En aquel preciso momento oyeron el estruendo de la culebrina del falucho; más a escasa distancia.
—¡Por la muerte de Mahoma! Nos han venido siguiendo.
—¿Estarán enterados de que tenemos que ir a la ensenada de Capso?
—Estoy seguro de ello.
—¿Y no nos será posible librarnos de esos bribones?
—Ya se verá. Mientras tanto, métete entre esas rocas y descansa. Dejemos que la falucha pase de largo.
—Sí. Y así después regresará para asesinarnos más fácilmente. ¿No te das cuenta de que ya empiezan a desaparecer las estrellas? En cuanto amanezca dispararán sobre nosotros sobre seguro.
—Hacia las rocas, y gastarán tiempo y municiones.
—Eso desearía saber. Esperemos hasta el alba.
Empezaba a clarear con rapidez y el horizonte se coloreaba de púrpura, gracias a los primeros rayos solares. Nikola, que se había incorporado para orientarse, lanzó una maldición.
—¡No me esperaba semejante sorpresa!
Delante de ellos, cortando el camino, había una sucesión de barrancas y abismos infranqueables. O retornaban otra vez al viñedo para orientarse o descendían a la playa. No les quedaba otro remedio y ambos eran arriesgadísimos.
—¿Qué es lo que dices, Nikola?
—¡Qué por aquí nos es imposible ir a Capso! Fíjate.
—Descendamos a la costa.
—¿Y la culebrina?
—Inclinaremos la cabeza a cada disparo. No desperdiciemos el tiempo, Nikola. Tengo la certeza de que un buen número de tripulantes vienen en nuestra busca.
—Yo también estoy convencido.
—Pues, ¡vamos abajo!
Cambiaron las mechas de sus armas, las volvieron a encender y se dirigieron a la carrera hacia la costa, para escalarla. Al llegar allí distinguieron a un centenar escaso de metros el velero turco.
—Nos han seguido —dijo Mico. —Esos miserables poseen ojos de gato y olfato de perro.
De la proa del falucho surgió una nubécula y a continuación distinguieron un disparo. Los fugitivos habían echado cuerpo a tierra y la bala desapareció en el barranco, levantando una nube de polvo.
—Corramos —exclamó el griego.
—¿Qué corramos? ¿No te has dado cuenta de que a nuestras espaldas hay cuatro hombres?
—¿Son turcos?
—Como Mahoma.
—Enfrentémonos a ellos —repuso Mico.
Se protegieron detrás de una roca que los resguardaba de los proyectiles de la embarcación y esperaron. Cuatro hombres provistos de arcabuces que tenían las mechas encendidas avanzaban cautelosamente por el abrupto terreno, deteniéndose de cuando en cuando tras de las rocas.
—¿Quién vive? ¿Sois turcos o cristianos?
Los cuatro hombres estallaron en risas y uno de ellos contestó:
—¿Vamos a llevar sobre el pecho la maldita cruz? No, granujas. Llevamos la media luna y os demostraremos que nos defiende el Profeta.
No puede saberse cuánto tiempo hubiese prolongado su risotada si no la hubiera interrumpido de improviso el griego descargando su arcabuz, luego de apuntar con cuidado. El desdichado dio un salto, abrió sus brazos, abandonó su arma, que no tuvo ocasión de disparar y se desplomó en tierra, de donde ya no se movió. Sus compañeros, algo amedrentados por la exactitud del disparo, en lugar de continuar avanzando, retrocedieron, resguardándose detrás de una roca, mientras exclamaban:
—¡Perros cristianos! ¡Os desollaremos vivos!
Dos nuevos estampidos se oyeron y un par de los tres turcos parapetados cayeron en tierra, heridos de muerte al parecer.
—¡Magnífico, Mico! —aprobó el griego, terminando de cargar su arcabuz.
Pero no tuvo oportunidad de dispararlo, ya que el cuarto turco, con el fin de escapar a la muerte, echó a correr igual que una liebre y se precipitó en el barranco.
—Déjalo, Nikola. Esa bala puede ser empleada de mejor manera —dijo el albanés al ver que el griego apuntaba con su arma al fugitivo.
—Tienes razón. Si no se destroza la cabeza, dejemos que se aleje hacia el interior de la isla. Cualquier candiota, más pronto o más tarde, topará con él y será hombre muerto.
Un nuevo disparo de la culebrina cruzó los aires. La bala cruzó por entre las rocas y se perdió en lontananza con lúgubre zumbido.
—Ahorremos nuestros tiros —recomendó el griego, echando a correr por la cresta de la costa. —Los arcabuces no alcanzan.
La falucha se había aproximado todavía más a la playa, a pesar de la fuerza de la resaca y los innumerables escollos y estaba efectuando bordadas. Los tripulantes de ella, al ver surgir a los dos perseguidos, empezaron a lanzar grandes voces conminándoles a que se rindieran e hicieron una descarga por no hallarse la culebrina en posición de disparo. Pero como el griego lo había adivinado, los proyectiles fueron a parar a mucha distancia de los hombres, ya que los arcabuces tenían escaso alcance.
