—¿Y en los subterráneos no hay ninguno?
—Me parece que sí.
—¡Ah! ¿Sólo te parece? Sin embargo, en Constantinopla se conoce ya que tenéis cautivo al bajá de Damasco.
—Yo lo desconocía, señor. Haradja abandonó el castillo antes de su captura.
—Y también se conoce que tu señora tuvo el atrevimiento de levantar un poco la piel a esa personalidad. ¿Es cierto?
Sandiak aspiró una enorme bocanada de aire, se bebió otro medio vaso de vino servido por el griego y contestó:
—En efecto, ese detenido vino con un hombro vendado.
—¿Y no le habéis curado? —bramó Muley.
—Sí,
effendi
—repuso espantado Sandiak, —te lo juro por el Corán. La señora dio orden de que lo curasen.
—¿Dónde se encuentra el bajá?
—Pero ¿será en realidad el bajá de Damasco?
—Al parecer se sabe más en Constantinopla de lo que acontece en Hussif, que aquí.
—Lo desconocía, señor. Supuse que se trataría de alguna persona que ofendió a mi señora.
—Haz que dispongan una habitación para el detenido junto a la mía. Deseo vigilarlo yo en persona.
—Estoy presto a obedeceros, señor.
—Mico, ve con Sandiak y la escolta al calabozo.
El albanés y los cuatro oficiales acompañaron al gobernador y al secretario de Haradja, quedando a solas en el espacioso comedor Muley-el-Kadel y Nikola.
—¿Por qué razón no habéis marchado vos también, señor? —inquirió el griego.
—Mi padre no hubiera podido reprimirse al reconocerme y en tal caso, ¿qué hubiera sucedido? No debemos olvidar que somos los más débiles y que hemos de emplear más la astucia que la fuerza.
—En ocasiones soy un animal —repuso el griego. —Tenéis razón y admiro vuestra cautela.
—Vamos a la terraza. Es posible que algún punto negro nos señale por dónde se halla la flota.
Bebieron un nuevo vaso de vino, atravesaron el patio y llegaron a la terraza, en la que había cuatro culebrinas y dos bombardas emplazadas. Muley se aproximó al parapeto, sin responder siquiera al saludo de los kurdos que estaban al cuidado de las piezas, y examinó anhelosamente el horizonte.
—Tú que posees ojos de marinero, Nikola, ¿distingues algo?
—¿Y vos no observáis nada?
—Nada en absoluto y considero tener buena vista.
—Pues bien, señor; la flota se encuentra allí, al norte. Ocho puntos negros que casi no alcanzo a ver.
—¡Vaya vista que tienes, Nikola!
—¡Como que la mayor parte de mi vida me la he pasado en el mar! Vos no alcanzáis a distinguir sino unas nubes grisáceo-verdosas heridas por el sol, pero nada de lo que hay entre aquellas nebulosas en el final del horizonte.
—Porque no tengo tan buena vista como la tuya —reconoció.
—Hay que nacer marinero y vivir numerosos años en el mar.
—¿Me garantizas que las galeras continúan navegando ante Hussif?
—Sí, señor. Puedo jurarlo.
—No es preciso; me basta con tu palabra.
—Mi vida está a vuestra disposición, señor.
—E intentaremos defenderla contra esos miserables.
El León de Damasco prosiguió aún unos minutos apoyado en el parapeto, contemplando el mar, cubierto aquí y allá de dorados reflejos, y después dijo:
—Voy a ver a mi padre.
—¡Tened cuidado no os traicionéis, señor!
—Haz salir de la estancia, aunque sea a la fuerza, al gobernador y, en especial, al armenio.
—Creedme, señor, si os afirmo que me inquieta más ese Hassard que el mismo Sandiak.
—Y a mí también. Ese hombre me hace sentir recelo.
—Es de una raza de traidores. Cuando perdieron su nacionalidad se transformaron en esclavos de los turcos, sin oponer la más mínima resistencia.
—Vamos, Nikola.
—Cautela, señor.
—La tendré. Por otra parte, Mico, por orden mía, habrá advertido a mi padre antes de que nos veamos. ¡Pobre viejo!... Ya pasa de tres años que no nos hemos visto.
Comprobó si su espada salía sin dificultad de la vaina y se encaminó en unión del renegado a la sala.
Mico, en unión de los cuatro oficiales venecianos, pronto a echar mano a los turcos, y precedido de Sandiak, que portaba una enorme linterna, y del armenio, avanzaba por una inacabable escalera practicada en la roca viva y que parecía iba a concluir a nivel del mar.
—Esto es para partirse la cabeza —comentó. —Señor capitán de armas, levantad la lámpara, ya que no soy ni un gato de Chipre ni de Angora.
—Es lo que hago, señor —respondió el desdichado gobernador, aún conturbado a consecuencia de la carta del sultán.
—¿Dónde acaba esta escalera?
—En los calabozos del castillo.
—Los prisioneros deben estar magníficamente ¡Qué olor a humedad y a putrefacción!
