Garion sintió que lo invadía una extraña sensación de paz, una sensación que no experimentaba desde hacía más de un año, y la acogió con gratitud, consciente de que esa nueva tranquilidad le daría fuerzas en los momentos decisivos que tendría que superar unos meses después.
—¡Oh, cielos! —exclamó Sadi.
Poco después de la cena, el eunuco había llevado su maletín rojo a un rincón de la cocina y había intentado convencer a Zith de que saliera, ofreciéndole un plato de leche fresca y templada.
—¿Qué ocurre, Sadi? —preguntó Velvet como si se librara de repente de los efectos de la droga y olvidara los consejos de Polgara de que permaneciera tranquila.
—Zith tiene una sorpresa para nosotros —respondió Sadi con alegría—. Bueno, en realidad, varias sorpresas.
Velvet se acercó él con curiosidad.
—¡Oh! —dijo conmovida—, ¿no son adorables?
—¿De qué habláis? —preguntó Polgara.
—Nuestra querida y pequeña Zith ya es madre —explicó Velvet.
Los demás se levantaron de la mesa y se dirigieron al otro extremo de la habitación a contemplar a los recién nacidos. Al igual que su madre, las pequeñas serpientes tenían un color verde brillante y una característica raya roja que unía el hocico con la cola. Eran cinco, y su tamaño superaba apenas al de una lombriz de tierra. Todas tenían las barbillas apoyadas sobre el borde del plato y bebían la leche templada con sus pequeñas lenguas bífidas, mientras ronroneaban satisfechas. Zith, inclinada sobre ellas con actitud protectora, logró reflejar de alguna extraña manera una expresión de modestia.
—Eso explica por qué se mostraba tan hostil en los últimos tiempos —dijo Sadi—. ¿Cómo es que no me lo dijiste, Zith? Podría haberte ayudado con el parto.
—No sé si me gustaría ayudar a parir a una serpiente —observó Seda—. Además, estaba convencido de que los reptiles ponían huevos.
—Casi todos —admitió Sadi—, pero unos pocos son vivíparos y Zith es uno de ellos.
—Y yo que pensaba que estaba gorda —dijo Velvet—. En realidad, sólo estaba embarazada.
—Hay algo que no encaja —dijo Durnik con un gesto de preocupación—. ¿No era que su especie sólo se encontraba en Nyissa?
—Sí —respondió Sadi—, e incluso allí son bastante raras.
—¿Entonces cómo...? —Durnik se ruborizó—. ¿De qué forma ocurrió? Hace tiempo que salimos de Nyissa. ¿Cómo conoció al padre?
—Es cierto —dijo Sadi parpadeando—. Esto es imposible. ¿Qué has hecho, Zith?
La pequeña serpiente verde no hizo caso de la pregunta.
—No es ningún misterio, Sadi —dijo Eriond con una pequeña sonrisa en los labios—. ¿Recuerdas lo que Cyradis le dijo a Zith en Ashaba?
—Algo sobre un retraso. No le presté mucha atención porque, si no recuerdo mal, en aquel momento estábamos en medio de una situación muy confusa.
—Le dijo: «Tranquilizaos, pequeña hermana, pues vuestra misión ya se ha cumplido y aquello que se había retrasado por fin sucederá». En realidad, se refería a esto, que es lo que se había retrasado.
—¿Sabes? —le dijo Beldin a Belgarath—. Creo que tiene razón. No es la primera vez que la profecía altera las cosas para cumplir con su cometido. Por lo visto, Zith nació con un propósito, morder a Harakan, y una vez que lo hizo todo volvió a la normalidad. —El jorobado se volvió hacia Eriond—. ¿Cómo puedes recordar sus palabras exactas? Todos estábamos bastante nerviosos en la sala del trono de Urvon.
—Siempre intento recordar las palabras de la gente —respondió Eriond—. Aunque en el momento en que las pronuncian no parezcan tener sentido, más adelante pueden llegar a cobrarlo.
