—¡Muerto! —susurró Mico.
—Eso me parece —concordó Muley, que se habría aproximado a la ventana armado de un arcabuz.
Por unos instantes todo quedó silencioso. Por último, de un rincón del patio brotó una burlona risa.
—¡Es el armenio! ¡Ah, perro! Muéstranos tu cara y colócate en el parapeto de la terraza.
Volvióse a oír la sarcástica carcajada. Después, exclamaciones furiosas, estridentes. Kurdos, negros y mulatos acudían a la carrera por los escalones, con antorchas y bien armados.
—¡Alarma! ¡Los cristianos!
Sobre la terraza, las mujeres de la fortaleza, que habían aparecido en dos grupos, gritaban de una manera espantosa, como si ya notaran en sus cuellos el cuchillo.
Los guerreros de la fortaleza, todo lo más unos cuarenta, ya que había numerosos esclavos y servidores que no eran hombres de armas, se precipitaron al patio, lanzando alaridos y sin saber qué hacer. Una vez los hizo detenerse y los organizó, Hassard, surgiendo de entre las sombras, se dispuso a cubrir el puesto del infortunado capitán de armas.
—¡Alto! ¡Firmes! Sandiak ha sido asesinado por los mensajeros del sultán y yo me pongo al frente del
hisar
. Apartaos de los rayos del farol verde y acompañadme. Ahora vamos a reír.
—¿Eres tú el que pretendes reírte, repugnante espía? —gritó Nikola. —A ver si eres capaz de ponerte frente a mí. El primer proyectil que salga de mi arcabuz va a ser para ti.
—Y yo lo reemplazaré por uno de culebrina —repuso el armenio, que de improviso había adquirido un valor insospechado.
—Atrévete y te enviaremos a Constantinopla a que pruebes las exquisiteces del palo.
—Esperad.
Todos los soldados desaparecieron escondiéndose detrás de un reducto defendido por un par de culebrinas y que se hallaba erigido ante el palacio en dirección a la escalera que llevaba hasta la ensenada.
—Bueno, ya está bien. Retira el farol.
Se preparaba el griego a cumplir la orden de Muley, cuando saltaron hechos añicos los cristales verdes y sonaron dos estampidos. Dos balas de arcabuz habían destrozado el farol. El León de Damasco lanzó una exclamación.
—¡Irreparable contratiempo! —dijo.
Nikola, que no había resultado herido por verdadero milagro, no sacó del alféizar de la ventana nada más que el armazón del farol.
—¡Por el cuerpo de Mahoma asado! No quedó ni un trozo de vidrio del tamaño mayor al de un palmo.
—Y, por consiguiente, no podremos hacer la tercera señal.
—¿Y es muy precisa, hijo?
—Sí, padre. La última señal dará a entender máximo peligro y nos es imposible hacerla.
—Pero ya has hecho un par.
—¡Es lo mismo! La primera indica: «Todo marcha bien». La segunda: «No nos perdáis de vista». Y la tercera: «Acudid al momento. Grave peligro». En esto quedamos con el almirante veneciano.
—¿Y supones que sin la tercera señal no vendrá la flota?
—No, padre.
—¿Dónde se podrá encontrar otro farol verde? —interrogó el griego crispando los puños. —No obstante, Sandiak aseguró que había cinco más. ¿Recuerdas, Mico?
—¡Ya lo creo que lo recuerdo!
—¿En qué lugar estarán?
—Por el momento no hay que pensar en ello, Nikola —contestó el León. —No es cuestión de registrar el castillo cuando todos esos kurdos y negros nos acosan.
—Y, sin embargo, señor, hemos de hacer la última señal si deseamos que el almirante con su flota venga en busca nuestra.
—Ya lo sé. Pero de momento mantengámonos a la expectativa. Habrá tiempo de sobra para actuar según como se desarrollen los acontecimientos. Acaso los guerreros de Haradja, por miedo a ofender a unos auténticos representantes del sultán, no se decidan a combatirnos. ¿Habéis echado las barras a todas las puertas?
—A todas, señor —replicaron los venecianos.
—Tal vez fuera conveniente preparar barricadas, poniendo detrás de ellas los muebles.
—Lo vamos a hacer, señor.
En aquel instante el armenio gritó desde el exterior:
—¿Se puede parlamentar? He ordenado que se apaguen las mechas.
Muley-el-Kadel apartó con el pie el armazón del enorme farol, que ya sólo despedía una luz blanquecina algo vacilante y se aproximó a la ventana, sosteniendo dos pistolas con las mechas encendidas.
—¿Quién habla? —inquirió.
—Soy yo. El armenio Hassard.
—¿Qué deseas?
