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Authors: Cees Nooteboom
—And then, maybe, we will know the answer to those eternal questions.
Los humanoides de la sala se encogieron.
—Is there anyone out here?
A mi alrededor reinaba el mismo silencio que en las vacías calles del universo a través de las cuales volaba insonoro el Viajero, luciendo en alguna luz cósmica, solamente en el quinto año de sus noventa mil. ¡Noventa mil! Las cenizas de las cenizas de nuestras cenizas habrían renegado de nuestro origen mucho antes. ¡Nunca habíamos existido! La música aumentó. De mis ojos salía pus. ¡Eso sí que eran metamorfosis! La voz disparó por último:
—Are we all alone?
De repente lo supe. No había ninguna garganta unida a esa voz. Era la voz de nuestra ausencia, así como esa música era la negación de lo que en un tiempo fue expresado en la doctrina de la armonía de Pitágoras. Salí entre los demás hilarante y decaído al mismo tiempo. En el espejo de los servicios miré mis ridículos ojos enrojecidos y supe que no había llorado por mi mortalidad, sino por la falsificación y el engaño. Si hubiera estado en casa habría restablecido el orden con un madrigal de Gesualdo (un asesino que escribió la música más pura que hay sobre la Tierra); pero aquí tuve que hacerlo con un
bourbon
doble. A lo lejos estaba —serena y colonial— la Casa Blanca, donde, sin duda, se preparaba algo horrible en ese instante.
Y ahora —esta palabra imposible que siempre nos quita la estera de debajo de nuestros pies—, yo estaba tumbado en una habitación de Lisboa con los ojos cerrados y pensaba en el otro
ahora
de la noche anterior (si había sido la noche anterior) en la que había estado tumbado mirando con los ojos abiertos esa foto. Tanto el Viajero mecánico como yo habíamos viajado mucho desde entonces, yo había escrito mis estúpidas guías de viaje, él no había parado de hacer fotos; y ahora yo tenía seis de ellas en mi mano formando una sola: Venus, Tierra, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno —todos viejos conocidos míos a través de la obra de Ovidio—, ahora metamorfoseados en tristes puntitos luminosos sobre mortajas gruesas, pálidas y manchadas que indudablemente debían de representar el espacio. «El
Voyager
abandona ahora el sistema solar», estaba escrito junto a la foto. ¡Él sí! ¡A ver mundo! ¡Dejándonos solos! Y luego mandar aun una foto que; bien podría ser de una de las miles de millones de otras estrellas de un barrio bajo del universo, para sazonar bien nuestra humillante nulidad; para que se note bien que nosotros no sólo habíamos hecho al fotógrafo con nuestros propios medios, sino que también lo habíamos mandado de viaje, de manera que dentro de noventa mil años sabríamos por lo menos cuál sería nuestra suerte.
Notaba que me iba durmiendo y, al mismo tiempo, parecía como si un grueso oleaje recorriera todo mi cuerpo, me levantara, envolviera y arrastrara con una fuerza de cuya existencia yo no tenía idea. Pensé en la muerte, pero no por estas razones; era todavía a causa de la foto. Cada pensamiento mío se convierte, por definición, enseguida en otro; y a través de estas insignificantes estrellas de papel de periódico que tenía en mi mano vi una de esas horribles pinturas de la
vanitas
que utilizaban nuestros antepasados para evocar la idea de su muerte; la de algún monje (si en alguna parte había un sombrero de cardenal que estaba a sus pies descalzos entre los dolientes cardos, era siempre san Jerónimo) inclinándose sobre una mesa, escrutando alternativamente la calavera de alguien que nunca pudo haber sido tan ingenioso como el Yorick de
Hamlet
, y al hombre martirizado en la cruz. Nubes de catástrofe, paisajes estériles y en algún lugar, un león. Quizá debieron de oponerse al mundo porque todavía lo poseían; este nuestro es una foto de un periódico tomada a seis mil millones de kilómetros de distancia. El milagro era, naturalmente, que el periódico que tenía en mis manos se encontrara al mismo tiempo en esa pálida estrella que representaba la foto; pero no sé si llegué a pensar todo esto aquella noche. La mayoría de las veces puedo volver a recordar bastante bien mis pensamientos hasta ese estúpido y humillante momento del adormilamiento, cuando el espíritu debe rendirse ante el cuerpo que se ha resignado a la oscuridad de la noche con el servilismo de los criados y no quiere nada más que fingir ausencia. Ayer fue distinto. Notaba que el pensamiento que me ocupaba, fuera el que fuese, intentaba desesperadamente llegar a un acuerdo con la perezosa ola que parecía arrastrarme. El universo entero buscaba embotarme, y parecía como si yo intentara entonar un mismo canto con ese embotamiento, pertenecer a él; como un pez que es aspirado por la resaca pero al mismo tiempo pertenece a esa resaca. Mas fuera lo que fuese lo que quería —volar, nadar, cantar, pensar— ya no lo lograba. Los brazos más grandes del mundo me habían sacado de la cama en Amsterdam y, por lo visto, me habían vuelto a acostar en una habitación de Lisboa. No me habían hecho ningún daño. No me dolía nada. Tampoco sufría ninguna —cómo lo diría— pena. Y no tenía curiosidad, pero esto viene quizá de mi trato diario con las
Metamorfosis
de Ovidio. Ver libro XV, versos 60-64. También yo tengo mi biblia, y me sirve de veras. Y además, aunque todavía no me había mirado en el espejo, mi cuerpo se sentía como siempre. Así que no me había transformado en alguien diferente, lo único es que estaba en una habitación en la que según las leyes de la lógica —tal y como yo las conocía— no podía estar. Y conocía esta habitación, ya que en ella había conocido mujer ajena hacía unos veinte años.
Lo rancio de esta expresión me devolvió al mundo. Más aún, encogí las rodillas y me puse la otra almohada, que no había utilizado, debajo de la cabeza, de modo que quedé medio incorporado. No hay nada mejor que un auténtico déja-vu; y allí estaban colgados todavía el necio retrato del siglo XVII del sobrevalorado poeta Camoens y el grabado del gran terremoto de Lisboa, en el que las pequeñas figuras sin rostro corren por doquier para no quedar sepultadas bajo los escombros que caen. Había hecho chistes acerca de ellos, pero a ella no le gustaba esa clase de chistes. No estaba en esta habitación para eso. Estaba en esta habitación para vengarse, y para esto era simplemente para lo que me necesitaba. El amor es el pasatiempo de la burguesía —había dicho yo una vez—, pero, naturalmente, a lo que me refería era sencillamente a la clase media. Y ahora era yo el que estaba enamorado, y por eso nombrado miembro de este mismo club nauseabundo y grumoso de autómatas producidos en serie, a los que yo afirmaba tener tal aversión. Intenté engañarme tomándolo como pasión, pero si para ella esto era así, entonces esa pasión no iba dirigida en cualquier caso a mí, sino a su clorótico esposo: una especie de gigante construido con carne de ternero, calvo, con una cabeza que continuamente hacía muecas, como si estuviera siempre ocupado en distribuir galletas. El profesor de neerlandés, ¡vaya!, si alguna vez debiera dibujarse un representante de este tipo, podría tomársele a él como ejemplo. Enseñar a niños el idioma que ya han oído mucho antes de su nacimiento en la cámara de resonancia del útero materno, corromper el crecimiento espontáneo de ese idioma con un parloteo mecánico sobre números ordinales, formas de plural doble, verbos separables, uso predicativo y conjunciones preposicionales, es una cosa, pero parecer una chuleta mal asada y hablar sobre poesía, eso ya es demasiado. Y no sólo hablaba de ella, también la escribía. Cada dos años aparecía un librito mínimo con noticias de la tibia provincia de su alma; versos sin mordiente, series de palabras que flotaban sueltas en la página. Si alguna vez entraran en contacto con una línea de Horacio se disolverían sin dejar huella.
Me incorporé y sentí un urgente deseo de mirarme, no por lo que pudiera ver, ya que sentía aversión por mi aspecto, y con razón. No, se trataba de la confrontación. Tenía que saber qué versión de mí se hallaba presente aquí —en esta habitación de entonces—, la de ahora o la de entonces. No sabía qué encontraría peor. Saqué una pierna de la cama, una pierna blanca de anciano. Pero mis piernas siempre han tenido este aspecto, así que no podía deducir nada de esto. Sólo había una solución: el espejo del baño; y hasta allí me dirigí sin el titubeo que cabría esperar después de todos estos años. Pues allí estaba yo. No sé si fue un alivio el que al fin y al cabo no hiciera falta que fuera mi anterior yo, y que aquel que estaba allí se pareciera más o menos a aquel que anoche yo había evitado sin demasiado éxito ante mi espejo en Amsterdam. «Sócrates», ése era mi apodo en el instituto de provincia donde daba clase; y era muy acertado, ya que me parecía mucho. Sócrates sin barba y con gafas, ese mismo rostro construido a pedazos, con el que nunca nadie pensaría en filosofía si no supiéramos casualmente qué clase de palabras habían expresado esos gordos labios debajo de la obtusa nariz de amplios orificios nasales, y qué clase de pensamientos habían nacido detrás de esa frente de luchador callejero. Sin las gafas, como entonces, era aún peor.