—Este chico es muy extraño, Belgarath —señaló Beldin.
—Ya lo habíamos notado.
—¿Realmente creéis que este tipo de alteración de la naturaleza es posible?
—Ésa no es la pregunta más apropiada para mi abuelo —rió Garion—. Él cree que no hay nada imposible.
Seda estaba de pie a una distancia prudencial de Zith y de su prole, con las cejas alzadas en señal de asombro.
—Felicitaciones —le dijo por fin a la pequeña madre verde y luego se volvió hacia los demás—. Esto es muy conmovedor —añadió con seriedad—, ¡pero no toleraré que nadie diga que son unos chiquillos maravillosos!
Después de bañarse, se habían retirado a descansar. Sin embargo, Ce'Nedra estaba nerviosa y no dejaba de moverse en la cama.
—Me pregunto si la leche aún estará templada —dijo por fin mientras se sentaba. Luego se arropó con una manta y se dirigió hacia la puerta con sus pequeños pies descalzos—. ¿Tú también quieres un poco? —le preguntó a Garion.
—No, gracias, cariño.
—Te ayudaría a dormir.
—No soy yo quien tiene problemas para dormir, querida.
Ce'Nedra le sacó la lengua y salió al pasillo. Poco después, regresó con un vaso de leche, riendo con picardía.
—¿Qué es lo que te ha causado tanta gracia? —le preguntó Garion.
—He visto a Seda.
—¿Y?
—El no me vio, pero yo sí a él. Entraba a la habitación.
—Seda puede entrar y salir de su habitación cuantas veces quiera.
Ella volvió a reír y saltó a la cama.
—Ésa es la cuestión, Garion —dijo—. No era su habitación.
—¿Ah, no? —preguntó Garion, avergonzado—. Pues bébete la leche.
—Me quedé escuchando junto a la puerta un momento —añadió ella—. ¿Quieres saber lo que decían?
—No tengo el menor interés.
De todos modos, ella se lo contó.
La lluvia había amainado, aunque aún se oían truenos en el oeste y los rayos dibujaban líneas zigzagueantes en el horizonte. Garion se despertó sobresaltado y se sentó en la cama. Oía un ruido extraño en el exterior, acompañado de vez en cuando por un aullido estridente. Salió con cuidado de la cama y se dirigió a la terraza que rodeaba la granja. Una larga hilera de antorchas se movía en la oscuridad a unos ochocientos metros al oeste. Garion escudriñó el paisaje asolado por la tormenta y luego empezó a formar la imagen de un lobo en su mente. Era evidente que debía investigar.
Las antorchas se movían a un paso curiosamente lento y, a medida que se acercaban, Garion notó que estaban muy altas para ser transportadas por jinetes. El lento sonido retumbante y el extraño aullido continuaron. Entonces se detuvo junto a un matorral de zarzas y se sentó con todos los sentidos alerta. La larga fila de bestias grises avanzaba con pasos pesados en dirección noreste. Garion había visto la imagen de un elefante en la isla de Verkat, en Cthol Murgos, cuando la tía Pol había ahuyentado al ermitaño del bosque. Sin embargo, una cosa era una proyección y otra muy distinta el animal verdadero. Eran enormes, mucho más grandes que cualquier animal que hubiera conocido y su marcha rítmica era imponente e implacable. Sus frentes y flancos estaban cubiertos con faldones metálicos y Garion se estremeció al pensar en el tremendo peso de esas guarniciones, pero los elefantes se movían como si la cota de malla fuera una simple telaraña. Sus orejas, similares a velas de un barco, se agitaban al andar, y sus trompas pendían hacia el suelo como péndulos. De vez en cuando, uno de ellos enrollaba la trompa, se tocaba la frente y emitía un berrido ensordecedor.
