La Galera del Bajá (5 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventura, Histórico

BOOK: La Galera del Bajá
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A las diez, las ocho galeras venecianas abandonaron la ensenada, avanzando resueltamente al encuentro de las mahometanas. La nave almirante, con Sebastián Veniero, el León de Damasco y los más hábiles oficiales, iba en primer lugar.

Como no había el menor viento, se hallaban bajadas las enormes velas latinas y así no se obstaculizaba la defensa. Pero los remos, manejados diestra y enérgicamente por los galeotes, reemplazaban con ventaja al impulso no siempre preciso de las velas.

Sebastián Veniero se encontraba en el castillo de proa, acompañado de treinta arcabuceros y cincuenta alabarderos, todos cubiertos con sus armaduras, y examinaba con gran detenimiento las maniobras de las naves mahometanas. La galera del bajá avanzaba despaciosamente, cercana a la costa, y como si no tuviese prisa en iniciar la lucha.

El almirante veneciano, una vez que las doce naves se encontraron a tiro, volviéndose a Muley, exclamó con rabia:

—El granuja no se halla solo. Tengo la certeza de que en cualquier abrigo de la costa tiene otras naves ocultas y prestas a lanzarse sobre nosotros en cuanto se inicie el combate.

Y éste empeñóse. La artillería, sobre todo la veneciana, empezó a disparar violentamente con tan horroroso fragor, que los marineros casi no podían oír las órdenes que les daban sus oficiales.

Mientras tanto, los galeotes, que con anticipación habían recibido una buena ración de vino de Chipre, manejaban los remos bajo el aliciente que significaba el restallido del látigo del cómitre y procuraban eludir sus caricias sobre las desnudas espaldas, con tal actividad y energía que parecía iban a romper las cadenas que los retenían al banco. No decían una palabra; se les había amordazado para evitar sus alaridos y aquella gentuza, compuesta de asesinos, prisioneros turcos y delincuentes, realizaba sus movimientos a golpes de martillo o por órdenes verbales, de una manera casi maquinal. Por el contrario, los maestres gritaban y corrían como enloquecidos, lanzando denuestos o bien órdenes amenazando con látigos y vergajos.

Antes de las diez y media, las galeras venecianas se encontraban ante las turcas, las cuales se desplegaron instantáneamente en disposición de batalla, haciendo cubrir puentes y castillos con ballesteros en lugar de arcabuceros. La capitana de Venecia se disponía a abordar a la mahometana, cuando la bocina de Veniero sonó en todos los puentes de mando:

—¡Alto!

No se había equivocado el almirante al suponer que el argelino le prepararía alguna trampa. Había visto aparecer en un recodo de la costa quince galeras más, cuyos faroles indicaban que eran navíos de combate.

—¡Doblad al septentrión! —ordenó Veniero. —Abrid fuego desde los castillos.

Las ocho galeras se detuvieron casi de improviso, realizaron una gran curva, dispararon culebrinas y arcabuces contra los infieles e iniciaron la huida en dos líneas.

Los mahometanos, al verlos darse a la fuga, lanzaron fieros alaridos y respondieron a las descargas preparándose para perseguirlos. Pero ya era muy tarde; sus naves no podían rivalizar en velocidad con las venecianas.

—No me agrada dar la espalda al enemigo; no es mi costumbre hacerlo —dijo Veniero a Muley. —Pero por el momento la Serenísima no dispone de más navíos que éstos y prefiero ponerlos a salvo antes que librar una batalla tan desigual.

—¿A dónde nos dirigimos? ¿A Morea?

—No. Todavía recuerdo, amigo mío, que en el castillo de Hussif está cautivo vuestro padre.

—¿Y pretendéis libertarle?

—Sí; ya que por ahora me es imposible salvar a vuestro hijo, nos ocuparemos de vuestro padre. Por otra parte, siempre tuve ganas de destruir ese maldito castillo. Tened cuidado con los disparos de esos picaros, Muley. De aquí a muy poco no se encontrarán ya a tiro, puesto que los dejaremos muy rezagados.

Efectivamente. Los turcos seguían a los cristianos pretendiendo alcanzarlos. Pero por más azotes que sus cómitres propinaran sin cesar a los remeros, ensangrentando sus espaldas, a cada minuto que pasaba iban perdiendo terreno. Durante media hora continuaron mahometanos y venecianos cañoneándose sin ocasionarse casi destrozos, ya que las oscilaciones y sacudidas de la marcha entorpecían en gran manera la puntería. Por último cesaron de cañonearse.

Las ocho galeras venecianas se hallaban ya fuera de tiro de las bombardas y culebrinas y avanzaban en dirección al oriente gallardamente, permaneciendo a cinco millas de las costas de la isla.

Veniero, volviéndose al León de Damasco, dijo:

—Se terminó. Por el instante los dueños del mar somos nosotros y Alí-Bajá hará perfectamente en retornar a Candía para proseguir el bombardeo de la ciudad.

