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Authors: Cees Nooteboom
—¿Si yo termino con Arend Herfst, significa eso entonces que usted pierde a la señora Zeinstra?
Fue un impacto. No había terminado de morirme y ya tenía que representar otro papel.
Era impensable que el auténtico Sócrates jamás hubiera tenido que mantener una conversación semejante. Cada época tiene su propio castigo, y ésta tiene muchísimos de este tipo.
—¿Diremos que esta conversación no ha tenido lugar? —dije finalmente. Ella quiso responder algo aún, pero en ese momento entró Maria Zeinstra en la clase, y al hacerlo con su habitual rapidez, ya estaba en mitad del aula cuando vio a Lisa d'India. Una cosa así sucede en un solo segundo. El cabello rojo, que parecía agitado por el viento, se adentraba en la clase, y el negro se lanzaba hacia fuera: una alumna con un pañuelo ante la boca.
—No es más que una niña —dijo satisfecha Maria Zeinstra.
—No del todo.
—No hace falta que me lo digas.
Entonces vimos los dos el libro que Lisa d'India había dejado en su pupitre. Ella lo cogió y lo ojeó.
—Platón, no puedo competir con él. Ella tenía hoy conmigo clase de vasos sanguíneos y arterias.
Cuando iba a dejarlo de nuevo se cayó de él un sobre.
Lo miró por encima y luego lo mantuvo en el aire.
—Para ti.
—¿Para mí?
—Si tú eres Herman Mussert es para ti. ¿Puedo leerlo?
—Mejor no.
—¿Por qué no?
—Porque en cualquier caso tú no eres Herman Mussert.
Repentinamente se puso a resoplar de rabia. Tendí mi mano hacia la carta, pero ella dijo que no con la cabeza.
—Puedes elegir —dijo—. O bien la coges, y en ese caso no me vuelves a ver sea lo que sea lo que diga la carta, o la rompo aquí y ahora en miles de pedazos.
Asombroso, el espíritu humano. Puede pensar de todo a la vez. Ningún libro de los que he leído hasta ahora me ha preparado para esto —pensé— y, al mismo tiempo, así se mantienen ocupados los hombres reales, con esta clase de disparates; y luego, de nuevo, que Horacio había escrito brillantes poemas sobre semejantes banalidades, y a través de todo esto que no quería perderla y entonces hacía mucho tiempo que había dicho «Pues rómpela» y ella lo había hecho; en los copos de papel vi revolotear palabras desgarradas, letras deshilachadas, frases que estaban escritas para mí y que ahora yacían desamparadas en el suelo sin decir nada.
—Quiero irme de aquí. Mis cosas están todavía en la 5b.
Los pasillos estaban vacíos, nuestros pasos sonaban desacompasados, con un ritmo inapropiado. En la 5b había un dibujo extraño en la pizarra, una especie de sistema fluvial con islas coaguladas unas junto a otras entre las corrientes. Oí cómo giraba la llave en la puerta. En la ancha agua de los ríos flotaban pequeños círculos.
—¿Qué representa esto?
—Linfa, vasos capilares, vasos linfáticos, plasma sanguíneo, todo lo que está dentro de ti y fluye, y de lo que ahora no quiero hablar.
Me había cogido por detrás, su barbilla descansaba sobre mi hombro izquierdo, por el rabillo del ojo vi una sombra rojiza.
—Vamos a mi casa —dije, o quizá lo supliqué, ya que en ese momento sonaron pasos en el pasillo. Permanecimos muy quietos, apretados el uno contra el otro. Me había besado en las gafas, así que no veía nada. Oí cómo el picaporte se movía de un lado a otro y luego lo soltaban, de manera que volvió con un clic a su posición original. Luego, de nuevo, los pasos, hasta que dejamos de oírlos.
—Iremos a tu casa después —dijo ella— y me quedaré a dormir contigo —así que la decisión estaba ya tomada.
Hablaríamos toda la noche, ella cogería el primer tren, iría a decirle a Herfst que le dejaba y se mudaría a mi casa por la tarde. No me lo preguntó, me lo comunicó. Veinticuatro horas más tarde veía cómo ella estaba junto a la ventana de mi casa y miraba afuera en la primera luz pálida del día. Oí lo que decía.
—Odio la luz del día.
Y luego una vez más, como si ya supiera qué clase de día iba a ser ése:
—Odio la luz del día.
¿Y después? Se había duchado, gritado que no necesitaba café y había salido pitando como un vendaval por la habitación. Murciélago se había arrastrado debajo de las sábanas y yo había visto el cabello rojo marcharse cruzando el canal. Intenté imaginarme cómo sería cuando ella estuviera siempre y no pude. Entonces intenté preparar la primera clase del día (Cicerón,
De Amicitia
, capítulo XXVII, párrafo 104, la clase que nunca llegaría a dar), y tampoco pude. Arrancaba la frase latina del edificio de su construcción, transportaba formas verbales de un lado a otro («Señoras y caballeros, se lo sirvo a ustedes en pedazos listos para comer, enmohecidos como ustedes están en la sintaxis de su propia lengua patria») pero no podía, no quería, estaba sentado con ella en el tren; y después de una hora tenía que irme yo también. Todo parecía distinto: la barandilla del puente a lo largo del canal, la escalera de la Estación Central, los prados a lo largo de la vía parecían de repente estar poseídos de ellos mismos de una manera desagradable; las cosas más insignificantes me contaban de todo, el mundo de los objetos la había tomado conmigo, así que ya era un hombre advertido cuando entré en la sala de profesores. Al primero que vi fue a Arend Herfst, y estaba esperándome. Antes de que pudiera volver a salir por la puerta ya estaba él junto a mí. Apestaba a alcohol y no se había afeitado; este tipo de cosas parece que siempre tienen que transcurrir de la misma manera. El siguiente paso es agarrar, inclinarse sobre ti, tirar de tu ropa, gritar. Luego conviene que venga alguien que calme la disputa, que separe a las partes, que se ponga entre ellos. Pero no vino.
—Herman Mussert, tú y yo vamos a tener unas palabras. Tengo muchas cosas que decirte.
—Ahora no, luego, tengo clase.
—Tu clase me importa una mierda, tú te quedas aquí.
Todavía no ha sido muy representada la escena de un profesor que persigue a otro profesor. Logré alcanzar la clase por los pelos, intenté entrar lo más dignamente posible, pero él me volvió a arrastrar hacia fuera. Me solté de un tirón y huí al patio. Para el espectáculo estaba que ni pintado, ya que ahora todo el colegio podía ver desde detrás de las ventanas cómo me golpeaba. Moler a palos, creo que se dice algo por el estilo. Como ya era habitual, podía hacer de todo a la vez: caer, levantarme, sangrar, repeler un poco, registrar el griterío que venía de esa cabeza de becerro abierta de par en par, hasta que dejé de verla porque me había quitado las gafas de un golpe. Palpé a mi alrededor hasta que tuve de nuevo el conocido objeto en mis manos.
—Aquí están tus gafas, gilipollas.
Cuando volví a ponérmelas todo había cambiado. Vi detrás de todas las ventanas los blancos rostros de los alumnos: máscaras con expresión de oculta alegría. No era poco lo que podía verse: un gigantesco tablero de ajedrez de piedra con cinco figuras, de las cuales dos estaban quietas en pie, ya que mientras el director se movía hacia mí Maria Zeinstra iba hacia Arend Herfst, quien a su vez iba en dirección a Lisa d'India. En el mismo instante en que el director había llegado a mi lado, Herfst había apartado a un lado a Maria Zeinstra con un empujón tal que ésta tropezó. Antes de que se hubiera levantado ya había dicho el director:
—Señor Mussert, su permanencia aquí se ha hecho completamente imposible —pero al mismo tiempo Herfst había cogido a D'India del brazo y empezaba a tirar de ella.
—¡Arend!
Era la voz que esa misma mañana me había dicho que quería venirse a vivir conmigo. Ahora todo estaba quieto. Había levitado por encima de esta escena congelada, y desde arriba la observaba como si yo no formara parte de ella: el hombre mayor con el rostro desencajado que había alzado sus dedos hacia el hombre sangrante que estaba contra el muro; la mujer pelirroja en medio, en el espacio abierto; el otro hombre que se bamboleaba sobre sus piernas y la muchacha, a la que parecía tener inmovilizada con una llave de judo. Y en ese silencio sonó aquella palabra idiota con la que los alumnos siempre me nombraban.
—Sócrates.
Quería algo, esa palabra. Afligía y no quería desaparecer de ese patio. Aún se mantenía cuando la persona que la había gritado, dicho o susurrado, ya hacía tiempo que se había ido, arrastrada, en un coche que unos cuantos kilómetros más adelante chocaría contra un camión. Y no, no fui al entierro; y sí, naturalmente, Herfst sólo se había roto las piernas. Y no, de Maria Zeinstra no he vuelto a saber nunca nada más; y sí, Herfst y yo fuimos despedidos, y el matrimonio Autumn
[11]
imparte clases en algún sitio de Austin, Texas. Y no, yo no he vuelto a dar clase nunca más; y sí, me convertí en el escritor de las muy solicitadas guías de viaje del doctor Estrabón, con las que bastantes neerlandeses se arriesgan a viajar al peligroso extranjero. Muy raramente encuentro alguna vez a un antiguo alumno. Una terrible adultez ha tomado posesión de sus rostros, nunca pronuncian los dos nombres que flotan sobre sus cabezas; yo tampoco.
Peter Harris se acercó a mi lado.
—Creía que odiabas la luz del día —dije. Olía a alcohol, como Arend Herfst aquella mañana. El mundo es una referencia continua. Pero al menos él no me golpeó. Me ofreció su petaca pero rehusé.
—Nos acercamos a tierra —dijo. Miré al horizonte pero no vi nada.
—No debes mirar allí. Aquí abajo —señalaba el agua.
Durante todo el viaje había sido gris, o azul, o negra, o todo a la vez. Ahora era marrón.
—Arena del Amazonas. Fango.
—¿Cómo lo sabes?
—Ya he estado aquí antes. Y hemos navegado hacia el sudoeste. Dentro de unas cuantas horas verás Belém. Siempre me ha parecido una ingeniosa ocurrencia la de estos portugueses. Sales de Belém, llegas a Belém. Así puedes hacerte una idea de lo del eterno retorno. Naturalmente, no creerás en ello.
—Sólo para los animales —lo dije por decir.
—¿Por qué?
—Porque siempre regresan como ellos mismos. No apreciarías la diferencia entre una paloma de 1253 y una de ahora. Sencillamente es la misma paloma. O son eternas o Siempre regresan.
Belém. La vi ante mí. La Praça de República en el humeante calor, el teatro Paz. El haber estado en todas partes es un sino. La universidad, el jardín zoológico con las anacondas, los agutíes y los titís; la catedral del siglo XVIII. Todo en la
Guía de viaje
del doctor Estrabón. Sí, conocía Belém. El Bosque con sus plantas tropicales: precio de la entrada catorce céntimos. Las putas indias. Y el museo Goeldi. ¿Me vas a enseñar a mí el mundo? Mi maleta es mi mejor amigo.
El agua se volvió de un marrón más profundo y agudo. Sobre ella flotaban grandes trozos de madera; ésta era la garganta del gran río, aquí vomitaba un continente sus entrañas, ese lodo había llegado hasta aquí con la corriente desde los Andes a través de la mancillada selva con sus últimos misterios, sus últimos habitantes ocultos, el mundo perdido de las tinieblas eternas, las
tenebrae. Procul recedant somnia, et noctium fantasmata
. Mantén lejos de mí los malos sueños, las quimeras de la noche. Esto lo rezan los monjes antes de irse a dormir. Parecía que el vapor colgaba sobre el agua como un velo. Enseguida veríamos las dos orillas desesperadamente lejanas, dos amantes que nunca se tendrían el uno al otro. También los otros habían aparecido en cubierta. La mujer con el chico, los dos hombres mayores que parecían gemelos, el capitán con sus prismáticos, todo el mundo en su propio nicho, solos o en parejas. Mis compañeros de Viaje.
