—¿Cuántas galeras se aproximan, Nikola?
—Dieciocho, señor almirante. Mis ojos ven tan bien como vuestro tubo.
—¡Qué extraordinaria vista tenéis! Parece que tengáis un anteojo de éstos en cada ojo.
—¿Es exactamente ese número?
—Exacto.
—En tal caso se trata de la flota de Alí-Arab.
—He oído elogiar la osadía de ese discípulo de Alí-Bajá.
—¿Aceptaréis el combate?
—Me es muy necesario conservar mis naves, señor Muley. La Serenísima, a pesar de que está construyendo a marchas forzadas, no tiene casi escuadra y no es cuestión de arriesgar el grueso de ella, hoy por hoy, en batallas parciales y sin resultados efectivos. Por otra parte, somos ocho contra dieciocho, y a pesar de que nuestras galeras sean de mayores dimensiones, más veloces y estén mejor armadas, no me interesa. Nos daremos a la fuga bombardeándolas y marcharemos a la ensenada de Capso.
Tomó la bocina y, con voz aún fuerte, dio al instante algunas órdenes, que el viento trasladó fácilmente desde su puente al de los otros siete navíos. Al momento se alteró el rumbo. Los remeros impulsaron, haciéndolas saltar, las ocho galeras, en tanto que el
hisar
de Hussif ardía como descomunal hoguera alumbrando con sus llamaradas el mar en una gran extensión.
Nadie pensaba en extinguir semejante incendio. Los escasos negros y kurdos huidos no se sentían capaces de retornar al castillo, imaginándolo aún en manos de los venecianos, y presenciaban a distancia, con las mujeres, los esclavos y los servidores el trágico espectáculo.
Y mientras Hussif se quemaba crepitando, Alí-Arab ordenaba acelerar la marcha de sus naves para cerrar el paso a los venecianos y destruir o apresar sus galeras. Pero Veniero no era hombre que se dejara capturar, sobre todo disponiendo de mayor número de remeros y siendo sus barcos más veloces. Avanzó, por tanto, en doble columna en dirección al norte para eludir el peligroso combate.
—Se acuerda con demasiado retraso el musulmán —dijo a Muley. —Si confía en que me anime y caiga en la trampa, se engaña. Me es indiferente que me llame
prudente
.
Dirigió una ojeada hacia las galeras turcas, que aceleraban la marcha para cortarle el paso, y ordenó con la bocina:
—¡Fuego de bordo y después disparar con los cañones de popa!...
Las doscientas culebrinas de la escuadra, todas de más alcance que las turcas, despidieron imponentes descargas que atronaron el espacio, envolviendo los puentes con humo tan espeso, que por unos momentos los tripulantes no pudieron distinguir nada. Luego siguió el fuego de las bombardas y pedreros, más aconsejables para un asedio que para una batalla naval.
Los turcos no fueron remisos en responder con sus cañones de proa, no permitiéndoles la situación emplear las baterías laterales. Diversos proyectiles cruzaron por encima de las galeras venecianas, que escapaban igual que gaviotas, matando a unos cuantos hombres y ocasionando algunos desperfectos en el casco y la arboladura.
Alí-Arab, ya que en realidad era el teniente del lugarteniente de Alí-Bajá, al ver escapársele la presa amplió más su línea de ataque con grave peligro. Y los venecianos escogieron dos galeras que con extraordinaria osadía se habían despegado del grueso de la flota y pretendían abordar a las galeras venecianas y dispararon sus piezas sobre ellas, desarbolándolas y provocando numerosos estragos.
Tras de esto la refriega se dio por terminada. Las galeras venecianas adelantaron otra vez y prosiguieron su huida, disparando de cuando en cuando sus culebrinas de las torres de popa, únicas que podían abrir fuego sin aminorar la marcha.
— Alí-Arab afirmará que he sentido temor —adujo el almirante, dirigiéndose a Muley. —Me da lo mismo. He conseguido en mi vida demasiadas victorias y los turcos saben bien todo el perjuicio que les he ocasionado. Ya nos enfrentaremos de nuevo en otra situación, Arab, y tú o yo naufragaremos en el Mediterráneo.
Los turcos, aunque habiendo perdido ya toda esperanza de dar caza a las galeras venecianas y tomarlas al abordaje, proseguían la persecución, realizando un considerable e ineficaz derroche de pólvora y municiones. El almirante Veniero había ordenado no contestar al cañoneo de los mahometanos para economizar proyectiles, que sólo podía renovar en Mesina, donde ya se iban reuniendo poco a poco las naves de la Cristiandad.
Por espacio de dos horas ambas escuadras siguieron a la vista una de otra, pero paulatinamente la mahometana empezó a desaparecer. Sus pesadas galeras no podían rivalizar en rapidez con las de Venecia.
—Hussif ardiendo y mis galeras indemnes —comentó el almirante. —No podría haber deseado día más afortunado. Ahora vamos a anclar en Capso con el objeto de que podáis dirigiros a Candía en busca de vuestra esposa y la saquéis de allí, lo que será sencillo, porque el sitio, al cabo de dos años, no es demasiado estrecho.