En el transcurso de toda aquella noche las galeras venecianas huyeron a gran velocidad sin efectuar ni un solo disparo, lo que hubiera representado gastar pólvora en vano, y al amanecer cruzaban delante de Candía a distancia de unas quince millas aproximadamente. Las naves musulmanas no se distinguían ya, como si, comprendiendo que no podían alcanzar a las venecianas se hubieran refugiado en cualquier estrecho o rada natural de la costa.

Durante todo el día siguieron navegando, con la bandera roja con el león dorado enarbolada, y al declinar el sol, con las luces apagadas, aminoraron la velocidad con el objeto de dar un poco de reposo a los remeros.

El almirante, luego de examinar la carta marina y hacer sus cálculos, se alejó hacia el castillo de popa, invitando a cenar con él al León de Damasco.

—Antes de que ataquemos el castillo de Hussif hemos de hablar. Vos habéis estado en su interior, ¿no es cierto?

—Sí, almirante. Y Nikola también ha estado.

—¿El renegado?

—Cuando logré huir con mi esposa se hallaba junto a nosotros, pero ya había estado en el castillo.

—¿Con la duquesa?

—Sí, almirante.

Sebastián Veniero ordenó que fueran en busca del griego, el cual no tardó en presentarse, en compañía de su ya inseparable amigo el albanés.

—Siéntate allí.

—Señor...

—No te preocupes porque yo sea almirante. Primero fui un sencillo oficial de marina que perjudicaba cuando me era posible a los turcos, como en Durazzo y en Ragusa. En este instante me decía el León de Damasco que estuviste en Hussif, en la guarida de Haradja.

—Sí, señor almirante. Estuve con la señora duquesa para buscar al vizconde de Le Hussière.

—¿Posee buenas defensas?

—Imponentes: dos órdenes de terrazas con culebrinas con un par de fortines al lado del embarcadero.

—¿Consideras posible una sorpresa?

—No, señor almirante. El castillo es alto en exceso y ninguna galera podría aproximarse sin ser avistada.

Veniero hizo un ademán de contrariedad, y mirando a Muley, que estaba fumando el chibuquí, le preguntó:

—¿Cuál es vuestra opinión?

—Que con los turcos, almirante, es mejor emplear la astucia. ¿Conserváis aún el sello del sultán?

—Ya os indiqué que tenía dos.

—En tal caso, perfectamente.

—¿Cuál es vuestra idea?

—Escribiremos una carta con orden de recibir a los enviados de Alí-Bajá, amenazando en caso contrario con la pena de muerte.

—Qué habrán de ser...

—Yo, Nikola, Mico y los bravos que deseen acompañarnos. Cuando nos encontremos en el interior del castillo nos libraremos con absoluta facilidad de los escasos vigilantes dejados por Haradja y de cuantas mujeres llenan los jardines y harenes. Si estuviera Metiub, la cosa sería diferente. Pero, por suerte, parece que el capitán tendrá que descansar unos cuantos días a consecuencia de la herida que le ocasioné y no lo veremos tan pronto.

—¡Estupenda idea! —aprobó el almirante. —Yo os acompaño hasta Hussif, con una sola galera para no provocar sospechas y, además, a distancia, ya que en los turcos no puede uno confiar. A una señal vuestra nos aproximaremos y si no se rinde arrasaremos el castillo. Esta aventura, que tiene mucha semejanza con la de Durazzo y que llevé a cabo con éxito, me complace. ¿Estamos de acuerdo?

—¿Me tendréis preparada la carta?

—Antes de que avistemos a Hussif estará preparada. Irán con vos cuatro de mis oficiales, que se pondrán ropas de turco y que hablan a la perfección vuestro idioma; sobre ellos os doy absoluto mando. Cuando sea el momento oportuno intervendremos nosotros. Vos y vuestros camaradas no tenéis más que bajar cualquier puente levadizo luego de liquidar a los centinelas.

—Eso será sencillo —dijo Nikola. —Sé dónde están los fosos y los puentes.

—¿Estáis de acuerdo con el plan? —inquirió Veniero.

—Por completo —repuso Muley-el-Kadel.

—En tal caso voy a dar instrucciones para que nos alejemos más cada vez de las costas de Candía, a pesar de que ya nada hayamos de temer de las naves de Alí-Bajá surtas en la bahía, y emprenderemos la marcha a máxima velocidad en dirección a ese maldito castillo de Hussif.

—Bien, muchas gracias, señor Veniero —contestó el León de Damasco, complacido, pues ya consideraba muy cercana la salvación de su padre.

4.- En el castillo de Hussif

Cuarenta y ocho horas después la flotilla veneciana, luego de recorrer toda la costa septentrional de Candía, alcanzaba el castillo de Hussif, deteniéndose a una distancia que no pudiera ser descubierta desde la imponente fortaleza, que nadie hubiera podido sorprender, teniendo en cuenta su magnífica posición. Ante las miradas de los venecianos aparecía una simple mancha amarillenta, que casi no destacaba sobre el azul oscuro de las montañas de la isla.

