Read La historia siguiente Online
Authors: Cees Nooteboom
¿Empezar? Ésta no era la palabra adecuada, y ahora se trata de elegir las palabras apropiadas, lo sabes mejor que yo. No empezó, terminó. ¿Cómo dices eso? Su historia era una historia con un principio y un fin, pero al mismo tiempo era el final de una historia de la que ya conocíamos gran parte: que su abuela había sido fusilada por los fascistas en Burgos junto con otras mujeres de su pueblo, y que el abuelo de su mejor amigo había sido miembro del pelotón de fusilamiento, y cómo todo el mundo en el pueblo lo sabía y también sabía que las mujeres en ese último instante de sus vidas se habían levantado las faldas como una ofensa mortal para los soldados que dispararían en ese mismo momento, y cómo por ello sus padres no le dejaban tratarse con su amigo, ya que esas cosas no se olvidaban nunca jamás: no donde él vivía; de manera que él y su amigo —que se llamaba Manolo— se encontraban en la oscuridad y también se habían encontrado la noche sobre la que él narraría, sobre la que narraba en una letanía, una larga corriente de palabras; cómo desafiaba siempre a Manolo igual que Manolo a él y que cada vez iban más lejos con estos desafíos y ya habían ido a tumbarse con frecuencia sobre las vías del tren cuando llegaba el expreso nocturno de Burgos a Madrid y que se trataba de ver quién se atrevía a quedarse tumbado más tiempo. Había un gran silencio en el salón, todos veíamos cómo se había levantado y se parecía a Jesús en el templo; sabíamos lo que iba a suceder y no queríamos oírlo, nos mirábamos los unos a los otros porque apenas podíamos sostener su mirada. Él ya no nos miraba, sólo a ella; y vi algo que también vería en las otras historias, en las posteriores: el narrador notaba algo en ella que le producía una infinita confianza, como si ella no fuera quien era, sino algo que ya hacía mucho tiempo que conocía, de manera que no contaba su historia a esa persona extraña, sino a alguien a quien sólo
él
veía. En el fondo nosotros no veíamos a nadie, pero el narrador sí; alguien que le hacía posible encontrar las palabras que mejor se adecuaban a la realidad interna de su historia. Oí cómo se iba apagando el ruido del barco, cómo afuera ya no estaba ese río ancho y nocturno; sólo tierra, superficie seca. Habían ido a tumbarse; él había visto la Osa Mayor donde anteriormente había disparado con su tirachinas y había pensado que la Osa lo miraba, que vería todo. Primero habían hablado algo, habían dicho los dos que no serían el primero en levantarse, pero esta vez sabía con seguridad que en lo que a él respectaba era verdad; y entonces se había hecho el silencio, algún murmullo de hierba seca, de vez en cuando un coche, eso era todo. Y entonces, de muy lejos, había llegado el ruido, había parecido casi un canto que penetraba en el cráneo desde los duros raíles de acero; aún lo sentía. Se le saltaban las lágrimas y se avergonzaba por ello y al mismo tiempo había sido delicioso porque ahora todo iría como debía; el horrible y cada vez más elevado zumbido, el silencio con que se acercaba, las estrellas sobre la meseta, las lágrimas en las que aquéllas se disipaban pasando a ser manchas de luz, húmedas y vibrantes. Permanecíamos inmóviles, supe que ya no me atrevería a mirarlo, porque en su voz el ronroneo se había convertido en un elevado griterío; ahora todo se había reducido solamente a ese ruido, nadie podía imaginárselo, y mientras lo contaba ponía las manos sobre sus orejas y por encima de lo que para él debía de ser una rabiosa tormenta de ruido devoradora de todo, su voz continuó infinitamente baja y contó que había visto cómo Manolo había saltado justamente antes de que la gigantesca forma pesada y negra pasara por encima de él —de Alonso— y con los brazos extendidos, como si quisiera enseñar cómo se desgarra un cuerpo, se quedó en el centro del salón y miró alrededor sin vernos a ninguno de nosotros; y nosotros, nosotros no nos movíamos y veíamos cómo ella se había levantado y lo conducía hacia fuera con un gesto de infinita ternura.
Permanecimos sentados durante algún tiempo y luego fuimos a cubierta. Nadie hablaba. Yo estaba en babor y miraba la orilla sur, de donde procedían los ruidos lejanos. No vi nada, sólo el resplandor de nuestras luces sobre el agua satinada. De manera que era así. El mundo seguiría representando sus fases de día y noche como si aún quisiera que recordáramos algo; y nosotros, que ya estábamos en algún lugar diferente, lo contemplaríamos. Yo conocía la tierra ahora invisible, sabía lo que pasaba allí, en esas orillas lejanas. Navegaríamos a través del estrecho de Obidos, un laberinto de agua amarilla y fangosa, los árboles de la gran selva junto a nosotros, en el Furo Grande las ramas tocarían nuestro barco, lo sabía, ya había estado una vez. Por supuesto que había estado. Niños indígenas desnudos sobre pasaderas de madera, cabañas sobre palos en el agua, troncos de árboles vaciados con remeras de jeroglíficos, chillidos y parloteo de grandes manadas de monos en las copas de los árboles cuando cae la tarde.
Vuelve
a caer una vez más. A veces una tormenta eléctrica escrita en lo negro del cielo; rabiosas y relucientes palabras, ilegibles y fugaces. Y después, cuando hubiéramos atravesado esto, las montañas como mesas extrañas. Santarém, a mitad de camino de Manaos, con su psicasténica ópera; el agua verde del Tapajós que se mezcla con el dorado fango y la otra, mucho más violentamente verde y roja y amarilla de los chillones papagayos; las mariposas como polícromas telas flotantes y, por la noche, las polillas aterciopeladas y grandes como una mano, que se chamuscan en las luces de cubierta. Así debía transcurrir: una pesadez, una carga, y nosotros como viajeros en el limbo. Cada noche —si podía llamarse así— uno de nosotros contaría su historia, y yo las conocería y no las conocería, y cada uno de estos relatos sería el final de otro más largo. Lo único era que los otros parecían saber mucho mejor que yo lo que tenían que contar. Bueno, ahora lo sé, pero por entonces aún no lo sabía. El narrador con una historia sin final es un mal narrador, eso ya lo sabes. Por lo que podía ver, nadie tenía miedo. Ya había pasado. Lo que sentía era una euforia que no podía explicar.
El río se hacía más estrecho, pero todavía era tan ancho como un lago. Por Manaos navegamos sobre la línea divisoria entre el Amazonas y el río Negro; el agua negra aliado de la marrón en el centro del río, dos colores que allí no se mezclan; el agua negra y sombría tallada como ónice, la marrón curtida y correosa, hablando de la distancia, la selva virgen. No sabía cuándo llegaría mi turno, por de pronto podía escuchar y mirar a los otros, leer las anécdotas de sus vidas como si alguien las hubiera inventado para mí. El sacerdote escuchaba la historia de Harris como si tuviera que estar otra vez en el confesionario, y Harris no tenía que oír la historia del padre Fermi porque para entonces ya había desaparecido. Fue el segundo, y nosotros escuchábamos como escucharíamos todo; era una ceremonia de despedida, la celebración de la casualidad que había instalado nuestras vidas en un tiempo, un lugar y un nombre. Y éramos corteses, moríamos juntos, nos ayudábamos los unos a los otros a estirar ese último segundo hasta el fin de cada historia; todavía teníamos que hacer algo, aún había que reflexionar, y parecía como si hubiera más tiempo para ello del que necesitábamos. Harris fue apuñalado en un bar de Guayana; durante todos esos interminables segundos en los que el cuchillo plateado y reluciente penetraba dentro de él, había tenido tiempo de embarcarse en Lisboa y emprender el viaje con nosotros, y todavía no había llegado a su fin esa cuchillada mortal. Había sido un asunto con una mujer negra en un decrépito burdel en los arrabales de Georgetown; había visto llegar el celoso cuchillo desde miles de kilómetros de distancia, en él había podido almacenar toda su vida; lo que le había llamado la atención era lo
lógicamente
que había transcurrido esta vida; ésa fue la palabra que utilizó. Trece minutos —naturalmente, el capitán Dekobra lo sabía con exactitud— habían pasado entre el instante en que se paró el primero de sus cuatro motores y el instante en que había impactado contra la superficie del mar.
