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Authors: Cees Nooteboom
Slauerhaff…
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Todavía me acuerdo de lo que decía en clase sobre la difícil tarea de trasladar a otra lengua la preposición «aan» en este verso. Sólo en neerlandés se puede morir de cáncer,
aan de kanker y aan de oevers van de Taag
, a orillas del Tajo; pero nadie se rió, sólo ella. Tengo que salir del baño, mi propia presencia es demasiado para mí. Me pregunto si tengo hambre, y creo que no. Telefoneo al servicio de habitaciones para pedir el desayuno.
Pequeno almoço
; había olvidado que sabía portugués. La voz que responde es tranquila, amigable, joven. Una mujer. Ni huella de sorpresa, tampoco con la muchacha que trae el desayuno. O mucho me equivoco o hay algo respetuoso en su actitud, un respeto (verdaderamente, qué palabra tan ridícula) con el que no puedo contar la mayoría de las veces por parte del personal del servicio. Me siento en el suelo con las piernas cruzadas y pongo el desayuno en torno a mí. Lo sé, ahora tengo que comenzar con la labor del recuerdo. Eso es lo que quiere la habitación. Tengo exactamente la misma sensación que tenía antes, cuando debía revisar un montón de traducciones de Heródoto. Siempre he tenido debilidad por este fabulador transparente; la historia inventada es más atractiva que el soso terror de los hechos. Pero el estrangulamiento que cometían mis alumnos con la prosa —si bien no demasiado brillante— del viejo narrador, te privaba, naturalmente, de toda pasión. Exceptuando cuando había una traducción de ella, aunque sólo fuera porque a veces se inventaba algo que sencillamente no estaba: una costumbre persa, una princesa lidia, un dios egipcio.
Yo era el único en todo el instituto —director, profesores, profesoras, bedel— que no estaba enamorado de Lisa d'India. No era buena sólo en mi asignatura, era buena en todas. En matemáticas era la claridad, en ciencias naturales el espíritu del descubrimiento, y en los idiomas entraba en el alma de la lengua misma. En la revista del instituto aparecieron sus primeras historias, y eran los relatos de una mujer entre relatos de niños. La canasta ganadora con la que nuestro instituto había obtenido el torneo interescolar de baloncanasta fue conseguida por ella. La belleza física entre todas estas cualidades era, naturalmente, superflua; pero no había nada que hacer, entre los sesenta ojos de una clase los suyos no podían eludirse. En su cabellera negra aparecían franjas blancas, como si de hecho hubiera vivido ya una larga vida. El signo de un orden temporal distinto en el dominio de la juventud, quizá porque su cuerpo supiera que pronto debía morir. En mi fuero interno la llamaba Graya, como las hijas de Ceto y Forcis, que habían nacido con el cabello blanco, infectado por una terrible vejez. Una vez se lo dije y me miró con la mirada de los hombres que realmente no te ven porque se hallan en otra parte con sus pensamientos, o porque has dicho algo que toca una sección oculta de su persona, algo que ellos ya saben y que no quieren que otro sepa. Era hija de un matrimonio de la primera remesa de emigrantes; italianos que junto a turcos, españoles y portugueses darían el primer impulso para librar a los Países Bajos de su eterno provincialismo. Si su padre, un obrero metalúrgico de Catania, hubiera sabido que Arend Herfst mantenía relaciones con ella, probablemente lo habría matado a golpes, o habría ido gritando al director, quien ya lo pasaba bastante mal al tener que renunciar a ella a causa del terrible Herfst. No sé lo que pasó para que estas cosas no salieran antes a la luz, parecía como si todo el mundo —alumnos y profesores— hubiera tejido un velo de silencio a su alrededor, quizá porque todos nosotros sabíamos que terminaría, que ella desaparecería. Nosotros: esto me incluye también a mí. Pero yo no estaba enamorado de ella, no podía estarlo, he anclado mi imperativo categórico fuertemente en mi sistema; no conviene y, por lo tanto, tampoco puedo. En esos años que estuvo en mi clase conocí una forma de felicidad que sí tenía que ver con el amor, pero no con la variante vulgar que se difunde cada día desde todas las pantallas, y tampoco con esa emoción desconcertante, absurda e indomable que se llama enamoramiento. De las miserias que lleva consigo éste ya tenía más que suficiente. Una vez en mi vida he pertenecido, no obstante, a los hombres corrientes, los mortales, los otros, ya que estuve enamorado de Maria Zeinstra. Una vez, y luego, enseguida, fue fatal para todas las partes. Me alegro de que todos los demás se hayan ido y de que sólo tenga que contártelo a ti, aunque sólo seas alguien de mi historia. Pero esto ya lo sabes, y te dejo así. En tercera persona, hasta que se haga superior a mis fuerzas.
Banalitas banalitatis
. Éste era el exorcismo con el que supe evitar durante veinte años hasta el pensamiento más insignificante en relación con los acontecimientos de esos días. Por lo que a mí respecta, había bebido agua del Leteo: para mí ya no existía ningún pasado, sólo hoteles de dos, tres o cinco estrellas y los disparates que anotaba sobre ellos. La denominada vida auténtica se había mezclado una vez en mis asuntos, y no se había parecido en nada a aquella para la que me habían preparado las palabras, los versos y los libros. El destino pertenecía a profetas ciegos, oráculos y coros que anunciaban la muerte; no pertenecía al jadeo junto al frigorífico, al manejo torpe de condones, esperar en una Honda a la vuelta de la esquina y citas clandestinas en un hotel de Lisboa. Sólo existe lo escrito, todo lo que uno mismo hace no tiene forma, sometido a la casualidad sin rima. Dura demasiado. Y cuando sale mal, la métrica no casa, no hay nada que tachar. ¡Escribe entonces, Sócrates! Pero no, él no, y yo tampoco. Escribir, después de lo ya escrito, es para los presuntuosos, los ciegos, aquellos que no pueden saborear su propia mortalidad. Ahora quisiera estar tranquilo durante un tiempo para limpiarme la boca de todas esas palabras. No me has dicho cuánto tiempo tengo para esta historia. Ya no puedo medir nada más. Me gustaría escuchar ahora un madrigal de Segismundo d'India. Claridad, coordinación, sólo voces, el caos de los sentimientos atrapado en el orden de la composición. En mi casa escuchó ella por primera vez un madrigal de D'India.
—Tu antepasado —dije como si le hiciera un regalo. Yo, un palurdo. Siempre lo he sido. El profesor sin casta junto a la alumna principesca. Estaba de pie delante de mi librería, mi único árbol genealógico auténtico; su mano maravillosamente larga y delgada al lado de Hesíodo y de Horacio; se volvió y dijo:
—Mi padre trabaja en el metal —como si quisiera hacer lo más amplia posible la distancia entre ella misma y la música. Pero yo no estaba enamorado de ella, estaba enamorado de Maria Zeinstra.
¡Fuera de esta habitación! ¿De qué habitación? De esta de aquí, esta habitación de Lisboa; Sócrates tiene miedo, el doctor Estrabón no se atreve a mostrar su cara. Herman Mussert no sabe si está registrado. «¿De dónde viene este extraño hombrecillo?» «¿Qué habitación tiene?» «¿Le has registrado tú?»
Nada de eso. Cojo mi guía Michelín, mi plano de Lisboa. Naturalmente, todo estaba en orden. Los cheques de viaje, los escudos en la cartera: alguien me quiere,
ipsa sibi virtus praemium.