Mico y Nikola, con la máxima celeridad que les era posible, atravesaron tres o cuatro hendiduras por entre las cuales aún podía alcanzarles algún proyectil disparado por la culebrina y después esperaron.
—Dejemos que se aproximen y que apunten. Ya no nos cogen.
—¡Con tal de que no nos conviertan en una criba con una granizada de metralla! —adujo Mico.
—La metralla no llega hasta este lugar y la bala es muy difícil que acierte desde el velero que se halla en continuo movimiento cuando hay que apuntar a un blanco tan pequeño como el que nosotros podemos ofrecer.
Desde el falucho efectuaron un nuevo disparo y la bala se estrelló en la roca a breves pasos de los fugitivos.
—¡Por las barbas de Mahoma! ¡Vaya artilleros! ¡Magnífica puntería!
—¡Vamos! Una carrera más mientras vuelven a cargar.
Se precipitaron por la cresta de costa que presentaba mejor paso y corrieron sin amedrentarse por las intimaciones de los turcos. Habían realizado cuatro o cinco veces la misma maniobra, evitando los disparos de la culebrina y avanzando mucho terreno, cuando de improviso se pudieron oír una serie de fuertes estampidos.
—¡Fuego de borda! —clamó el griego. —¿Qué ocurre? ¿Acude el bajá?
—Se trata del León de San Marcos, que llega en nuestro socorro. Fíjate, fíjate...
Una galera de grandes proporciones, de la cual aún surgía humo a consecuencia de los cañonazos disparados, doblaba en aquel instante la punta de un promontorio, avanzando rápidamente en dirección al falucho, que, acribillado por los proyectiles de la nave enemiga, no podía darse a la fuga ni moverse.
—¡Viva Venecia! —gritó Mico, quitándose la gorra.
De la galera, que avanzaba a gran velocidad, surgió una segunda descarga y el falucho realizó una serie de vueltas y, por último, se fue a pique con sus tripulantes.
—Descansen en paz —comentó el albanés, mientras adelantaba unos pasos convencido de que la culebrina turca no podía ya ocasionarles el menor daño —y que lo pasen muy bien con las huríes del paraíso.
La galera veneciana se había aproximado, echó al agua una embarcación grande y la envió en dirección del falucho. Mico y Nikola empezaron a bajar hacia la playa sin dejar de gritar, por si acaso, con todas sus fuerzas:
—¡Cristianos! ¡Cristianos!
Los venecianos no disparaban y ambos hombres pudieron alcanzar ilesos la playa y dirigirse a la chalupa, que había lanzado el ancla para soportar mejor el choque de la resaca.
—¿Quiénes sois? —inquirió el capitán.
—Cristianos que vuelven de Candía con importantes noticias para Sebastián Veniero. Yo soy Nikola, el renegado griego.
—Ya sé quién eres. La otra noche te vi en la nave del almirante.
—En tal caso aproxímate y recógenos.
Los marineros levantaron a brazo el ancla y unos pocos golpes de remos hicieron avanzar la embarcación hasta situarla entre dos escollos contra los que no chocaba la resaca.
—Embarcaos —les ordenó el capitán de la galera.
Mico y Nikola no esperaron a que les repitieran la orden y se metieron ágilmente en la chalupa, siendo saludados con grandes vivas.
La flota veneciana, si bien expuesta a un imprevisto asalto de los navíos otomanos, no había abandonado Capso, esperando el regreso del griego y del albano. No obstante, Sebastián Veniero, prudente en toda ocasión, ordenó que un par de sus galeras salieran a vigilar y, como ya vimos, gracias a ello pudieron salvarse ambos valientes que se comprometieran a llevar la engañosa carta al bajá de parte del sultán.
Cuando subieron a la capitana, el almirante estaba comiendo con el León de Damasco, a quien había colocado en el lugar de honor, y con sus oficiales más importantes.
—¿Lograste tu propósito? —inquirió Veniero levantándose al instante, a pesar de la herida que seguía molestándole.
—El bajá aseguró que vendrá.
—¿Con la nave almirante?
—¡Ah!... Eso no lo puedo asegurar, señor almirante. No puede uno confiar en esa gente ni siquiera cuando prometen una cosa.
—Pero... ¿tienes la certeza de que acudirá?
—Tiene excesivo valor el maldito argelino para que sienta temor ante una trampa.
—¿Viste zarpar la galera?
—No, señor almirante.
—Si acude lo hará a la tarde. Al bajá le agradan las batallas nocturnas: son su especialidad. Que acuda y con la ayuda de Dios... ¡Si me fuera posible capturar a ese hombre!...
—¿Qué haríais? —indagó Muley.
—Propondría cambiarlo por vuestro hijo y ni la misma Haradja dejaría de aceptar, a pesar de su odio contra vos. Ahora, el asunto consiste en que venga. ¿Acudirá? ¿Qué opinas, Mico?
—Mi opinión es que vendrá, señor almirante.
—¿No has tenido ninguna noticia de mi hijo?
—Únicamente sé que sigue en la nave. No me ha sido posible hacer nada por el niño.
