La mano de Fátima (57 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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—No creo que Alonso pueda volver a montar en algún tiempo —comentó don Diego a su lacayo tras firmar el documento público en calidad de testigo—. ¿Sabes montar? —le preguntó de sopetón a Hernando, que todavía permanecía junto al escribano.

—Sí… —titubeó éste ante la oportunidad que tanto deseaba.

Don Diego comprobó su afirmación montándole en un caballo de cuatro años, presto a ser entregado al rey. Entonces, tan pronto como sintió entre sus piernas el poderío de uno de aquellos animales, resonaron en su cabeza todos y cada uno de los consejos de Aben Humeya: erguido; recto; orgulloso, sobre todo orgulloso; suave en la mano; son tus piernas las que mandan; enérgico sólo si es necesario; ¡baila! ¡Baila con tu caballo! ¡Siéntelo como si fuera parte de ti! Y bailó con el caballo, pidiéndole los movimientos que durante mil días había observado que los jinetes expertos obtenían de sus monturas mientras los trabajaban en el patio de caballos o en los soportales, el picadero cubierto que el rey mandó construir para proteger a los animales del clima extremo de los veranos e inviernos. Él mismo se sorprendió de la respuesta del caballo a sus piernas y a su mano, extasiándose con los aires y la doma de aquel ejemplar de pura raza española.

—Tiene el mismo instinto, el mismo arte que pie a tierra con los potros —comentó don Diego a José y Rodrigo mientras contemplaban las evoluciones de jinete y caballo—. Enseñadle. Enseñadle cuanto sabéis.

Y los domadores le enseñaron. También lo hizo don Julián en la biblioteca de la catedral de Córdoba, que el cabildo había decidido trasladar ese mismo año. De la mano del sacerdote, Hernando profundizó en el conocimiento de la lengua sagrada hasta llegar a dominar el árabe culto. Acudía a la mezquita por las noches, después de haber trabajado en las caballerizas, cuando el trasiego de sacerdotes y personas disminuía, antes de los oficios de completas, a veces incluso después, y de que se cerraran las puertas del templo. Don Julián era el último de los sacerdotes que los mudéjares primero, y los moriscos después, una vez que el cardenal Cisneros y los Reyes Católicos ordenaron su expulsión o conversión forzosa, lograron introducir de forma subrepticia en la gran mezquita cordobesa.

—Desde que el rey Fernando conquistó Córdoba y la mezquita cayó en manos cristianas —le explicó don Julián con su voz dulce, sentados los dos solos en una mesa de la biblioteca, cabeza con cabeza, frente a unos documentos y a una lámpara—, casi siempre ha existido un musulmán disfrazado con los hábitos de sacerdote. Nuestra función ha sido la de orar en este recinto sagrado, aunque sea en silencio, así como enterarnos de lo que opina la Iglesia, lo que piensa hacer, y advertir de ello a todos nuestros hermanos. Sólo desde dentro de sus iglesias y de sus cabildos puede conseguirse todo esto.

—¡No pretenderéis que yo me ordene sacerdote! —se sorprendió Hernando.

—No, claro que no. Por desgracia, infiltrar a nuevos musulmanes entre los religiosos cristianos es ya casi imposible. Los expedientes de limpieza de sangre y las informaciones que tienen que ofrecerse para acceder a cualquier cargo en el cabildo catedralicio se han complicado con el tiempo.

Hernando conocía los expedientes de limpieza de sangre. Se trataba de procedimientos administrativos por los que una persona debía acreditar que entre sus antepasados no existía ningún converso musulmán o judío. La limpieza de sangre se convirtió en España en un requisito imprescindible para acceder no sólo al clero, sino a cualquier cargo público.

—El estatuto de limpieza de sangre de esta catedral —continuó diciendo don Julián— fue aprobado en agosto de 1530, si bien no fue ratificado por bula papal hasta más de veinte años después, aunque durante ese lapso hubiera venido aplicándose por orden del emperador Carlos. En los tiempos en los que yo superé esa prueba, hace unos cuantos años ya —el viejo sacerdote meneó la cabeza como si le pesase el recuerdo—, un expediente alcanzaba las doce hojas y la información era bastante somera. Hoy alcanzan hasta las doscientas cincuenta hojas y más, e incluyen precisas investigaciones acerca de padres, abuelos y demás antepasados; lugares de residencia, cargos, vida… En fin, dudo mucho que cuando yo falte, si es que no me descubren antes, podamos continuar con esta artimaña. Debemos por lo tanto fortalecer aquellos mecanismos de protección que no dependan de nuestra presencia en las iglesias.

»Sólo en Granada es diferente —explicó el sacerdote—. Allí, el arzobispo se muestra renuente a aplicar los expedientes de limpieza de sangre. Granada todavía está poblada por grandes familias que proceden de la nobleza musulmana y que se integraron con la jerarquía cristiana en época de los Reyes Católicos: incluso hay sacerdotes, jesuitas o frailes que descienden de moriscos. Es realmente complicado aplicar en ese reino los estatutos de limpieza de sangre… Pero llegarán, también llegarán a ellos.