Hombres vestidos con toscas armaduras montaban a los enormes elefantes, que avanzaban con pasos lentos y laboriosos. Sobre cada uno de los gruesos cuellos, se sentaba con las piernas cruzadas un hombre con una antorcha en la mano, mientras los jinetes montados detrás iban armados con jabalinas, hondas y pequeños arcos. Al frente de la columna, sobre un elefante un metro más alto que los demás, iba un hombre con la túnica negra de un grolim.
Garion se incorporó y se acercó con cuidado de no hacer ruido al pisar la hierba empapada por la lluvia. Aunque estaba convencido de que los elefantes podrían olerlo con facilidad, adivinó que unos animales de aquel tamaño no prestarían atención a un depredador que no suponía ninguna amenaza para ellos. Ante semejantes bestias, Garion se sentía tan pequeño como una pulga y aquella sensación no le resultaba particularmente agradable. Su propio peso era considerable, pero el de los elefantes se calculaba en toneladas en lugar de en kilos.
Persiguió con cautela a la columna, a una distancia aproximada de cincuenta metros, con los ojos y el olfato alerta. Su atención se concentraba en el grolim vestido de negro montado sobre el primer elefante.
La columna de elefantes avanzó y Garion la siguió manteniendo la distancia.
De repente, una figura se interpuso ante el primer elefante. Estaba vestida con una túnica negra de raso que brillaba a la luz de las antorchas. La columna se detuvo y Garion se aproximó.
La figura vestida de raso se quitó la capucha con una mano que parecía inundada de luces giratorias. Tanto en Ashaba como en Zamad, Garion había podido observar la cara de la mujer que había raptado a su hijo, pero los encuentros con la hechicera de Darshiva habían sido tan peligrosos que sus rasgos no habían llegado a fijarse en su memoria. Ahora se acercó un poco más y contempló su cara iluminada por la luz de las antorchas.
Sus rasgos eran armónicos, incluso hermosos, su pelo negro y brillante y su piel casi tan pálida como la de Adara, la prima de Garion. Sin embargo, la similitud entre las dos mujeres acababa allí. Zandramas era un grolim y sus ojos tenían una peculiar inclinación, propia de los angaraks, su nariz era ligeramente aguileña y su frente ancha y tersa. Su barbilla era angulosa y su rostro tenía una curiosa forma triangular.
—Os aguardaba, Naradas —dijo con su afectado estilo—. ¿Dónde habéis estado?
—Perdonadme, señora —respondió el grolim montado sobre el enorme elefante—. Los pastores se encontraban más al sur de lo que creíamos. —Se quitó la capucha. Su cara tenía una expresión cruel y sus ojos resplandecían bajo la parpadeante luz de las antorchas—. ¿Cómo va la guerra con los esbirros del Discípulo?
—No muy bien, Naradas —respondió ella—. Los guardianes del templo, los chandims y los karands nos superan en número.
—He traído un ejército de hombres montados en elefantes, señora —informó Naradas—, y ello cambiará el curso de la batalla. Regaremos la hierba de Peldane con la sangre de los guardianes del templo, los chandims y los karands. Los obligaremos a retroceder y Darshiva volverá a ser un sitio seguro.
—Darshiva no me importa, Naradas. Pretendo dominar el mundo y el destino de un pequeño principado al este de Mallorea me resulta totalmente indiferente. Me da igual que se caiga o se derrumbe; no me importa. ¿Cuánto tiempo tardarás en llevar a estas bestias al campo de batalla?
—Dos días como máximo, mi señora.
—Entonces continúa tu camino, déjalos al mando de mis generales y sígueme a Kell. Yo regresaré a Hemil para reunirme con Otrath y el hijo de Belgarion. Te esperaremos en la montaña sagrada de las videntes.
—¿Es verdad que Urvon ha traído consigo a Nahaz, el Señor de los Demonios, y a sus hordas, mi señora?