Sound of impacto
. Nos habló de la nube en el cielo despejado que —al tener el sol detrás— se había asemejado a un gigantesco hombre plateado que parecía extenderse por todo el cielo cuando él se acercaba. En ese momento no había pensado en los cientos de peregrinos que volvían con él de La Meca en el vuelo chárter, sino en su mujer en París y en su amiga en Yakarta; pero aún pensaba más en dos insignificantes objetos que se hallaban en algún lugar del mundo, allí abajo, en dos diferentes congeladores. Entretanto había continuado todo lo demás; el radar había vuelto a funcionar mal, no había comprendido enseguida que se trataba de una nube de ceniza volcánica que debajo de él había expulsado el Krakatoa; había oído extinguirse sus motores uno a uno, la temperatura había descendido de 350 grados a casi nada porque ya no tenía lugar ninguna combustión; naturalmente, se había asustado, había intentado poner de nuevo en marcha los motores con la ignición de repuesto, pero nada, ninguna propulsión; y de repente había sido como en su primer planeador, hace ya mucho tiempo; lo único es que éste era el mayor planeador que jamás había existido; en un zumbido extraterrestre habían planeado por el aire y había oído gritos en la parte de atrás; recurrió a las baterías de emergencia, pidió auxilio, y bajo toda esta calentura le había invadido una calma que no era de este mundo; podía haber durado —dijo— un año, bien hubiera podido escribir un libro durante ella con sus recuerdos: la guerra, los combates aéreos, los bombardeos, las dos mujeres de su vida, para quienes antes de cada partida preparaba y congelaba una comida especial, de manera que la comerían cuando él estuviera al otro lado del mundo; esto era quizá ridículo e infantil, pero siempre le había procurado un oculto placer, igual que el que le producía ahora pensar que luego, cuando él ya no existiera, estas dos mujeres que no sabían nada la una de la otra, comerían una comida que él —que ya no estaría en este mundo— había preparado; y preguntó si no encontrábamos esto divertido y, ciertamente, lo encontrábamos divertido y mirábamos en sus ojos azules duros como el acero, y así se había marchado: erguido, elástico, alguien que nunca había tenido miedo de nada, que había navegado por los aires con el mayor avión del mundo como con un avión de papel; tomó la mano que le habías tendido y os vi desaparecer tras las puertas de cristal del salón.
Esa noche soñé por última vez conmigo en la habitación de Amsterdam; pero yo me empezaba, el hombre en aquella cama, me empezaba a aburrir. Ese sudor en su frente, ese rostro desencajado, esa expresión como si aún sufriera mucho mientras yo navegaba tan tranquilamente por el Amazonas, ese reloj junto a mi cama en el que el tiempo parecía encolado mientras que yo, por mi parte, había experimentado tanto. Me pareció que él tenía que apresurarse, ese sufrimiento de allí no tenía nada que ver con mi apoteósica sensación de aquí. Ahora estábamos solos los tres, y para alguien que ha aprendido de los clásicos que el narrar ha de tener un principio y un fin, la cosa empezaba a ponerse fea. Yo no podía estrellarme, nadie había intentado nunca apuñalarme, la única vez que había estado confrontado con la violencia corporal había sido esa vez que Arend Herfst me había dado una paliza, e incluso esto no lo había hecho rotundamente.
El padre Fermi no tenía semejantes problemas. Habló despreocupadamente del momento extático en el cual había obtenido el consentimiento de su abad para realizar el peregrinaje a Santiago de Compostela. Había tenido una visión ante sus ojos: la columna en el pórtico de la catedral en donde los peregrinos, desde hace siglos, se habían apoyado tras concluir su peregrinaje, que con frecuencia duraba meses, de manera que en este lugar se había desgastado el mármol pulido formando una mano en negativo. Era una imagen intensa, he de admitirlo; él la engrandecía mucho más que yo en la
Guía de viaje para el Norte y Oeste de España
del doctor Estrabón. Yo lo mencionaba nada más, pero él montaba todo un número con esto: cómo era posible que una mano apoyada contra el mármol de una columna, de la cual saca la más ínfima parte —microscópica e invisiblemente pequeña— de este mármol, cómo era posible que mediante esta acción repetida durante todos esos siglos, todas esas manos hubieran esculpido una mano que realmente no estaba allí. ¿Cuánto tiempo haría falta si tuvieras que hacer algo así por ti mismo? ¡Tal vez veinte siglos! Sabía de qué hablaba, porque yo también era uno de los escultores, también había puesto mi mano en esa mano en negativo. Era más de lo que jamás haría dom Fermi, ya que cuando finalmente había llegado a Santiago desde Milán, después de tres meses de marcha, había hecho lo que hacía todo el mundo (prescrito por el doctor Estrabón); había subido a la colina que hay ante la ciudad para ver en la lejanía la silueta de la catedral; había caído de rodillas y había rezado, y luego había bajado corriendo la colina en éxtasis (esto lo dijo con timidez) y una vez abajo, cuando quiso cruzar el camino para ir andando por el «lado bueno», fue atropellado en el acto por una ambulancia. Tal como había representado su peregrinaje, viejo con pasos danzantes, así bailó hacia atrás bajo el peso de esa ambulancia, agitando los brazos como si un gran pájaro se hubiera lanzado sobre él; o un espantoso ángel, también puede ser. El profesor Deng tuvo que saltar para detenerlo, pero él ya no se daba cuenta, sólo tenía ojos para ti. ¿Qué hechizo habías puesto ante sus ojos? Ninguno de nosotros sabrá jamás lo que el otro ha visto al contarte su historia, pero sea cual sea el rostro que muestres, reconocible o no, esperado o inesperado, ha de tener algo que ver con la consumación. Tengo curiosidad.
Ya sólo queda Deng, y le toca ahora a él. El barco parece arrastrarse, no quiere ir a ningún sitio. Conozco la selva nocturna que nos rodea; cuando pasamos por un asentamiento, huelo el perfume de pescado seco y fruta pudriéndose. Unas veces oigo las voces de niños sobre el agua, otras pasa por delante de nosotros un bote con indios, luego oigo durante un tiempo el sollozo del motor diesel: Coari, Fefé, el mundo tiene todavía nombres.
