—Tal vez —dijo ella con voz distante mientras contemplaba su propio reflejo en el espejo—. Llama también al embajador tolnedrano. Lo que quiera que hagan los alorns en Cthol Murgos implicará a Varana.
—Perdóname, divina Salmissra —dijo Adiss algo confuso—, ¿pero crees que las actividades de los alorns y de los tolnedranos nos incumben?
Ella balanceó la cabeza despacio, elevando su sinuoso cuello en el aire.
—¿Tan incompetente eres, Adiss? —preguntó—. Nos guste o no, Nyissa forma parte del mundo. Debemos estar informados de lo que hacen nuestros vecinos y de sus razones para hacerlo. —Hizo una pausa y saboreó el aire con su inquieta lengua—. Están tramando algo y yo intento saber de qué se trata para decidir si quiero verme implicada en ello. —La reina hizo otra pausa—. ¿Te has enterado de lo que le ocurrió a ese tuerto llamado Issus?
—Sí, Majestad. Fue reclutado por el servicio de inteligencia drasniano. Según los últimos informes, estuvo en Rak Urga con los negociadores alorns.
—¡Qué curioso! Creo que este asunto está llegando al punto en que necesitaremos información detallada... y muy pronto. No me falles, Adiss. Tu cargo no es seguro, ¿sabes? Ahora puedes besarme. —La reina agachó la cabeza y él caminó tambaleante hasta el estrado para apoyar sus labios fruncidos sobre la frente fría de la serpiente—. Muy bien, Adiss, Ya puedes retirarte —dijo mientras volvía a la contemplación de su imagen en el espejo.
El rey Nathel de Mishrak ac Thull era un hombre de labios gruesos, ojos opacos y cabello liso de color pardo, que carecía del menor vestigio de inteligencia. Su atuendo real estaba manchado y arrugado y la corona no le cabía en la cabeza, de modo que la apoyaba sobre las orejas y a menudo se deslizaba sobre sus ojos.
Agachak, el cadavérico jerarca de Rak Urga, no soportaba al joven rey de los thulls, pero hacía grandes esfuerzos por mostrarse cortés. La cortesía no era uno de los puntos fuertes de Agachak, que prefería las órdenes perentorias respaldadas por amenazas de terribles castigos a la desobediencia. Sin embargo, después de un cuidadoso análisis de la personalidad de Nathel, se había convencido de que el joven thull se desmoronaría en el acto ante cualquier amenaza o ultimátum. Por esa razón, Agachak se sentía obligado a recurrir a lisonjas y artimañas.
—La profecía establece con claridad que el rey que me acompañe al encuentro será Señor Supremo de todo Angarak —insistió una vez más.
—¿Eso significa que también seré rey de Cthol Murgos y de Nadrak? —preguntó Nathel con un ligero brillo de entusiasmo en sus estúpidos ojos.
—Por supuesto, Majestad —le aseguró Agachak—, y también de Mallorea.
—¿Y Zakath no se enfadará conmigo? No me gustaría que lo hiciera. Una vez hizo azotar a mi padre, ¿lo sabías? Iba a crucificarlo, pero no encontró ningún árbol cerca.
—Sí. Ya he oído esa historia, pero no tienes por qué preocuparte. Zakath se inclinará a tus pies.
—¿Dices que Zakath se inclinará ante mí? —preguntó Nathel con una carcajada espeluznante, que delataba su total falta de inteligencia.
—No tendrá otra opción, Majestad. Si se negara, el nuevo dios lo reduciría en el acto a un montón de átomos.
—¿Qué es un átomo?
—Un trozo muy pequeño, Majestad —respondió Agachak con los dientes apretados.
—No me importaría que Urgit y Drosta se inclinaran ante mí —confesó Nathel—, pero no estoy tan seguro con respecto a Zakath. Urgit y Drosta se creen muy listos y me encantaría bajarles los humos. Sin embargo, Zakath... No sé... —Sus ojos se iluminaron otra vez—. Eso significa que me apoderaría de todo el oro de Cthol Murgos y Gar og Nadrak, ¿verdad? Y también podría obligarlos a que lo sacaran de las minas para mí.
La corona cayó una vez más sobre los ojos del rey, que inclinó la cabeza hacia atrás para ver a su interlocutor.
—También serías dueño de todo el oro de Mallorea, de las joyas, las sedas y las alfombras. Incluso tendrías tu propio elefante para montarlo cuando quisieras.
—¿Qué es un elefante?
—Es un animal muy grande, Majestad.
—¿Más grande que un caballo?
—Mucho más, Majestad. Además, también te apoderarías de Tolnedra, y ya sabes cuánto dinero tienen. Serías el rey del mundo.
—¿Más grande incluso que un buey? He visto unos bueyes enormes.
—Diez veces más grande.
—Apuesto que si fuera montado en uno de ésos la gente se fijaría en mí.
—Por supuesto, Majestad.
—¿Quieres repetirme lo que tenía que hacer?
—Debes venir conmigo al Lugar que ya no Existe.
—Ésa es la parte que no entiendo. ¿Cómo podemos ir a un sitio que ya no existe?
—La profecía revelará ese misterio cuando llegue el momento, Majestad.
—Oh, ya veo. ¿Tienes la más remota idea de dónde podría estar?
—Según todos los indicios, creo que está en algún lugar de Mallorea.
La cara de Nathel se ensombreció de repente.
—¡Qué pena! —dijo disgustado.
—No entiendo...
—Yo iría contigo, Agachak. Me gustaría mucho quedarme con el oro, las alfombras y la seda. También me encantaría que Urgit, Drosta e incluso Zakath se inclinaran ante mí, pero no puedo hacerlo.
—No comprendo por qué.
—No me permiten salir del país. Mi madre me castigaría si lo hiciera. Ya sabes cómo son estas cosas. No puedo ni soñar con ir tan lejos.
—Pero tú eres el rey.
—Eso no cambia nada. Todavía hago todo lo que me ordena mi madre y ella siempre dice que soy el mejor chico del mundo.
Agachak reprimió un poderoso deseo de convertir a aquel estúpido en un sapo o en una medusa.
—¿Qué tal si hablo con tu madre? —sugirió—. Estoy seguro de que podré convencerla de que te dé permiso para venir conmigo.
—¡Vaya! ¡Es una idea genial, Agachak! Si mamá dice que sí, me iré contigo tan rápido como un rayo.
—Bien —dijo Agachak mientras se giraba para retirarse.
—Oh, Agachak —dijo Nathel con un deje de perplejidad.
—¿Sí?
—¿Qué es una profecía?
Se habían reunido en Vo Mandor, lejos de los ojos vigilantes de sus reyes, para discutir un asunto muy privado y muy urgente. Aquella reunión podía considerarse como un acto de desobediencia, y la gente suele emplear una expresión muy desagradable para referirse a aquellos que desobedecen a sus reyes.
Allí estaban Barak, Hettar, Mandorallen y Lelldorin. Relg acababa de llegar de Maragor y el hijo de Barak, Unrak, estaba sentado junto a la ventana en una silla de respaldo alto.
El conde de Trellheim se aclaró la garganta y rogó silencio. Se habían reunido en la torre del castillo de Mandorallen, y la luz dorada del otoño entraba a raudales por la ventana con forma de arco. Barak se veía enorme e imponente con su chaqueta de terciopelo verde. Su barba roja estaba peinada, y su cabello, trenzado.
—Muy bien —dijo con voz retumbante—, comencemos. Mandorallen, ¿estás seguro de que la escalera que conduce hasta aquí está vigilada? No me gustaría que nadie nos oyera.
—Por supuesto, mi estimado señor de Trellheim —respondió con vehemencia el gran caballero—. Os lo juro por mi vida.
Mandorallen llevaba una cota de malla y un sobreveste azul con ribetes plateados.
—Habría bastado con un simple «sí» —suspiró Barak—. Ahora bien —se apresuró a continuar—, nos han prohibido ir con Garion y los demás, ¿verdad?
—Es lo que dijo Cyradis en Rheon —respondió en voz baja Hettar, que llevaba su habitual atuendo de cuero negro y una coleta recogida con un anillo de plata.
Se arrellanó en una silla con sus largas piernas extendidas.
—De acuerdo —continuó Barak—. No podemos ir con ellos. Pero nadie puede impedirnos que vayamos a Mallorea para atender nuestros negocios particulares, ¿no es cierto?
—¿Qué tipo de negocios? —preguntó Lelldorin, desconcertado.
—Ya pensaremos en algo. Yo tengo un barco, así que podemos trasladarnos a Tol Honeth y cargarlo con cualquier mercancía. Luego iremos a comerciar a Mallorea.
—¿Cómo piensas transportar La Gaviota hasta el Mar del Este? —preguntó Hettar—. Es un trayecto muy largo, ¿no crees?
—Tengo un mapa —contestó Barak mientras hacía un guiño—. Podemos navegar alrededor de la costa sur de Cthol Murgos y entrar en el mar oriental. Allí estaremos a un paso de Mallorea.
—Creí que los murgos guardaban en secreto los mapas de su costa —dijo Lelldorin con una arruga de perplejidad en su frente juvenil.
—Lo hacen —sonrió Barak—, pero Javelin ha estado en Rak Urga y ha logrado robar uno.
—¿Y cómo conseguiste sacárselo a Javelin? El es aún más receloso que los murgos.
—Regresó a Boktor a bordo del barco de Greldik. Javelin no es un buen marinero, de modo que se encontró mal durante todo el viaje. Greldik le robó el mapa y ordenó a su cartógrafo que hiciera una copia. Javelin ni siquiera se enteró de que se lo habían quitado.
—Vuestro plan es excelente, caballero —dijo Mandorallen con seriedad—, pero creo detectar un fallo en él.
—¿Ah, sí?
—Como todo el mundo sabe, Mallorea es un continente enorme: miles de kilómetros a lo ancho y muchos más desde el sur hasta el círculo polar en el extremo norte. Localizar a nuestros amigos podría llevarnos toda la vida y, según he podido advertir, ése es el propósito oculto tras vuestra propuesta.
—A eso iba —dijo Barak mientras se rascaba la nariz con expresión astuta—. En Boktor conseguí emborrachar a Yarblek, que es muy listo cuando está sobrio, pero se vuelve muy locuaz después de beberse medio barril de cerveza. Le hice preguntas sobre los negocios que él y Seda tienen en Mallorea y obtuve varias respuestas útiles. Por lo visto, tienen oficinas en todas las ciudades importantes de Mallorea, y estas oficinas se mantienen en contacto permanente entre sí. Por ocupado que esté con otros asuntos, Seda siempre vigilará sus intereses económicos y, cada vez que se acerque a una de esas oficinas, encontrará una excusa para detenerse a comprobar cuántos millones ha hecho en la última semana.
—Es muy propio de Seda, no cabe duda —asintió Hettar.
—Lo único que tenemos que hacer es detenernos en un puerto malloreano y buscar una oficina del ladronzuelo. Sus hombres sabrán dónde encontrarlo, y allí donde esté Seda, estarán los demás.
—Mi señor —se disculpó Mandorallen—, os he malinterpretado. ¿Podréis perdonarme por menospreciar vuestra astucia?
—Por supuesto, Mandorallen —respondió Barak con magnanimidad.
—Pero aun así tenemos prohibido unirnos a Garion y a los demás —protestó Lelldorin.
—Es verdad —asintió Mandorallen—. No podemos acercarnos a ellos, si no queremos que fracasen en su misión.
—Creo que también he resuelto ese problema —dijo el hombretón—. No podemos unirnos a ellos, pero Cyradis no especificó a qué distancia teníamos que estar, ¿verdad? Nosotros nos ocuparemos de nuestros asuntos a unos cinco kilómetros de donde estén ellos... o tal vez a uno o dos. Estaremos lo bastante cerca para ayudarlos en caso de necesidad. Eso no tiene nada de malo, ¿no os parece?
