—Por lo visto, al fin el grolim decidió entrar al interior —observó Seda.
—Claro que sí, amigo, claro que sí. Hace unos días entró sin la menor vacilación. O bien sabía exactamente adonde iba, o seguía a alguien. No puedo asegurarlo, pero lo cierto es que el ejército de Darshiva dejó de perseguirnos e intentó cortarle el paso. Entonces fue cuando él convocó a los demonios que mencionó Vurk. Al principio, los demonios atacaron a los darshivanos, pero luego sus grolims, o quizá la misma Zandramas, llamó a sus propios demonios y comenzó la gran pelea. Los demonios se persiguieron unos a otros, destruyendo a cualquier infeliz que se encontrara en su camino. Y allí estábamos nosotros, atrapados entre dos grupos de monstruos. Entonces Vurk, los demás y yo decidimos ir a averiguar qué tiempo hace en Gandahar.
—Caluroso en esta época del año —dijo Seda.
—No tanto como en el norte, amigo. ¿Alguna vez has visto a un demonio echar fuego por la boca? Yo vi asarse a uno de los soldados en su cota de malla. Luego el demonio lo sacó de la armadura a trozos y se lo comió cuando todavía humeaba —añadió el cabo mientras ataba los extremos de su nuevo vendaje—. Con esto debería de ser suficiente —dijo mientras se ponía de pie. Luego miró hacia el cielo con los ojos entrecerrados—. Podemos avanzar unos cuantos kilómetros antes de que se ponga el sol, Vurk—le dijo a su amigo manchado de barro—. Prepara a los hombres para marchar. Si la batalla se extiende, podríamos encontrarnos atrapados en medio otra vez, y ninguno de nosotros quiere eso.
—Lo haré de inmediato, cabo.
El cabo volvió a mirar a Seda con aire crítico.
—Tú y tus amigos podéis venir con nosotros —ofreció—. Si se presentan problemas, no nos vendrán mal unos cuantos hombres montados.
—Gracias, cabo —agradeció Seda—, pero creo que iremos a Megan y buscaremos un barco para cruzar el río. Podemos llegar allí en menos de una semana.
—En ese caso os aconsejo que os deis prisa. Los demonios son muy rápidos cuando tienen hambre.
Seda asintió con un gesto.
—Buena suerte en Gandahar, cabo —añadió.
—Creo que dejaré de ser cabo —dijo el hombre con tristeza—. La paga no era mala, pero el trabajo se volvía cada vez más peligroso y todo el dinero del mundo no sirve de nada en la barriga de un demonio. —Se volvió hacia su amigo—. Vámonos de aquí, Vurk —ordenó.
Seda hizo girar su caballo y regresó a donde aguardaban sus amigos, seguido de cerca por Garion.
—Es lo que pensábamos —informó el hombrecillo mientras desmontaba—. La batalla del norte es entre Zandramas y Urvon y ambos bandos tienen demonios.
—¿Ha sido capaz de llegar tan lejos? —preguntó Polgara con incredulidad.
—No tenía otra opción, Polgara —señaló Seda—. Nahaz condujo a sus hordas de demonios hasta sus tropas e iban a diezmarlas. Tenía que hacer algo para detenerla. Que te capture un demonio no es broma... ni siquiera para la Niña de las Tinieblas.
—De acuerdo —dijo Durnik con seriedad—, ¿qué haremos ahora?
—El cabo que estaba a cargo de ese destacamento hizo una sugerencia interesante —dijo Seda.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Nos recomendó que saliéramos de Peldane tan pronto como fuera posible.
—Los cabos suelen ser muy sensatos —señaló Durnik—. ¿Por qué no seguimos su consejo?
—Tenía la esperanza de que alguien lo propusiera —asintió Seda.
Vella se sentía melancólica. Era una emoción poco habitual en ella, pero descubrió que le resultaba agradable. Aquella tristeza lánguida y dulce tenía sus ventajas. Caminaba con serena dignidad por los imponentes pasillos de mármol del palacio de Boktor y todos se hacían a un lado al ver su rostro pensativo. Prefirió no considerar la posibilidad de que sus dagas tuvieran algo que ver con aquel respeto unánime. De hecho, Vella no había amenazado a nadie con una daga desde hacía casi una semana. La última vez había sido cuando un confianzudo criado había interpretado su camaradería como ofrecimiento de una amistad más íntima. Sin embargo, no le había hecho mucho daño y él la había perdonado incluso antes de dejar de sangrar.
Aquella mañana se dirigía a la salita de la reina de Drasnia. En cierto sentido, la reina Porenn intrigaba a Vella. Era pequeña e imperturbable, no llevaba dagas ni tenía por costumbre alzar la voz, pero todo Drasnia y demás reinos alorns la trataban con absoluto respeto. La propia Vella, sin saber bien por qué, había complacido los deseos de la pequeña reina al llevar un vestido de raso color lavanda, aunque siempre había considerado que los vestidos eran prendas incómodas que se enredaban en las piernas y escondían el busto. Hasta entonces, Vella siempre había preferido usar pantalones, botas y chaleco de cuero, un atuendo cómodo y práctico que, además de ser resistente, le permitía insinuar sus atributos a aquellos que pretendía impresionar. Luego, para ocasiones especiales, acostumbraba usar un vulgar vestido de lana y una combinación transparente de seda malloreana rosa que se adhería a su piel cuando bailaba. El raso, aunque crujía al moverse, tenía un tacto agradable y le hacía sentir que ser mujer significaba algo más que llevar un par de dagas y ser capaz de usarlas.
Vella llamó con suavidad a la puerta de Porenn.
—¿Sí? —preguntó Porenn.
¿Aquella mujer no dormía nunca?
—Soy yo, Porenn: Vella.
—Adelante, pequeña.
Vella apretó los dientes. Después de todo, ya no era pequeña. Cuando contaba doce años había salido a recorrer el mundo, la habían comprado y vendido media docena de veces y durante un breve y dichoso año había estado casada con un delgado trampero nadrak llamado Tekk, a quien había amado con locura. Porenn, sin embargo, la miraba como si fuera un potrillo a medio domar que necesitaba entrenamiento. A pesar de sí misma, aquella idea tranquilizó a Vella. Por alguna misteriosa razón, la pequeña reina de Drasnia se había convertido en la madre que nunca había conocido, y era evidente que bajo la influencia de su voz suaye y sensata, la joven olvidaba sus dagas y el comercio al que la habían sometido durante tantos años.
—Buenos días, Vella —dijo Porenn cuando la joven nadrak entró en la salita—. ¿Te apetece una taza de té?
Aunque la reina solía vestir de luto en público, aquella mañana llevaba una bata de un pálido color rosado que la hacía parecer muy vulnerable.
—Hola, Porenn —la saludó Vella—. No quiero té, gracias —añadió mientras se dejaba caer en un sillón junto al sofá de la rubia reina.
—No te arrojes en la silla, Vella —dijo Porenn—. Las damas no hacen eso.
—Yo no soy una dama.
—Quizá todavía no, pero intento convertirte en una.
—¿Por qué pierdes el tiempo conmigo, Porenn?
—Una nunca pierde el tiempo cuando algo vale la pena.
—¿Te refieres a mí? ¿Quieres decir que valgo la pena?
—Mucho más de lo que crees. Te has levantado temprano esta mañana. ¿Te preocupa algo?
—No he podido dormir. Últimamente tengo unos sueños rarísimos.
—No dejes que los sueños te preocupen, pequeña. A veces se refieren al pasado, otras al futuro, pero casi siempre son sólo eso: sueños.
—Por favor, no me llames «pequeña», Porenn —protestó Vella—. Creo que soy casi tan mayor como tú.