—¿No tropezaremos en nuestro camino con Alí-Bajá?
—No, puesto que considera que tiene mucho que hacer en Candía con su bombardeo continuo. Además avanzaremos a bastante distancia de las costas y estaremos alerta.
Al llegar la aurora surgió la fresca brisa del oriente y el almirante mandó izar velas. La escuadra se dirigió hacia poniente igual que una bandada de gaviotas.
Las galeras, tal como indicamos, habían desaparecido y ya ningún estampido perturbaba la calma que reinaba en el Mediterráneo.
Tres días más tarde la flota veneciana anclaba en la ensenada de Capso, en la que en aquel momento solamente se encontraba un
lansko
griego, pequeñísimo velero de unos cuatro metros escasos de eslora y tan abarrotado de géneros diversos que parecía fuera a irse a pique.
No cabía duda de que se había refugiado en aquel lugar por miedo a las galeras turcas que, a pesar del cerco de Candía, realizaban rápidas incursiones por el archipiélago para explorar la llegada de los refuerzos venecianos.
Nada más llegar las naves acudió Damoko, montando un fuerte caballo que parecía de raza turca, en compañía de cuatro de sus amigos, también montados a caballo y armados de una forma extraordinaria.
—Ahí tenéis, Muley, al imprescindible y leal amigo. Él y sus compañeros os ayudarán a entrar en Candía. Ya conocéis lo mucho que vale.
—Sí, almirante.
—Podéis confiar en él totalmente.
—¿Vos os quedaréis aquí?
—Hasta vuestro regreso.
—En tal caso mi padre permanecerá a bordo de la capitana.
—De acuerdo. Pero no os descuidéis. Traed en seguida a vuestra mujer, ya que los turcos tal vez me descubran y me vería entonces forzado a marcharme. A Damoko le resultará fácil proporcionaros un corcel a vos, otro a Nikola y también a vuestro criado. No cabe duda que, en nuestra ausencia, se ha procurado buena cantidad de caballos turcos.
—No desearía ocasionaros molestias...
—Nada de eso. Si los turcos me fuerzan a marcharme, lo haré. Pero os garantizo que volveré en busca vuestra.
Mientras tanto Damoko y sus camaradas habían subido a la nave almirante. En seguida se preparó la expedición para ir a salvar a la duquesa antes de que fuera asaltada la ciudad pues se tenía noticia de que, literalmente arrasada por los proyectiles de las bombardas, resistía por un auténtico milagro, puesto que torres y torreones habían soportado excesivo cañoneo en el transcurso del prolongado asedio.
Al anochecer, un amigo de Damoko saltó a tierra para procurarse caballos, numerosos en todas las granjas de la isla debido a que los merodeadores turcos que cometían la imprudencia de acercarse en exceso a ellas eran abatidos a balazos, ya que la mayoría de los granjeros eran por necesidad soberbios tiradores, obligados a mantenerse de la caza.
A la siguiente mañana, hacia las cinco, ocho caballos de muy buena raza pisoteaban la arena.
—Con esos corceles árabes —indicó el almirante a Muley —podéis efectuar una velocísima carrera. Candía terminará por llenarse de caballos turcos. Para algo habrá servido esta contienda a los isleños. Id y regresad cuanto antes, por las razones que antes expuse.
El León de Damasco, luego de abrazar a su padre y tranquilizarlo descendía a tierra a las siete en unión de su escolta. Todos iban armados con arcabuces, pistolas y armas blancas. Se despidieron por última vez y fueron aclamados por los venecianos con vítores y los ocho hombres subieron sobre sus caballos y desaparecieron al instante tras las alturas de las cercanías.
Damoko y Nikola, que eran los que conocían mejor la isla, marchaban delante, y hacia medianoche los ocho jinetes se encontraban en la granja del primero. Luego de haber comido y descansado, el León pretendió continuar el viaje.
—No sigamos, señor —adujo el cretense. —Resultaría muy peligroso llegar a Candía de madrugada.
—¿Y hemos de permanecer aquí hasta mañana por la tarde?
—Sí, señor. No habiendo efectuado señal, no nos sería posible aproximarnos a los bastiones sin ser muertos o heridos por la metralla o los arcabuzazos.
—¿Qué señal hay que hacer?
—Encender un farol rojo.
—Conformémonos y aguardemos.
—Por otra parte, señor, quiero mandar a un par de amigos a que espíen las cercanías de la ciudad. No conocemos hasta qué extremo estrechan los turcos el sitio.
—¿Se encontrará cercada Candía hasta el punto de volver imposible nuestra entrada en la ciudad? Estoy anhelando ver a mi esposa y ponerla a salvo, antes de la ruina final. Ya no podrán aguantar demasiado los venecianos.
—Desde luego, señor. Su valentía no será suficiente para salvar la enseña de la República, como no sea gracias a un milagro.
—Y es posible que ocurra, Damoko.
—¿De qué forma?
—Las naciones cristianas, cansadas de la arrogancia turca, parece que han resuelto asestarles el golpe definitivo.
—¿Quién os lo ha comunicado?
—El almirante.
—En tal caso algo de cierto debe de haber en ello. Pero para Candía será ya demasiado tarde.
—¡Cualquiera sabe!
El cretense hizo un gesto de incredulidad con la cabeza. Después, en silencio, puso la mesa, presentando medio cabrito asado y algunos panes durísimos, además de unas botellas de vino blanco que habían traído de la bodega.
—Cenemos.
Así lo hicieron y con buen apetito los ocho. Luego se dispusieron a dormir otra vez todos, con excepción de uno, cuya misión era velar por los demás. La noche transcurrió tranquila y hacia la madrugada los campos proseguían desiertos.
—Esta tarde continuaremos el viaje —anunció Damoko a Muley. —Un par de mis amigos irán, tal como os dije, a explorar y si, como espero, el acceso a Candía es factible, a media noche pasaremos los bastiones.
Tras de haber almorzado, dos cretenses montaron, en efecto, a caballo y en seguida desaparecieron tras los viñedos.
Para los que quedaron, y sobre todo para el León de Damasco, las horas de espera se hicieron interminables. Al crepúsculo, los exploradores, con los caballos sudorosos, volvieron a la granja.
—¿Qué sucede?
—El sitio continúa de la misma manera. Será bastante sencillo para un grupo de hombres audaces penetrar en Candía.
—¿Por dónde? —indagó Damoko. —¿Por el bastión de Malamocco?
—Queda sólo el puente de la Lid libre del asedio. Los restantes tienen delante las pasarelas turcas con bombardas y culebrinas.
—¿Así que el sitio es casi absoluto? —indagó Muley.
—Casi, señor. Incluso las colinas que se levantan en dirección al sur de la plaza han sido tomadas. Cierto es que miles de turcos yacen sin enterrar en el fondo del barranco.
—¿De manera que opinas que podemos entrar?
—Sí, señor.
—¿Y no habéis topado con exploradores? —interrogó Damoko.
—Al parecer no osan realizar incursiones desde que hace unos días los venecianos realizaron una salida desesperada.
—¿Cómo os habéis enterado de eso?
—Por uno de nuestros hermanos escondidos en el campo al acecho de esa gentuza.
Ensillaron los caballos, les dieron nuevo pienso y al caer la noche cabalgaron y partieron al galope.
Damoko llevaba oculto bajo su capa un pequeño farol rojo, para poder aproximarse al bastión.
—Si no morimos, penetraremos en Candía.
—No moriremos, se entrará en Candía.
—No se morirá, señor Muley. Los venecianos están informados de la señal y no abrirán fuego. Por el contrario, echarán al instante el puente levadizo. Sólo me inquietan esos endiablados exploradores que escogen la noche para sus sorpresas. Por fortuna jamás van en gran número y somos muy capaces de acometerlos y terminar con ellos, tal como hicimos en mi granja hace breves días.
En Candía retumbaba el cañón. Las culebrinas dejaban oír sus secos estampidos; las bombardas su fragor imponente. Siniestros ecos que quebraban el silencio. Aunque lejanos, los jinetes distinguían los grandes proyectiles de piedra que cruzaban el espacio semejantes a bólidos, dejando detrás de ellos largas estelas de chispas, y percibían el estrépito que ocasionaban al abatirse sobre las míseras viviendas de Candía, ya medio arrasadas en los veintiocho meses de cerco.
Entre las diez y las once de la noche llegaron delante de los bastiones occidentales de Candía. Damoko se orientó en seguida y, tomando una larga pértiga, prosiguió su avance. A unos quinientos metros la clavó en tierra y puso sobre ella el farol. Todos desmontaron aguardando la señal del fuerte para seguir su marcha con seguridad. Pasaron unos minutos sin que los venecianos contestaran a esa señal, y de improviso Damoko apretó con fuerza el brazo de Muley.
—Ahí tenemos a esos malditos.
—¿Cuáles?
—Las patrullas turcas.
—¿En dónde?
—Acaban de aparecer tras de aquel bastión.
—¡La señal! —anunció en aquel momento Nikola. —Los venecianos han contestado.
—Ya era hora. Ahora hay que librarse de los merodeadores.
Algunos hombres habían surgido en el bastión en torno a una luz roja. Y en ese preciso instante un grupo de ocho o diez guerreros turcos se precipitaba a galope tendido en dirección a los cristianos, clamando:
—¡Los cristianos! ¡Los cristianos! ¡Muerte! ¡Muerte!
—¡A caballo! —ordenó el León. —Descarguemos los arcabuces y después atacaremos con las espadas.
En un santiamén cabalgaron los ocho y apuntaron a los exploradores turcos. Pero no tuvieron ocasión de abrir fuego. En su lugar lo habían hecho los venecianos, cogiendo de través a la patrulla turca, que enarbolando las cimitarras continuaba exclamando: