En el preciso instante en que el griego y el albanés regresaban por el pasadizo secreto, los negros lograban destrozar toda una tabla sobre la última barra de hierro y los cuatro venecianos, preparados ya de antemano, descargaron sus arcabuces, huyendo los atacantes, como hicieron anteriormente, entre gritos de horror, sin prestar atención a los alaridos, maldiciones e insultos de Hassard. Aunque la descarga había sido efectuada con excesiva premura, alguien debió caer muerto o herido de gravedad y rodó por las escaleras, ya que se distinguió un ruido sordo, acompañado de una queja.
En aquel momento llegaban Nikola y Mico. Este dejó el farol y se fue en busca de las provisiones. El León de Damasco lanzó una exclamación de júbilo al verlo y preguntó:
—¿Cómo y dónde lo habéis encontrado?
—Eso es lo menos importante de momento, señor Muley. Lo interesante es que disponemos de él.
Y el griego lo encendió con la mecha de un arcabuz.
—Es nuestra salvación.
—Lo único malo es que no lo dejarán alumbrar demasiado tiempo.
—Es suficiente que brille unos instantes, con mayor motivo ahora que las galeras del almirante no deben encontrarse muy distantes de Hussif.
—¿Atraídas acaso por las descargas de las culebrinas de los kurdos?
—Si, Nikola.
—Vamos a colocarlo, ya que ha interrumpido el fuego.
—No tardaran en continuarlo. Pero no nos causaran grandes daños.
—Haradja será quien pague los desperfectos.
Se trasladaron a la habitación reservada al bajá, donde habían ocasionado nuevos deterioros los proyectiles disparados por las culebrinas, mientras los unos se hallaban abajo y los otros en la estancia asediada, y luego de asegurarse con un rápido examen que no brillaba ninguna mecha en el reducto, pusieron el farol verde en la ventana, al igual que en las dos ocasiones anteriores.
—¿Distingues algo, Nikola?
—Si, señor. La flota se aproxima Los ocho puntos luminosos no deben estar ni siquiera a dos millas.
—En tal caso mañana habrá combate. Los venecianos conquistaran seguramente el
hisar
.
—Son gentes habituadas a asaltar los castillos fuertes y las resistentes fortalezas de Dalmacia y Morea.
—Pero, ¿se tratara en efecto de la flota?
—Ya sabéis que poseo buena vista.
—Lo sé.
—Entonces confiad en mí y bajad en seguida la cabeza. No os detengáis.
—¿Qué ocurre? —inquino Muley, obedeciendo.
La respuesta fue instantánea. Un proyectil de culebrina dio con matemática exactitud en el farol verde, arrojándolo al medio del aposento.
El griego contemplo al León con aspecto desalentado.
—Es lo mismo. Ha estado brillando un minuto y el almirante habrá tenido ocasión de fijarse en el. La tercera señal era la que interesaba.
Pasó aproximadamente un minuto en un profundo silencio y de improviso Muley, con jubilosa expresión, dijo:
—¿Oyes, Nikola?
—Si, señor. Es un distante cañonazo.
—Disparado sin duda por la escuadra.
—Eso creo. Pero, ¿qué hacen los kurdos?
—Encienden la mecha y se disponen a contestar
—Pólvora gastada en vano.
—Claro. ¡Cuidado! ¡Baja la cabeza!
Otra bala de culebrina atravesó la estancia y destrozo un antiguo y valioso armario árabe, en cuyo interior había riquísima porcelana, adquirida tal vez en Persia o Afganistán.
—¡Pobre Haradja! Un poco más que tarde en volver y no hallara ni cocina.
—Ni siquiera a sus criados —añadió el León, aproximándose rápidamente a la ventana y descargando su arcabuz.
Unos cuantos arcabuzazos respondieron al suyo y la voz del armenio se dejo oír aguda y feroz.
—¡Os asaltan! ¡Defended el
hisar
hasta derramar la última gota de vuestra sangre!
Se oyeron después diversos cañonazos disparados desde las terrazas y desde uno de los fortines del puerto.
La flota veneciana se encontraba ya a tiro y disparaba ininterrumpidamente, ocasionando grandes deterioros en las defensas y en la parte exterior de la fortaleza. Al poco rato empezaron a caer algunas balas de piedra, a pesar de que los venecianos no usaban mucho las bombardas.
Los ocho asediados, puesto que ya los negros no les atacaban, procuraban distraer con tiros de arcabuz, disparados por la espalda a los artilleros kurdos.
Las descargas eran incesantes, alternando con algunos disparos efectuados por los negros que habían acudido a defender la escalera, al mando de Hassard, transformado de pronto en un hábil y experto militar.
La escuadra, tras haber arrojado un centenar de proyectiles, avanzo decididamente hacia el castillo para anclar en la ensenada y desembarcar a sus guerreros. Los turcos poseían un fortín, casi adentrado en el agua, defendido por seis enormes culebrinas para impedir el acceso al puerto de los navíos enemigos. Hassard, en unión de los negros y cuatro cabos artilleros turcos, se metió en él, esperando ofrecer tenaz resistencia. Por desgracia se olvidaron —o no tuvieron tiempo —de echar la gran cadena que cerraba la embocadura del puerto, y las primeras galeras venecianas pudieron penetrar y continuar el bombardeo, que interrumpieran para efectuar aquella maniobra.