—Lo hizo, pero eso ya no nos importa. No es tan difícil convocar demonios y Nahaz no es el único Señor de los Demonios del infierno. Mordja consintió en ayudarnos con sus propias hordas, pues su enemistad con Nahaz data de hace muchos años. Ahora pelean uno contra otro, sin preocuparse por las tropas ordinarias.
—¡Mi señora! —exclamó Naradas—. No habréis pactado con semejantes criaturas...
—Pactaría con el mismísimo rey de los infiernos para triunfar en el Lugar que ya no Existe. Mordja ha fingido una fuga y ha alejado a Nahaz del campo de batalla. Lleva a tus bestias allí, para que destruyan las tropas de Urvon. Nahaz y sus demonios no estarán allí para deteneros. Luego ven a Kell lo antes posible.
—Lo haré, mi señora —prometió Naradas con voz sumisa.
Poco a poco, Garion sintió que lo embargaba una poderosa sensación de ira. La mujer que había raptado a su hijo estaba a sólo unos pasos de distancia y sabía que antes de que alcanzara a usar sus poderes él podría hundirle sus colmillos en el cuello. Entonces sería demasiado tarde para defenderse. Dejó todos los dientes al descubierto en una mueca feroz y se acercó despacio, paso a paso, con los pelos erizados y el vientre tocando el suelo. Tenía sed de sangre y el odio ardía en su mente como un verdadero fuego. Tembló con anticipación, contrajo los músculos y su garganta se llenó con un gruñido ahogado.
Fue aquel sonido lo que por fin le devolvió la cordura. Con la mentalidad propia de un lobo, no había considerado otra cosa que la realidad inmediata. Si Zandramas hubiera estado a pocos pasos de distancia, él habría podido desgarrar su carne y regar la alta hierba con su sangre antes de que el eco de sus chillidos resonara sobre las colinas cercanas. Pero si la figura que había interceptado al grolim de los ojos blancos era una proyección insustancial, sus colmillos curvos se cerrarían en el aire y la hechicera de Darshiva volvería a escapar de su venganza, tal como había sucedido en Ashaba.
Tal vez fuera la vehemencia de sus sentimientos lo que la alertó o, como la propia Polgara hacía a menudo, quizás investigara la región con su mente y localizara a los demás. Cualquiera que fuese el motivo de su alarma, lo cierto es que la hechicera se sobresaltó.
—¡Peligro! —le dijo a su esbirro de los ojos blancos, pero luego una sonrisa cruel y desdichada se dibujó en sus labios—. Sin embargo, mi forma actual me hace inmune a la hechicería alorn.
La hechicera se tensó, su silueta se desvaneció y la figura de un dragón apareció ante los aterrorizados elefantes. El dragón extendió sus enormes alas y se perdió en la húmeda noche, llenando la oscuridad con estridentes chillidos y tenebrosas llamas rojas.
—¡Tía Pol! —gritó Garion en su mente—. ¡Se acerca el dragón!
—¿Qué? —respondió el pensamiento de la hechicera.
—¡Zandramas ha cambiado de forma y se dirige hacia vosotros!
—¡Vuelve aquí! —ordenó ella—. ¡Ahora mismo!
Garion se giró y, hundiendo las uñas en la tierra húmeda, corrió hacia la granja lo más rápido que pudo. Oyó los berridos de pánico de los elefantes acompañados del ensordecedor rugido del inmenso dragón. Corrió con desesperación, consciente de que Zandramas era inmune a cualquier truco que intentaran Polgara y los demás, y de que sólo la espada de Puño de Hierro podría ahuyentarla.
No estaba lejos, pero los segundos parecían horas mientras contraía y extendía los músculos en su rápida carrera lobuna. Las llamas del dragón iluminaban el cielo tormentoso y pálidos relámpagos azules veteaban las nubes con su entrecortada danza. Entonces el dragón replegó sus enormes alas y descendió en picado hacia la granja.