«Pues sí que eres Sócrates», fue lo que me dijo ella después de haberme pedido por primera vez que me quitara las gafas. Al hacerlo me siento exactamente igual que una tortuga sin caparazón. Esto significa que en la cercanía íntima de un cuerpo femenino soy la más indefensa de todas las criaturas, y también significa que la mayoría de las veces me he mantenido lejos de estas actividades de las que habla siempre todo el mundo y además, por lo que a mí respecta, pertenecen antes al reino animal que a los hombres, ocupados con las cosas menos palpables de la existencia, y también he de añadir que justamente ese palpar me salía muy mal en tales situaciones. Era más bien el revolver y arañar de un ciego, ya que, aunque, naturalmente, sabía más o menos dónde tenían que estar mis manos, continuaba buscando, pues mis ojos se negaban decididamente a participar cuando no estaban en su cercanía los dos esclavos cristales redondos de mis gafas. Todo lo que veía, si se puede llamar así, era una masa más o menos rosa y adornada, por lo visto (!), con una tonta protuberancia aquí y allá o una mancha oscura. Pero lo que más me irritaba era que mis manos inocentes, que en semejantes casos —gracias a Dios raros— sólo estaban allí para ayudarme, luego eran acusadas de ruda conducta, brutalidad y grosería; como si una pareja de violadores de niños se hubiera escapado de una institución. Pero ahora no quiero hablar de los peculiares detalles que conlleva el amor entre seres humanos. Mantengamos que ella se esforzó. Porque esto sí que lo he aprendido, cuando las mujeres se han propuesto algo se movilizan fuerzas contra las que los hombres, con toda su así llamada fuerza de voluntad, nada pueden hacer. Me miré. La luz amarilla de entonces había sido sustituida por neón, que otorga incluso al rostro más bello un color cadavérico. Sin embargo, no era eso lo que veía ante mí. Más bien era que yo ahora (aquí tenemos de nuevo esta palabra) me había convertido por primera vez en Sócrates. Barba, gafas y toda la parafernalia ya no importaban. Aquel que estaba allí, aquel a quien nunca había querido, despertaba mi amor. ¿Pero por qué? Lo bárbaro de este rostro me había acompañado durante toda la vida, pero ahora se había incorporado otro elemento, algo que no podía aclarar. ¿Qué pasaba conmigo? Había ocurrido algo conmigo y no sabía el qué, algo que había convertido mi inesperada presencia aquí sólo en un detalle insignificante. Saqué la lengua, lo hago con frecuencia. Con toda su cochina sencillez es todavía una de las partes más atractivas de mi cuerpo, pero cuando me la saco a mí mismo frente al espejo, la mayoría de las veces me ayuda enormemente a concentrarme. Llámese una forma de meditación: la que me devuelve a un pensamiento anterior. Y de repente supe lo que la pasada noche —si había sido la noche pasada— había pensado. La marejada que me había sumergido en el sueño o adormilamiento había sido miedo, el miedo físico que tenía de caerme de la Tierra que colgaba allí tan movediza e indefensa en el espacia. Intentaba ahora volver a sentir ese mismo miedo, pera ya no funcionaba; con todas las garantías de Newton me hallaba clavado en las baldosas rojas del baño de la habitación 6 del Essex House de Lisboa, y pensaba en Maria Zeinstra, profesora de biología en el mismo instituto donde su esposo, Arend Herfst, también daba clase. Y desde luego yo. Mientras ella explicaba cómo obra la memoria y cómo mueren los animales, yo hablaba —separada de ella apenas por un decímetro de ladrillo— sobre dioses y héroes o sobre las emboscadas del aoristo, mientras subía una risa sebosa y pubescente del aula de él, ya que, como siempre, no hablaba acerca de nada y así era rabiosamente popular. Un poeta viviente, y además uno que es entrenador del equipo de baloncanasta
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del instituto, es algo muy diferente de un enano que se parece a Sócrates, que no tiene nada más que ofrecer que una colección de cadáveres de hace dos mil años, los cuales guardaron de tal manera la belleza de su lengua tras las fortificaciones de una sintaxis hermética que los admiradores de los clásicos vivientes tales como Prince, Gullit y Madonna no podrían volver a encontrar nunca sombra alguna de ella. Con algunas excepciones; a veces, en un único año de gracia, el único alumno por el que olvidas el penetrante olor de aversión y mala voluntad hacia ti, alguien que se deja mecer contigo en el encantador oleaje de los hexámetros, alguien con un oído para la música que, como un campeón, acepta todos los impedimentos de las cosas, siguiendo la concatenación de los pensamientos, viendo las conexiones, la construcción, la belleza. De nuevo esta palabra; pero no hay nada que hacer. Yo era feo y mi pasión era la belleza; no la visible, la inmediatamente palpable, sino esa otra variante tan misteriosa que estaba escondida tras las defensoras corazas de una lengua muerta. ¡Muerta! Si estas lenguas estaban muertas yo era entonces Jesucristo, que podía hacer resucitar a Lázaro de entre los muertos. Y en este único año de gracia hubo alguien que vio esto; no, era aún mucho más, ella misma también sabía hacerlo. Le faltaban mis conocimientos, pero eso no importaba. Cada verso latino sobre el que Lisa d'India se inclinaba empezaba a brotar, a vivir, a fluir. Era una maravilla, y aunque no sé por qué estoy aquí, en cualquier caso sé que ella tiene algo que ver.
Ahora doy un paso hacia atrás, pero queda la extrañeza; como si estuviera iluminado por dentro. Lo que anoche era miedo, ahora es emoción. Essex House, nombre estúpido para un hotel portugués. Rua das Janelas Verdes, cerca del Tajo.
Ik va el mij van binnen bederuen,
nu weet ik waaraan ik zal sterven.
Aan de oevers van de Taag,
waar't bestaan is verheven en traag…
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