—En lugar del rostro de los hombres, ¿te has fijado en la chalupa que los trajo?
—¿Por qué preguntas esto?
—Pues porque al mirarla hace poco pensé que por sus líneas no era una embarcación turca.
—¿Cómo dices, Hassard?
—Que soy mejor observador que tú, Sandiak. Yo estudio e investigo todo, en tanto que tú sólo te entregas a libar vino de Chipre.
Sandiak se encaminó al embarcadero, seguido del armenio, y examinó detenidamente la gran chalupa de la capitana veneciana.
—¡Cuerpo de perro cristiano! —barbotó dando un respingo el capitán de armas. —Estás en lo cierto; esta barca no es turca.
—¿Dónde se encuentran los huéspedes?
—Con el detenido.
—En tal caso no podrán vigilarnos. Vamos abajo.
—¿Pretendes pescar cangrejos?
—Deseo examinar de cerca y con todo detenimiento la chalupa.
—Tienes razón; vamos.
Miraron a su alrededor y no viendo a ninguno de los huéspedes se aproximaron a la embarcación y la examinaron atentamente. No tardó en comprobar que tenía grabado a fuego la marca de procedencia:
Mucenigo-Venecia
.
—Para tu desgracia, no sabes leer —dijo a Sandiak.
—Ya lo sabes —contestó de mal talante el capitán de armas. —Únicamente sé manejar las armas y matar.
—Bien. En tal caso te comunicaré que la chalupa es veneciana y que lleva el nombre de aquel famoso almirante que tuvo la osadía de anclar frente a Constantinopla.
—Acaso se trate de una lancha apresada a los venecianos.
—¡Hum!... ¿No te fijas en que es casi nueva?
—¿Y qué?
El armenio se atusó la barba, escupió sobre la embarcación, parpadeó un momento y, por último, pasándose la mano por la frente, respondió:
—No veo esto muy claro.
—Ni yo.
—¿Deseas que te dé un consejo?
—Explícate.
—Mi opinión es que esta misma noche debes mandar una embarcación a Candía para prevenir a tu señora.
—¿Y que regrese...?
—Será lo más sensato.
—Es verdad. Que se las componga con ellos Haradja, sean o no auténticos mensajeros del sultán esos señores. En cuanto se oculte el sol zarpará el viejo
caiccio
con ocho remeros y un timonel en dirección a Candía.
—Es lo que debes hacer, Sandiak. Me agradaría que retornara con el bajá para aclarar esto.
—El bajá se halla muy ocupado con el asedio de Candía.
—Le sobran galeras y bien puede enviar algunas.
—Me has librado de un gran peso. Vamos a examinar lo que hacen nuestros convidados, no provoquemos sospechas.
—¡Bah! Están muy ocupados con el prisionero.
Abandonaron la chalupa y subiendo la larga escalera regresaron a la terraza, en la que hallaron a Mico paseando con lentitud y gravedad con un chibuquí corto en la boca.
—¿De dónde venís? —les interrogó el albanés, que presumía de visir o poco menos.
—Hemos ido a pescar cangrejos —repuso al instante Hassard, —para presentaros un buen plato. Pero la marea no arrastró hoy a la playa ninguno de esos excelentes crustáceos que tanto gustan a nuestra señora.
—De manera que esta noche tendremos triste cena —dijo con acento irónico el montañés al armenio, mientras clavaba su vista en él.
—En el
hisar
de Hussif se come siempre bien —repuso con tono brusco el capitán. —Ningún convidado ha tenido queja de la mesa de la sobrina del bajá.
—¿Han ido de pesca?
—Y han regresado con las redes repletas. Hay infinidad de peces en la ensenada y en especial son abundantes las ostras.
—Le gustan bastante a mi señor.
Sandiak le miró un momento recelosamente y le preguntó de improviso:
—¿Qué cargo ocupa tu señor en Constantinopla?
—Es un bajá de los más extraordinarios e influyentes. Ha luchado en Asia y en Austria, contra croatas y servios e incluso con los venecianos en el Adriático. Tiene un nombre famoso que algún día conoceréis.
—¿Así que es un notable guerrero?
—De mar y de tierra. No le hubiera mandado el sultán a no saber a qué hombre confiaba su encargo.
—Pero... ¿qué es lo que preocupa en Constantinopla? ¿Qué se entregue el
hisar
a los venecianos?
—Los secretos de Estado no se propagan —repuso el socarrón albanés. —Nosotros veremos, observaremos, decidiremos y contaremos al sultán.
—¿Qué? ¿Y respecto a qué? —indagó el armenio.
—Tú marcha a escribir cartas, o mejor todavía, a decir que nos preparen la cena. En Constantinopla no se espera a la puesta del sol para cenar. Se cena más temprano para hacer bien la digestión antes de la hora de acostarse y dormir plácidamente. ¿Me has comprendido?
—Te expresas demasiado bien en turco para no comprenderte.
—Bien; pues, ¡fuera!