La cara de Mandorallen se iluminó de pronto.
—Es nuestro deber, mi señor —exclamó—, una obligación moral. Los dioses miran con malos ojos a aquellos seres incapaces de prestar ayuda a los viajeros en peligro.
—Sabía que lo verías de esa manera —dijo Barak y palmeó el hombro de su compañero con una de sus enormes manazas.
—Sofismas —dijo Relg con un deje contundente en su voz ronca.
El fanático ulgo usaba una túnica muy similar a la de Durnik. Su otrora pálida tez estaba bronceada por el sol y ya no llevaba un pañuelo en los ojos. Su piel y sus ojos habían acabado por acostumbrarse a la luz del sol después de varios años de trabajo a la intemperie, cerca de la casa que había construido para Taiba y los niños.
—¿Qué quieres decir con eso? —protestó Barak.
—Exactamente lo que he dicho, Barak. Los dioses se fijan en nuestros propósitos, no en nuestras excusas ingeniosas. Tú quieres ir a Mallorea a ayudar a Belgarion, todos queremos lo mismo, pero no debemos intentar engañar a los dioses inventándonos historias.
Todos miraron al fanático, con expresión de impotencia.
—¡Pero era un plan tan bueno! —señaló Barak con voz plañidera.
—Muy bueno —asintió Relg—, pero exigía desobediencia y desobedecer a los dioses y a la profecía es pecado.
—¿Otra vez con los pecados, Relg? —dijo Barak, disgustado—. Creí que ya habías superado esa etapa.
—No del todo.
El hijo de Barak, que a los catorce años era tan grande como un hombre adulto, se puso de pie. Llevaba una cota de malla y una espada en la cintura. Su pelo era de un refulgente color rojo y una barba suave comenzaba a cubrir sus mejillas.
—Veamos si he entendido bien —dijo con una voz que ya no gorjeaba ni se quebraba, sino que se había estabilizado en un resonante timbre de barítono—. Tenemos que obedecer la profecía, ¿no es cierto?
—Hasta la última letra —le aseguró Relg con firmeza.
—Entonces debo ir a Mallorea —añadió.
—Creo que no te he entendido —le dijo su padre.
—No es tan complicado, padre. He heredado el cargo de guardián protector del sucesor del trono rivano, ¿verdad?
—En eso tiene razón —aprobó Hettar—. Vamos, Unrak, dinos lo que has pensado.
—Bien —dijo el joven ruborizándose de forma casi imperceptible bajo el escrutinio de sus mayores—, si el príncipe Geran está en peligro en Mallorea, yo tengo que dirigirme allí. La profecía dice eso. Sin embargo, como yo no sé dónde está, tendré que seguir al rey Belgarion hasta que él encuentre a su hijo y yo pueda protegerlo. —Barak miró a su hijo con una gran sonrisa en los labios—. Ahora bien —añadió Unrak—, yo no tengo experiencia en estos asuntos, de modo que necesitaré alguien que me guíe. Padre, ¿crees que podría convencerte a ti y a tus amigos de que me acompañarais? Sólo para evitar que cometa errores, ya me entiendes.
Hettar se puso de pie y estrechó la mano de Barak.
—Enhorabuena —se limitó a decir.
—Bien, Relg —dijo Barak—, ¿crees que eso sería apropiado?
—Me parece que sí —respondió Relg después de reflexionar un momento—. Bueno, estoy seguro. —Luego Barak vio por primera vez cómo su cara adusta se iluminaba con una sonrisa—. ¿Cuándo nos vamos? —preguntó.
Su Majestad Imperial, Kal Zakath de Mallorea, contemplaba el enorme río Magan desde la ventana de una alta torre de Maga Renn. Al norte de la ciudad, una extensa armada formada por barcos de todos los tamaños avanzaba en orden sobre la superficie del río en dirección a los muelles, donde los regimientos imperiales aguardaban para embarcar.