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Authors: Cees Nooteboom
—¿Qué otra cosa podrías esperar de gente que conduce por el lado equivocado de la carretera? —dijo ella—. ¿Cuándo vamos a la parte alta?
Asunto concluido; subí por la avenida das Naus —la avenida de los Barcos— tras su bamboleante cabello rojo, como si no fuera yo el que le enseñara la ciudad a ella, sino ella a mí. Eso fue entonces, no ahora. El reloj invertido está todavía colgado; desde que lo puse en la
Guía de viaje
del doctor Estrabón, la mitad de los Países Bajos viene a verlo. Y noventa y un lectores ya me han explicado que se puede ver la hora correcta de este reloj mirando en el espejo; lo único que no añadían era lo de «albóndiga».
Bailaba por delante de mí como un barco, todo lo que era hombre se volvía para mirarla de nuevo, para ver también por detrás ese milagro balanceante; no porque fuera guapa, sino porque, ciertamente, allí y entonces, encarnaba una libertad desafiante. Sin duda, no se puede expresar mejor; era como si condujera su cuerpo a través de la multitud para ser admirada por todo el mundo. Una vez le dije:
—No andas como esa mujer que nunca moriría, sino como una mujer por quien todo el mundo abandonaría inmediatamente todo —por un momento creí que se iba a enfadar, pero solamente respondió:
—Con excepción de Arend Herfst, desde luego que sí.
¿Qué es lo que siempre repetía en clase? Por la (
arma
, las
Historiae
de Tácito son analísticas (oye tú, zopenco, significa en forma de anales y no lo que piensas); pero él interrumpía sus historias a menudo para poder mantener compacto el orden de los sucesos. Eso también lo puedo hacer yo: comprar un sombrero para el sol, poner orden en mi cabeza, mantener separados los tiempos, ir hacia arriba, huir del sinuoso laberinto de la Alfama, sentarme en lo alto, al frescor de una
bela sombra
, junto al Castelo de Sáo Jorge; ver la ciudad a mis pies, hacer balance de mi vida, dar la vuelta al orden del reloj y lograr que el tiempo pasado venga a mí como un perro dócil. Debería hacer de nuevo todo esto por mi propia cuenta, como de costumbre, y lo mejor es que empiece enseguida. Pero lo primero es un sombrero para el sol. Blanco, de paja. Me hizo un poco más alto. «¡Eh, chicos, Sócrates tiene un sombrero de marica sobre sus gafas!»
De todos los cerebros contaminados por los años sesenta, era el del director de nuestro instituto el que peor estaba; si por él hubiera sido habríamos recibido clase de los alumnos. Una de las cosas más bonitas que había inventado era que los profesores pudieran presenciar las clases de sus colegas. Los pocos que presenciaron las mías abandonaron después de la primera, yo mismo lo hice sólo en dos ocasiones: una vez en la clase de religión facultativa, donde yo era uno de los tres alumnos y donde he enajenado para siempre al cura del cristiano amor al prójimo. La otra ocasión, naturalmente, fue con ella, aunque sólo fuera porque ni siquiera se había dignado a mirarme ni una sola vez en la sala de profesores, porque por las noches soñaba con ella como no había soñado con nadie desde la pubertad, y porque Lisa d'India me había contado que sus clases eran fantásticas.
Esto último era verdad. Me senté al fondo de la clase, al lado de un adolescente babeante que no sabía dónde meterse; pero ella hizo como si no notara mi presencia. Le pregunté si había algún problema y me dijo: «No lo puedo impedir, y a lo mejor aprendes algo; hablaré sobre la muerte». Eso estaba expresado —para alguien que quería ser tan científico— de manera curiosamente imprecisa, ya que no se trataba tanto de la muerte sino de lo que viene después: metamorfosis. Y aunque no sea exactamente lo mismo, de eso yo sé bastante. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que había estado sentado en una clase, y a través de la inversión de los papeles volví a darme cuenta de lo peculiar que es el oficio de profesor. Hay veinte o más personas sentadas y sólo una está de pie, y el conocimiento de esa única persona que está de pie debe entrar en los cerebros todavía en blanco de todas las demás.