—Notificaros que los kurdos exigen la cabeza del que mató al capitán de armas.
—¿A nosotros, los emisarios del sultán? ¿A tanto llega su osadía? ¿Es que ya no acatan y obedecen las órdenes de Constantinopla?
—No sé contestaros, señor. Pero pretenden vengar a Sandiak.
—¿Y supones que voy a entregarte al hombre que ha disparado o, para mayor exactitud, ha respondido al fuego del capitán de armas?
—No soy capaz de retenerlos, señor.
—Dales de beber para que se calmen.
—Están hablando de atacar vuestras habitaciones y daros la misma suerte que tuvo Sandiak.
—Exageras, endemoniado cuervo —exclamó Nikola. —Eres tú quien pretendes insurreccionarlos contra nosotros.
—Siempre me creó temor el derramamiento de sangre.
—Terminemos —dijo en tono autoritario Muley.
—Insisto en que los kurdos reclaman la cabeza del asesino y que si no la entregáis están resueltos a ir en busca de ella.
—¿Aquí, a nuestras estancias?
—No cabe duda.
—¿Así que nos imaginan mancos?
—¿Y no son mejores que las espadas y los arcabuces las culebrinas de Hussif?
—¿Deseas destruir el castillo de tu señora?
—Ahora no mando yo. Los kurdos no quieren acatar mis órdenes.
—Hazte obedecer por los negros.
—Los negros no quieren obedecerme tampoco, señor.
—En tal caso ven a detenernos, si eres capaz.
—Os recomiendo que me entreguéis al asesino de Sandiak.
—Aquí no tenemos ningún asesino. Estás loco, Hassard.
—Bien. Entonces hablarán las culebrinas.
—Las paredes son sólidas, las puertas resistentes y bien atrincheradas y nuestra escuadra sigue aún frente a Hussif.
—He mirado con detenimiento y no la he visto.
—Porque no eres marinero —gritó Nikola. —Eres un gato de las montañas de Armenia y además medio ciego, ya que de noche no ves más allá de tus narices.
El armenio rugió como un tigre enfurecido.
—¡Ah, perro! Si te puedo apresar, moriré satisfecho.
—Si deseas jugar una partida de yatagán o de
kandjar
, no tienes más que venir. Llama y se te dejará entrar.
—¿Con el objeto de asesinarme?
—¡Bufón! Somos guerreros y no escribientes.
—Te arrancaré la lengua.
—A palabras necias, oídos sordos.
—¡Kurdos! ¡Negros! —gritó el armenio, que parecía enloquecido por la cólera. —¡Disparad hasta que destruyáis el
hisar
!
—Es excesivo —repuso con acento burlón el griego. —Ten presente que estamos nosotros en su interior.
Los asediados se apartaron a los lados o se resguardaron detrás de la columna de mármol chipriota, muy gruesa y sólida.
En el patio, kurdos y negros formaban una horrible algarabía y de cuando en cuando distinguíanse mechas encendidas que arrojaban resplandores rojizos en dirección al reducto.
—No se deciden —comentó el bajá de Damasco, que se había levantado con el fin de intervenir en la batalla.
Muley y Nikola hicieron un gesto con la cabeza.
—Ya comprobaréis, padre, cómo el armenio termina por convencerlos.
—Y, no obstante, él fue quien rompió los sellos y leyó la misiva del sultán —adujo el griego.
—Al parecer no se preocupa mucho de ello —respondió el León aproximándose con prudencia a la ventana.
En aquel momento se oyó de nuevo la voz chillona y antipática del armenio.
—¡Aquí quien manda soy yo! ¡Yo respondo de todo delante de la señora!... ¡Disparad!
Una descarga de diez o doce arcabuzazos retumbó y las balas fueron a estrellarse en la pared del fondo de la estancia, levantando polvo.
—No respondáis —mandó Muley. —Economizad las municiones para el último asalto.
—¡Si me fuera posible acabar con ese maldito armenio!... —exclamó Nikola. —Es el astro maldito del castillo.
—Ya procurará él permanecer bien oculto —contestó el León de Damasco. —Ha comprobado lo que le aconteció al capitán de armas y no cometerá la bobada de colocarse en un lugar que pueda ser objeto de nuestros disparos.
Una nueva descarga de proyectiles atravesó el aposento, destrozó todos los vidrios y dos faroles colgados del techo. Este fue el único resultado conseguido por los kurdos y los negros de Hussif. Se precisaba bastante más para abatir los gruesos muros del
hisar
.
Durante cinco o seis minutos los guerreros de Haradja prosiguieron descargando los arcabuces cada vez con mayor furia, y, observando que nada conseguían y que los sitiados no se preocupaban ni en contestar al tiroteo, emplazaron una culebrina.