—No te lo reprocho. Ya hiciste demasiado con llevar la misiva al bajá.
—Misiva que lo habrá enfurecido —comentó Veniero.
—Igual que a una fiera.
—Acabemos la comida y nos dispondremos para la lucha.
El almirante contempló el firmamento, que se llenaba de livianas nubes agrupadas por el siroco.
—Vamos a tener una noche bastante oscura —dijo en tono bajo, haciendo un gesto de impaciencia. —Estoy por decir que esos perros mahometanos disfrutan de mayor protección en el cielo que los cristianos... ¡Dios me perdone! ¡Bah!... ¿Quién está seguro?... Al fin y al cabo, decisión no nos falta y me imagino que en último extremo podremos pasar a fuerza de remos por entre las galeras del bajá.
—¿Para buscar refugio en el Adriático? —inquirió el León.
—No, Muley. Si no puedo rescatar a vuestro hijo, lo primero que haremos será ir en busca de vuestro padre y destruiremos el castillo de Hussif si se niegan a entregárnoslo. Tengo instrucciones de quedarme en estas aguas para defender a nuestros compatriotas, y no saldré de entre Candía y Chipre.
Y volviéndose a sus oficiales, ordenó:
—Que esta tarde se encuentren todas las galeras preparadas y listas para zarpar y entrar en combate. Transmitid mis órdenes a los tripulantes y, principalmente, a los maestres.
—¿De manera —adujo Muley, paladeando el excelente café moka y con la pipa ya encendida —que no tenéis la seguridad de derrotar al argelino?
—Si las fuerzas estuvieran igualadas, yo sería el primero en lanzarme al abordaje de la nave almirante, a pesar de mi herida. Pero... esperad que podamos conocer sus fuerzas.
Una vez que bebieron el café y fumaron durante un momento, los oficiales se alejaron para examinar la artillería, las municiones y los remos de los galeotes, transmitiendo las órdenes del almirante.
En el transcurso del día no surgió ningún navío en las aguas de Capso. No hubiera podido aproximarse de improviso, ya que las más veloces galeras venecianas exploraban en todas direcciones prestas a disparar sus culebrinas. Semejante ausencia de naves enemigas más parecía inquietar que agradar a Sebastián Veniero.
—¿Puede ser que Alí-Bajá, tan cauteloso y astuto, no mande algunos navíos de exploración para cerciorarse de que no se le prepara una trampa? ¡Hum! Tendremos sorpresa y acaso tremenda... ¡Bah! De todas maneras nos han enviado para luchar en favor del León de San Marcos en tanto nuestros dedos puedan sostener la espada y el escudo...
Por fin se puso el sol. Y, sin embargo, en el cielo no brilló ninguna estrella; el horizonte se sumió en tinieblas. ¿Habría cambiado de pronto de idea el bajá y preferido quedarse en su galera frente a la asediada plaza?
—¿Cuál es vuestra opinión, señor Veniero? ¿No será una espera vana?
—Me parece que no, ya que la carta llevaba el sello del sultán. Y no creo que el bajá sea capaz de no acatar las órdenes de la corte de Constantinopla, estando enterado de que puede recibir una cajita, aunque de plata y repujada, en cuyo interior habrá una corbata de seda negra. Vos, Muley, conocéis lo que representa este pequeño obsequio, aunque no vaya acompañado de una nota aclaratoria.
—¡Ya lo creo! A mí también me la remitió el sultán. Pero tuve buen cuidado en no obedecer y aquella faja la utilizo ahora como cinturón para mantener mis armas.
En aquel momento gritó un vigía desde el penol de la latina:
—¡Luces al este!
—¿Cuántas? —inquirió el almirante.
—Aún no lo sé.
—¿Es un farol de galera, de galeota o de falucho?
—De galera.
—Mira y cuenta detenidamente.
—Cuatro.
—¿Nada más?
—Por el momento no distingo más.
El almirante se dirigió a Muley.
—Me sorprende que Alí venga hasta este lugar con tan reducidas fuerzas, ya que podía suponerse que no acudiría solo.
—¿Presentaremos batalla?
—Y sin más tardanza, si bien temo una trampa... Mas como nuestras galeras son más rápidas que las de los turcos, ya envejecidas y sucias por la larga travesía... y si comprobáramos que la cosa se ponía fea tendríamos el recurso de darnos a la fuga a fuerza de remos.
Tras pronunciar aquellas palabras, tomó la bocina, y con ayuda de su sobrino se dirigió al puente de mando, gritando con voz aún fuerte y clara:
—¡Todo el mundo a sus puestos de combate! ¡Listos! ¡Nos vamos a enfrentar con Alí-Bajá!
Por unos instantes imperó en las galeras venecianas una intensa actividad y un fragor como de descomunal colmena. Se preparaban barricadas entre el castillo de proa y el palo mayor; se emplazaban las baterías colocando piezas en los lugares más oportunos; marineros y arcabuceros competían mutuamente y los maestros de los galeotes encadenaban a éstos y se disponían a conducir la galera según las instrucciones de los correspondientes comandantes.