Tenía una buena planta, su pelo rojo surcaba la clase como una bandera, pero no pude disfrutarlo mucho porque delante de la pizarra se desenrolló una pantalla de cine y se cerraron las cortinas del aula: unos cuantos trapos insignificantes de color amarillento.
—Ha tenido suerte, señor Mussert —dijo ella—, su primera clase y ya, enseguida, una película jaleo.
—Sócrates, las manos quietas —escuché aún decir a alguien en la oscuridad; y luego se hizo el silencio, ya que en la pequeña pantalla apareció una rata muerta. No era grande, pero sí que estaba considerablemente muerta; el hocico un poco abierto, algo de sangre en los bigotes, todavía algo de brillo en un ojo entreabierto, el cuerpo quebrado estaba un poco en alto, en esa posición que ineluctablemente marca la muerte; quieta, la impotencia de no volver a moverse jamás. Alguien hizo un ruido, como si fuera a vomitar.
—¡Basta ya! —era su voz; breve, una especie de golpe. Enseguida volvió a hacerse el silencio. Entonces apareció un enterrador en la imagen. No es que yo lo supiera, lo dijo ella. Un enterrador, un escarabajo con los colores de una salamandra. También dijo esto. Yo veía un animal noble, ébano y ocre oscuro.
Parecía como si él tuviera blasones sobre sus escudos. Nada de él: ella.
—Ésta es la hembra.
Debía de ser verdad, pues lo dijo ella. Intenté imaginármelo. Y no fui el único, ya que una voz gritó: «¡Tía buena!». Nadie se rió. El escarabajo empezó a cavar una especie de pequeña trinchera alrededor de la rata muerta. Luego llegó otro escarabajo, pero éste no hizo tanto.
—El macho —naturalmente.
La hembra empezaba ahora a empujar el cadáver, cada vez se movía un poco: rígido, poco dispuesto. Los muertos quieren seguir durmiendo, sean quienes sean. Era como si el escarabajo quisiera encorvar a la rata; la cabeza gorda, acorazada, brillantemente negra, chocaba una y otra vez contra el cadáver; un escultor con un trozo de mármol demasiado grande. De vez en cuando saltaba un poco la película, entonces habíamos adelantado un trozo.
—Podéis ver que la película está cortada; todo el proceso está filmado en su totalidad, dura unas ocho horas.
La versión abreviada también duraba bastante. El cadáver cada vez se hacía más redondo, las patas se iban entretejiendo, la cabeza de la rata fue empujada en la blanda cavidad abdominal y desapareció; el escarabajo bailó su danza de la muerte alrededor de una pelota peluda.
—A esto lo llamamos la bola carroñera.
La bola carroñera; saboreé la definición. Nunca antes lo había oído. Siempre agradezco nuevos términos. Y ésta era una bonita definición. Una bola peluda de carne de rata que rodaba despacio hacia el interior de la trinchera.
—Ahora va a aparearse con el macho dentro de la tumba.
Alguien chasqueó la lengua en la pálida oscuridad. Encendió la luz y miró a un chico grande y lleno de granos que estaba en la tercera fila.
—No seas tan fantasma —le dijo.
Fantasma. ¡Sólo la palabra! La palabra neerlandesa
schimmig
pronunciada con su acento de Holanda del Norte, con algo de una k en su interior. Había vuelto a apagar la luz, pero supe que el vago sentimiento que había alimentado hacia ella, de repente era calificado como amor. No
seas tan fantasma
. Los dos escarabajos trastearon un poco el uno sobre el otro como si fuera un mandato, que desde luego lo es. Somos la única especie que se ha desviado de esta finalidad. El mismo bullicio ramplón de siempre; aún más extraño porque la mayoría de los animales ni siquiera se acuesta para hacerla, de manera que ese tejemaneje en la pantalla tenía algo de danza descontrolada en la que uno tenía que trajinar en círculo un poco al otro; todo en total silencio. Bailar sin música; la fricción de estas corazas entre sí debe de hacer un ruido de locura. Pero quizá los escarabajos no tengan oídos, olvidé preguntárselo. Los dos tanques se cayeron separándose, uno empezó a perseguir al otro. Yo ya hacía tiempo que no sabía quién era quién. Ella sí.
—Ahora la hembra expulsa al macho de la tumba.
Ronroneo de la clase, el sonido agudo de las muchachas. A través de todo esto oí la risa oscura y aprobadora de ella, y me sentí ofendido.
