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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La horda amarilla (3 page)

BOOK: La horda amarilla
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Nuestros amigos tuvieron que narrar al coronel de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos sus múltiples aventuras desde que un día, hacía de ello cuatrocientos treinta años, salieron de la Tierra en una aeronave llamada «Lanza» y que era, en aquellos remotos tiempos, un considerable adelanto con respecto a sus iguales.

El rubio coronel escuchó toda la historia del principio al fin, salpicándola de pintorescas exclamaciones de admiración y gestos de infinito asombro.

—Ahora le toca a usted la vez de contestar a nuestras preguntas. ¿Podría hacernos una síntesis de los principales acontecimientos mundiales de estos últimos siglos? —preguntó Harry Tierney.

—Procuraré hacerlo sin anticipar unas fechas a otras —sonrió el coronel femenino—. Tenga en cuenta que son cuatro siglos y medio de historia…

Ina Peattie principió su relato teniendo pendiente de sus labios a todos los tripulantes del auto planeta. La Era Atómica, comenzada en mil novecientos cuarenta y cinco con la terminación de la Guerra Mundial, se distinguía por los siguientes hechos:

—En mil novecientos setenta y tres los Estados Unidos habían retirado definitivamente sus ejércitos del sudoeste asiático, abandonando a su propia suerte a Vietnam y Laos. La doctrina maoísta se extendió como una mancha de aceite, alcanzó a Birmania, la India y Pakistán, y conquistó a los países árabes hasta la cuenca del Mediterráneo. La Unión Soviética se veía así cercada y amenazada en todas sus fronteras, y previendo un futuro funesto declaró la guerra a China. Así estalló la que conocemos por Primera Guerra Atómica. Fue una guerra extremadamente cruel, librada casi exclusivamente con misiles transcontinentales de cabeza atómica, calculándose que hubo más de trescientos millones de víctimas. El Cairo, Alejandría, Ankara, Damasco, Túnez, Argelia, Nueva Delhi, Calcuta, Hong Kong y todas las grandes ciudades de China fueron literalmente borradas del mapa. Sin embargo, en proporción fueron mayores las pérdidas de la Unión Soviética, cuyos habitantes vivían más concentrados alrededor de las grandes ciudades industriales. Pero la victoria final se la apuntó la Unión Soviética. Por este tiempo, norteamericanos y rusos habían puesto sus plantas en Venus, descubriendo que este planeta estaba habitado por una raza de hombres azules llamados saissai. Pero también por los Hombres Grises o thorbod, los tripulantes de aquellos enigmáticos platillos volantes que tanto intrigaron a los terrícolas a partir de la mitad del siglo. Los thorbod…

—Los thorbod habían llegado desde un remoto lugar del cosmos y se establecieron en Venus sojuzgando a los saissai —interrumpió el profesor Stefansson.

—¿Conocían ustedes la historia de la Tierra desde que partieron de ella? —preguntó Ina Peattie.

—No. Pero esa parte de la historia de Venus, sí. Puede usted continuar su relato, por favor.

—Bien. Los thorbod opusieron una resistencia tenaz a la penetración de los terrícolas en Venus. Pero ayudados por los nativos, que veían en nosotros una raza hermana que se presentaba bajo la aureola de libertadores, pudimos tras larga disputa arrojar a los thorbod de Venus.

—¿Se marcharon definitivamente de nuestra galaxia? —preguntó Aznar.

—No. Simplemente se trasladaron al planeta Marte, al cual después de tres siglos de esfuerzos han transformado en un mundo completamente distinto —prosiguió Ina Peattie—. Hasta aquí, rusos y norteamericanos imponían su ley en el orbe. Pero otros pueblos, a costa de sacrificio y trabajo, luchaban por sacudirse la hegemonía de las dos grandes potencias. El único que estaba en condiciones de conseguirlo eran los países de América Latina, que tenían en común su lengua, su religión y su cultura. España propuso a sus hermanos del otro lado del Atlántico constituir una federación, y aunque Estados Unidos opuso gran resistencia, uno tras otro los países latinoamericanos fueron sumándose a la Federación Ibérica. Por este tiempo los españoles llegaron a Venus y fundaron allí su primera colonia. Por cierto, señor Aznar. ¿Su apellido no es de ascendencia española?

—Sí. Soy español, nacido en España de padres españoles —dijo Aznar.

—Encontrará usted muy cambiado su país. Pero sigamos en la Historia. Los chinos no habían renunciado a recobrar su prestigio de superpotencia, mientras que por otro lado guardaban toda su carga de odio concentrado contra la Unión Soviética. Los japoneses, tradicionalmente enemigos de los chinos, también tenían una buena dosis de resentimiento contra americanos y rusos, en cuyos mercados no les era permitido entrar. Japón tenía que inclinarse necesariamente hacia China, y finalmente entró en una confederación con ésta. La Confederación Asiática empezó a ensancharse rápidamente con la incorporación de otros países que habían sufrido igualmente la destructora represalia de las bombas soviéticas. En la segunda confrontación entre la Unión Soviética y la Confederación Asiática, las hordas amarillas pasaron como un rodillo a través de toda Eurasia y no se detuvieron hasta llegar a los Pirineos. Los Estados Unidos pudieron haber influido en el resultado de la contienda de haber acudido en ayuda de los rusos, pero no lo hicieron, y este fue su gran error. Por aquel entonces la política norteamericana tenía sus ojos fijos en Venus. Liquidados los intereses rusos en Venus, los Estados Unidos absorbieron las colonias soviéticas y se vieron frente a los latinos. Ocurría que los norteamericanos, sintiéndose poco firmes aquí en la Tierra, buscaban en Venus la continuación de su gran imperio, ensanchado al agregárseles el Canadá y Australia. La Federación Ibérica protestó y finalmente surgió la guerra. Fue lo que pudiéramos llamar una guerra «de guante blanco". Tanto la Federación Ibérica como los Estados Unidos mantuvieron su palabra de no utilizar bombas atómicas. También se llamó la "guerra de los botones», porque en ella intervinieron principalmente aviones y carros de combate dirigidos por control remoto. Con todo fue una guerra ruinosa para ambos bandos, pues aunque se perdieron relativamente pocas vidas humanas supuso un en desgaste fabuloso para la industria. Aquí, la Federación Ibérica nos sorprendió mostrándose técnica e industrialmente a nuestra misma altura. Tuvimos que admitir que los execrados latinos eran ya una superpotencia, se firmó la paz y se reconocieron los derechos de la Federación en Venus. La cuarta guerra…

—¡Demonio! —exclamó George Paiton—. ¡Y pensar que en mil novecientos cuarenta y tantos los vencedores de Alemania constituyeron la O.N.U., y aseguraron formalmente que no habría más guerras en lo futuro!

—Desde entonces las ha habido… y continuarán habiéndolas. Sólo les he relatado a ustedes las guerras mayores. He omitido las rebeliones y guerras locales por los más remotos rincones de la Tierra para no aburrirles. Cuatro grandes guerras jalonan la Era Atómica y pronto nos veremos envueltos en otra mucho más grave si Dios no lo remedia. Sobre la faz de la Tierra sólo quedan tres grupos raciales dominantes: La raza amarilla, agrupada bajo la bandera del Imperio Asiático; la raza negra, hoscamente encerrada tras las alambradas de sus fronteras bajo el signo de la Unión Africana, y la raza blanca, hispanos y sajones, formando dos fuertes bloques bajo la denominación de Estados Unidos de América y Federación Ibérica. La raza negra guarda de sus relaciones con la blanca amargos recuerdos de dominación e injusticias. La raza amarilla nos aborrece. Si África se uniera a la Eurasia y Oceanía contra nosotros… ya pueden imaginarse lo que ocurriría.

—¿Nos vencerían? —preguntó Bárbara anhelante. Ina Peattie sonrió conmiserativamente.

—En una guerra futura no pueden haber vencidos ni vencedores. Contamos con medios suficientes para hacer volar al mundo en pedazos si llega el caso —aseguró con firmeza.

—¿Quiere decir que cuando consideraran perdida su partida arrasarían la Tierra? —preguntó Else von Eicken estremeciéndose de horror.

—Ustedes llegan ahora de un planeta inmensamente lejano y no podrán comprender esto mientras no vivan algún tiempo en el mundo actual. Si volviera a estallar la guerra sería total, sin limitaciones de armas ni de medios. Guerra de aniquilamiento… de exterminio. La raza amarilla y la blanca no caben ya sobre el mismo planeta, ni siquiera en la misma galaxia. Ellos persiguen incansables un objetivo: aplastar nuestra raza hasta que no quede un hombre, una mujer, ni un niño cristiano de piel blanca. Si fuéramos vencidos en una guerra podíamos considerarnos perdidos sin remisión. Comprenderán así que antes de consentir en que se nos ejecute en masa, una vez vencidos en el campo de batalla, optemos por un heroico auto-sacrificio. Nosotros y con nosotros nuestra civilización, seremos aniquilados, pero con nosotros desaparecerán también los amarillos… ¡toda la Humanidad!

—¡Dios mío! —gimió Bárbara horrorizada—. ¿Pero es posible que ocurra una cosa tan… tan… espeluznante?

—Ocurrirá con toda seguridad después de que hayan ardido en la hoguera de la guerra nuestro último avión y nuestro último soldado.

Un largo silencio, en el que palpitaba el horror, siguió a las palabras del coronel norteamericano.

—Esperemos que nunca estalle esa guerra —suspiró míster Erich von Eicken—. La humanidad no puede haber llegado a un grado tal de locura y fanatismo. El sentido de conservación tiene que triunfar siempre sobre todo lo demás. Es una ley natural. Si los amarillos saben que una nueva guerra con el Occidente puede traer la destrucción común, reprimirán sus ardores combativos ante el miedo a perecer igualmente en la hecatombe. ¿Les han amenazado con la destrucción total?

—Naturalmente que les hemos amenazado, pero no han hecho el menor caso. Se ríen de nosotros diciendo que tenemos demasiado apego a la vida para auto sacrificarnos, aunque nos llevemos con nosotros a nuestros enemigos. Por lo demás, el experimento que demostraría la posibilidad de desencadenar una reacción nuclear en cadena no es factible. Nadie ha probado todavía que eso se pueda hacer. El primero y último de esos experimentos se llevará a cabo en la Tierra. Nadie podrá ver luego sus resultados, excepto los habitantes de Venus y Marte. Nosotros, los inventores, estaremos convertidos en polvo cósmico en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Vamos… vamos! —Rió míster Stefansson moviendo sus escuálidos brazos como aspas de molino—. Dejémonos de atormentarnos con ideas tan diabólicas. Las cosas no irán tan lejos. ¿Qué pretextos esgrimen ahora los imperios del Asia para promover otra guerra? ¿Son ellos realmente los provocadores, o somos los blancos queriendo reivindicar nuestras colonias venusinas?

—Señor mío —dijo Ina Peattie con asombroso aplomo—, usted no tiene idea de cómo ha evolucionado la Humanidad. Ya no se necesitan pretextos para emprender una guerra. Ya nadie oculta sus propósitos bajo el antifaz de ninguna razón. Si él Imperio Asiático quiere la guerra no tiene que esperar a nada. La empieza procurando pillar desprevenidos a sus enemigos y en paz. Quien da primero da dos veces, ese es el lema.

—Entonces, y sabiendo lo que se les viene encima… ¿por qué no pegan los Estados Unidos primero en lugar de esperar a ser aporreados? —refunfuñó Richard Balmer.

—Nosotros tenemos nuestro lema: «Vivir y dejar vivir". Aunque la raza amarilla nos adeuda una considerable cuenta de humillaciones y traiciones estamos dispuestos a olvidarlo y a empezar de nuevo, ¡siempre a empezar a vivir de nuevo! Hemos alcanzado el grado de civilización justo para liberarnos del castigo que el Creador arrojó sobre nuestros primeros padres: "Ganarás el pan con el sudor de tu frente». Gracias al maquinismo de esta era supercivilizada podríamos vivir cada cual en nuestro país sin necesitar del vecino. Ya no quedan pretextos comerciales para emprender una guerra. Cada nación puede atender a la alimentación de sus ciudades con exceso. Antes, las máquinas desplazaban a los hombres y éstos se encontraban en el paro forzoso. Ahora tenemos un Servicio de Trabajo Obligatorio. Cada hombre y mujer de los Estados Unidos trabaja seis años y vive el resto de sus días sin trabajar…

—¡Córcholis! —Exclamó Richard pegando un enorme brinco en su silla—. ¿Ya estamos ahí?

—El Estado, que es el único dueño de las fábricas, de las máquinas, de los edificios, centros de distracción y demás, atiende al sustento de todos sus súbditos. Les proporciona habitación, comida, ropas, muebles, distracciones y centros de cultura. Hace tiempo que desapareció el dinero. Cada cual va a los almacenes y toma nada más que lo que necesita. Sobra de todo para todos. ¿Qué más podemos pedir? Cada cual es libre de ir y venir por donde le plazca. Hemos caído en la vulgaridad, es cierto, pero suprimida la ambición, cualquiera puede vivir tranquilo si se limita a lo imprescindible y a cooperar en el bienestar común.

—¡Oh! —Gimió George agarrándose la cabeza—. ¡Este mundo debe de ser un asco! ¡Lo imprescindible es lo oneroso! ¡Lo superfluo es lo agradable! ¿Cómo pueden vivir vistiendo todos iguales, siendo todos pobres, teniendo todos los mismos derechos y las mismas obligaciones?

La rubia coronela dejó caer sobre George su luminosa sonrisa.

—En los Estados Unidos y en la Federación Ibérica no se puede vivir de otro modo. Quien no quiera sujetarse a esas reglas, quien atente contra la felicidad común, es llevado a la Luna y se le deja allí algún tiempo hasta que haya madurado bien sus ideales.

—O sea, que el Estado policía lo rige todo. Hasta los ideales y los pensamientos han sido forzados a encauzarse por una línea recta.

—Creo que así ocurre, en efecto. Pero esto es como todas las cosas. A nuestros antepasados les debió costar mucho conformarse a la supresión de la personalidad y de la propiedad individual. Nuestra generación adaptada a este estado de cosas vive contenta y feliz.

—¿Comunismo?

—Cristianismo —dijo la coronela sonriendo—. Ésta y no otra es la diferencia existente entre Oriente y Occidente. Diferencia de ideologías que dan un diferente modo de vivir. Aquí el orden, la paz y la felicidad. Allá el desorden, la lucha por sobrevivir sobre los demás y, por consiguiente, la inestabilidad e intranquilidad. La horda amarilla, sin los principios básicos cristianos de mutuo respeto, se agita arrastrada por sus malas pasiones. Todos quieren chupar más que el individuo inmediato, aunque ya estén hartos. No se conforman con lo que tienen. Propugnan la ley del más fuerte sobre el más débil, y sólo el temor y el castigo es capaz de hacerles retroceder. Por eso les llamamos la horda amarilla. El tiempo libre que nosotros ocupamos en recrear nuestro espíritu lo emplean ellos en planear guerras y nuevas conquistas. Es la imperiosa necesidad humana de entregarse a la actividad lo que les empuja hacia la locura. Nosotros, con nuestra intensa vida espiritual, ocupamos esa necesidad de actividad en el estudio y la reflexión.

BOOK: La horda amarilla
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