—¿Cómo? —inquirió Sandiak, palideciendo y llevando la mano a un
kangiar
de los que tenía al cinto, en tanto que el armenio se mordía los labios y miraba furiosamente al servidor del León de Damasco.
—Hablaba a tu compañero. Deja, por tanto, en paz tu
kangiar
. Yo tengo también uno y no lo toco. No obstante, no hay quien pueda competir con los albaneses en una pelea con arma tan corta.
—¿Me retas?
—¿Yo? ¡Líbreme Alá de provocar pendencia, ni menos de transgredir las instrucciones del sultán! ¿Me has comprendido bien? Del sultán.
El capitán de armas inclinó la cabeza, farfulló algunas palabras y se fue con el armenio, cuyos ojos echaban lumbre.
«Habrá que vigilarlos —pensó Mico, mientras los seguía con la vista. —Esta noche no se tomará café... El polvo de diamante se mezcla con mucha sencillez al azúcar y...
Un instante más tarde encaminóse al salón. Cuatro negros y otro número igual de criados se afanaban en disponer la mesa, adornándola con flores.
—¡Por mil tiburones! ¡Con qué rapidez me obedecen! —murmuró para sí. —Al parecer es suficiente nombrar al sultán para que todos vayan de cabeza. Bien. Mi señor cenará esta noche con su padre. En consecuencia, quedaremos de dueños y señores del comedor. Pensemos, pues, en su cena.
Y tras estas palabras, se encaminó a la cocina y espantó a los cocineros hablándoles del sultán y notificándoles que hablaba por su boca el Gran Señor. Los desgraciados le hicieron continuas reverencias, asegurándole que harían cuanto les fuera posible por dejarle contento.
«Afirmaban que Hussif era un tétrico castillo —razonaba para sí, —pero lo que yo observo es que vive de una manera muy agradable. Si continuamos en este lugar un par de semanas, vamos a retornar a Candía gruesos como botas».
Advirtió de nuevo que sirvieran a su señor en la habitación del prisionero y retornó al salón, donde Nikola conversaba con los venecianos. Se aproximó y dijo:
—Se hallará muy contento el bajá de haber encontrado a su hijo, aunque se haya vuelto cristiano, ¿no es cierto?
—Ha sido una escena emocionante. Ahora el bajá, informado de todo y bajo la protección de su hijo, está satisfechísimo. Confía en regresar a Damasco si no envía con mil diablos el Corán. Entre nosotros: le creo bastante asqueado de sus feroces compatriotas y no resultará raro que de aquí a poco la cristiandad cuente con un renegado más.
—¡Y de qué categoría! No son demasiado numerosos los bajás que reniegan de la Media Luna.
—Bajad más la voz —aconsejó con viveza el albano.
Acababa de surgir en una de las puertas, y se hallaba como si pretendiera oír lo que se decía, la poco agradable figura del armenio.
—He ahí un hombre a quien precipitaría con mucho agrado desde la terraza más alta del castillo. No puedo asegurar por qué razón le considero infinitamente más peligroso que a Sandiak.
Y levantando la voz y volviéndose al secretario de Haradja, agregó:
—Ordena que nos sirvan la cena. A nosotros en esta estancia y a mi amo en la habitación del preso.
—Sí, señor —convino inclinándose Hassard, con voz chillona y antipática.
Cinco minutos más tarde eran servidos los huéspedes, dejándoseles comer tranquilos. Muley y su padre fueron servidos con gran ostentación de platos y fuentes de plata y cristalería veneciana soberbia. Los cuatro oficiales, Mico y Nikola cenaron aprisa para poder seguir velando por el León de Damasco. Media hora después el griego y el albano retornaban al comedor con la mecha de sus pistolas repuesta.
—¿Qué ocurre? —inquirió el segundo, dirigiéndose al primero, luego de haberse cerciorado de que nadie podía escucharles.
—Pues que esta noche, así que duerma la guarnición, nos vamos a reunir con la flota veneciana.
—¿Y los centinelas?
—Los liquidaremos sin ocasionar ruido.
—¡Tan rápidamente! Empezaba a complacerme la vida en este castillo.
—Recelan de nosotros a pesar de la carta del sultán y de un instante a otro el capitán de armas, ayudado por toda la guarnición, podría atacarnos.
—¿Embarcaremos en la lancha grande?
—Sí, y cuanto antes nos marchemos, mejor.
—Lo cierto es que me inquieta en gran manera el armenio y por esta razón he ordenado que no nos sirvieran café.
—¡Se envenena de tantas formas en Turquía y en otros lugares que no son Turquía! ¡Cualquiera sabe cuánta gente habrá mandado al otro mundo Haradja con un vaso de Chipre!...
—¿Por qué no vamos a dar una vuelta por la chalupa?
—Pensaba proponértelo. ¿Y sabes por qué motivo, Mico? Pues porque esta tarde, desde esa ventana, vi cómo el armenio y el capitán bajaban esa escalera...
—¡Rayos!
