—¡Un banco a proa! —exclamó el griego. —Encalla la chalupa y cuidado con las armas, que nos serán necesarias después.
El albanés tiró con rapidez de la barra del timón. La embarcación brincó sobre una ola fosforescente por las medusas que llevaba consigo y chocó violentamente, quedando encallada.
—¡A tierra! ¡Tírate al agua! —gritó Nikola.
Mico cogió las dos pistolas y las municiones y, aunque debido al choque se había golpeado con fuerza la frente en el banco de popa, saltó entre la fragorosa resaca y nadó hacia tierra, llevando en alto las armas con el fin de que la espuma no apagara las mechas.
—¡Rápido, Mico! —previno el griego, que ya había llegado a tierra. —Ocúltate detrás de cualquier roca o la metralla te acariciará la carne.
La costa era muy idónea para encontrar en ella refugio, ya que imponentes bloques de piedra habían rodado desde arriba, y veíanse amontonados acá y allá, constituyendo auténticos escollos inaccesibles incluso para la artillería de grueso calibre. Los fugitivos cruzaron el banco, a pesar de la violencia de la resaca, y se precipitaron entre aquella rocosa confusión. Acababan de parapetarse cuando el falucho disparó un nuevo metrallazo.
—Si te llegas a retrasar un poco, ya tendrías en el cuerpo una docena de esos proyectiles, que hacen sudar incluso en mitad de los hielos.
—¿Qué es entonces lo que los turcos utilizan como metralla, Nikola?
—Clavos y restos de hierro usado, que pueden ocasionar infecciones incurables.
Otra lluvia de metralla barrió las rocas, pero ya los fugitivos se encontraban a salvo.
—Esto es gastar pólvora en vano —comentó Nikola, que conservaba su extraordinaria serenidad.
—¿No pretenderán desembarcar?
—Es fácil, pero no antes del alba. En consecuencia, disponemos de un par de horas de tregua.
—¿Para escapar a Capso?
—No urge. Aquí nos encontramos como tras las murallas de Candía.
—Es que desearía ver en seguida al almirante y a mi amo.
—Que esperen un poco. ¿Deseas partirte una pierna entre estas rocas? Hay que esperar a que se desvanezcan las tinieblas.
Se habían protegido en una especie de pozo formado por enormes piedras casi cerradas y que ni las bombardas turcas hubieran podido destruir. El falucho, bastante próximo a la playa, proseguía lanzando metralla en todos los sentidos, ya que ninguno de los que componían la tripulación del barco había podido ver en qué lugar se escondieron los fugitivos.
Los dos tuvieron buen cuidado de no contestar a los disparos. El griego sólo disponía de un arcabuz y el albanés de las grandes pistolas del negro, ya que éste, al precipitarse en el mar, cayó con el mosquete de Mico. Por consiguiente, permitieron que el falucho se desahogara disparando quince o veinte metrallazos.
—Déjame una de tus pistolas para encender la mecha de mi arcabuz y emprendamos la marcha. Si hacia el alba nos distinguiesen nos matarían desde la falucha. Encomiéndate a tus piernas y procura no caer entre esas rocas.
—¡Bah! Soy un montañés. Emprendamos la marcha cuando te parezca.
—Espera que disparen de nuevo.
No esperaron mucho. Los tripulantes del falucho, aunque ya sin esperanzas de alcanzar a los fugitivos, continuaban disparando algún metrallazo de vez en cuando.
—¡Vamos, Mico!
Abandonaron su escondrijo y a pesar de que se veía muy confusamente escalaron las rocas, alejándose unos cien metros y dejándose caer de improviso entre otro montón de piedras.
—No avancemos ni un paso más, pues van a dispararnos otra vez.
Efectivamente. El disparo se oyó casi al instante y la granizada de metralla fue a estrellarse contra las rocas, a veinte metros escasos de las cabezas de los perseguidos.
—¡Miserables! —exclamó el albanés. —¿Habrá entre esos turcos alguno que posea los ojos como los de un gato? De no ser así, no entiendo cómo la metralla nos persigue en nuestra retirada.
—Aprovechemos en tanto que carga de nuevo, Mico. Tú procura no romperte una pierna y yo respondo de nuestra salvación.
Volvieron a trepar dificultosamente, con gran fatiga, y temiendo ser acribillados a cada segundo. De esta manera escalaron otro centenar de metros. La cumbre no distaba arriba de unos ciento cincuenta metros y en otra carrera la podrían alcanzar.
—¡Quieto, Mico!
Los clavos y restos de hierro viejo arrojados por la maldita culebrina cayeron junto a ellos, luego de estrellarse contra las rocas, a quince metros aproximadamente de sus cabezas.
—¿Verán realmente, Nikola?
—¡Bah! Disparan al azar, imaginando que debemos intentar pasar la cima.
—¿Y de qué forma te las arreglas para adivinar el instante del disparo? En cuanto me haces parar, disparan.
—Es que he sido artillero y sé lo que precisa una culebrina para cargarse.
—¿Trepamos?
—No. Esperemos en este lugar, ya que nos encontramos a salvo y veremos al siguiente disparo si los turcos alteran la puntería.
—¿Y supones que a la primera claridad del alba desembarcarán y nos perseguirán por tierra?
—Es lo más posible. El capitán del falucho ha debido recibir instrucciones para vigilar atentamente la chalupa. Hará, por tanto, cuanto pueda por apresarnos, aunque haya de darnos caza de roca en roca.
—¿Cuántos hombres suelen llevar las faluchas?
—Por lo común una docena como máximo.
—¡Bah! Una docena no es una gran cosa. Protegidos tras estas rocas, tú con tu arcabuz y yo con mis pistolas, podríamos mantenerlos a raya.
¡Bum! La culebrina del falucho no disparó en esta ocasión con metralla, sino con bala. Una pelota de plomo, de tres o cuatro libras como máximo, fue a estrellarse contra una alta roca a cien pasos de los fugitivos.
—¡En pie, Mico! Otra pequeña carrera en tanto que vuelven a cargar la pieza.
Se precipitaron por un canalón que parecía haber sido labrado por el agua y alcanzaron, por último, un lugar situado a unos trescientos metros del nivel del mar.
—¿Y ahora qué hacemos? —inquirió el montañés, dejándose caer a tierra, fatigado por aquella continua carrera.
—Descansemos un momento a ver si entretanto se hace de día y nos es posible orientarnos. De todas maneras, antes de que los turcos salgan y trepen hasta esta cumbre tenemos tiempo, ya que ellos no tienen las piernas de los cretenses ni los albanos.
Otro proyectil silbó por encima de sus cabezas.
—¿Distingues tú la falucha, Mico?
—Solamente su farol.
—Debe encontrarse muy próxima a la playa.
—Eso creo.
—Reposemos todavía cinco minutos y luego, disparen bala o metralla, emprendamos la marcha. Procuraremos poner entre nosotros y los turcos una honorable distancia.
—Pero, ¿serás capaz de conducirnos a la ensenada de Capso, Nikola?
—Es suficiente con seguir la costa y podemos caminar con relativa rapidez, ya que se encuentra llena de piedras y el terreno es apropiado.
—¿Vamos?
El griego no contestó. Se había inclinado hacia delante con el arcabuz y escuchaba con atención.
—¿Qué ocurre, Nikola? —indagó en voz baja Mico, cogiendo sus pistolones.
—Se acercan.
—¿Ya han desembarcado?
—Eso me parece.
—¿Vamos a permanecer aquí?
—Sí. Nos hallamos bien resguardados lo mismo de las balas de arcabuz como de la metralla. Fíjate bien.
El albano, asomando la cabeza por encima de las rocas, creyó ver algunas sombras trepando igual que gatos.
—Sí. Son los turcos, Nikola.
—¿Los distingues?
—Bastante bien.
—Dispara tus pistolas. Ya dispongo del arcabuz, como reserva.
—Espera un instante que los vea mejor.
—¿Se hallan muy cerca?
—Creo que a unos quince metros.
—Dispara, Mico.
Éste hizo lo que el otro le indicaba, descargando sus pistolas. Se escucharon dos alaridos, maldiciones y rodar de piedras. Los turcos huían. La culebrina estaba presta a contestar, incluso exponiéndose a herir a los mismos asaltantes. No obstante, disparó con bala y a excesiva altura.
—¡Muy mal! —exclamó Nikola. —Aquí era necesaria la metralla, aunque fuera con riesgo de herir a los compañeros. Bien; aceptando que la tripulación se compone de doce hombres nada más, solamente deberemos enfrentarnos a diez.
—¿Supones que les he matado?
—Al brillo del fogonazo he observado caer rodando a dos de esos bandidos. Compañero, en Albania disparan bien.
—Vivimos de continuo con las armas en la mano por temor a un ataque inopinado de los turcos y nos entrenamos para ser buenos tiradores.
—Bien, carga y emprendamos la marcha hacia la ensenada de Capso. No deseo que cuando llegue el día continuemos aquí.
El albanés volvió a cargar sus pistolas y se puso en marcha detrás del griego, que avanzaba con rapidez.
—Aunque llegaremos tarde, llegaremos.
