Authors: Ildefonso Falcones
Brahim y sus compañeros, junto a media docena más de moriscos, lo consiguieron cuando al amanecer de una mañana de septiembre cerca de una cincuentena de corsarios recorrieron la costa para saquear los arrabales de Cullera. Los corsarios utilizaron su táctica habitual: tres galeotas fondearon al amparo de la noche más allá de la desembocadura del río Júcar, donde desembarcaron, lejos del lugar que pretendían atacar. Al día siguiente, al alba, se dirigieron a pie hacia su objetivo. Excepción hecha de los posibles ataques perpetrados por una gran armada corsaria, el corso terrestre basaba sus incursiones en la sorpresa y la rapidez. Los saqueos debían llevarse a cabo en un período de tiempo relativamente corto, inferior al plazo de respuesta a los toques de rebato de la ciudad asaltada y de las circundantes; los corsarios no querían entablar batalla. Luego, las galeotas acudían a recogerlos con el botín a un punto cercano y previamente pactado.
Esa noche, una avanzadilla de corsarios se internó en las tierras para visitar a los moriscos y obtener de ellos información para el pillaje; los cristianos nuevos tenían prohibido acercarse al litoral bajo pena de tres años de galeras. Fue entonces cuando Brahim, los dos esclavos y otros tantos moriscos se sumaron a la expedición. Dos hombres prácticos en el terreno los acompañaron a fin de indicar a los corsarios los caminos para llegar a Cullera.
—Déjame una espada, me gustaría ir con vosotros —solicitó el arriero a un hombre que parecía ser el adalid, ya de vuelta en la playa en la que permanecían escondidos los corsarios en espera del amanecer. Las galeotas seguían en alta mar, para no ser avistadas.
—¿Morisco y manco? —le espetó el corsario—. ¡Guárdate de intervenir!
Brahim apretó los dientes y se dirigió al grupo de moriscos emplazados lejos de los corsarios, sentados sobre la arena, en silencio.
—¿Qué miras? —espetó a uno de los esclavos fugados de la partida de Ubaid, lanzándole una patada que le rozó el rostro. Brahim trató de permanecer en pie, ofendido, hasta que un corsario le ordenó de malos modos que se sentara como los demás y guardara silencio.
En una intervención fulminante, los corsarios atacaron los arrabales de Cullera. Sorprendieron a los campesinos que habían acudido a atender sus tierras y tomaron diecinueve cautivos pero, en lugar de perseguir a otros tantos que huían despavoridos, partieron velozmente al punto de encuentro pactado con las galeotas, en esta ocasión cercano a Cullera. Ni las fuerzas en el interior de la ciudad, ni las de los lugares cercanos, tuvieron siquiera oportunidad de contrarrestar el ataque y antes de que se hubiesen percatado de lo sucedido, corsarios, cautivos y moriscos fugados se hallaban ya embarcados en las galeotas, rumbo a alta mar.
Sin embargo, una vez hubieron superado la distancia de un tiro de lombarda, las tres galeotas viraron hacia la costa e izaron «bandera de seguro»; las naves ya iban suficientemente cargadas con el botín de otras incursiones y la temporada de navegación se hallaba próxima a finalizar. Los valencianos sabían qué significaba la bandera blanca: los arráeces corsarios estaban dispuestos a negociar en aquel mismo momento el rescate de los cautivos. Aceptaron el seguro e iniciaron los tratos, chalupas arriba y abajo. Quince hombres fueron rescatados durante la mañana, los cuatro restantes continuaron viaje hacia los mercados de esclavos de Argel.
Durante las dos tranquilas jornadas del tornaviaje, en las que los galeotes tuvieron que esforzarse por avanzar en una mar en calma, Brahim fue testigo del mismo desprecio por parte de la tripulación corsaria —toda ella compuesta por turcos y renegados cristianos— que tuvieron que sufrir los moriscos durante el levantamiento de las Alpujarras. Nadie quería saber nada con ellos. Los alimentaron como si fueran perros y ni siquiera los utilizaron para bogar en el Mediterráneo. ¿Por qué aceptaban llevarlos entonces? Recordó el regocijo de los moriscos valencianos a la vista de los corsarios; el solo hecho de pensar en el daño que infligirían a los cristianos era para ellos suficiente satisfacción, máxime cuando con ello mantenían viva la esperanza de una futura ayuda por parte de la Sublime Puerta. Observó a los galeotes remando con esfuerzo; las naves cargadas, a las órdenes del cómitre. Dividieron a los moriscos fugados en grupos para que se pudieran acomodar en la escasa superficie lateral que restaba entre la cámara de boga y las plataformas que llegaban hasta la borda. Luego volvió la mirada hacia el arráez de su nave, de pie en proa, el largo cabello rubio propio de los cristianos renegados del Adriático cayéndole por los hombros, suavemente mecido por el ritmo que imprimían los remeros. Brahim escupió al mar. La ayuda que les prestaban para la fuga no se sustentaba más que en un interés comercial: los corsarios aceptaban transportar aquella despreciable carga humana con el único fin de obtener el favor de los lugareños.
Por eso, en cuanto la flotilla de galeotas entró en el puerto de Argel y avistó sus grandes e imponentes murallas mientras ulemas, alfaquíes y todo tipo de gentes corrieron a recibirlos al son de los atabales, Brahim decidió que no continuaría ni un solo día más en una ciudad tan hostil para con los moriscos de al-Andalus como podía ser aquel nido de corsarios. Vagabundeó por sus calles durante un par de días, lejos de los moriscos que acudían a venderse como mano de obra tan barata como en España a los propietarios de los numerosos huertos o campos frutales que rodeaban la ciudad, o incluso a las grandes explotaciones de trigo de la llanura de Yiyelli. Al fin, en el zoco, encontró una caravana que partía hacia Fez e intentó incorporarse a ella, prometiendo trabajar tan duro como el que más por los restos de la comida. ¡Tenía hambre! Había tenido que pelear con hombres más fuertes que él, provistos de sus dos manos, por las basuras de los argelinos.
—Soy arriero —afirmó cuando vio cómo el árabe que debía de ser el jefe de la caravana, un hombre del desierto vestido a lo beduino, desviaba su mirada hacia el muñón y meneaba la cabeza.
Entonces Brahim quiso demostrarle su valía con los animales, aun con una sola mano. Titubeó al recordar los problemas que había tenido Ubaid para manejarse con las mulas en las Alpujarras, pero al fin se dirigió a un numeroso grupo de camellos que descansaban tendidos sobre sus cuatro patas. Era la primera vez que veía un camello e incluso en aquella complicada postura, con las patas dobladas, su joroba superaba en altura a cualquiera de las mulas con las que había trajinado el arriero.
Acarició la cabeza del animal ante la curiosidad del jefe de la caravana y la más absoluta indiferencia del camello. Luego intentó que se pusiera en pie y tiró con su mano izquierda del ronzal, pero el camello ni siquiera movió la cabeza. Jaló hacia uno y otro lado, como hacía con las mulas cuando no querían andar hacia delante, para engañarlas y lograr que emprendieran el paso hacia un lado, pero el terco animal permaneció impasible. Brahim vio que alrededor del árabe se había congregado un pequeño grupo de gente que observaba la escena sonriendo; uno de ellos le señalaba, mientras apremiaba a otro camellero para que se sumara al espectáculo. ¿A qué venía aquella prisa?, pensó. Sintió hervir la humillación y pegó un fuerte tirón del ronzal del camello para que se levantase pero, cuando iba a dar el segundo tirón, el animal lanzó una dentellada que le alcanzó en el estómago. Saltó hacia atrás, trompicó y cayó al suelo entre las bostas de los camellos y las risotadas de los hombres de la caravana. ¡Era eso! Sabían que iba a morderle. Se arrodilló para levantarse tratando de dar la espalda al grupo de camelleros. Las risas cesaron, salvo una carcajada infantil, aguda, que continuó resonando en el campamento. Mientras se levantaba, dudó en alzar el rostro hacia el lugar del que provenía aquella risa tan inocente como irritante. Por fin lo hizo y se topó con un niño de unos ocho años, todo él ataviado en ropajes de seda verde bordada, como un pequeño príncipe. A su lado se hallaba un hombre enjoyado y armado con un alfanje en cuya vaina brillaban numerosas piedras preciosas incrustadas, tan lujosamente vestido como el niño; tras ellos, tres mujeres, todas con túnicas negras de amplias mangas, envueltas en mantos negros o azules sujetos con alfileres de plata sobre las túnicas, los rostros cubiertos con velos en los que aparecían agujeros para los ojos. Las muñecas y los tobillos de las mujeres se veían adornados con numerosos aros de plata. Brahim miró directamente al niño. ¡Tenía hambre! Mucha hambre. Quedarse en la ciudad supondría morir de inanición, o a manos de algún jenízaro o corsario si le pillaban robando, único destino que le quedaba salvo el de volver a trabajar los campos. ¡Con una sola mano, ni siquiera podía enrolarse como remero o venderse como galeote!
Observó cómo el hombre del alfanje apoyaba cariñosamente una mano en el hombro del niño, cuyas risas ya se habían apagado, y entonces se le ocurrió: guiñó un ojo al pequeño, dio un paso, buscó apoyar su pie descalzo encima de una de las muchas bostas que aparecían desparramadas por doquier, y se dejó resbalar exagerando la culada con la que terminó de nuevo sobre la tierra. Las carcajadas del niño estallaron otra vez y, de reojo, Brahim comprobó que los labios del hombre se torcían en una sonrisa. Desde el suelo, gesticuló e hizo mil aspavientos, torpes todos ellos. ¿Qué inventar para ganarse a aquel niño y a su padre?, pensaba mientras tanto. Jamás había actuado como un bufón, pero ahora lo necesitaba. ¡Debía abandonar aquella ciudad en la que todos le miraban por encima del hombro, como en Córdoba! ¡No había hecho tan largo viaje para terminar otra vez como un vulgar campesino, por más mezquitas a las que pudiera acudir para llorar sus penas! Simuló tropezar una y otra vez cuando pretendía levantarse y las carcajadas del niño le animaron: se dirigió a otro camello tendido y saltó sobre su joroba, dejándose caer como un saco por el otro lado; a las risas del niño se sumaron otras que no reconoció, pero que supuso que procedían de los camelleros. Probó de nuevo a montarse con el mismo resultado y al final terminó rodeando al camello, examinándolo con atención, levantándole la cola, como si pretendiese averiguar dónde se escondía su secreto.
Al escuchar la primera risotada del hombre del alfanje, Brahim se dirigió hacia ellos y les hizo una reverencia; el niño le mostró unos grandes ojos castaños empañados en lágrimas. El hombre asintió y le entregó una moneda de oro, una soltanina acuñada en la propia Argel, y fue entonces cuando Brahim se percató del dolor que atenazaba todo su cuerpo, especialmente en la barriga, allí donde le había mordido el camello.
Le permitieron viajar como el bufón del hijo del rico mercader de Fez, Umar ibn Sawan. Cerca de cincuenta camellos cargados de costosas mercaderías, vigilados por un pequeño ejército contratado por Umar, se pusieron en marcha para recorrer la Berbería central, desde Argel hasta Tremecén, y de allí a la magnífica y rica ciudad de Fez, erigida entre cerros y colinas en el centro del reino de Marruecos. Durante el trayecto, Brahim comprendió el porqué del mordisco del camello: sus cuidadores los trataban con cariño y extrema delicadeza. Una simple vara con la que les rozaban las rodillas y el cuello servía para que se levantasen o se tumbasen y, en lugar de fustigarlos para que apresurasen el paso en las largas jornadas, cuando el cansancio empezaba a hacer mella, ¡les cantaban! Para sorpresa del mulero alpujarreño, los animales respondían esforzándose y afirmando el paso. Umar y su hijo, Yusuf, viajaban montados en caballos árabes del desierto, pequeños y delgados puesto que sólo los alimentaban con leche de camella dos veces al día. Sin embargo, según oyó, el que montaba el padre valía una fortuna: había logrado superar a un avestruz en carrera en los desiertos de Numidia, donde lo adquirió el mercader. Las tres mujeres de Umar viajaban escondidas en pequeñas cestas cubiertas de bellísimos tapices que se bamboleaban incesantemente al paso de los camellos que las transportaban.
Brahim viajaba a pie, mezclado entre camellos, cuidadores, esclavos, sirvientes y soldados. Compró unos zapatos viejos y un turbante con parte de la soltanina de oro con que el mercader le había premiado las risas de su hijo; unas risas que también esperaba soltar a su costa el resto de la comitiva, por lo que era constante objeto de burlas, chanzas y empujones. El arriero simulaba grotescas caídas, permitiendo que le ridiculizaran en todo momento. Entonces respondía a las burlas con sonrisas y ademanes cómicos. Descubrió que si andaba a cuatro patas, protegiéndose el muñón con la tela del turbante, sintiendo una punzada de dolor cada vez que lo apoyaba en tierra, los viajantes se reían; también lo hacían cuando, sin razón alguna, empezaba a correr en círculo alrededor de un camello o una persona, ululando como un loco. El pequeño Yusuf reía desde su caballo, por fuera de la comitiva, siempre acompañado por su padre.
¡Todos ellos eran imbéciles!, pensaba en los momentos de descanso. ¿Acaso no eran capaces de percibir la ira de sus ojos? Porque en cada ocasión en que Brahim originaba una carcajada, un ardor incontrolable nacía en su estómago para quemar todo su cuerpo. ¡Era imposible que no se percatasen del fuego que brotaba de sus pupilas! Andaba entre los camelleros y miraba de reojo a los dos jinetes, cómo charlaban y galopaban arriba y abajo de la caravana; cómo sonreían y daban incesantes órdenes que los hombres atendían con actitud servil. También miraba el lujo de los tapices que tapaban las cestas de las tres mujeres y, por las noches, después de haber divertido durante un buen rato al pequeño Yusuf, envidiaba las grandes tiendas en las que se alojaban el mercader y su familia, rebosantes de cómodas telas, cojines y los más variados enseres de cobre o hierro, mucho más lujosas que cualquiera de las viviendas que Brahim hubiera conocido. Cuando Umar, Yusuf y sus mujeres se retiraban, él se acostaba en el suelo, junto a las tiendas.
A una jornada de Tremecén, llegó a la conclusión de que debía escapar. Habían cruzado montañas y desiertos, y entre la gente se hablaba del próximo desierto que les esperaba tras superar la ciudad: el de Angad, donde partidas de árabes atacaban las caravanas que hacían la ruta entre Tremecén y Fez. Árabes. Se hallaba ya entre árabes: el reino de Tremecén, el de Marruecos, el de Fez. ¡Estaba hastiado de humillaciones, de golpes y de burlas! ¡Estaba harto de desiertos y de camellos que se movían al son de estúpidas cantinelas!
Los soldados de guardia de las tiendas le consideraban un loco idiota, igual que los esclavos y la mayoría de los componentes de la caravana, por lo que hacía tiempo que habían dejado de vigilar sus movimientos o lo que hacía mientras dormía junto a la tienda. Por eso, la noche en que acamparon a unas leguas de Tremecén, Brahim no tuvo el menor impedimento en colarse dentro de la de Umar, arrastrándose por debajo de uno de sus laterales. Padre e hijo dormían profundamente. Escuchó el acompasado respirar de ambos y esperó a que su visión se acostumbrase a la tenue iluminación de los destellos del fuego fuera de la tienda, alrededor del que dormitaban los tres guardias. Escrutó en el interior, las sedas y los tapices, las lujosas ropas del mercader y de su hijo… y junto a Umar, un cofrecillo de metal engarzado en piedras preciosas. Casi arrastrándose, para impedir que se viera sombra alguna desde el exterior, se acercó a Umar y cogió el cofre, aunque tuvo que volver a dejarlo para, con su única mano, introducir la magnífica daga del mercader en su propio cinto. Cogió de nuevo el cofre y salió por donde había entrado. Se arrastró fuera de la tienda y comprendió que acababa de cerrar una terrible apuesta: huir o morir. Si le descubrían… Escondió el cofrecillo en su turbante, se lo ató con fuerza a la cintura y anduvo encogido entre los camellos y las personas que dormían; avanzaba muy despacio, a fin de impedir el tintineo procedente del interior del cofre, audible a pesar de la tela que lo envolvía, hasta llegar cerca de donde se almacenaban las mercaderías que transportaban los camellos. Allí también se apostaban hombres de guardia. Inspeccionó los alrededores en busca de alguna de las hogueras que se habían encendido durante la noche; encontró una, se dirigió a ella, se descalzó e introdujo una brasa candente dentro de su zapato. Volvió al lugar de las mercancías y, escondido a algunos pasos, esperó a que los guardias se apartasen en sus rondas constantes. Entonces lanzó la brasa, con el zapato, que fueron a caer entre unos fardos en los que se adivinaban ricos paños de seda. Sin comprobar el resultado de su lanzamiento, se dirigió a donde dormían trabados los caballos de Umar y su hijo.