El almirante, recelando que pudieran preparar alguna trampa y desconociendo los hombres de que la guarnición disponía, antes de mandar echar al agua las chalupas para sus fuerzas de desembarco que habían de asaltar la angosta y peligrosa escalera, resolvió silenciar el fortín.
Cuatro galeras, a una señal empezaron a bombardear el reducto, en tanto que las otras cuatro, fuera del puerto, disparaban con bombardas y culebrinas contra la fortaleza. La lucha no podía prolongarse mucho tiempo. Hussif, sorprendido casi sin defensa, había de caer en seguida como consecuencia del violento y doble ataque —¡Valor, hijos! —exclamaba el almirante, apoyándose en su sobrino, ya que aún no tenía cicatrizada la herida de la pierna. —Recordad las espantosas matanzas de Nicosia y Famagusta. Recordad que este castillo era ya nuestro y se apoderaron de él los turcos.
El fortín quedó muy pronto casi arrasado. Durante un cuarto de hora negros y kurdos se sostuvieron firmes y valerosos, disparando de continuo las seis grandes culebrinas. Pero observando que aquel huracán de hierro no cejaba recurrieron a la fuga, suponiendo acaso que arriba podrían ofrecer la mayor y más vigorosa resistencia. Por desgracia para ellos antes de alcanzar los últimos escalones de la empinada y estrecha escalera la metralla arrojada por las galeras venecianas del puerto los alcanzó, y únicamente Hassard y unos cuantos negros, heridos de más o menos gravedad, pudieron ocultarse en el
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.
—La chusma escapa y el fortín ha sido abandonado —dijo el almirante. —Vamos ahora a comprobar qué les ha pasado a nuestros amigos.
—Me parece, tío, que han sido atacados, pero se defienden con bravura. Escucha los disparos que suenan en aquella ventana en la que observamos el farol verde.
—Mayor motivo aún para mandar a nuestros guerreros al ataque. ¡Ah, maldita pierna! ¡No poder ir yo al frente de mis hombres, como en Durazzo y en Morea!
—Yo lo haré en tu lugar, tío —contestó el joven, digno sobrino de tan extraordinario héroe.
Se botaron al agua rápidamente las barcas y las fuerzas de desembarco, con las armaduras puestas y los arcabuces preparados, se precipitaron al asalto, sin atemorizarse por las balas disparadas por los del castillo, que no dejaban de abrir fuego. Doscientos hombres, veteranos en semejantes luchas, bajo el mando del sobrino del almirante, desembarcaron junto al fortín, ya abandonado.
—¡A libertar al León de Damasco, la mejor espada de la Cristiandad!
Las galeras que permanecían fuera del puerto, y que podían disparar certeramente casi con absoluta impunidad, advirtiendo el desembarco, descargaban continuos tiros contra el fuerte para impedir que los artilleros abandonaran sus puestos y pudieran acudir a defender la escalera. Entretanto, las ancladas en la ensenada ametrallaban a los esclavos y negros de las troneras, que, convertidos en defensores, descargaban sus arcabuces y pistolas.
Los doscientos venecianos subieron con gran celeridad y sigilosamente las escaleras para coger desprevenidos a los kurdos que proseguían disparando desde el reducto. En un momento y sin sufrir ni una baja, ni tener siquiera un encuentro, ya que la mayoría de los negros habían huido del castillo, tal vez en dirección a los pantanos, como con anterioridad lo hicieran las mujeres y los pajes, alcanzaron el gran patio y se lanzaron contra el reducto, apuñalando fieramente a los kurdos que disparaban las culebrinas.
—¡Venecia! ¡Venecia! —gritó el sobrino de Veniero al distinguir en la ventana un grupo de hombres armados con arcabuces. —¡Abandonad las armas o subimos al asalto!...
—¡Somos amigos! —exclamó Muley. —¡Subid! Están abiertas las puertas.
Ya nadie ofrecía resistencia en Hussif. Los pocos que habían salvado la vida huían al campo, ocultándose entre los grandes estanques pantanosos, que ya no eran mortíferos desde que desaparecieron las sanguijuelas. Tras quitar las barricadas y barras que protegían las puertas, los venecianos entraron.
—¡Señor Muley! —exclamó el sobrino del almirante yendo al instante a su encuentro. —Teníamos la certeza de que os hallaríamos con vida. Ya no os apresarán de nuevo los turcos.
—Poco a poco, señor Lorenzo. No cantemos aún victoria y marchémonos de aquí lo antes posible.
—¿Qué peligro nos amenaza? Han huido todos y Nicosia se halla a excesiva distancia de Hussif para que puedan venir los jenízaros.
—El peligro procederá del mar, señor Lorenzo. Abandonó este lugar una barca y tenemos fundadas razones para recelar que en dirección a Candía.