—Con los turcos pisándonos los talones.
—¡Déjalos! Sabemos defendernos.
El falucho proseguía disparando unas veces metralla y otras simple bala, sin que los fugitivos se preocupasen por ello. Al alcanzar una zona de terreno bastante lisa aprovecharon para efectuar una rápida carrera, si bien no sabían dónde irían a parar, ya que aún faltaban unas horas para que saliera el sol.
Después de un cuarto de hora de correr, acosados siempre por los tiros de la culebrina, se detuvieron para tomar aliento.
No tardó en terminar el terreno llano y de nuevo se hallaron entre rocas. Cuando alcanzaron aquel lugar se sintieron aliviados, ya que no podía alcanzarles ningún proyectil disparado desde el mar.
—¡Rápido, rápido! —exclamaba Nikola, mirando a cada momento el firmamento, como si temiera que se hiciera de día demasiado pronto.
Y corrían estimulados por las ininterrumpidas detonaciones, que se sucedían de manera inquietante sin cesar. Luego de haber corrido durante otros veinte minutos se detuvieron otra vez, sentándose en la cima de una cresta. A una parte rugía el mar, al otro lado los grillos cantaban alegres en los desiertos campos.
—¿Qué hacemos, Nikola?
— Reponernos de la fatiga —respondió el griego.
—¿Y la ensenada?
—Todavía está distante.
—¿Nos darán caza los turcos antes de que lleguemos?
— Para algo tenemos piernas.
—Lo que me preocupa es no haber podido salvar al hijo del León de Damasco.
—En este momento, si lo hubieras pretendido, te encontrarías desollado, empalado o destrozado.
—Eso creo.
—Lo que yo deseo saber es de qué manera acabará esto.
—Pues el bajá irá a la entrevista con unas cuantas galeras y el almirante veneciano no desaprovechará la oportunidad para presentar batalla. Después, ya se verá.
—¿Y no marcharemos a Hussif?
—Yo pienso que sí. Hemos de libertar al padre del León de Damasco.
—¿Conoces el castillo?
—Sí, ya estuve allí.
—¿Es muy numerosa la guarnición?
—Hay más mujeres y negros que nada. Gente que huirá a los primeros disparos.
—Lo que lamento es que no se encuentre allí Haradja.
—¡Oh! ¡Cualquiera sabe!
—Desearía cogerla desprevenida en su guarida.
—A todo esto, lo que nos hace falta es el desayuno.
—¡Bah! Eso no es lo más preciso.
—Compañero Nikola, ¿te acuerdas a qué hora cenamos ayer?
—Te quejas injustamente. Fíjate qué magníficos racimos los de aquella parra. Además, en mi bolsillo conservo algo de galleta. No es otra cosa la que necesitan los labradores cretenses y bien sabes que son vigorosos y robustos. Acompáñame.
—¿Apago las mechas de mis pistolas?
—Sería una temeridad. Esos perros mahometanos pueden aparecer por donde menos lo pensemos y hacernos caer en algún lazo.
Se alejaron de la cresta, adentrándose en el campo. No tardaron en encontrarse en la viña y se escondieron entre los pámpanos. Devoraron uvas con avidez. Éstas eran excelentes y se caían de maduras.
—¿Distingues algo, Mico?
—Sí. Un soberbio racimo que me está tocando la nariz.
—En tal caso come sin temor, acompañando las uvas con la galleta que te di.
—¿Y si acuden los turcos a quitarnos el desayuno e incluso la piel?
—Los expulsaremos de nuestra propiedad a tiros. El propietario de esta viña habrá sido, al igual que otros muchos candiotas, miserablemente asesinado y, en consecuencia, podemos apoderarnos de ella en tanto que se presenten a reclamar los verdaderos herederos.
—Posiblemente los habrán asesinado también.
— Es lo más probable.
Comieron, y no viendo surgir a nadie ni percibiendo el estampido de la culebrina del falucho, reanudaron la caminata, escondiéndose entre las vides, que los resguardaban con su sombra. Pero el mutismo del cañón no complacía o, para mayor exactitud, no tranquilizaba al griego.
«¿Tal vez habrán desembarcado todos y nos estarán persiguiendo desesperadamente? —se decía a sí mismo. —Me gustaría más oír el zumbido de la metralla por encima de mi cabeza.»
De aquella manera caminaron una milla y se encontraron de improviso de nuevo entre rocas.
—Estas pueden también servirnos de parapeto si aparecen los turcos.
—Pero avanzaremos con gran dificultad, Nikola.
—¿Acaso por las montañas de Albania camináis por encima de alfombras persas?
—No, claro está.
—En tal caso camina y no te quejes.