—El
hisar
tiene sus cimientos en el fondo del mar y las olas del Mediterráneo bañan las paredes de los calabozos sin cesar.
—No obstante, tu señora no acudía a descansar en alguno de ellos en las tardes calurosas.
—Hacía lo que le placía —exclamó de improviso el armenio.
—Lo creo. Se está más cómodo en una otomana forrada de seda y ante el murmullo de una fuente.
—Que vos no habíais pagado —repuso Hassard.
El albano, que ya había descendido cincuenta escalones sin alcanzar los calabozos, se aproximó bruscamente al armenio, diciéndole:
—¿Deseas que haga escribir al sultán para que ordene arrancarte la lengua? Debes saber que tenemos ocho galeras merodeando ante el
hisar
y tripuladas por hombres fieles en extremo al Príncipe de los creyentes. Sería suficiente que hiciéramos una señal para que vinieran y en tal caso no respondo de tu vida. Aparte de eso, mi señor puede hacer matar o empalar a quien sea sin tener luego que informar a nadie; ni siquiera al Gran Visir de Constantinopla.
—No te ofendas,
effendi
—respondió el armenio, que de improviso tornó su tono muy humilde. —Solamente pretendía bromear.
—En Albania nos complacen poco las bromas.
—¿Eres albanés?
—Sí.
—Se te nota en el acento, señor —observó Sandiak. —Yo he pasado bastante tiempo por esas regiones luchando contra los bosnianos que no querían renegar de la Cruz, hace ya unos años.
—¡Ochenta! ¿Pero cuándo acaba esta escalera?
—Ya sólo faltan unos diez peldaños.
—Entonces, bajemos.
La escalera se ampliaba por aquella parte y los escalones estaban húmedos y escurridizos debido al agua que se infiltraba entre las rocas. Al momento se detuvieron frente a una mohosa puerta de hierro llena de enormes puntas metálicas.
—Ésta es —anunció el gobernador sacando una gran llave de su cinto.
Una vez que la puerta quedó abierta, los siete hombres se encontraron en un amplio subterráneo alumbrado por un rayo de luz que no podía averiguarse de dónde provenía y en mitad del cual se hallaba una cama como único mobiliario. Sobre ella descansaba el bajá de Damasco.
—Como comprobaréis, señores, el preso se halla aún con vida. Podéis notificárselo al sultán para que no imagine que mi señora lo estaba torturando.
El bajá, al escuchar aquellas voces, se incorporó y quedóse mirando a los recién llegados.
—¿Qué deseáis? —inquirió enarcando las cejas. —¿No se conforma Haradja con haber empezado a desollarme y encerrarme después en esta prisión, que el mar golpea día y noche, no dejándome dormir?
—Señor —contestó Mico. —Tengo orden de libertaros y hacer que os trasladen a otra habitación del castillo, donde os sea posible descansar y curaros, si aún no ha cicatrizado vuestra herida. Aquí hay excesiva humedad.
—¿Quién eres tú? ¿Otro capitán de armas de este maldito
hisar
?
—No, señor. Dejaos trasladar sin ofrecer resistencia y os aseguro que dormiréis en una estancia inundada por el sol.
—O me arrojaréis al mar desde lo alto de una terraza. Todo puede esperarse de Haradja.
—No. Os lo juro por el Corán.
El bajá, que no tenía aspecto de haber sufrido demasiado ni por el cautiverio ni por la desolladura, echó a un lado la colcha damasquina y se levantó, diciendo:
—Si es para pasar a otra habitación, vamos. Por mala que sea no será peor que ésta.
Estaba vestido y se mantenía erguido, a pesar de que ya no era nada joven. Echó una profunda mirada al calabozo, como si pretendiera grabárselo en el cerebro, y agregó:
—¡Has jurado por el Corán...! ¡Vamos!
—Dejad que os ayude a subir la escalera.
—Como desees.
Abandonaron el subterráneo sin preocuparse en cerrar de nuevo la pesada puerta y cinco minutos más tarde alcanzaban la amplia explanada del castillo. El armenio disimuladamente desapareció. Sandiak hizo atravesar al anciano varias habitaciones en las que penetraba el aire y el sol, indicándole:
—Elegid, señor; la que más os agrade os servirá de momento de prisión.
—Cualquiera. Por lo menos aquí me será posible dormir. Notifica a Haradja que en ese subterráneo no puede vivir nadie arriba de tres meses. ¿Dónde está en estos momentos la sobrina del bajá?
—En Candía —repuso Mico.
—¿En el asedio?
—Sí, señor.
—Haciendo compañía a su gran tío —dijo el bajá con acento irónico.
Finalmente, luego de recorrer de nuevo las estancias, escogió una de ventanas ojivales que dejaban ver gran extensión del Mediterráneo.
—Marchaos todos y dejadme dormir —dijo, desplomándose en un diván soberbio, como exhausto de fatiga.