Cuando entro, ya estáis vosotros. Tendré que contarte sólo a ti mi historia, después. Llevas tu máscara de Perséfona (el padre Fermi: «Pero usted como filólogo tiene que saber que la muerte es una mujer»), pero el profesor Deng ve algo diferente, algo que quizá se corresponda con el poeta con el que ha pasado toda una vida como yo con Ovidio y, de repente, nos hace oír con el tono de su voz de anciano a la muchedumbre que le insulta: sus propios estudiantes en los días de la Revolución Cultural; hubo de estar sobre una plataforma y fue escupido y golpeado por haber traicionado a la revolución y haberse revolcado en el mundo decadente y feudal de la clase explotadora, porque glorificaba una casta que había humillado al pueblo y se ocupaba con manifestaciones de superstición y de insignificantes sentimientos personales de hombres de una época despreciable. Había tenido suerte; salió con vida y fue desterrado a un rincón olvidado en el campo, donde había seguido viviendo hasta que volvieron a producirse nuevos cambios; pero algo se había roto y arruinado en él; igual que Qu Yuan, se sentía preso en una época enferma en la que no quería vivir, y cuando vio que la rueda del cambio giraba una vuelta más, había vuelto la espalda al mundo y se había marchado. Citó a su poeta: «Fui calumniado al amanecer y esa misma noche apartado a un lado». Con su poema como único equipaje se había ido andando hasta llegar a un río y así había dejado su vida, como un trasto sobre la orilla. El agua había penetrado pesada en sus ropas, había flotado como un bote y esperado hasta que se levantara el viento para iniciar su gran viaje. A su alrededor había oído el agua con todo tipo de voces, había sonado muy claro y dulce. Su mano hizo un gesto hacia ti, ya no se le podía ver apenas, como si estuviera hecho de una finísima materia muy antigua, y tú habías hecho un mismo gesto y ya se había levantado. En el lejano espejo del salón me vi a mí mismo sentado solo y pensé en ese hombre de Amsterdam, la foto en su mano, el sueño que soñaba en el que yo pensaba en él. Salí hacia fuera por delante de ese Sócrates, miré en los ciegos ojos —bajo las toscas cejas— a la cabeza pensante de un hombre de Neanderthal que pensaba en mí en Amsterdam. El barco dejaba tras de sí apenas un indicio, el agua estaba tan calmada y negra que veía reflejados en el cristal las radiantes serpientes y escorpiones, los dioses y héroes. Yo también hubiera querido dejarme resbalar como el profesor Deng, había visto la voluptuosidad de la despedida en su rostro. De las orillas llegaba el profundo croar de los sapos o de las ranas gigantes. No sé cuánto tiempo estuve allí; el sol del oeste prendió una vez más la selva virgen con su terrible fuego, una vez más la veloz saeta del día acarició el río hasta que la oscuridad volvió a plegarse alrededor de todo —pájaros y árboles—, y todo lo cubrió. Ese hombre de Amsterdam había ido a dormir ignorante, sin saber qué clase de viaje iba a hacer. Alguien lo encontraría tan pronto como te haya contado mi historia; vendría gente a amortajar ese cuerpo achaparrado, a incinerado en el crematorio de Driehuis-Westerveld; mi absurda familia tiraría mi traducción de Ovidio, o sabe Dios si la quemarían; las guías de viaje del doctor Estrabón seguirían imprimiéndose unos diez años hasta que encontraran a otro loco; un antiguo alumno leería la esquela de Herman Mussert en el periódico y diría: «¡Vaya, Sócrates ha muerto!», y al mismo tiempo yo cambiaría, no sería mi alma la que se iría de viaje como había creído el auténtico Sócrates, sino mi cuerpo el que empezaría una interminable travesía errante; ya no sería posible escamoteárselo al universo y tomaría parte en las más fantásticas metamorfosis, y no me contaría nada porque haría mucho tiempo que me habría olvidado. Una vez la materia de la que uno consta había ofrecido alojamiento a un alma que se me parecía; ahora mi materia tenía otras obligaciones. ¿Y yo? Tenía que darme la vuelta, soltar la barandilla de cubierta, soltar todo, mirarte fijamente. Me hiciste señas, no fue muy difícil seguirte. Me habías enseñado algo sobre la inconmensurabilidad; cómo en la más pequeña cantidad de tiempo puede almacenarse un inmenso espacio para el recuerdo, y mientras podía quedarme tan pequeño y casual como yo mismo, me habías enseñado lo grande que yo era. Ya no tienes que hacerme señas, ya voy. Ninguno de los otros oirá mi historia, ninguno de ellos verá que la mujer que está allí y me espera tiene el rostro de mi amadísimo Critón, de la muchacha que fue mi alumna, tan joven que podías hablar con ella de la inmortalidad. Y entonces le conté, entonces te conté