El oleaje disminuía, la humeante placa del agua se convirtió en una fuente sobre la cual el barco yacía como una ofrenda. ¿Aún nos movíamos? Miré a los otros, mis peculiares amigos a los que no había elegido. Éramos una comitiva casual los unos de los otros, yo era parte de ellos como ellos de mí. No podía durar mucho más. «Oro y madera», oí decir a Harris. Por un momento su rostro había desaparecido bajo el cabello castaño oscuro y miré a un hombre sin rostro que seguía hablando con naturalidad. Ya empezaba a acostumbrarme; ausencias repentinas, contornos vacíos, manos cuyo emplazamiento conocías sin verlas. «Oro y madera», escuché; el mundo tenía mucho que enseñarme, evidentemente seguiría haciéndolo de momento. Oro: sobre éste escribió una vez un libro ese espectro de Harris; la gran guerra del oro entre Johnson y De Gaulle de la que nadie había hablado nunca porque Vietnam había absorbido toda la atención de este asunto. Y sin embargo había sido una guerra auténtica, sin soldados pero con víctimas. Había escrito un libro sobre ella y nadie lo había leído. Y madera: por esto era por lo que había estado aquí, en la Amazonia,
the lost world
; ¿había yo leído alguna vez ese libro de Conan Doyle?, en él aparecía también un barco que remontaba el Amazonas: el
Esmeralda
. Oro y madera, sabía todo acerca de ellos. El oro permanecería y la madera no. «Cuando vuelvas aquí dentro de cien años esto será un gran desierto; peor que el Sahel. Entonces sí que estará cerca el fin del mundo, un pantano absorbido por completo, una caja de arena petrificada.»
Siguió hablando, pero yo debo de ser el gran maestro de la levitación, ya que debajo de mí navegaba el barco: un botecito sobre las amplias aguas. Dibujaba una sencilla v tras de sí, una cuña que se hacía cada vez más ancha. Una página con una sola letra, que ya durante todo el largo viaje quería contarme algo. Pero ¿qué? Veía las lejanas orillas como dos anchos brazos que quizá se cerraran alrededor del barco para retenemos así consigo para siempre; me veía a mí mismo, veía el limitado sistema estelar de mis compañeros de viaje, dos gemelos, uno solo; veía cómo la mujer se desprendía del chico y se movía por su propio camino, libre de los demás; pero también cómo atraía a estos otros a su camino como si se tratara de una ley natural; cómo los dos ancianos —casi con pasos de baile— iban con ella; cómo el capitán dejaba caer sus prismáticos y seguía, y Harris se desprendía de mí; cómo mi yo, escindido de mí, se incorporaba despacio y de mala gana al séquito de allí abajo mientras que yo arriba subía, como un globo, a una altura cada vez más elevada y veía cómo el río se hacía cada vez más pequeño y aparecía cada vez más tierra; verde, peligrosa y rezumante tierra, velada por los vapores de su propio calor con el que ahora se mezclaba la oscuridad del repentino atardecer tropical. Veía las luces de Belém como el
Voyager
había visto la Tierra entre los otros puntos luminosos y manchas de nuestro sistema solar. Ahora yo había alzado el vuelo más alto de lo que jamás hubiera hecho Sócrates en su imaginación; él, que aún pensaba que si subías suficientemente alto por encima de la Tierra podías ver el paraíso. Estaba más arriba que Armstrong, que había estropeado la Luna; tenía que huir de ese frío sideral, tenía que volver a mi lugar, a mi extraño cuerpo. Fui el último que entró en el salón. Alonso Carnero estaba sentado a los pies de la mujer. Algo en la colocación delataba que él sería el centro. Los dos hombres mayores lo miraban con complacencia: ésa era la palabra justa. Todos nuestros cuerpos parecían hallarse en constante duda de si querían realmente existir; raras veces había visto un conjunto de personas en el que faltara tanto; de vez en cuando desaparecían rodillas enteras, partes de hombro, pies, pero nuestros ojos no tenían la menor dificultad por ello, llenaban los lugares vacíos si éstos se extralimitaban, anidaban en los de otro como si a través de ello pudiera ser conjurada la completa desaparición. Sólo ella permanecía igual; el chico la miraba y seguía haciéndolo cuando empezó a hablar. Ella debió de darle alguna señal para que empezara.