—Habla en voz baja. El sol ya ha desaparecido, la noche cayó. En consecuencia, bien podemos permitirnos el placer de ir a respirar unas bocanadas de aire fresco, de brisa marina en la ensenada. Pero primero prepara tus pistolas.
—No provoquemos sospechas, Nikola. Actuemos con los yataganes que no hacen ruido.
Se incorporaron, examinaron cada una de las puertas para cerciorarse de que no había kurdos escuchando, y se encaminaron al patio. Era ya un poco tarde, pero la noche, bastante clara, gracias al límpido cielo, lleno de relucientes estrellas que se reflejaban en las plácidas aguas del Mediterráneo, permitía ver bastante.
En el exterior no había centinelas, precaución innecesaria, puesto que Hussif no podía ser conquistado por sorpresa, y los componentes de la guarnición dormían confiando en sus culebrinas. El griego, antes de adentrarse por la escalera, avanzó por la terraza y se aproximó al parapeto o barandilla que caía a plomo sobre el mar a unos doscientos metros de altura y miró en primer lugar en dirección a poniente y luego hacia septentrión.
—¿Distingues algo? —le preguntó Mico.
—Sí. Ocho puntos luminosos que únicamente mi vista de experto marinero, muy ejercitada y aguda, me permite reconocer como pertenecientes a las galeras de Veniero.
—El almirante aguarda nuestra señal para venir en busca nuestra.
—Así es.
—¿Y cuál es la señal?
—Sólo el señor Muley la conoce. No sé por qué motivo esta noche no estoy tranquilo por completo. Vamos.
—Ese miserable armenio te inquieta a ti igual que a mí.
El griego se encogió de hombros y empezó a bajar las escaleras a paso lento. Mico echó a andar detrás de él y no habrían descendido ni cien metros cuando oyeron surgir del agua golpes sordos, que se sucedieron con celeridad.
—¿Qué ocurre abajo?
—Te lo iba a preguntar a ti.
—Esos golpes...
—Podría asegurar que están destruyendo alguna galeota en la rada. Por lo menos, eso me ha parecido.
—Vamos a comprobarlo, Nikola.
—Es necesario, pero al instante. Descendamos a saltos.
Y se lanzaron, bajando de cuatro en cuatro los peldaños. Pero cuando alcanzaron la cala imperaba en ella el máximo silencio.
—Hemos de resolver este misterio. Hace un instante había aquí alguien que destrozaba algo de madera y en este momento no se distingue un ser viviente, y...
Una exclamación del albanés cortó en seco sus palabras:
—¡Perros!
—¿Qué sucede, Mico? —inquirió, llevándose la mano al yatagán.
—¿Puedes imaginar lo que destrozaban esos miserables?
—No. ¿Qué era?
—Nuestra embarcación.
—¡No es posible!
—Fíjate en ella. Se halla desfondada y hundida; llena de agua. Únicamente el palo sale fuera de la superficie.
Los dos hombres guardaron silencio por un momento. El griego, con un gesto de furia, exclamó:
—Nos han cercado. Ahora nos es imposible marchar al encuentro de la escuadra.
—Todavía hay algo más. Yo observé, a nuestra llegada y hasta esta misma tarde en la cala, un enorme
caiccio
turco y en este momento no lo veo. Fíjate. Ha desaparecido.
—Nos han traicionado. La carta del sultán no ha producido resultado más que durante unas pocas horas.
—¿Nos asesinarán?
—No vamos a dejar que nos maten igual que a gallinas. Nos parapetaremos en la habitación donde se encuentra el bajá y aguantaremos hasta que lleguen los refuerzos del almirante. Enciende las mechas de las pistolas y acompáñame. Es necesario que notifiquemos al momento lo que acontece a Muley-el-Kadel.
Cuando llegaron a la habitación donde se encontraban sus camaradas, el León de Damasco, sentado junto al lecho ocupado por su padre, se hallaba pensativo, en tanto que los venecianos, en un ángulo del espacioso aposento y en torno a una mesita de madreperla, jugaban en voz baja una partida de
zara
, con las espadas al cinto y las pistolas y arcabuces dispuestos y al alcance de las manos.
El griego y el albanés cerraron las cuatro puertas de la soberbia estancia, afirmándolas por el interior con sus correspondientes barras de hierro. Al divisarlos Muley con las pistolas humeantes y tomando todas aquellas precauciones, se levantó de un brinco, llevándose la mano a la empuñadura de su formidable espada.
—¿Qué sucede?
—Que no podemos abandonar el castillo si no nos manda una embarcación el almirante.
—¿Y la nuestra?
—Se encuentra a dos metros del agua, desfondada.
—¿Quién lo ha hecho?
—Alguien que está interesado en retenernos en este lugar.
—Explícate, Nikola.
El griego le explicó lo ocurrido.
—¿Y no habéis visto a los hombres que hundieron nuestra chalupa?
—Se desvanecieron. Sin embargo, vimos que el
caiccio
turco había desaparecido.