—¿A solicitar ayuda de Alí?
—Como mínimo a prevenir a Haradja de nuestra presencia en el castillo como emisarios del sultán.
—Esto es grave.
—Eso creo.
—Pues ya hemos conquistado el castillo y nos es imposible mantenernos en él, lo incendiaremos. De esta manera cuando retorne Haradja, la tigresa, hallará su guarida arrasada.
—Os lo pensaba proponer.
El sobrino de Veniero dio algunas instrucciones a sus hombres y después dijo a Muley:
—Acompañadme, señor. Mi tío se sentirá muy satisfecho de veros y saludar a vuestro padre.
Los venecianos, conducidos por Mico y Nikola, se precipitaron a través de habitaciones y cocinas, acumularon telas, rociaron todo con pólvora y aceite y prendieron fuego. En breve tiempo imponentes nubes de humo envolvieron a Hussif, el maldecido y temido castillo de Haradja, que empezaba a incendiarse.
Entretanto, las trompas sonaban a bordo de las galeras requiriendo a sus hombres. ¿Se cernía algún peligro sobre la flota? Nikola, al llegar a la terraza, examinó con su mirada de águila el horizonte.
—¡Se aproximan! —exclamó. —Los capitanes venecianos con sus catalejos los han avistado. Casi no nos queda tiempo para marchar a bordo.
Y dirigiéndose a Muley-el-Kadel, que ayudaba a su padre a descender las escaleras, le apremió:
—Aprisa, señor Muley. He distinguido varias naves que avanzan hacia Hussif.
—¿Son naves turcas?
—Llegando de poniente, es decir, de Candía, no pueden ser venecianas. El endiablado armenio hizo prevenir a Haradja y ahora nos encontramos otra vez en peligro.
Las trompas de la flota sonaban con mayor fuerza, en tanto que el castillo empezaba a envolverse en inmensas llamas, haciendo añicos los vidrios y devorando el maderamen, que crepitaba. Enormes nubes de humo se extendían sobre las terrazas y flotaban por encima del Mediterráneo.
En cinco minutos todos se encontraron a bordo, y tras levar las anclas, las cuatro galeras abandonaron la cala a remo y se reunieron con las que quedaron fuera.
Sobre todos los palos habían sido desplegadas banderas rojas, como aviso de próxima batalla, y se cargaban con premura culebrinas, bombardas y pedreros. Los venecianos, que ya empleaban catalejos de largo alcance, habían observado a tiempo, porque la noche era clara y se hallaba muy próxima la aurora, las velas enemigas.
—¿Suponéis que manda esa escuadra el bajá mismo? —interrogó Veniero a Muley, que se hallaba con sus compañeros en el puente.
—No lo creo. No habrá querido marchar de Candía.
—Acaso se trate de la flota de Alí-Arab —aventuró Nikola.
—¿Es una flota poderosa?
—Se compone de unas veinte galeras.
—Excesivas. No nos es posible más que disparar algunos cañonazos y huir en dirección a la ensenada de Capso.
—¿De nuevo? —inquirió el León.
—Es el lugar de reunión de la flota veneciana. Por otra parte, vos debéis retornar a Candía para ir en busca de la duquesa. Ahora que aún hay ocasión es mejor que abandone la ciudad asediada, y con el auxilio de Damoko y de sus amigos podrá llevarlo a cabo. Acordaos, Muley, del espantoso asalto a Famagusta. Esa gentuza de turcos son capaces de repetir aquellas sangrientas escenas en Candía y podéis suponer lo que le ocurriría a vuestra esposa.
—Estáis en lo cierto, almirante... pero ¿y mi hijo?
—Encontrándose en las galeras de Alí-Bajá, no penséis en este momento en ponerlo a salvo. Ahora ocupaos de la duquesa. Los turcos se encuentran enfurecidos por la tenaz resistencia que los venecianos les ofrecen, y si llegan a conquistarla pasarán a cuchillo a cuantos queden con vida.
—Ya lo sé... ¡Oh, Leonor! Aunque ocurra lo que sea, la sacaré de Candía. Tenéis razón. Antes que nadie, ella.
—Y regresaréis a la rada lo más de prisa posible, ya que a no tardar vamos a tener importantes novedades.
—¿Qué novedades, señor almirante?
—Me he enterado de que todos los países cristianos han decidido por fin asestar un golpe decisivo al poderío turco. España, Austria, el Papa y Génova están equipando sus naves para auxiliar a la Serenísima. De aquí a veinte o treinta días espero que se adentrarán por el Adriático doscientas o trescientas naves y con ellas confío en que demos una adecuada lección a los mahometanos. Un hermano del muy poderoso Felipe II, e hijo natural del antiguo emperador Carlos V, parece ser que tendrá el mando de esta escuadra.
—¿Es valeroso y experto en cuestiones de mar?
—Según me han notificado, mucho.
—¡Oh! De todas maneras allí me encontraré yo
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Enfocó el catalejo en dirección a poniente y al cabo de un momento, dirigiéndose hacia el griego, inquirió: