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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (118 page)

BOOK: La mano de Fátima
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En cuanto Efraín salió de la sala, la idea acudió a la mente de Fátima. Recorrió la amplia estancia con la mirada. Los muebles taraceados, los cojines y almohadones, las columnas, el suelo de mármol y las alfombras que lo cubrían, las lámparas… todo cobró un nuevo sentido, que le invitaba a tomar la decisión. Hacía ya tiempo que se ahogaba en aquel lujoso entorno: Abdul y Shamir habían sido capturados por una flota de barcos españoles que les tendió una encerrona cuando trataban de abordar una nave mercante que actuaba como señuelo. ¿Cómo pudieron caer en semejante engaño? Quizá debido a un exceso de confianza… Los marineros de una fusta que logró escapar trajeron noticias confusas y contradictorias: unos decían que habían muerto, otros que habían sido capturados y hubo hasta quien sostuvo que los había visto lanzarse al mar. Luego, alguien trajo la noticia de que habían sido condenados a galeras, pero nadie pudo comprobarlo con seguridad. Fátima lloró por la suerte de su hijo, aunque en su fuero interno era consciente de que su relación con él se había visto enturbiada desde lo acontecido en Toga entre los corsarios e Ibn Hamid.

De inmediato, la viuda y los hijos de Shamir se echaron encima del gran patrimonio que éste dejaba y los jueces, sin dudarlo, les dieron la razón.

La relación de Fátima con la familia de Shamir era muy lejana: no era más que la esposa de su hermanastro cristiano y los suegros de Shamir le dieron plazo para desalojar el palacio. ¿Qué podía hacer a partir de entonces? ¿Vivir de la caridad de la esposa de Abdul o con alguna de sus otras hijas?

Pero existía una posibilidad. Lo había hablado con Efraín; el propio judío se lo había propuesto nada más enterarse de la situación. Sin la ayuda de Efraín, era imposible que la familia de Shamir llegase a conocer las inversiones que en interés del corsario se mantenían a lo largo y ancho del Mediterráneo, de lo que se podía aprovechar Fátima en su propio beneficio. El judío tampoco deseaba perder la dirección y los beneficios de todos aquellos negocios que con seguridad los familiares de Shamir no continuarían confiándole. Fátima podía continuar siendo rica, pero no en Tetuán, un lugar en el que nunca podría acreditar de dónde obtenía aquellos dineros.

Paseó por el salón rozando distraídamente los muebles con las yemas de sus dedos. Sin Abdul y Shamir estaba sola, pero por fin era totalmente libre. Ya nada la retenía en Tetuán. ¿Por qué no marcharse de aquí para siempre? Y ahora Ibn Hamid iba a ser expulsado de España y su insulsa esposa cristiana se vería obligada a quedarse atrás. ¿Quién sino el propio Dios podía mandarle un mensaje tan claro?

Llegó hasta el patio y contempló el correr del agua de una fuente, pensando que pronto dejaría de verla. ¡Constantinopla! Allí podría vivir. En esos momentos Fátima se permitió pensar en Ibn Hamid, algo que en los últimos años había intentado evitar: debería de rondar ahora los cincuenta y seis años, uno más que ella. ¿Qué aspecto tendría? ¿Cómo le habría tratado el paso del tiempo? Sus dudas se disiparon de repente. ¡Sí! ¡Tenía que verlo! El destino, que los había separado con crueldad, le deparaba ahora la oportunidad del reencuentro. Y ese reencuentro era algo que ella, Fátima, la mujer que había sufrido y matado, amado y odiado, no pensaba dejar escapar.

—¡Llamad a Efraín! —se decidió por fin, dirigiéndose a sus esclavos.

El judío le había dicho que serían expulsados por el puerto de Sevilla. Necesitaba acudir allí antes de que lo desembarcaran en algún lugar en el que pudiera caer en manos de los berberiscos. Conocía las matanzas de los deportados del reino de Valencia; en Tetuán tampoco fueron bien recibidos aquellos que lograron llegar a la ciudad corsaria, muchos los consideraron cristianos que sólo acudían a Berbería a la fuerza y los mataron. ¡Tenía que llegar a Sevilla antes de que embarcase! Necesitaba una nave capaz de ir luego a Constantinopla. Necesitaba cédulas que le permitiesen moverse por la ciudad española para encontrarlo. Pero antes debía arreglar sus asuntos. Tendría que comprar muchas voluntades. Efraín se ocuparía de todo. Siempre lo hacía. Siempre conseguía cuanto deseaba… por más oro que costase.

—¿Dónde está Efraín? —aulló.

Les permitieron quedarse en la casa hasta que el jurado Gil Ulloa regresase de Sevilla y dispusiese de ella. Durante todo el día, Rafaela presenció cómo un escribano y un alguacil hacían detallado inventario de todos los objetos y enseres que quedaban en la vivienda.

—El bando… —titubeó Rafaela en el momento en el que el escribano revolvía en el baúl donde guardaba sus ropas—, el bando establece que sólo los bienes raíces quedarán en poder real. Los demás son míos.

—El bando —le contestó ásperamente el hombre, mientras el alguacil, con lascivia, alzaba a contraluz una enagua blanca bordada— otorgaba a los moros la posibilidad de llevarse sus pertenencias. Si tu esposo no lo ha hecho así…

—¡Esas ropas son mías! —protestó ella.

—Tengo entendido que acudiste al matrimonio sin dote, ¿no es así? —replicó el escribano sin volverse hacia Rafaela, anotando la enagua en sus papeles al tiempo que el alguacil, tras lanzarla sobre el lecho, se disponía a coger la siguiente prenda—. Careces de bienes —añadió—. La propiedad de todo esto la tendrá que decidir el consejo o un juez.

—Son mías —insistió Rafaela con voz cada vez más débil. Se sentía agotada, desbordada por todo aquello.

En ese momento el alguacil ya sostenía entre sus manos un delicado corpiño, con los brazos abiertos, en esta ocasión en dirección a Rafaela, como si, desde la distancia, se lo estuviese probando directamente sobre sus pechos.

La mujer escapó corriendo del dormitorio. Las risotadas del alguacil la persiguieron escaleras abajo, hasta el patio donde estaban los niños.

¿Cómo podía Nuestro Señor permitir todo aquello?, pensó Rafaela durante la noche, tumbada con los ojos abiertos clavados en el techo y los tres niños durmiendo amontonados sobre su madre. Ninguno de ellos había querido dormir en su cama. Rafaela tampoco deseaba hacerlo sola. Transcurrieron las horas mientras les acariciaba la espalda y las cabezas, enredando los dedos entre sus cabellos. Durante la tarde, había escuchado de un soldado que se presentó en la casa para hablar con el alguacil, que la columna de deportados ya marchaba en dirección a Sevilla, despedida entre los insultos y el griterío de los cordobeses. Imaginó a Hernando, a Amin y Laila entre ellos, caminando cargados. Quizá sus hijos pudieran hacer el camino montados en la mula, con Miguel; todos los caballos estaban arrendados a otros moriscos. ¡Sus hijos! ¡Su esposo! ¿Qué sería de ellos? Todavía sentía en sus labios la pasión del último beso que le había dado a Hernando. Ajena a su hermano, a los soldados y a las decenas de moriscos que observaban, Rafaela se había estremecido como si de una jovencita se tratara, toda ella tembló de un doloroso amor antes de que Gil interviniese para separarles. ¿Qué misericordia era aquella que tanto llenaba la boca de sacerdotes y piadosos cristianos? ¿Dónde estaban el perdón y la compasión que predicaban a todas horas?

La pequeña Salma, tumbada de través sobre sus piernas, se agitó en sueños y estuvo a punto de caer al suelo. Como pudo, Rafaela se incorporó, la acercó hasta su vientre y la acomodó entre sus hermanos.

¿Qué futuro se le presentaba a aquella criatura?, pensó Rafaela. ¿El convento, que ella misma había evitado? ¿Servir a alguna familia acomodada? ¿La mancebía? ¿Y Muqla y Musa? Recordó la mirada de lascivia del alguacil toqueteando sus ropas; ése era el trato que podía esperar de las gentes. No era más que la esposa abandonada de un morisco, y sus hijos, los hijos de un hereje. ¡Toda Córdoba lo sabía!

Pero ella, Rafaela Ulloa, pese a todo, había decidido permanecer en tierras cristianas, celosa de su fe y de sus creencias. Sin embargo, ni siquiera había transcurrido un día y su mundo se desmoronaba. ¿Dónde estaba el resto de su familia? Le quitarían los caballos igual que pretendían hacer con sus ropas y muebles. ¿De qué vivirían entonces? No podía esperar ayuda de sus hermanos; había mancillado el honor de la familia. ¿Podía esperarla de algún cristiano?

Sollozó y abrazó con fuerza a los pequeños. Muqla abrió sus ojos azules y, aún somnoliento, la miró con ternura.

—Duerme, mi niño —le susurró al tiempo que aflojaba la presión y empezaba a mecerlo con suavidad.

El niño volvió a acompasar la respiración y Rafaela, como era su costumbre, trató de encontrar consuelo en la oración, pero las plegarias no surgieron. Rezad a la Virgen, recordó. Hernando creía en María. Le había oído hablar a los niños de la Virgen y contarles con entusiasmo que María era el punto de unión entre aquellas dos religiones enfrentadas a muerte. Su inmaculada concepción permanecía incólume desde hacía siglos, tanto para cristianos como para musulmanes.

—María —musitó Rafaela en la noche—. Dios te salve…

Entonces, mientras ella murmuraba la plegaria, su corazón le marcó el camino: fue una decisión súbita, pero irrevocable. Y, por primera vez desde hacía días, sus labios esbozaron una sonrisa y sus ojos cedieron a la presión del sueño.

Al amanecer del día siguiente, Rafaela, con Salma en sus brazos y Musa y Muqla andando a su lado, cruzaba el puente romano entre la gente que acudía a trabajar los campos: su único equipaje era una cesta con comida y los dineros que le había entregado Miguel y que había logrado esconder al avaricioso escribano.

—Madre, ¿adónde vamos? —inquirió Muqla cuando ya llevaban un buen rato andando.

—A buscar a tu padre —contestó ella con la vista al frente, el largo camino abriéndose por delante de ellos.

María volvería a unir a su familia, igual que pretendía Hernando con las dos religiones, decidió Rafaela.

El Arenal de Sevilla era un gran espacio de terreno situado entre el río Guadalquivir y las magníficas murallas que encerraban la ciudad y que por uno de sus extremos llegaban hasta la Torre del Oro, en la ribera. En aquella zona se desarrollaban todos los trabajos necesarios para el mantenimiento del importante puerto fluvial hispalense, destino obligado de las flotas de Indias, que transportaban al reino de Castilla las riquezas obtenidas por los conquistadores. Calafates, carpinteros de ribera, estibadores, barqueros, soldados…, centenares de hombres acostumbraban a trabajar atendiendo al tráfico portuario y a la reparación y mantenimiento de las naves, pero en febrero de 1610, el Arenal de Sevilla, fuertemente vigilado por soldados en aquel de sus extremos que no estaba cerrado y en las puertas que daban acceso a la ciudad, se convirtió en cárcel de miles de familias moriscas cargadas con sus enseres a la espera de ser deportadas a Berbería. Las había ricas, puesto que ni Córdoba ni Sevilla hicieron excepciones a la hora de cumplir el bando real, familias cuyos miembros vestían con lujo y que buscaban un lugar donde apartarse de aquellos otros miles de moriscos humildes. Centenares de niños menores de seis años habían quedado atrás, en manos de una Iglesia obcecada en conseguir con ellos lo que no habían logrado con sus padres: evangelizarlos. Entre la muchedumbre, hacinada y sometida, entregada a su suerte, alguaciles y soldados buscaban el oro y las monedas que se decía escondían los deportados. Cacheaban a hombres, mujeres y niños, ancianos o enfermos; rebuscaban entre sus ropas y propiedades y hasta deshacían las cuerdas que portaban por si bajo sus hilos habían ocultado collares o joyas.

Galeras, carabelas, galeones, carracas y todo tipo de naves de menor calado permanecían atracadas en el río para embarcar a los cerca de veinte mil moriscos que debían salir por Sevilla; algunas formaban parte de la armada real, pero la mayoría de ellas eran naves expresamente fletadas para aquel viaje sin retorno. A diferencia de lo sucedido con los moriscos valencianos, los andaluces debían pagar el coste de sus pasajes, y los armadores olieron el negocio de un macabro transporte por el que cobraban más del doble de lo habitual.

En una de aquellas naves, una carabela redonda catalana atracada a cierta distancia de la ribera del río, apoyada en la borda, Fátima observaba el gentío reunido en el Arenal. ¿Cómo encontrar a Hernando entre todos ellos? Tenía noticia de que las gentes de Córdoba ya habían llegado y se habían mezclado con las de Sevilla; la noche anterior vio cómo la inacabable columna rodeaba las murallas para llegar al Arenal. Desde el amanecer, las barcazas transportaban gente, mercaderías y equipajes desde la ribera hasta los barcos. Fátima escrutaba los rostros demudados de los moriscos que viajaban en ellas; algunos de aquellos rostros aparecían llorosos. Mujeres a las que les habían robado sus hijos; hombres que dejaban atrás ilusiones y años de esfuerzos por sacar adelante hogares y familias; ancianos enfermos a los que había que ayudar a subir a la barca e izar hasta la nave. Sin embargo otros se percibían felices, como si estuvieran alcanzando la liberación. No reconoció a su esposo en ninguna de las barcazas, aunque, de todas formas, era demasiado pronto para que los cordobeses embarcasen. Durante el viaje, ella había dado rienda suelta a sus más peregrinos sueños. Imaginaba a Ibn Hamid corriendo a sus brazos, asegurándole que no la había olvidado nunca, jurándole amor eterno. Luego se reprendía a sí misma. Habían pasado más de treinta años… Ella ya no era joven, aunque sabía que seguía siendo hermosa. ¿Acaso no tenía derecho a la felicidad? Fátima se dejó mecer por una imagen que la llenaba de ilusión: ella e Ibn Hamid, juntos en Constantinopla, hasta el fin de sus días… ¿Era una locura? Tal vez, pero nunca la locura le había parecido tan maravillosa. Ahora que había llegado a su destino, el nerviosismo se apoderó de ella. Tenía que encontrarlo entre aquella multitud de desesperados, hombres y mujeres perdidos que se enfrentaban a un destino incierto.

—Avisa al piloto para que disponga lo necesario para que una barcaza me lleve a tierra —ordenó Fátima a uno de los tres nubios que decidió comprar a través de Efraín. Si los anteriores, puestos para vigilarla por Shamir, habían cumplido bien su función, éstos harían lo mismo para protegerla, ahora bajo sus órdenes—. ¡Ve! —le gritó ante la mirada de duda del esclavo—. Vosotros me acompañaréis. No —se corrigió al pensar en la expectación que podían originar los tres grandes negros—, dile al piloto que disponga de cuatro marineros armados para que vengan conmigo.

Tenía que desembarcar. Sólo si buscaba entre la gente lo encontraría. Disponía de cédulas y autorizaciones suficientes. Efraín había cumplido con su encargo, como siempre, sonrió. La señora tetuaní figuraba como armadora de la carabela con autorización para una ruta con destino final en Berbería. Nadie la molestaría en el Arenal, se dijo Fátima, pero por si acaso…, palpó la bolsa repleta de monedas de oro que escondía entre sus ropas, podía sobornar a todos los soldados cristianos que corrían por la zona.

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