—Idos —ordenó Mico a los venecianos y al gobernador. —Voy a permanecer aquí hasta ver si se adormece y después me reuniré con vosotros.
Fue con ellos hasta la puerta, esperó unos minutos y cuando ya no distinguió el menor ruido en la marmórea escalera aproximóse rápidamente al anciano guerrero asiático, quien se levantó con agilidad, imaginando alguna traición, y dijo:
—¿Qué deseas? ¿Eres uno de los esbirros de Haradja? Pues cumple tu misión al instante. La vida no me interesa.
El albano sacó de su cinto las pistolas y los yataganes, los puso sobre el lecho y contestó:
—Aquí tenéis, señor, armas para defenderos si alguien os acomete. Pero en el
hisar
hay alguien que cuida de vuestra seguridad, y ¡desgraciado del canalla que pretendiera haceros algo!
—¿Quién es esa persona?
El montañés se inclinó, acercando su boca al oído del damasceno como si temiera que pudieran oírle.
—Vuestro hijo —susurró.
El anciano dio un respingo y permaneció silencioso por un instante, clavando en el albano la vista, todavía viva y brillante.
—¡Mi hijo en este lugar! —balbució por fin.
—Si,
effendi
.
—¿Está detenido también?
—Se halla como amo y señor del
hisar
, por lo menos hasta que se aproxime la flota de Alí.
—¿Cómo le ha sido posible...?
—Él os lo explicará.
—¿De qué forma habéis venido?
—En galeras venecianas.
—¿Así que llegó a oídos de Muley que yo estaba prisionero?
—Sí,
effendi
.
—¿Y pensó en libertarme? ¿Y su esposa? ¿Y su hijo?
—Él os lo comunicará de aquí a breves minutos.
—¿Continúa siendo cristiano?
—Siempre,
effendi
.
—Ha hecho bien. Yo pienso también renegar. Llámale.
—Voy, señor; guardad mis armas.
—No; solamente un yatagán. Mi brazo aún es fuerte.
—De acuerdo. Voy a avisar a vuestro hijo, pero sed cauto, ya que estoy seguro de que nos vigilan mucho.
—No pierdas cuidado. No brotará de mi garganta una simple exclamación... Pero corre...
Mico cerró bastante la ventana, que tenía vidrieras azules y anaranjadas, cruzó sigilosamente la estancia, bajó los escalones y, luego de detenerse un instante apoyándose en el parapeto para ver si distinguía las galeras venecianas, penetró en el salón, donde encontró a su señor fumando un chibuquí lleno de aromático tabaco de Morea.
Nikola se encontraba junto a él, y un poco separados los cuatro venecianos conversaban en voz baja, siempre preparados para acudir a la primera orden y a hacer abollar sus magníficas corazas de Milán, que eran más resistentes que las de los turcos.
—Podéis ir a ver a vuestro padre, señor Muley. Pero que vayan con vos Nikola e incluso los venecianos, porque recelo una traición. .
—¿Hay algún peligro?
—De momento ninguno, pero...
—¿Cómo se encuentra mi padre?
—Como si no le hubiera ocurrido nada.
—¿Y Sandiak?
—Ahora mismo le he visto conversando con los kurdos —repuso el griego hablando con acento suspicaz.
—¿Y el armenio?
—No lo sé y me hace sospechar bastante.
—Al parecer te ha sido antipático.
—Me inquieta más ese hombre que el capitán de armas, señor; esas miradas suyas me hacen recelar.
Muley vació el chibuquí, echó una rápida ojeada a sus armas y dijo a los venecianos:
—Vamos, señores, a tomar posesión del castillo. No descuidéis los arcabuces. No sabemos qué puede acontecer.
Los siete hombres, conducidos por Mico, abandonaron el salón y se encaminaron hacia la escalera de mármol que llevaba hasta la habitación destinada al bajá.
Nada más habían salido cuando por dos puertas diferentes penetraron cauta y sigilosamente Sandiak y Hassard. Los dos cambiaron una seña, se alejaron del salón sin decir una palabra y se metieron bajo los pórticos del patio.
—¿De verdad sabes leer? —interrogó el gobernador.
—De no haber sabido, la señora no me habría tomado a su servicio como secretario. Aprendí a leer y escribir en la célebre escuela de Erzerum. ¿Por qué razón me haces semejante pregunta?
—Porque se ha apoderado de mí una insoportable duda que me hiela la sangre en las venas.
—¿Qué duda?
—La de que esa misiva sea falsa.
—¡Necio! ¿Supones que yo no conozco, después de haberlos visto en más de una ocasión, los sellos del sultán?
—No obstante, olfateo algún peligro. ¿Serán esos hombres auténticos mensajeros del sultán?
—Yo pienso que sí. ¿No has observado el imponente aspecto señorial de su jefe? Debe tratarse de algún visir... o cosa parecida. Yo entiendo de gentes notables.
—¿Y los demás?
—Parecen ser guerreros y tres de ellos nobles.
—¿Turcos?... ¡Hum! No lo considero así.