La Galera del Bajá (16 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventura, Histórico

BOOK: La Galera del Bajá
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—¡Ea! Vamos a buscar otras botas, amigos. Si luego deseas beber, en la otra bodega guardo todavía Chipre.

El parapeto, inundado de nuevo, apagóse. Los turcos lanzaban fieros alaridos, desilusionados al ver aquella maniobra cuando ya pensaban haber obligado a los cristianos, que les ocasionaban grandes bajas, a salir de aquella barricada. Y viendo que ya no podían incendiarla, mojada como estaba, variaron de táctica.

Dejando de medio protegerse entre los pámpanos del viñedo, lo abandonaron y se precipitaron sobre sus caballos intentando un ataque directo y en toda regla a las cuadras.

—A los arcabuces —advirtió Damoko, comprendiendo el plan de los mahometanos y dando la voz de alarma, —o moriremos achicharrados.

El reloj continuaba sonando. Todos los asediados iniciaron un nutrido tiroteo contra los turcos descubiertos y varios de los musulmanes se desplomaron en tierra.

Por el contrario sus flechas no alcanzaban casi a las trincheras y menos todavía a las caballerizas.

Mico, el valeroso albanés, producía estragos. No desperdiciaba ni una bala y los que él elegía caían o con la cabeza o con la columna vertebral destrozada. Por un buen tiempo los turcos soportaron los disparos con una feroz tenacidad y reanudaron la carga para acercarse a las caballerizas. Después, de pronto, volvieron grupas y fueron a ocultarse en el viñedo.

—Escapan porque su intento les ha ocasionado excesivas bajas —comentó el León de Damasco.

—No pienso así, señor.

Y el valeroso cretense, exponiéndose a ser herido por alguna flecha, abandonó la barricada y se dirigió a las cuadras. Poco después lanzaba un tremendo grito:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Estamos perdidos!

—¿Qué se incendia? —inquirió Muley.

—El establo. El heno está ardiendo y amenaza la vivienda.

—¿Nos vamos a dejar asar aquí? —exclamó la duquesa. —¡Salgamos ya y lancémonos a la carga!...

—Por este lugar, no, señora. Será más aconsejable que los turcos no nos vean. Ayúdame, Mico.

—¿A qué? ¿A terminar con más miserables de esos?

—En este trabajo ya se afanarán los demás por lo menos durante cinco minutos. Vosotros defended enérgicamente la puerta y cuidaos de los ballesteros, más peligrosos en este instante que los arcabuceros.

En una de las paredes de la cocina había una gran viga. Entre ambos la cogieron y comenzaron a dar golpes en uno de los extremos de la estancia con el fin de derrumbar aquella pared que afortunadamente no era demasiado sólida.

Mientras tanto los turcos no cesaban de disparar y gritar:

—¡Morid todos los de ahí dentro! ¡Perros despreciables! ¡Muerte a los cristianos!

Una densa humareda alzábase tras de la casa, progresando en dirección a la barricada y envolviendo a los arcabuceros.

Los duques, que habían adivinado las intenciones del candiota, reunieron los caballos y comprobaron sus arreos con detenimiento. Una correa rota o floja podía provocar un desastre en una carrera desenfrenada como la que iban a iniciar.

Mico y Damoko continuaban su trabajo y habían derrumbado ya buenos trozos de pared. Los atacantes, ensordecidos por las descargas de los arcabuces, no podían percibir los golpes de la viga. Por otra parte, convencidos de que no podrían extinguir el incendio, se habían alejado algo más del parapeto, conformándose con vigilar la puerta por donde no les cabía la menor duda de que habrían de ver salir a escape a los cristianos para no sucumbir entre el fuego.

Los cuatro candiotas mantenían un intenso tiroteo contra los mahometanos, logrando de cuando en cuando herir o matar a un jinete o un caballo. Siete u ocho, más temerarios o más valientes, habían intentado una carga contra el parapeto tan obstinadamente defendido. Pero casi todos murieron en el trayecto.

—¡A caballo! —exclamó de improviso Damoko. —La salida ya está practicada.

—¡En marcha, Leonor! No perdamos un instante y que Dios nos proteja. ¡Hacia Capso!

—¿Estamos todos? —inquirió el cretense.

—Sí.

—¿Qué están haciendo los turcos?

—Vigilan la puerta.

—¡A caballo y a todo galope!

Los turcos no podían ver el boquete abierto en el fondo y que constituía otra puerta lo suficiente amplia para permitir la salida de los jinetes. En un momento, por la brecha practicada por la que penetraba el humo en inmensas bocanadas, salieron a la campiña.

—¡A galope tendido! Por poco que tarden en comprobar los musulmanes nuestra huida, les habremos cogido una ventaja de quinientos metros, o tal vez mil.

En efecto, los turcos, tal vez a causa de las densas nubes de humo que envolvían la granja, no advirtieron la fuga. Pero no tardó uno entre ellos en dar la voz de alerta, ya que casi no habían avanzado mil metros cuando oyeron gritar:

—¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Los cristianos huyen!

Y como todos se encontraban montados emprendieron la persecución a todo correr de sus corceles.

—¡Dejadlos! —dijo Damoko, que indicaba el camino. —Nuestros caballos se hallan bien comidos y descansados, les hemos tomado una buena delantera y acaso se encuentran ya muy cerca los venecianos. Defended a la señora, señor Muley, a pesar de que ya conozco que lucha mejor que yo.

Todos llevaban los arcabuces colgados de las sillas y blandían yataganes y espadas, ya que las armas de fuego no resultaban eficaces en una carrera tan desenfrenada como aquella.

El León de Damasco, que había quedado en retaguardia en unión de los cuatro candiotas y el albanés, antes de avanzar para situarse al lado de su esposa y de Damoko, se volvió a sus perseguidores y les gritó, blandiendo su temible espada con su fuerte brazo:

—¡Venid a cogernos si sois capaces, perros! ¡Somos cristianos! Yo he renegado de ese falsario de Mahoma y no soy ya de vuestra religión. Venid, si os atrevéis, a combatir contra el León de Damasco y el capitán Tormenta, que tanto temor os infundió en Famagusta.

Los turcos contestaron con infernal vocerío. Pero ya no pretendieron espolear más a sus corceles para disminuir la distancia. Se consideraban muy pocos para atacar a tan famoso guerrero, la mejor cimitarra del Islam, en especial yendo en compañía de la duquesa, considerada como la más valiosa espada de la Cristiandad.

No obstante, no dejaban de perseguirlos y de vez en cuando les disparaban flechas, que jamás acertaban en el blanco. Los corceles de los fugitivos, menos cansados que los de los perseguidores, ganaban poco a poco terreno, avanzando por los desolados campos repletos de huesos humanos y por entre los viñedos y chumberas.

Muley se dirigió hacia Damoko.

—¿Cuánto falta todavía?

—Tres horas largas, señor.

—¿Podrán aguantar nuestros caballos manteniendo la distancia?

—Sí, señor. Los de los turcos se hallan más agotados que los nuestros y os garantizo que no nos alcanzarán hasta Capso. Por otra parte, pronto encontraremos a Nikola.

—Lo sé —respondió el León de Damasco, suspirando.

Y volviéndose para mirar a los enemigos, agregó:

—No ganan terreno.

—Y no lo ganarán, probablemente. Pero si esta galopada se prolongase mucho, también nuestros caballos habrían de ceder, señor.

—En tal caso tomaríamos nuestros arcabuces y los recibiríamos a balazos, disparando hasta acabar con las municiones. Las flechas no son peligrosas a tanta distancia.

— Pero son todavía muchos.

—Los diezmaremos de nuevo. De esto se ocupará Mico, que es rara la vez que falla un tiro.

Una colina bastante abrupta y elevada, con pobre y raquítica hierba, surgió frente a ellos, cortándoles el paso.

—¿No podríamos rodearla? —inquirió la duquesa. —Es que los caballos empiezan a dar indicios de fatiga.

—No es posible, señora. Está cercada por barrancas y desfiladeros que...

Se interrumpió de improviso y prestó atención.

—¿Qué ocurre, Damoko? —indagó Muley, que advertía que los caballos iban a quedar rendidos tras remontar y bajar aquella colina.

—He creído oír una trompa.

—¿No estarás equivocado?

—No, señor.

—¿Turca o veneciana? Su sonido es bien diferente para que puedan confundirse.

—Oíd.

—¿Será Nikola que se aproxima?

A pesar del fragor de los cascos de los caballos sobre las rocas, todos los fugitivos pudieron percibir los sonidos de una trompa. Lanzaron una exclamación de alegría:

—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Son los venecianos!...

—¿Tendremos tanta suerte, Muley? Noto que mi caballo, extenuado ya por los forzados ayunos de Candía, va a desplomarse de un instante a otro.

—Te daré el mío. No te inquietes.

Otro sonido más agudo y cercano rasgó los aires, y casi al momento viose la cima de la colina llenarse de marineros venecianos. Al frente de ellos iba Nikola.

—¡Fuego!

Cincuenta arcabuces fueron disparados al unísono retumbando ensordecedoramente en el espacio y un huracán de balas se abatió sobre los asombrados musulmanes. Diez o doce de ellos se vinieron a tierra con otros tantos caballos. Los restantes huyeron a todo galope para refugiarse en los viñedos.

Los marineros venecianos se parapetaron para recargar sus armas y sólo el griego, que era el único que iba montado, bajó de su caballo blanco, moviendo frenéticamente los brazos.

—Te debemos la vida.

—¡Bah! Ya hubierais salido del compromiso sin mí. Pero estoy muy contento de haberos encontrado, ya que el almirante se dispone a zarpar con rumbo a Mesina, donde le esperan los aliados. Os garantizo que en esta ocasión libraremos un terrible combate que terminará con el poderío naval de los turcos.

—¿Y Candía? —interrogó el León con tono melancólico.

—No hay que pensar en eso. Una nueva posesión veneciana que perderá la Serenísima. Y acaso no sea la última ¿Huyeron todos esos perros?

—Fueron aniquilados la mayoría —repuso Mico.

—Bueno, pues venid El almirante tiene prisa por hacerse a la mar. En último término, dejad los caballos.

—¡Oh! Puesto que ya no nos persiguen, no es preciso apresurar a los animales y pueden alcanzar la ensenada —adujo Muley.

Emprendieron la marcha, subiendo lentamente la colina y fueron recibidos por exclamaciones de alegría de los venecianos, que apreciaban mucho a la duquesa, la heroína de Famagusta, y a su esposo.

A lo lejos, los escasos turcos que pudieron salvar la vida, seis u ocho, galopaban desenfrenadamente, aunque en silencio. Ya no atronaban los aires aquellos gritos de exterminio de ¡mueran los cristianos!

Tenían suficiente con la lección que les habían dado los cristianos y no se sentían capaces de hacer nuevas probaturas, asestando otro de aquellos golpes que tan famosos hicieran a los merodeadores del sultán en los alrededores de Candía, plaza ya inerme para la defensa.

Los fugitivos emprendieron lentamente, riendo y conversando con los marineros (que realizando un desesperado esfuerzo habían ido en su busca, puesto que la flota no disponía de caballos), el camino de Capso, contemplando el soberbio espectáculo del mar, iluminado ya por los primeros resplandores del sol.

11.- La batalla de Lepanto
4

Nada más pasar a bordo nuestros amigos, la flota, no reforzada con ninguna nave más, a pesar de las continuas promesas de la Serenísima, levaba anclas y se hacía a la mar, con la esperanza, que anidaba en todos los pechos, de reunirse a los navíos de las potencias marítimas cristianas.

Se había decidido asestar el golpe definitivo al orgullo, o para ser más exactos a la insolencia musulmana por haber insistido en ello Venecia, siempre al frente de toda expedición audaz a Oriente. Y la más interesada, pidiendo a Pío V que ejerciera su influencia entre las más poderosas naciones cristianas para constituir una Liga.

Ya todos los Estados cristianos padecían las consecuencias del poder y las incursiones mahometanas, que entorpecían el comercio, apresaban naves, sin preocuparse del país que fueren, y condenaban a los cautivos a la despiadada labor del remo, sin esperanza alguna de poder algún día tornar a ver a sus familias.

El año anterior, el Papa había conseguido la ayuda de España, la máxima potencia marítima de la Cristiandad y que por razones políticas hubiera deseado la ruina de Venecia, su enemiga y siempre alerta para eludir ser dominada por Felipe II, más ambicioso, si bien menos guerrero que Carlos V, y que anhelaba conquistarla para culminar el total dominio de Italia.

Las escuadras se reunieron sin entusiasmo, excepto por parte veneciana. Se limitaron a enviar algunas naves en dirección a Chipre bajo las órdenes del valeroso Veniero y luego retornaron a Italia, dejando al anciano almirante con sólo sus ocho galeras.

Sin embargo, impresionados por las matanzas de Nicosia y Famagusta y después por la conquista de Canea y el asedio de Candía, los aliados terminaron por ponerse de acuerdo y pretender asestar un golpe final, incluso conociendo que la escuadra musulmana era muy poderosa y estaba al mando de un almirante, Alí-Baja, terror de todos los navegantes.

Hacia el 1 de septiembre de 1571, una formidable flota se encontraba reunida en el puerto de Mesina, esperando a Sebastián Veniero.

Muchos hubieran deseado que el mando de las fuerzas marítimas fuese confiado a alguno de los marinos más famosos y hábiles de aquel tiempo, genovés o veneciano. Pero la providencia destinaba esta gloria a un jefe hasta entonces desconocido y hoy inmortal, que respondió por completo a la confianza puesta por todas las naciones cristianas en su valor y pericia.

El mando supremo había sido confiado a don Juan de Austria hijo natural de Carlos V, joven de veinte años escasos, dominado por un gran entusiasmo, pero que desconocía por completo las cuestiones marítimas. Así lo había ordenado Felipe II y Venecia hubo de doblegarse, puesto que se hallaba agotada, en lugar de conferir el mando a un Veniero o a un Barbarigo: los dos marinos más famosos de aquel tiempo, hartos de combatir contra los mahometanos.

En consecuencia, se concentraron en Mesina setenta y tres galeras españolas, seis maltesas con numerosos caballeros de aquella valerosa Orden y después tres enviadas por el duque de Saboya. Posteriormente llegaron doce naves del Papa, a las órdenes de Marco Antonio Colonna, que tenía fama de ser un gran marino, y seis galeazas armadas con gran número de cañones que mandaba Venecia y encomendadas al proveedor Agustín Barbarigo, célebre capitán. Otros varios navíos fueron acudiendo y don Juan de Austria, que sólo aguardaba el regreso de Veniero con sus ocho galeras tripuladas por gente acostumbrada a combatir contra los turcos, pudo contar con doscientas veinte velas.

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