público aplaude, aplaude a rabiar. Y ¿sabes qué, mi vida? No están aplaudiendo a Popov, te aplauden a ti, solo a ti. Porque tú eres nuestro lucero, porque eres una niña valiente, lista y fuerte, porque…
—Sí —oí decir a Nina—. Con vosotros…
El corazón de Nina latía levemente, muy levemente. Yo oía cómo el aire entraba en sus pulmones y volvía a salir. Oía la sangre murmurando por sus venas y el gorgoteo en su estómago, oí que estaba viva, y tuve un único deseo, que resistiera, que tuviera fuerzas, que el amor la ayudara porque, excepcionalmente, allí había amor de sobra. Y por un momento logré convencerme de que así sería.
Pero Nina no lo consiguió. Murió dulcemente, como era su forma de ser, una mañana a las diez.
Ese día en la televisión dieron la noticia de que, en un pequeño pueblo fronterizo llamado Sopron, dos hombres habían hecho un agujero en el telón de acero y habían abierto simbólicamente la frontera entre Austria y Hungría. Demasiado tarde para Nina.
Hay muchas formas de llorar la muerte de alguien, y ninguna es mejor o peor que las otras. Por eso nadie tiene derecho a juzgar a los que están de duelo. Tampoco un oso de peluche.
Al cabo de dos semanas Maurus no aguantó más mi presencia ni tampoco la de los demás juguetes de Nina, y le pidió a Ilona que lo pusiera todo en una caja y la llevara al desván.
—No puedo seguir viendo estas cosas —dijo—. Cuando este oso de peluche me mira, se abre un abismo oscuro a mis pies. Quizá no sea lo correcto, pero así siempre pienso que Nina todavía está aquí, pienso que está… —Se le quebró la voz, e Ilona comenzó a recoger las cosas.
No sé por qué, pero Ilona no tuvo valor para meterme en la caja.
—¡Nina quería tanto a su Mici! —le dijo a Maurus, hundiendo la nariz en mi piel.
Yo también la quería mucho
.