Aproximarse más podría resultar expuesto. El almirante mandó botar la chalupa grande de la capitana, que tenía cabida para veinte hombres e iba armada a proa con dos pedreros. Después mandó izar en ella la bandera turca.

Muley, Mico, Nikola y los cuatro oficiales que les acompañaban en aquella empresa, hombres de buen sentido y muy conocedores de las costumbres y el idioma turcos, y curtidos en luchas contra los musulmanes, se situaron en el castillo de proa, en donde se encontraba el almirante.

Éste y el León de Damasco hablaron unas últimas palabras con el fin de ponerse de acuerdo en los detalles y prever cualquier eventualidad y luego la chalupa, desplegando la vela latina, abandonó la proximidad de las galeras venecianas, cuyos tripulantes despidieron con vítores a los osados expedicionarios. Nikola se puso al timón.

—¿Cuándo llegaremos? —le preguntó Muley.

—De aquí a un par de horas nos señalarán a la guarnición los vigías de las terrazas.

—O nos recibirán con algunos tiros de culebrina.

—Llevamos enarbolada la bandera turca con las armas del sultán y no habrá turco que se atreva a disparar contra la chalupa.

—¿No serás reconocido por alguno de los guerreros de Hussif?

—No hay peligro. Ya pasa de cuatro años que estuve allí.

—Opino igual. Lo importante es que no desconfíen de la carta.

—¿Y los sellos? Cuando Alí-Bajá, que es muy astuto y más desconfiado que ellos, lo ha creído...

—¿Y qué manda... el sultán... a la guarnición de Hussif?

—Que se nos trate como a mensajeros del Gran Señor, que nos envía a vigilar el comportamiento de Haradja.

—Así comeremos y beberemos alegremente hasta que se presente la oportunidad de salvar a vuestro padre.

—Ya que Haradja y Metiub se encuentran en Candía, al gobernador que hayan dejado en el castillo le impondré el mandato del sultán para que liberte a vuestro padre. Ya verás cómo todo sale perfectamente, siempre que Haradja continúe unos pocos días más con su tío.

—¿Y si regresa?

—Espero que no, ya que su herida no está curada aún. Pero si inopinadamente volviera con las galeras de Alí, quedaríamos detenidos en el
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—Es cierto, ya que el almirante, con todo su buen deseo, se vería obligado a dejarnos y refugiarse en algún puerto de Chipre hasta recibir ayuda.

—¿Cuál es tu opinión, Nikola, respecto al fin de esta guerra?

—Candía continúa aguantando bien y la Serenísima dispone de imponentes arsenales capaces de botar al agua las más soberbias galeras. Me parece, señor Muley, que no habrá de pasar mucho tiempo antes de que se libre una batalla terrible, espantosa, entre cristianos y mahometanos. Y los derrotaremos. Oí explicar al almirante que las potencias cristianas se disponen a dar el golpe definitivo a esos perros.

—Pero aún no han podido ponerse de acuerdo, mi apreciado Nikola. Cada Estado tiene intereses opuestos.

—¿Y van a permitir que continúen asesinando a cuantos cristianos les sea posible? ¿No llega el eco del cañoneo de Candía hasta la desembocadura del Adriático?... No sé si estarán enterados de que diez mil valientes han muerto ya entre las ruinas y el bombardeo, y de que los veinte mil que aguantan, resistiendo el hambre día a día, realizan sobrehumanos esfuerzos por la gloria del León de San Marcos.

—Tal vez en esto, Nikola, radique el que las potencias cristianas no se auxilien entre sí tanto como pudieran: cada una intenta aumentar su poder, sin pensar que el interés máximo de todas sería unirse para combatir al común enemigo, tanto para defender a la que se encuentra en mayor peligro como para salvaguardar la religión que se precian de profesar. ¡Ojalá todas poseyeran el ardor que puso España en su guerra secular contra el sarraceno!

—Yo he navegado por aquellas costas de Alicante a Gibraltar, de Barcelona a Cádiz y conozco muy bien aquella tierra.

—¡Alto! —gritó en aquel instante el albanés sentado a proa.

La chalupa se hallaba ya a dos o tres millas del castillo de Hussif, que ofrecía un imponente aspecto con sus terrazas llenas de aspilleras, sus bastiones, sus torreones y sus reductos, muy próximos entre sí y pareciendo otros tantos tigres en acecho. En uno de los más sólidos bastiones desplegaron una enorme bandera roja, con una media luna, pero sin estrella, como si anunciara a los navegantes:

«¡Cuidado! ¡Aquí gobierna el turco! ¡Esta es la guarida de la sobrina de Alí-Bajá!»

Después se elevó una nubécula de humo y retumbó en el espacio un seco estampido.

—Es un aviso —dijo Nikola. —Con este cañonazo sin proyectil nos invitan a presentar nuestra enseña. ¿Es que no distinguirán la bandera turca que tenemos izada? Seguramente, ahora que la fiera señora y su capitán de armas no están, todos los que hay allí se habrán emborrachado.

—Mico —ordenó el León de Damasco, —contesta tú también con un disparo sin bala, antes de que nos larguen alguna piedra que nos haga naufragar.

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