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Y el miedo era injustificado, ya que la ninfa a quien le doy la llave me cubre con el brillo de sus ojos y dice: «Bom dia, doutor Mussert». Agosto, el mes del sublime. Los racimos violeta claros de la glicina, el patio sombreado, la escalera de piedra que lleva hacia abajo, el mismo portero de entonces, cocido veinte años en el tiempo, lo reconozco, hace como si me reconociera. Tengo que ir hacia la izquierda, a la pequeña pastelería donde ella se atiborraba de pequeños bollos de color de yema. La miel barniza sus ávidos labios. Nada de barniza. Barnizaba. La pastelería todavía está allí, el mundo es eterno.
Bom dia!
En su piadosa memoria me como una cosa de ésas para saborear una vez más el gusto de su boca.
Cafezinho
fuerte y amargo, como mi propia aportación. Agridulce voy al quiosco de enfrente, compro el
Diario de Noticias
, pero las noticias del mundo no van conmigo. Como tampoco entonces. Ahora es Irak lo que entonces era ya no sé el qué. E Irak es una tardía máscara de mi propia Babilonia, de Akad y Sumer y la tierra de los caldeas. Dr, el Éufrates, el Tigris y la encantadora Babilonia, el burdel de la lengua centuplicada. Noto que canturreo una u otra melodía, que mantengo el paso vivo de mis mejores días. Voy hacia el Largo de Santos, luego hacia la avenida 24 de Julho. A mi derecha el pequeño tren y el tranvía de juguete con sus colores infantiles. Tiene que encontrarse detrás: mi río. No sabía por qué de entre todos los ríos era precisamente éste el que más me conmovía. Debe de haber sido la primera visión, hace ya tanto tiempo, 1954, Lisboa todavía la capital de un imperio mundial en descomposición. Nosotros habíamos perdido Indonesia y los ingleses la India; pero aquí, junto a este río, parecía como si no importaran las leyes del mundo real. Todavía tenían Timor; y Goa, Macao, Angola, Mozambique; su sol todavía no se había puesto; en su imperio era siempre de noche y de día en alguna parte al mismo tiempo, de manera que parecía como si la gente que veía con la clara luz del día residiera en el dominio del sueño. Hombres con zapatos blancos como éstos no se veían por entonces nunca en el norte; paseaban agarrados del brazo a lo largo del ancho río marrón, y hablaban unos con otros en un latín velado y largamente estirado, que en mi opinión tenía que ver con el agua, el agua de las lágrimas y el agua de los mares del mundo, de las maromas de los barcos manuelinos y sus nudos que adornaban los edificios de los anteriores reyes hasta los coléricos barquitos que navegaban de un lado a otro hacia Cacilhas y Barreiro, y la oscura señal de despedida de la Torre de Belém: lo último que verían de su patria los descubridores que partían, y lo primero que veían cuando regresaban de nuevo después de años. Si es que al menos regresaban. Yo había regresado, había paseado por la patética estatua del duque de Terceira, que en el siglo pasado liberó de algo a Lisboa, había cruzado por el Cais do Sodré entre los tranvías y ahora estaba junto al río, el mismo de siempre, sólo que ahora lo conocía mejor, conocía su fuente en un verde campo en algún lugar del interior de España, en las cercanías de Cuenca; conocía las paredes rocosas que había tallado por Toledo, su más amplia y pausada andadura por Extremadura, conocía su origen, oía el murmurar del agua en la lengua de mi alrededor. Más tarde (mucho más tarde) le dije una vez a Lisa d'India lo siguiente: «El latín es la esencia, el francés el pensamiento, el español el fuego, el italiano el cielo (dije "éter", por supuesto), el catalán la tierra, y el portugués el agua». Se había reído alto y claro, pero Maria Zeinstra no. Quizá fuera en el mismo lugar donde ahora estaba donde lo probé con ella, pero no lo apreció. «Para mí el portugués es una especie de murmullo», dijo, «no entiendo nada. Y lo del agua y todo lo demás me parece bastante gratuito; en cualquier caso no muy científico.» Ante esto, como de costumbre, yo no tenía nada que decir. Estaba contento de que ella estuviera allí, aunque mi río le pareciera entonces demasiado marrón. «Puedes imaginarte lo que habrá ahí dentro.»