—En años tal vez, pero los años no son la única forma de medir el tiempo.
Se oyó una llamada discreta en la puerta.
—¿Sí? —dijo Porenn.
—Soy yo, Majestad —respondió una voz familiar.
—Entra, margrave Khendon —dijo la reina.
Javelin no había cambiado desde la última vez que Vella lo había visto. Seguía tan delgado como siempre, tenía un aire aristocrático y una sonrisa sardónica en los labios. Como de costumbre, llevaba una chaqueta gris perla y ceñidas calzas negras, que realzaban de forma desafortunada sus delgadísimas piernas. El funcionario saludó con una reverencia extravagante.
—Majestad —le dijo a la reina—, y milady Vella.
—No seas grosero, Javelin —replicó Vella—. Yo no tengo ningún título, así que ahórrate los «milady» conmigo.
—¿Aún no se lo has dicho? —le preguntó con suavidad a la reina.
—Le reservo la sorpresa para su cumpleaños.
—¿De qué habláis? —preguntó Vella.
—Ten paciencia, cariño —dijo Porenn—. Ya sabrás lo de tu título cuando llegue el momento.
—No necesito ningún título drasniano.
—Todo el mundo necesita un título, cariño, aunque sólo sea el de señora.
—¿Siempre ha sido así? —le preguntó Vella con brusquedad al jefe del servicio de inteligencia drasniano.
—Cuando aún conservaba los dientes de leche, era un poco más ingenua —respondió Javelin con educación—, pero se volvió más divertida cuando le crecieron los colmillos.
—Sé bueno, Khendon —dijo Porenn—. ¿Cómo has encontrado Rak Urga?
—Muy fea; pero, por otro lado, todas las ciudades murgas lo son.
—¿Y cómo está el rey Urgit?
—Acaba de casarse, Majestad, y se siente un poco desorientado con la novedad de su estado.
—No le envié un regalo —dijo Porenn.
—Yo me tomé la libertad de ocuparme de ese asunto, Majestad —señaló Javelin—. Un juego de vajilla de plata que conseguí en Tol Honeth... a precio de oferta, por supuesto. Como recordarás, tengo un presupuesto muy limitado.
Ella le dedicó una mirada larga y fulminante.
—Le entregué la factura al chambelán —añadió sin el menor atisbo de vergüenza.
—¿Cómo van las negociaciones?
—Sorprendentemente bien, mi querida reina. El rey de los murgos no parece haber sucumbido a la enfermedad hereditaria de los Urga. En realidad, es muy astuto.
—Por alguna razón, supuse que lo sería —observó Porenn con un deje irónico.
—Creo que me ocultas algo, Porenn —la acusó Javelin.
—Sí. A las mujeres nos gusta tener secretos. ¿Los agentes malloreanos de Drojim están al corriente de la situación?
—Oh, sí —sonrió Javelin—. A veces tenemos que usar métodos demasiado obvios para asegurarnos de que han entendido las cosas, pero en líneas generales están al tanto de las negociaciones. Parece que hemos logrado asustarlos un poco.
—Has regresado pronto.
—El rey Anheg puso un barco a nuestra disposición —respondió Javelin con un ligero estremecimiento—. El capitán era ese pirata de Greldik y cometí el error de decirle que tenía prisa. El paso por el canal fue terrible.
Se oyó otro golpe respetuoso en la puerta.
—¿Sí? —dijo Porenn.
Un criado abrió la puerta.
—Yarblek, el nadrak, está aquí otra vez, Majestad —informó.
—Hazlo pasar, por favor.
Yarblek tenía una expresión tensa en la cara que Vella conocía muy bien. En muchos sentidos, su dueño era un hombre transparente. Se quitó el andrajoso gorro de piel.
—Buenos días, Porenn —dijo sin ceremonias mientras arrojaba el gorro en un rincón—. ¿Tienes algo para beber? He estado montado a caballo durante cinco días y me estoy muriendo de sed.
—Allí —le indicó Porenn señalando un aparador situado cerca de la ventana.
Yarblek gruñó, cruzó la habitación y se llenó una copa grande del contenido de una jarra de cristal. Luego bebió un gran sorbo.
—Javelin —dijo—, ¿tienes agentes en Yar Nadrak?
—Unos pocos —admitió Javelin con cautela.
—Entonces deberías ordenarles que vigilen a Drosta. Está tramando algo.
—Drosta siempre está tramando algo.
—Es cierto, pero esta vez podría ser más serio. Ha reiniciado las comunicaciones con Mal Zeth. No había hablado con Zakath desde que se cambió de bando en Thull Mardu, pero ahora han reanudado las relaciones. Este asunto no me gusta nada.
—¿Estás seguro? Ninguno de mis agentes me ha informado nada.
—Entonces es probable que los tengas todos en el palacio. Drosta no atiende los asuntos importantes allí. Diles que vayan a una taberna situada junto al río en el barrio de los ladrones. Se llama El Perro Tuerto. Drosta va a divertirse allí y el emisario de Mal Zeth se encuentra con él en una habitación de la planta alta... cuando Drosta logra despegarse de las chicas.
—Pondré a varios hombres a trabajar en esto de inmediato. ¿Tienes idea de lo que han estado discutiendo?
Yarblek negó con la cabeza y con indolencia se dejó caer en una silla.
—Drosta ha ordenado a sus guardias que me prohíban la entrada a ese lugar. —Miró a Vella—. Esta mañana tienes cara de pocos amigos. ¿Bebiste demasiado anoche?
—Ya casi no bebo —respondió ella.
—Sabía que sería un error dejarte en Boktor —dijo él con amargura—. Porenn corrompe a la gente. ¿Ya se te ha pasado el enfado conmigo?
—Supongo que sí. No es culpa tuya que seas tan estúpido.
—Gracias —respondió él y la miró de arriba abajo con aire crítico—. Me gusta tu vestido —señaló—. Con él pareces una mujer de verdad.
—¿Alguna vez tuviste alguna duda al respecto, Yarblek? —le preguntó con sarcasmo.
Aquella mañana, Adiss, jefe de los eunucos en el palacio de la eterna Salmissra, recibió los informes más temprano que de costumbre y se acercó a la sala del trono, asustado y tembloroso. Últimamente, la reina estaba de un humor muy particular y Adiss recordó con amargura el destino de su predecesor. Entró en la oscura sala del trono y se postró ante el estrado.
—El jefe de los eunucos se aproxima al trono —entonó al unísono el fervoroso coro.
Aunque hasta hacía poco tiempo él mismo había sido miembro del coro, Adiss encontraba exasperante aquellas continuas vociferaciones de lo evidente.
La reina dormitaba en su sofá. Los anillos moteados de su cuerpo se movían con nerviosismo y el roce de las escamas producía un zumbido seco. De repente, abrió sus apagados ojos de serpiente y lo miró mientras agitaba su lengua bífida.
—¿Y bien? —preguntó con disgusto en aquel murmullo áspero que helaba la sangre.
—Me-me has convocado, divina Salmissra —balbuceó él.
—Ya lo sé, idiota. No me hagas enfadar, Adiss. Estoy a punto de mudar de piel, y eso siempre me pone de mal humor. Te ordené que averiguaras qué traman los alorns y espero tu informe.
—No he podido obtener mucha información, mi reina.
—Ésa no es la respuesta que quería oír, Adiss —dijo ella con tono amenazador—. ¿Acaso no estás capacitado para cumplir con las funciones de tu oficina?
Adiss comenzó a temblar con violencia.
—He-he enviado a buscar a Droblek, Majestad, el drasniano encargado del puerto de Sthiss Tor. Supuse que él podría aclarar la situación.