—Ahora tronará el cañón —clamó el armenio.
—Destruye el castillo, mísero —le gritó Muley. —Sobre sus restos el sultán levantará un palo para cada uno de vosotros.
—Pero entretanto os forzaremos a entregaros.
—Te equivocas. Ven a atacarnos cuando te apetezca.
—Esperad. ¿Deseáis entregarme al asesino del capitán?
—¡Si ha muerto! Lo habéis liquidado a la primera descarga.
—En tal caso arrojadnos por la ventana su cadáver para decapitarlo y precipitar su cuerpo contra la escollera.
—De eso trataremos mañana por la mañana.
—¡Haced avanzar las culebrinas! —bramó Hassard.
—Acuérdate de que es la propiedad de tu señora la que vas a destruir —exclamó con acento de burla el griego. —Por nosotros no te inquietes; apresaremos las balas con las manos y nos dedicaremos a jugar a la
zara
.
—Os destrozaréis los dedos.
—No sufras. Nos encontramos a salvo.
En la estancia estaban solos el bajá y su hijo, Mico y Nikola. Los cuatro venecianos encontrábanse en el aposento inmediato, cuidando de las puertas, por miedo a que los fornidos negros la emprendieran con ellas a hachazos.
—Coloquémonos tras de las paredes para estar a resguardo de los disparos. Estos muros pueden aguantar muy bien el fuego de las culebrinas. Para abatirlos se precisaría usar bombardas de buen calibre. Destrozarán en gran manera el cuarto, pero es Haradja quien paga. ¡Atención! Veo brillar una enorme mecha en el reducto.
Abandonaron todos la ventana. Cinco o seis segundos más tarde un relámpago brotó de aquel punto y a continuación una detonación aguda vibró en el espacio.
Un proyectil, de unas tres libras acaso, cruzó la habitación y fue a destrozar entre gran fragor un soberbio espejo de Venecia colocado en la pared.
—¡
Zara
! —exclamó el griego aproximándose con cautela a la ventana. —Gané el juego, Hassard, y tu ama paga.
—¿Qué pagará? —aulló el armenio.
—El gran espejo veneciano. Si bien no soy de Venecia, me parece que no me engaño al tasarlo en cien cequíes como mínimo. ¿De esta forma te preocupas de los intereses de tu señora, Hassard? En cuanto lo vea, te lo hará pagar.
—¡Por todos los diablos! ¿Qué hablas, perro? ¿Un espejo?
—Sí, hombre. Aquel de gran tamaño que se hallaba junto al lecho. ¿No te acuerdas? Cien cequíes, pero, ¡es lo mismo!, no te inquietes. ¿Qué significan para tu bolsa cien cequíes? Te puedes permitir estos lujos.
—¡Ah, malvado! ¡Como te aprese!
—¿Qué harías? ¿Probar en mi piel tu necia y vulgar pluma de ganso?
—Precipitarte de cabeza a la escollera.
—No me interesa.
—¡Ah! Habréis de ceder.
—¡Bah! Los escribanos no pueden transformarse en un instante en hombres terribles. No es utilizando una pluma como se convierte uno en guerrero, créeme.
—¿Te rindes? ¿Te entregas?
—¿Para qué? Me encuentro muy bien aquí.
—¿Y mañana qué comeréis?
—Eso lo solucionaremos con el cocinero. No te inquietes.
—¡Es demasiado! —bramó frenético Hassard. —Continuad las descargas. Acabemos con esos falsos emisarios del sultán. Os garantizo que todos son cristianos.
—¿Incluso el bajá de Damasco? —indagó con una risa el griego.
El armenio no consideró conveniente contestar.
—Dispongámonos para el segundo disparo. ¿Qué será lo que destroce en esta ocasión? ¿La cama de mi padre?
En aquel instante entró Mico, que había examinado detenidamente el cuarto cercano.
—Señor —informó con cierta excitación. —Nos atacan por dos puertas al mismo tiempo.
—¿Suben por la escalera los kurdos, Mico?
—Antes bien serán los negros, señor. Los kurdos sólo sirven para luchar con armas de fuego y no van a dejar las piezas.
—Me agradaría más entendérmelas con los kurdos, que son menos vigorosos. ¿Han iniciado el ataque con las armas que guardaban?
—Aún no, señor. Pero pronto lo harán. Los hemos oído conversar a la vez que subían las escaleras.
—¿Habéis hecho uso de todos los muebles?
—Sí, señor, y además las puertas son muy sólidas y resistentes y están atrancadas por tres enormes barras de hierro cada una. No obstante...
Otro proyectil atravesó la ventana, destrozó un cuadro antiguo y se clavó en la pared, levantando una nube de polvo.