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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La horda amarilla (2 page)

BOOK: La horda amarilla
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El botón que pulsó el profesor von Eicken acababa de hacer sonar la señal de alarma en todo el auto planeta. Los sesenta y tres hombres azules que habían optado por seguir a los terrestres en su arriesgado viaje de retorno a la Tierra estarían corriendo ya hacia sus puestos de combate. Ahora, sólo faltaba que se apretara otro botón para que automáticamente se apuntaran los proyectores de «rayos ígneos» contra el misterioso aparato aéreo que acababa de pasar junto a ellos.

Pero el profesor von Eicken no apretaría aquel botón, no dejaría en libertad de acción a las máquinas especializadas en el combate, a menos de tener la seguridad de que el platillo volante llevaba intenciones hostiles. En su lugar movió varios mandos y la pantalla de televisión se apagó y volvió a encenderse trasladando el campo visual al Polo Norte del auto planeta. Entonces pudieron ver nuevamente al aparato aéreo. Estaba como suspendido sobre el Rayo, navegando a su misma velocidad y, al parecer, examinándole con cuidado.

—Richard —dijo volviéndose hacia el radiotelegrafista—. Vea de entrar en contacto por radio con ese aparato.

El muchacho obedeció yendo a situarse ante los potentes aparatos receptores del Rayo.

—¡Aquí auto planeta Rayo! ¡Auto planeta Rayo al habla! ¡Conteste el platillo volante! ¡Conteste el platillo volante! —repitió varias veces con monótona voz.

El platillo volante, mientras tanto, se apeó de las alturas y se situó a un costado del Rayo. Luego le dio una vuelta completa y volvió a subir. El aparato de televisión le seguía automáticamente en todas sus evoluciones, porque una vez captada una imagen, el dispositivo mecánico del receptor le mantenía siempre dentro de su campo visual. Finalmente llegó la contestación del misterioso platillo volante. Era una voz clara hablando en inglés:

—¡Aquí giróscopo sidéreo de la Flota Aérea de los Estados Unidos de Norteamérica! ¿Quién habla?

—Richard Balmer, ex sargento de la Air Force —respondió el operador del Rayo—. Somos los tripulantes de ese globo que tanto parece llamarle la atención a usted… si es usted el platillo volante, giróscopo sidéreo o como mil diablos llamen ahora al aparato que nos está mareando con tantas vueltas.

El tornavoz dejó oír una exclamación de asombro. Por espacio de un largo minuto los altavoces permanecieron mudos. Tanto fue así que Richard Balmer volvió a tomar la palabra diciendo:

—¡Oiga, platillo! ¡Atención, platillo! ¡Conteste! ¿Me oye usted?

—¡Sí… sí… le oigo perfectamente! —Contestó débilmente la voz del sidéreo aviador—. Es que… ¿Son americanos?

—¡Pues ya lo creo! —exclamó Richard con una risotada.

—Perfectamente. Tengo orden de inquirir la nacionalidad de ustedes y de comprobarla. Están ahora rodeados por la Séptima Flota Aérea de la Segunda División Aérea. Les tenemos enfilados con nuestros cañones, de modo que no intenten escapar ni lleven a cabo ningún acto hostil. Prepárense para tomar tierra…

—¡Eh, amigo! —Exclamó Richard alzando una mano, como si tuviera ante si al aviador—. ¿Esa es toda la cortesía que sabe emplear la fuerza aérea de los Estados Unidos para con unos cuantos de sus viejos soldados? ¿Qué significa eso de que nos tienen enfilados con sus cañones? ¡Podemos tumbarles a todos ustedes como mosquitos solamente con apretar un botón!

—¿Disponen ustedes de televisión? —preguntó la voz.

—¡Pregunta si tenemos televisión! —exclamó Richard volviéndose hacia Miguel Ángel y todos los que estaban pendientes de su conversación por radio. Y volviendo a pegar la boca al micrófono aulló—: ¡Oiga, amigo! ¿Por quién nos ha tomado usted? ¡Llevamos televisión y algunas cosas más! ¿Qué se ha creído?

—Muy bien. Allá va mi imagen. Sírvanse mandarme la suya.

Sobre la pantalla mucho más pequeña que la que vigilaba todos los movimientos del platillo volante se proyectó la monstruosa escafandra del aviador sidéreo. La pantalla estaba ante Richard, quien dio un salto de sorpresa ante aquel monstruo. El profesor Stefansson había puesto a su vez en marcha la emisora de televisión y el piloto del platillo debió de verles en este instante, pues lanzó una exclamación seguida del sabroso comentario:

—¡Córcholis, pues son hombres de verdad!

—¿Podría usted decir lo mismo? —Refunfuñó George acercándose al micrófono—. ¿Qué hay dentro de esa escafandra?

—Hay un coronel de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos de Norteamérica —aseguró el tornavoz con cierta irritación.

—¡Atención! —Llamó el coronel norteamericano—. ¿Pueden recibirme a bordo de su aparato?

Miguel Ángel se anticipó a Richard diciendo ante el micrófono:

—Tendremos mucho gusto en recibir su visita. Pósese sobre el anillo que rodea a nuestra esfera. Le abriremos las puertas de una cámara para que su aparato pueda entrar en nuestro auto planeta.

—Escuchen, ¿por qué llaman a ese extraño globo auto planeta?

—Ya habrá advertido usted que nuestro aparato recuerda la forma de Saturno. Este es, en realidad, un pequeño planeta construido por la mano del hombre, un planeta con movimiento de traslación propio, no sujeto a ninguna influencia de las leyes universales que rigen a los mundos naturales. Este es nuestro mundo particular, ¿comprende?, y por eso le llamamos «auto planeta».

—Muy interesante. Me contarán todo eso en cuanto entre en su aparato. Me dispongo a aterrizar… aunque no se si será apropiada la palabra, porque su auto planeta no parece de tierra ni de roca. Les advierto que vengo respaldado por doce aparatos más…

—Ya los estoy viendo —sonrió Ángel echando una mirada sobre la pantalla de televisión grande—. Puede echar amarras en nuestro aparato sin recelos, coronel.

La monstruosa escafandra se disipó sobre la pequeña pantalla.

—Vayamos a recibir a nuestro huésped —dijo Miguel Ángel. Y recomendó a Richard—: Quédate aquí y ve dirigiendo las maniobras del coronel.

Salieron en grupo de la cabina de control, tomaron uno de los ascensores y unos segundos más tarde se detenían en el piso superior. El piso superior del auto planeta cortaba en dos mitades la esfera. Simétricamente distribuidos en el espacio circular de 282. 741 metros cuadrados, se levantaban hasta arañar las paredes cóncavas de la esfera cuatro esbeltos y sólidos «rascacielos" de sesenta pisos y doscientos metros de altura cada uno. Los cuatro edificios dejaban en su centro una anchurosa plaza. Detrás, en el espacio que quedaba libre entre los "rascacielos» y las paredes de la esfera, podían verse gran número de aeronaves cohete. Los dos ascensores que, partiendo del Polo Sur del auto planeta llegaban a su Polo opuesto, se elevaban como lanzas en mitad de la enorme plaza hasta perderse en las alturas de vértigo. Al salir del ascensor, Ángel se encontró con Thomas Dyer y Edgar Ley.

—¿Han visto ese aparato? —les preguntó Ángel.

—Sí, antes de que sonara la señal de alarma. ¿Qué ocurre? —respondió Edgar Ley—. ¿Viene en son de guerra?

—No. Es un aparato de las fuerzas aéreas norteamericanas y vamos a recibirle a bordo. ¿Hay alguien en el observatorio de arriba?

—Sí, hay allí dos muchachos saissais.

Ángel tomó un teléfono contiguo al ascensor y se puso en comunicación con los dos vigías.

—El platillo acaba de posarse sobre el cuadrante segundo —dijo colgando el teléfono—. Vamos a abrir la cámara de aquel lado.

Alineados a cinco metros de la pequeña esfera que se levantaba en el centro de la enorme plaza, había hasta cinco extraños automóviles. Estaban construidos de material plástico y sólo tenían dos ruedas, una anterior y otra posterior. Nuestros amigos ocuparon dos de estos aerodinámicos coches para cubrir con mayor rapidez los trescientos metros que les separaban de las paredes del Rayo. Eran unos coches cómodos, limpios y silenciosos, con motor eléctrico.

Los dos automóviles atravesaron la anchurosa plaza, pasaron entre dos rascacielos, luego entre una formación de largos y aerodinámicos aviones y se detuvieron ante unas enormes puertas de acero. Ángel tiró de una palanca. Allá fuera, aunque no lo veían por obstruirles la vista la colosal cámara neumática, se abrió una compuerta.

El platillo volante norteamericano había sacado, no se sabe de dónde, tres largas patas rematadas con pequeñas ruedecillas. Rodando suavemente, el platillo se acercó a la cámara. Una luz verde se encendió indicando que el aparato ya estaba dentro en la cámara. Ángel volvió la palanca a su sitio y ordenó a Thomas: —¡Aire!—.

El fornido hombretón apretó un botón y vigiló la aguja del manómetro que indicaba la presión atmosférica dentro de la cámara.

Solamente minuto y medio invirtieron los compresores en inyectar oxígeno en la cámara hasta que su presión fue la misma del interior del auto planeta.

—¡Listo para la recepción!

Miguel Ángel invirtió la posición de la palanca y las gruesas puertas se abrieron dejando ver en el interior, espléndidamente iluminado con luz fluorescente, el reluciente platillo volante norteamericano. Nuestros amigos se precipitaron dentro de la cámara rodeando al curioso aparato con ansiedad.

Una sección de la parte inferior del platillo cayó hacia afuera formando una escalerilla y por ésta descendió, con movimientos lentos y torpes, una figura de acero monstruosa. Ángel y George se adelantaron para ayudar a bajar al coronel americano. En cuanto éste estuvo abajo se desabrochó los guanteletes de acero y empezó a aflojar los tornillos que mantenían su pesada escafandra sujeta a los hombros.

Con la ayuda de nuestros amigos, el aviador americano pronto estuvo libre de su molesto caparazón. Lo primero que vieron George y Ángel fue una barbilla enérgica y sonrosada. Luego una boca, una naricilla graciosa y, finalmente, un par de soberbios ojos grises.

—¡Una mujer! —exclamó George admirado.

—¡Uf! —respondió la joven al verse libre de la escafandra.

Sus ojos acerados se clavaron sucesivamente en las caras expectantes de quienes les rodeaban. Se detuvieron con asombro en Bárbara y Else, y exclamó señalando sus vestidos:

—¿Pero de dónde han sacado ustedes esos trajes? ¿Qué pasa aquí? ¿De dónde vienen ustedes?

Por un momento nadie contestó. Finalmente, Ángel se humedeció los resecos labios con la punta de la lengua y explicó:

—Verá usted, coronel. Acabamos de regresar de una expedición sidérea que ha durado algo más de dos siglos.

La coronel de las fuerzas aéreas norteamericanas abrió unos ojos como platos al exclamar:

—¿En mil novecientos setenta y dos dice? ¡Oh! Vivimos ahora en el año dos mil cuatrocientos dos.

Nuestros amigos miraron fijamente a la aviadora, resistiéndose a creer en lo que estaban escuchando, pese a haber estado esperando una cosa así.

—¡En el año dos mil cuatrocientos dos…! —murmuró Ángel.

A su vez, la aviadora dejó escapar una exclamación de asombro al ver el interior del auto planeta y avanzó unos pasos contemplando muda de admiración aquella fantástica ciudad encerrada en una esfera de acero.

—¡Cielos! —murmuró posando su mirada gris sobre cuantos objetos la rodeaban.

Bárbara Watt, arrancándose de su estupor, alcanzó a la coronela norteamericana y la tomó de uno de los férreos brazos de su armadura.

—Respecto al año en que vivimos… ¿de veras ha pasado tanto tiempo desde mil novecientos setenta y dos?

—¿Fue en ese año cuando ustedes salieron de la Tierra?

—Sí…

—Entonces van a encontrar el Mundo bastante cambiado.

—¡Estupendo! —Exclamó míster Louis Frederick Stefansson restregándose las manos con entusiasmo—.

¡Estupendo!

—¿Cómo puede decir que es estupendo? —Protestó Bárbara—. ¿Qué puede encontrar de bueno en un mundo que no es el nuestro, donde no quedará ni átomo de las ciudades que conocimos, ni cenizas… ni siquiera memoria de nuestros parientes, padres, hermanos y amigos?

—Siempre soñé en poder dormir un sueño de siglos y despertar a una vida supermoderna… Creo que todos lo soñamos alguna vez y nosotros lo hemos realizado.

—¿No comprende lo que acaba de ocurrimos? Prácticamente, acabamos de morir para nacer a una nueva y extraña vida. ¡Hace cuatrocientos treinta años que morimos! —sollozó la joven.

Capítulo 2.
Miss Ina Peattie hace historia

M
iss Ina Peattie, coronel de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos de Norteamérica, resultó ser una buena moza luego que se hubo desembarazado de su pesada armadura metálica. Llevaba los cabellos rubios cortados en una corta melenita estilo paje. Sus largas y esculturales piernas las llevaba enfundadas en una especie de calzones de un tejido de color azul celeste. Una chaquetilla corta le ceñía el busto. La chaquetilla era de un verde pálido, con un águila de crispadas garras bordada en oro a la espalda y las insignias de su mando en las charreteras de acero sobre los hombros. Altas botas de un encendido color púrpura le cubrían desde el pie hasta las rodillas.

En conjunto, el aspecto de la coronela no podía ser más detonante a la vista.

Con la coronela venía en el platillo volante otra aviadora que no llegó a apearse.

Ina Peattie te entregó una nota escrita apresuradamente en un papel y rogó a Miguel Ángel que realizaran las maniobras preliminares para que el platillo pudiera regresar a su base.

En cuanto la aeronave estuvo fuera y se elevó reuniéndose con la flotilla que les esperaba dando vueltas alrededor del Rayo, Ina Peattie fue con sus compatriotas a recorrer el auto planeta y luego se sentó a la mesa con ellos para despachar una sabrosa comida a base de carnes, huevos, pescados, verduras y frutas. Ina había visto en su recorrido a los hombres azules que constituían la tripulación del Rayo y se mostró extrañada de su presencia aquí.

—¿De dónde los recogieron? —preguntó—. ¿De Venus?

—No —respondió Miguel Ángel. Y a continuación preguntó sorprendido—: ¿Cómo sabe que en Venus hay hombres de raza azul?

—Cualquier niño lo sabe —sonrió la coronela—. Naturalmente, hemos visitado ya todos los planetas vecinos.

—Debí de suponerlo —murmuró Ángel—. Los viajes interplanetarios deben de ser en la actualidad cosa corriente.

—Bastante corriente —confirmó Ina con su luminosa sonrisa.

—Cuéntenos, coronel. ¿Qué ha pasado en el mundo durante nuestra ausencia? —preguntó míster Stefansson.

—Muchas cosas, desde luego; pero antes de ponerles al corriente de la marcha de los acontecimientos en el planeta Tierra, me gustaría saber de dónde «salen» ustedes con ese estupendo aparato. La técnica terrestre adelantó mucho en cuatro siglos, pero todavía no ha construido un pequeño planeta autónomo como éste. ¿Lo fabricaron ustedes? ¿De qué mundo supercivilizado llegan ahora tras cuatro siglos y medio de ausencia?

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