Ahora la hembra excavaba un segundo canal, «para los cuartitos de los huevos». De nuevo una definición de ese estilo. Esta mujer me enseñaba sintagmas nuevos. No había duda alguna, la quería.
—Dentro de dos días pondrá allí sus huevos. Pero primero va a ablandar la carne carroñera.
Sus huevos. Nunca antes había visto vomitar a un escarabajo, pero ahora lo veía. Estaba sentado en la clase de la mujer a la que quería, y veía cómo la cabeza de un escarabajo llamado enterrador, aumentada cien veces en ciencia ficción, vomitaba jugo gástrico verde sobre una bola redonda de carne carroñera, que hace una hora parecía todavía una rata muerta.
—Ahora hace un agujero en la carne carroñera —en efecto. La excavadora, la portadora de huevos, la amante, la
mamma
, comió un trozo de la bola de rata y volvió a vomitarlo en el pequeño cubil que acababa de excavar con los dientes en esa misma bola—. Así hace una gamella alimenticia —bola carroñera, cuartito de los huevos, gamella alimenticia. Y la aceleración del tiempo: en dos días los huevos, cinco días después las larvas. No, sé que el tiempo no puede acelerarse. ¿O sí? Los huevos son blancos y brillantes, cápsulas de color de semen; las larvas blandamente anilladas, un color de marfil vivo. La madre muerde el puré de rata, las larvas lo lamen de su hocico. Todo tiene que ver con el amor. Después de cinco horas ellos comen por sí solos; al día siguiente ya se arrastran por el cadáver enrollado.
CAro DAta VERmibus
: carne dada a los gusanos. Chiste de latinistas, perdón. Se encendió la luz y se abrieron las cortinas, pero lo que verdaderamente se encendió fue su cabello. Afuera brillaba el sol y un castaño se movía con sus ramas al viento. La primavera; pero en la clase se había colado la idea de la muerte, la conexión entre matar, aparearse, devorar, cambiar; la glotona cadena móvil con dientes que es la vida. La clase se disolvió hacia fuera y permanecimos allí de pie, algo incómodos—. El próximo día, larvas y ácaros.
Lo dijo provocadoramente, como si viera que yo estaba un poco tocado. Todo lo que había visto parecía tener que ver de una manera u otra con la rabia. Rabia o voluntad. Esas mandíbulas molientes, el pataleo medieval de esas corazas copulantes, las máscaras brillantes y ciegas de las larvas que lamían del hocico acorazado de su madre: la vida misma.
—The never ending story —dije—. Genial, Sócrates. ¿Has pensado algo más últimamente?
Hinchó los carrillos. Lo hacía siempre que reflexionaba.
—No sé. Seguramente tendrá que llegar alguna vez el fin. Puesto que también ha habido un principio —y de nuevo esa mirada provocadora, como si acabara de inventar la transitoriedad y quisiera probarla ahora mismo con alguien de letras. Pero yo no me dejaba arrojar de la tumba tan rápidamente.
—¿Vas a hacer que te incineren? —pregunté. Con esta pregunta tienes éxito asegurado en todas las reuniones. El cuerpo de tu interlocutor es degradado al estado de materia que en un momento dado debe eliminarse, y esto tiene, sobre todo en situaciones eróticas, algo picante.
—¿Por qué? —preguntó.
—He oído decir a un médico forense que duele.
—Tonterías. Si bien quizá pueda sentirse algo local.
—¿Local?
—Bueno, si haces arder totalmente una cerilla se retuerce por completo; esto produce, naturalmente, una enorme tensión momentánea en el material.
—En Nepal asistí una vez a una cremación pública: junto a un río —era mentira, sólo lo había leído, pero veía la pira ante mí.
—¡Oh! ¿Y qué ocurrió?
—El cráneo estalló. Hizo un ruido espantoso. Era como si se estuviera asando una castaña enorme.
Tuvo que reír, y luego entumeció su cara. Afuera, por el patio —no sé si ella lo llamaría así— pasaron Arend Herfst y Lisa d'India en ropa de deporte. Era legítimo, él era el entrenador del equipo. Herfst lo hacía lo mejor que podía. Con su eterna mueca, el poeta había adquirido algo de una de esas larvas que acababa de ver.
—¿La tienes en tu clase? —preguntó Maria Zeinstra.
—Sí.
—¿Qué te parece?
—Es la alegría de mi vejez —estaba al final de los treinta y lo dije sin ironía alguna. Ninguno de los dos lo mirábamos a él; veíamos cómo la mujer que lo acompañaba desplazaba hacia fuera el espacio, cómo ella hacía que el centro del patio pasara continuamente a situarse en un lugar diferente.
—¿También enamorado? —tenía que haber sonado burlón.
—No —era la verdad. Ya lo he explicado.
—¿La próxima vez puedo ser yo la que vaya a tu clase?
—Temo que no te interese.
—Eso lo decidiré yo misma.
La miré. Los ojos verdes medio ocultos tras su cabello rojo, una cortina saltarina. Un cielo estrellado de pecas.
—Entonces ven a la clase sobre Ovidio. Allí también hay algo que cambia. No ratas en bolas carroñeras, pero aun así…
¿Qué es lo que leería ese mediodía? ¿Faetón, la mitad de la Tierra que sucumbe ante el fuego? ¿O las tinieblas del infierno? Intenté imaginarme cómo estaría sentada en la clase, pero no pude.
—Pues hasta entonces —dijo y se marchó. Cuando más tarde fui a la sala de profesores, vi que estaba enzarzada en una desagradable discusión con su marido. Su eterna sonrisa había adquirido ahora algo de desprecio y, por primera vez, vi que ella era vulnerable.
«Deberías quitarte el chándal para las discusiones trágicas», hubiera querido decirle; pero nunca digo lo que pienso.
La vida es un cubo de mierda cada vez más lleno que tenemos que arrastrar hasta el final. Esto debe de haberlo dicho san Agustín; desgraciadamente nunca he consultado el texto en latín. Si no es apócrifo estará, sin duda, en las
Confesiones
. Hace mucho que la tenía que haber olvidado, ha pasado tanto tiempo… El dolor tiene que estar grabado en las líneas de tu rostro y no en tu memoria. Además, el dolor está anticuado. Ya no se oye hablar de él. Es burgués. En veinte años no he vuelto a sentir dolor. Aquí arriba hace fresco; en el parque he perseguido a un pavo real blanco (¿por qué no habrá en neerlandés una palabra especial para
todos
los animales blancos, sólo para los caballos?)
[8]
como si fuera éste e! fin de mi vida, y ahora estoy sentado sobre el muro exterior del castillo y contemplo desde arriba la ciudad, el río, el cuenco del mar allí detrás. Adelfas, frangipanes, laureles, grandes olmos. Una muchacha está escribiendo a mi lado. La palabra despedida flota a mi alrededor y no puedo atraparla. Toda esta ciudad es despedida. Borde de Europa, última orilla del primer mundo, allí donde el enfermizo continente se hunde despacio en el mar y se derrama hacia la gran niebla a la que se parece hoy el océano. Esta ciudad no pertenece al presente, aquí es más temprano porque es más tarde. El ahora banal no ha empezado todavía, Lisboa vacila. Ésta tiene que ser la palabra; esta ciudad demora la despedida, aquí se despide Europa de sí misma. Canciones lentas, plácida decadencia, gran belleza. Recuerdo, dilación de la metamorfosis. Jamás pondría ninguna de estas cosas en las
Guías de viaje
del doctor Estrabón. Mando pobres ineptos a las tascas de fado para la comida precocinada de la
saudade
. Me reservo para mí mismo a Slauerhoff y a Pessoa, los menciono, pero conduzco al pueblo hacia la Mouraira o hacia el café A Brasileira y, por lo demás, prefiero morderme la lengua. No me oirán hablar de los cambios de ánimo del poeta alcohólico, el yo fluido y poliforme que va errando todavía en todo su brillo sombrío por las calles, que invisiblemente se ha colocado con firmeza en los estancos, el muelle, los muros y los oscuros cafés donde quizá se hubieran encontrado Slauerhoff y él sin saber nada el uno del otro. El fluido yo: éste fue sacado a colación después de esa primera y única vez que ella estuvo en mi clase. No quiso saber nada de ello, y nunca podré explicar lo que yo me proponía.
Regia Solis erat sublimibus alta columnis… Metamorfosis
, libro II; así había empezado mi clase y D'India había traducido con su voz alta y clara: «El palacio del Sol se erigía alto sobre columnas montadas en alto…», y yo había dicho que encontraba mejor «orgulloso» que «alto» porque «montadas en alto» quedaba bastante mal y, por lo tanto, había que evitar la repetición de la palabra «alto», y ella se había mordido e! labio como si quisiera rompérselo y repitió: «El palacio del Sol se erigía, orgulloso sobre altas columnas…», y poco después comprendí con mi socrática cabeza de perro que yo era el único que aún no sabía nada de esa relación, y que D'India sabía que Zeinstra lo sabía y que Zeinstra sabía que D'India sabía que ella lo sabía y todo lo demás, mientras que yo seguía embalado con los
fastigia summa
y Tritón y Proteo y Faetón, quien subió despacio la empinada senda al palacio de su padre y no pudo acercarse a causa de la luz que reina en la casa del dios del Sol y que todo lo consume. No ver ante mí el drama de tercera categoría en los pupitres resonando fuertemente sobre el hado de Faetón. ¿Arrepentimiento? ¡Nunca! ¿Nunca? Cualquier imbécil hubiera visto el miedo en los ojos de Lisa d'India y, naturalmente, aún sigo viéndola: sus ojos de ciervo herido, la voz más clara que nunca, pero mucho más baja que en otras ocasiones. Solamente detrás de éstos vi otros ojos, y a estos ojos les hablaba acerca del hijo del dios que quiso emprender sólo una vez un viaje alrededor de la Tierra con el carro solar de su padre. Naturalmente, se sabía que esto acabaría mal, que el estúpido hijo de Apolo se precipitaría con su carro dorado y con los caballos expulsando fuego. Me encontraba saltando de un lado a otro ante la clase como un derviche danzante; éste era mi gran número; las puertas púrpura de Aurora se abrían y allí iba el condenado con los caballos bajo su yugo engastado con joyas; el pobre descendiente sobre su cabalgadura mortal. Aún se hundiría millones de veces en estos hexámetros, pero yo no veía nada del drama televisivo irrepetible que tenía ante mí y, ciertamente, tampoco del papel que yo representaría en él; yo mismo era el que estaba en ese resplandeciente carro de oro, plata y piedras preciosas; creía poder conducir la indomable cuadriga a través de los cinco distritos del Cielo. ¿Qué había dicho mi padre, el Sol? No demasiado alto, o quemarás el Cielo; no demasiado bajo o destruirás la Tierra…; pero ya estoy fuera, me lanzo a través del Cielo cubierto por el resonante relincho, veo la tormenta de los cascos que abren como cuchillos las nubes, y entonces ocurre; el carro surca el Cielo, ya se desvía de su eterno camino, la desordenada claridad se despliega por todas partes, los caballos cocean en el aire, el calor abrasa la piel de la Osa, siento cómo la oscuridad tira de mí hacia abajo, lo sé, me precipitaré; los campos, las montañas, todo pasaba a gran velocidad por delante de mí como un sendero de confusión; el fuego que irradio prende en los bosques, veo el negro y ponzoñoso sudor del gigantesco Escorpión que levanta su cola hacia mí; la Tierra se consume entre las llamas, los campos sé abrasan hasta convertirse en ceniza blanca, el Etna me vuelve a arrojar el fuego, el hielo se derrite en las montañas, los ríos se desbordan arremolinándose, arrastro conmigo al indefenso mundo en mi fatalidad, el carro a mis pies muerde de calor, el Éufrates babilónico arde, el Nilo huye en su agonía y oculta su fuente; todo lo existente se lamenta y, entonces, Júpiter lanza su mortal rayo que me traspasa y abrasa, y me arroja del carro de la vida; los corceles rompen las riendas y me precipito a la Tierra como una ardiente estrella; mi cuerpo cae en una silbante corriente, mi cadáver como una piedra carbonizada en el agua… De repente me doy cuenta del silencio que hay en la clase. Me miran como si nunca me hubieran visto y, para mantener la compostura, doy la espalda a todos esos ojos —y en especial a esos verdes—, y escribo en la pizarra como si no estuviera escrito en el libro que tienen ante sí: