La mano de Fátima (119 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Descendió ágilmente hasta la barcaza y al cabo estuvo sentada en uno de sus bancos junto a una sirvienta y a cuatro marineros catalanes que el piloto dispuso a sus órdenes.

Con los marineros abriéndole paso entre la muchedumbre, Fátima empezó a recorrer el Arenal manteniendo sus grandes ojos negros en todos cuantos la miraban con curiosidad. ¿Cuál sería el aspecto de su esposo?

Rafaela se sentó, exhausta y derrotada, sobre un tocón a la vera del camino y soltó a Salma y a Musa, que continuaron llorando pese a que la última parte del camino la habían hecho en brazos de su madre. Solo Muqla, a sus cinco años, había resistido en silencio, andando junto a ella, como si fuera verdaderamente consciente de la trascendencia del viaje. Pero la mujer no podía continuar. Llevaban varias jornadas de marcha en pos de los deportados cordobeses que sólo les adelantaban media jornada, pero no lograba darles alcance. ¡Media jornada! Los dos pequeños eran incapaces de andar ni siquiera un cuarto de legua más y su lento caminar la exasperaba, aunque también intuía que la marcha de los cordobeses era tan lenta como la suya. Había tirado la cesta con la comida, los había cogido a los dos, uno en cada brazo y había apresurado el paso. Pero ahora ya no aguantaba más. Le dolían las piernas y los brazos, tenía los pies llagados y los músculos de su espalda parecían a punto de reventar entre agudos y constantes pinchazos. ¡Y los pequeños continuaban lloriqueando!

Transcurrió el tiempo entre el silencio de los campos desiertos y los sollozos de los niños. Rafaela mantuvo la vista en el horizonte, allí donde debía estar Sevilla.

—Vamos, madre. Levantaos —la instó Muqla justo cuando vio que se llevaba las manos al rostro.

Ella negó con el rostro ya escondido. ¡No podía!

—Levantaos —insistió el pequeño, tironeando de uno de sus antebrazos.

Rafaela lo intentó, pero en cuanto apoyó el peso sobre sus piernas, éstas le fallaron y tuvo que sentarse de nuevo.

—Descansemos un rato, hijo —trató de tranquilizarle—, pronto continuaremos.

Entonces lo observó: sólo sus ojos azules brillaban límpidos, expectantes; el resto de él, sus cabellos, sus ropas, sus zapatos ya rotos, ofrecía un aspecto tan desastrado como el de cualquiera de los chiquillos que recorrían las calles de Córdoba mendigando una limosna. Sin embargo aquellos ojos… ¿sería fundada la confianza que Hernando depositaba en esa criatura?

—Ya hemos descansado muchas veces —se quejó Muqla.

—Lo sé. —Rafaela abrió los brazos para que su hijo se refugiase en ellos—. Lo sé, mi vida —sollozó a su oído cuando consiguió abrazarle.

Sin embargo, el descanso no hizo que se recuperase. El frío del invierno se coló en su cuerpo y sus músculos, en lugar de relajarse, se contrajeron en dolorosos aguijonazos hasta llegar a agarrotarse. Los pequeños jugueteaban distraídos entre las hierbas del campo. Muqla los vigilaba con un ojo siempre puesto en la espalda de su madre, presto a reemprender la marcha tan pronto la viera levantarse del tocón en el que continuaba sentada.

No lo conseguirían, sollozó Rafaela. Sólo las lágrimas parecían estar dispuestas a romper la quietud de su cuerpo y se deslizaban libres por sus mejillas. Hernando y los niños embarcarían en alguna nave rumbo a Berbería y los perdería para siempre.

La angustia fue superior al dolor físico y los sollozos se convirtieron en convulsiones. ¿Qué sería de ellos? Empezaba a sentir un tremendo mareo cuando un sordo alboroto se escuchó en la distancia. Muqla apareció a su lado, como salido de la nada, con la mirada puesta en el camino.

—Nos ayudarán, madre —la animó el pequeño buscando el contacto de su mano.

Una larga columna de personas y caballerías apareció a lo lejos. Se trataba de los moriscos de Castro del Río, Villafranca, Cañete y otros muchos pueblos que también se dirigían a Sevilla. Rafaela se enjugó las lágrimas, venció el dolor de su cuerpo y se levantó. Se escondió con sus hijos a unos pasos del camino, y cuando la columna pasó por delante de ellos y comprobó que ningún soldado le observaba, agarró a los pequeños y se confundió con las gentes. Algunos moriscos los miraron con extrañeza, pero ninguno de ellos les concedió importancia; todos ellos se dirigían al destierro, ¿qué más daba que alguien se sumase a la columna? Ella no se lo pensó dos veces: extrajo la bolsa con los dineros y pagó con generosidad a uno de los arrieros para que permitiese a Salma y a Musa encaramarse sobre un montón de fardos que transportaba una de las mulas. ¡Podían llegar a Sevilla a tiempo! La sola idea le proporcionó fuerzas para mover las piernas. Muqla caminó sonriente junto a ella, los dos cogidos de la mano.

Fátima tuvo que sobreponerse al hedor de miles de personas reunidas en las peores condiciones. Los gritos, el humo de las hogueras y de las frituras, el chapotear en el barro, los correteos de los niños que se colaban entre sus piernas, los llantos en algunos grupos o las zambras en otros, los empujones que llegó a recibir pese a la protección de los marineros, y el caminar de un lado al otro, a menudo pasando por el mismo lugar por el que ya lo habían hecho, la convencieron de que aquélla no era la manera de conseguirlo. Llevaba mucho tiempo recluida en su lujoso palacio, aislada entre sus muros dorados, y notó que empezaba a sudar. Intentó controlar su nerviosismo: no quería presentarse ante Ibn Hamid sucia y desastrada después de tanto tiempo.

Preguntó por Hernando a unos soldados que la miraron como a una idiota antes de estallar en carcajadas.

—No tienen nombre. ¡Todos estos perros son iguales! —espetó uno de ellos.

Junto a la muralla, encontró un poyo en el que sentarse.

—Vosotros —ordenó dirigiéndose a tres de los marineros—, buscad a un hombre llamado Hernando Ruiz, de Juviles, un lugar de las Alpujarras. Ha venido con las gentes de Córdoba. Tiene cincuenta y seis años y ojos azules —«unos maravillosos ojos azules», añadió para sí—. Le acompañan un niño y una niña. Yo esperaré aquí. Os recompensaré generosamente si lo encontráis, a todos —agregó para tranquilidad del que obligaba a permanecer con ella.

Los hombres se apresuraron a dividirse en varias direcciones.

Mientras en el puerto de Sevilla aquellos marineros catalanes se mezclaban entre los moriscos, escrutaban en su derredor y preguntaban a gritos entre las gentes, zarandeando a quienes no les prestaban atención, Rafaela, en el camino, trataba de acompasar su ritmo al lento caminar de la columna de deportados. Los dolores habían cedido ante la esperanza, pero sólo ella parecía tener prisa. Las gentes caminaban despacio, cabizbajas, en silencio. «¡Ánimo! —le hubiera gustado gritar—. ¡Corred!» El pequeño Muqla, cogido de su mano, alzó el rostro hacia ella, como si leyera sus pensamientos. Rafaela apretó la mano de su hijo al tiempo que con la otra acariciaba a los dos pequeños que dormitaban agarrados a los fardos que transportaba la mula.

—El hombre que buscáis está allí, señora —anunció uno de los marineros, a la vez que señalaba en dirección a la Torre del Oro—, junto a unos caballos.

Fátima se levantó del poyo en el que había permanecido sentada.

—¿Estás seguro?

—Sí. He hablado con él. Hernando Ruiz, de Juviles, me ha dicho que se llama.

La mujer notó cómo un escalofrío recorría su cuerpo.

—¿Le has dicho…? —La voz le temblaba—. ¿Le has dicho que le están buscando?

El marinero dudó. Alguien de Córdoba le había señalado a un hombre que estaba de espaldas con los caballos, y el marinero se había limitado a agarrar al morisco del hombro y girarlo con brusquedad. Luego le había preguntado su nombre y, al oír su respuesta, había vuelto enseguida en busca del premio prometido.

—No —contestó.

—Llévame hasta él —ordenó Fátima.

El marinero se lo señaló: era aquel hombre que, de espaldas a ella, charlaba con un tullido apoyado en unas muletas. Entre ellos se interponía un constante ir y venir de gente cargada con fardos. Tembló y se detuvo un instante. Esperó a que se diera la vuelta: no se atrevía a dar un paso más. El marinero se paró a su lado. ¿Qué le pasaba ahora a la señora? Gesticuló y volvió a señalar al morisco. Miguel, que estaba de frente a ellos, reconoció al hombre que acababa de hablar a Hernando y llamó la atención de éste con un movimiento de cabeza.

—Me parece que alguien te busca, señor.

Hernando se volvió. Lo hizo despacio, como si presintiese algo inesperado. Entre la gente vio al marinero, en pie a pocos pasos de él. Le acompañaba una mujer… No consiguió verle la cara porque en ese momento alguien se interpuso entre ellos. Lo siguiente que vio fueron unos ojos negros clavados en él. Le faltó el aliento… ¡Fátima! Sus miradas se cruzaron y quedaron fijas la una en la otra. Un incontrolable torbellino de sensaciones le atenazó y le impidió reaccionar. ¡Fátima!

Fue el pequeño Muqla quien tuvo que detener a su madre, tirando de su mano, cuando ésta aligeró el paso a la vista de las murallas de Sevilla. ¡Los moriscos habían aminorado su ya lento caminar! Los suspiros se oían por todas partes. El pavoroso sollozo de una mujer se alzó por encima del sonido de los cascos de las caballerías y del arrastrar de miles de pies. Un anciano que andaba junto a ellos negó con la cabeza y chasqueó la lengua, sólo una vez, como si fuera incapaz de mostrar mayor dolor que el que se desprendía de aquella insignificante queja.

—¡Caminad! —gritó uno de los soldados.

—¡Andad! —se escuchó de boca de otro.

—¡Arre, malas bestias! —los humilló un tercero.

Entre las carcajadas que surgieron de boca de los soldados tras la burla, Rafaela miró a su hijo. «¡Continúa igual que ellos! —pareció indicarle el niño en silencio—; no nos descubramos ahora. ¡Llegaremos!», le auguró con una sonrisa que borró de inmediato de sus labios. Pero Rafaela no quería entregarse a la desesperación que se respiraba entre las filas de moriscos. Se soltó de la mano de Muqla y zarandeó con cariño a Musa.

—Vamos, pequeño, despierta —le dijo antes de darse cuenta de la mirada de sorpresa que le dirigía el arriero.

Rafaela vaciló, pero luego hizo lo mismo con Salma.

—¡Ya llegamos! —susurró al oído de la niña, ocultando su ansiedad al arriero.

La pequeña balbuceó unas palabras, abrió los ojos pero los volvió a cerrar, rendida por el cansancio. Rafaela la desmontó de la mula, la tomó en brazos y la apretó contra sí.

—¡Tu padre nos espera! —volvió a susurrar, esta vez escondiendo sus labios en el enmarañado cabello de la niña.

Fue Fátima quien rompió el hechizo: cerró los ojos al tiempo que apretaba los labios. «¡Por fin!», pareció decirle a Hernando con aquel gesto. Luego se encaminó hacia él, muy despacio, con los ojos negros llenos de lágrimas.

Hernando no pudo apartar la mirada de Fátima. Treinta años no habían sido suficientes para marchitar su belleza. Una sucesión de recuerdos pugnó por aflorar y le hizo temblar como una criatura justo en el momento en que ella llegó a su altura.

—¡Fátima! —susurró.

Ella le miró durante unos instantes, acarició con la mirada aquel rostro, tan distinto del que recordaba. Los años no habían pasado en balde, se dijo, pero el azul de aquellos ojos seguía siendo el mismo que la enamoró en las Alpujarras.

No se atrevía a tocarlo. Tuvo que agarrarse las manos para no lanzarle los brazos al cuello y llenar aquel rostro de besos. Alguien que pasaba la empujó sin querer y él la agarró para que no se cayera. Notó la mano en su piel y se estremeció.

—Ha pasado mucho tiempo —musitó él por fin. Seguía cogido de su mano, aquella mano que tantas noches le había acariciado.

Con un suspiro, Fátima dio un paso hacia él y ambos se fundieron en un estrecho abrazo. Por unos instantes, entre el tumulto que había a su alrededor, los dos permanecieron inmóviles, sintiendo sus respiraciones, invadidos por mil y un recuerdos. Él aspiró el aroma de sus cabellos, apretándola con fuerza, como si quisiese retenerla para siempre.

—¡Cuánto tiempo he soñado…! —empezó a decirle al oído, pero Fátima no le permitió seguir hablando. Echó la cabeza hacia atrás y le besó en la boca; fue un beso ardiente y triste, que él avivó deslizando las manos hasta su nuca.

Miguel y los niños, que habían salido de entre los caballos, observaban atónitos la escena.

La columna de deportados de Castro del Río rodeó las murallas de la ciudad y dejó atrás el cuerpo de guardia que vigilaba los accesos al Arenal de Sevilla. Los moriscos se desperdigaron entre la muchedumbre y Rafaela se detuvo para hacerse una idea del lugar. Sabía qué buscar. Dieciséis caballos juntos tenían que ser fácilmente reconocibles incluso entre la multitud; con ellos estarían Hernando y los niños.

—Estate atento a tus hermanos y permaneced junto a mí. No vayáis a extraviaros —advirtió a Muqla al tiempo que se encaminaba hacia una carreta que se hallaba a pocos pasos.

Sin pedir permiso, se encaramó al pescante nada más llegar a ella.

—¡Eh! —gritó un hombre que trató de impedírselo. Pero Rafaela ya tenía prevista aquella posibilidad y se zafó de él con determinación—. ¿Qué haces? —insistió el carretero tirando de la saya de la mujer.

Sólo necesitaba unos instantes. Aguantó los tirones, se puso de puntillas sobre el pescante y recorrió el amplio lugar con la mirada. Dieciséis caballos. «No puede ser difícil», musitó Rafaela. El hombre hizo ademán de subir también, pero Muqla reaccionó y se abalanzó sobre él para aferrarse a sus piernas. Un corrillo de curiosos se formó en el lugar mientras el carretero trataba de librarse a patadas del mocoso. «¡Dieciséis caballos!», seguía diciéndose Rafaela. Escuchaba los gritos del hombre y los esfuerzos de su pequeño por detenerle.

—¡Allí! —se sorprendió gritando.

Los caballos aparecieron nítidos al pie de una torre resplandeciente que se alzaba en la ribera del río, al otro extremo de donde se hallaban.

Saltó del pescante como si fuera una muchacha. Ni siquiera sintió el dolor de sus pies al golpear sobre la tierra.

—Gracias, buen hombre —le dijo al carretero—. Deja tranquilo a este caballero, Muqla. —El niño liberó su presa y salió corriendo por si se escapaba otra patada—. ¡Vamos, niños!

Se abrió paso entre los curiosos y se encaminó airosa hacia la torre, con una sonrisa en los labios, sorteando a hombres y mujeres o apartándolos a empujones si era menester.

—Lo hemos conseguido, niños —repetía.

Volvía a llevar a los pequeños en brazos. Muqla se esforzaba por seguir su paso.

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