Durante los cinco años que llevaba trabajando con don Julián, Hernando había tenido oportunidad de conocer los mecanismos a los que se refería el sacerdote y que se ejercían a través del consejo compuesto por los tres ancianos de la comunidad: Jalil, Karim y Hamid, más don Julián, Abbas y él mismo. Reunirse los seis era sumamente complejo para Hamid, dada su condición de esclavo, pero además entrañaba un gran peligro, sobre todo para el clérigo, por lo que Hernando actuaba como mensajero entre todos ellos en aquellas situaciones excepcionales que requerían de una decisión conjunta. Dada la necesidad de acudir a la catedral por las noches, consiguió del escribano de las caballerizas una cédula especial que le permitía una libertad de movimientos de la que raramente disponían los demás moriscos de Córdoba.

Así sucedió nada más iniciar su labor con el bibliotecario. En 1573, la comunidad musulmana tuvo conocimiento de que se preparaba un levantamiento en Aragón; las noticias llegaban a través de los monfíes y de los arrieros que se desplazaban de un lugar a otro. Los moriscos de aquel reino se habían puesto en contacto con los hugonotes franceses prometiéndoles ayuda militar y económica si invadían Aragón. Nada más correr el rumor, muchos hombres de Córdoba y sus lugares se mostraron dispuestos a acudir a Aragón para alzarse en armas contra los cristianos. El consejo decidió aplacar aquellos ánimos y rogó a los creyentes de toda Córdoba que se mantuvieran a la expectativa y no adoptaran decisiones precipitadas. Dos años después, el francés que había actuado de intermediario entre hugonotes y moriscos fue detenido por la Inquisición y confesó bajo tortura. El conde de Sástago, virrey de Aragón, ordenó también que los inquisidores detuviesen y torturasen a moriscos elegidos al azar de las poblaciones del reino, para comprobar la certidumbre de los planes.

En diciembre de 1576 se repitieron los sucesos: circulaban copias de una carta del sultán de la Sublime Puerta en la que se anunciaba la llegada de tres flotas musulmanas que desembarcarían al mismo tiempo en Barcelona, Denia y Cartagena. En mayo del siguiente año, la Inquisición se hizo con una carta del beylerbey de Argel en la que advertía a los moriscos españoles de que la flota no llegaría hasta agosto y que su desembarco coincidiría con una invasión desde Francia, instando a los moriscos a ganar las montañas cuando sucediese. Sin embargo, en aquel octubre de 1578 nada se sabía de flotas o desembarcos.

—Nuestros hermanos en la fe sólo se preocupan de sus más próximos intereses —afirmó Karim. Era domingo y, tras la misa, inusualmente, habían logrado reunirse todos salvo don Julián, en casa de Jalil. Se hallaban sentados en el suelo, sobre esteras, mientras los jóvenes vigilaban en la calle de los Moriscos la posible llegada de jurados o sacerdotes. La dura aseveración de Karim logró que Hamid y Jalil bajaran la mirada; Abbas hizo ademán de contradecirlo, pero Karim se lo impidió—. No, Abbas, es cierto. En el levantamiento de las Alpujarras se limitaron a enviarnos corsarios y delincuentes, mientras que las tropas que nos prometieron atacaban Túnez y el sultán invadía Chipre. No hace mucho que los argelinos han vuelto a ocupar Túnez y Bizerta y han logrado expulsar a los españoles de La Goleta, y en cuanto al sultán…

—Hace ya tiempo que el sultán llegó a un acuerdo con el rey Felipe para que la flota turca no ataque los puertos del Mediterráneo —le interrumpió Hernando. Los tres ancianos lo miraron, sorprendidos, y Abbas soltó un bufido de incredulidad—. Quien vosotros sabéis —ni siquiera en la intimidad querían nombrar a don Julián; sólo ellos cinco sabían en Córdoba quién era en realidad el sacerdote— ha tenido conocimiento de esa circunstancia. Se trata de acuerdos secretos. El rey no quiere mandar una embajada formal y ha enviado a un caballero milanés para que negocie la paz; hasta tal punto se desea mantener el secreto de la negociación que el milanés se mueve por Constantinopla ataviado con ropas de esclavo. El rey Felipe no quiere que los franceses interfieran en sus negociaciones y tampoco que la cristiandad le considere un traidor por pactar la paz con los herejes, pero es así. Los turcos han desviado sus esfuerzos hacia Persia, con la que están en guerra, por lo que se hallan tan interesados como los cristianos en esos acuerdos de paz.

—Eso significa… —empezó a decir Karim.

—Que todas las promesas de liberación para con nuestro pueblo son nuevamente falsas —terminó la frase Hamid.

Hernando escuchó al alfaquí con el estómago encogido. Hamid había hecho un esfuerzo para hablar. Sus palabras fueron firmes, cortantes y secas, pero tras ellas pareció vaciarse. Envejecía; envejecía con una rapidez inusitada.

Durante unos instantes el silencio dominó la estancia en la que se encontraban, cada cual sopesando aquella realidad.

—¡No debe conocerse! —exclamó al fin Karim—. La comunidad no debe conocer esas circunstancias…

—¿De qué serviría? —le interrumpió Hernando.

—No podemos negarles la esperanza —terció Jalil, sumándose a las palabras de su compañero. Hernando observó cómo Hamid asentía—. Es lo único que nos queda. La gente habla de turcos, argelinos y corsarios con los ojos brillantes, encendidos. ¿Qué podríamos hacer sin su ayuda? ¿Alzarnos de nuevo? —Jalil golpeó al aire, violentamente, con una mano—. No tenemos armas y controlan hasta nuestro más mínimo movimiento. Si en nuestro terreno, en la fragosidad de las sierras, armados y entusiastas, sufrimos una derrota, ¡ahora nos aniquilarían! Si les despojamos de la esperanza que supone esa ayuda de la Sublime Puerta, la gente caerá en la desesperación y se lanzará a los brazos de los cristianos y de su religión, y eso es lo que pretenden. Debemos mantener viva esa ilusión. Todas nuestras profecías así lo anuncian: ¡los musulmanes volveremos a reinar en al-Andalus!

Hernando se vio obligado a convenir con aquella postura.

—Dios, el que otorga poder, el que humilla —sentenció Hernando, cruzando su mirada con Hamid—, nos protegerá.

Hernando y Hamid se hablaron con los ojos; los demás respetaron aquel momento de comunión.

—Dios —susurró entonces el alfaquí, cantando, igual que en las Alpujarras— extravía al que quiere y dirige al que quiere. Que tu alma, ¡oh Muhammad!, no se suma en la aflicción sobre su suerte. Dios conoce sus acciones.

Transcurrieron otros instantes en silencio.

—Continuemos pues aceptando las promesas de ayuda que nos llegan por parte de los turcos. —Fue Jalil quien rompió el hechizo producido tras las palabras de Hamid—. Finjamos acogerlas con esperanza pero tratemos a la vez de que nuestros hombres no se sumen a proyectos ilusorios.

Dieron por cerrada la sesión y Abbas ayudó a Hamid a levantarse. Por precaución, acostumbraban a abandonar por separado los lugares en los que se reunían, concediéndose un tiempo de espera entre la partida de uno y otro. Hamid renqueó hasta la puerta de la casa.

—Apóyate en mí —le indicó Hernando, al tiempo que le ofrecía su antebrazo.

—No debemos…

—Un hijo siempre se debe a su padre. Es la ley.

Hamid cedió, forzó una sonrisa y se apoyó en el brazo que le ofrecía. El herraje que marcaba su condición de esclavo aparecía desdibujado en un rostro surcado por mil estrías.

—Con el tiempo va desapareciendo, ¿verdad? —comentó ya en la calle, consciente de que Hernando miraba de soslayo aquella señal infamante.

—Sí —reconoció éste.

—Ni siquiera la esclavitud puede vencer a la muerte.

—Pero todavía se pueden reconocer con claridad los contornos de esa letra —trató de animarle Hernando al tiempo que se despedía con un gesto casi imperceptible de uno de los vigilantes que continuaba simulando que jugaba en la calle de los Moriscos.

Hamid caminaba despacio, disimulando el dolor que le producía su pierna maltrecha. El cielo aparecía gris y pesado. Rodearon la iglesia de Santa Marina por su parte trasera y descendieron por las calles Aceituno y Arhonas para llegar a la zona del Potro y así evitar las concurridas calles cercanas a la de Feria, empedradas algunas de ellas, por donde los domingos paseaban las gentes de Córdoba. Además, pensó Hernando, en aquella zona de la Ajerquía era menos probable que se toparan con algunos jóvenes nobles que hubieran decidido cortejar a alguna señorita corriendo un toro frente a su ventana; Hamid no hubiera podido escapar. Sin embargo, ese año de 1578, igual que el anterior, la sequía había asolado Córdoba aun en octubre, y la falta de lluvia provocaba un fuerte olor de los pozos negros en una zona en la que no existía el alcantarillado, pestilencia a la que se sumaba el hedor que despedían los muchos muladares donde la población depositaba las basuras. El paseo, por tanto, no tuvo nada de agradable.

—¿Cómo está tu familia? —se interesó Hamid.

—Bien —contestó Hernando. En los cinco años de matrimonio él y Fátima habían tenido dos hijos—. Francisco —al mayor le llamó Francisco en honor a Hamid, sin ningún nombre musulmán por miedo a que los niños pudieran llegar a utilizarlos— crece sano y fuerte; e Inés está preciosa. Cada vez se parece más a su madre; luce sus ojos.

—Si además llega a parecerse a ella en el carácter —añadió el alfaquí reconociendo la labor de Fátima—, será una gran mujer. Y Aisha, ¿ha superado…?

—No —se le adelantó Hernando—, no lo ha superado.

Habían tenido oportunidad de hablar de Aisha en otras ocasiones. Cuando salió de la cárcel y se hizo cargo de su nueva situación tras la fuga de Brahim, también aceptó que, dadas las circunstancias, nunca más podría tener a un hombre a su lado. Entonces Hernando le explicó que la ley morisca establecía que la ausencia durante un plazo de cuatro años sin noticia alguna del marido le daba derecho a pedir su divorcio al consejo.

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