Me vuelvo hacia la ciudad, que sube despacio, y sé que busco algo; ¿pero qué? Algo que quiero volver a ver, y sólo sabré qué es cuando lo vuelva a ver. Y entonces lo veo: un pequeño y estúpido edificio con un reloj enorme, un pequeño cobertizo de piedra que debe su existencia casi por entero a un reloj: grande, redondo, blanco, con poderosas agujas que indican el tiempo, que lo dominan. HORA LEGAL aparece en grandes letras arriba, y en la desordenada movilidad de esta plaza suena efectivamente como un texto de ley: quien quiera mancillar el tiempo, donde sea, quien lo quiera estirar, detener, hacer fluir, obstruir, torcer, sabe que mi leyes irrevocable, mis inmensas agujas indican el ahora sutil, efímero e inexistente, y lo hacen siempre. No se ocupan con la partición corruptora, con la lascivia del ahora de los científicos; el mío es el único, real y duradero ahora, y siempre dura nuevamente los sesenta segundos que se cuentan con el reloj…; y ahora, igual que entonces, estoy aquí y cuento y miro la aguja de hierro grande y negra que señala la superficie baja, blanca, dividida en segmentos entre el 10 y el 15, hasta que, con un golpe, va al siguiente compartimento vacío y manda, fija y anuncia que allí ahora es ahora. ¿Ahora?
Una paloma fugaz fue a posarse sobre el medio arco, encima del reloj, como si con ello quisiera manifestar algo; pero yo no estaba para apartarme de mis asuntos interiores. Los relojes, en mi opinión, tenían dos funciones: la primera era decirle a los hombres la hora que es, y la segunda imbuirme en el hecho de que el tiempo es un enigma, un fenómeno licencioso y desmedido que se niega a dejarse conocer y en el que nosotros hemos introducido un orden aparente desde la impotencia. «El tiempo es el sistema que debe cuidar de que no ocurra todo al mismo tiempo»; esta frase la oí una vez captada al azar en la radio. Era, tenía, de qué estoy hablando, ahora estoy aquí, y alguna vez estuve aquí con Maria Zeinstra, que me miró con sus ojos verdes de Holanda del Norte y dijo: «¿Pero de qué estás hablando, albóndiga? Si no puedes mantener separados el tiempo de la ciencia y el de tu almita acabarás desvariando».
No respondí a esto; no porque estuviera dolido, ya que me parecía delicioso que me llamara albóndiga (o pantalla, pescado cocido, naranja), sino porque la respuesta estaba colgada cien metros más adelante en la pared del British Bar. Cuando entramos no se dio cuenta, pero una vez que estuvimos sentados en el frescor de la sombra y ella hubo tomado el primer sorbo de su madeira, le pregunté negligente:
—A propósito, ¿qué hora es?
Miró hacia el gran reloj de madera que estaba colgado en la pared casi enfrente de nosotros, y su cara tomó inmediatamente la expresión gruñona de los hombres a los que no les gusta que se rompan los santos convenios del universo ordenado.
—Sí, claro, así también puedo yo —dijo mirando a su reloj—. ¡Dios, qué memo!
—Bueno, es también una manera de ver el tiempo —dije—. Einstein hizo jarabe con él y Dalí lo hizo derretirse con reloj y todo.
En el reloj que había frente a nosotros, la serie de números que nos ayudan a manejarnos —más o menos ordenadamente— por la parte de la gran burbuja que nos ha sido adjudicada, estaba revuelta: las seis y veinte se habían convertido en las cuatro y veinte, con todo el vértigo que esto lleva consigo. Una vez le había preguntado al camarero cómo había conseguido ese reloj, y me dijo que estaba con todo el mobiliario cuando compró el bar. Y no, él tampoco había visto nunca antes nada igual, pero un inglés le había explicado que debía de tener algo que ver con la manera en que los entendidos escanciaban el oporto, en sentido contrario a las agujas del reloj.