La mano de Fátima (91 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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—Hay demasiada vigilancia —arguyó con cierto desánimo don Pedro—. Es imposible pasar inadvertidos.

Siguió un silencio sólo roto por los gritos de los vigilantes. Hernando, con la arqueta embreada escondida entre su capa, aspiró el aroma de la seda que impregnaba el entramado de callejuelas de la alcaicería, parecido al que tantas veces percibiera en las Alpujarras, cuando hervían los capullos e hilaban el preciado producto. «Me ha costado una enfermedad olvidarte», le había dicho Isabel. Hernando la imaginó de nuevo en brazos de don Ponce…

—¡Hernando! —musitó junto a su oído Castillo—, ¿qué hacemos?

¿Qué hacemos?, se repitió. A él lo que le gustaría era salir corriendo a escalar la fachada del carmen del oidor y volver a deslizarse en el dormitorio de Isabel y…

El traductor lo zarandeó.

—¿Qué hacemos? —repitió, esta vez en un tono de voz más elevado. Hernando se concentró en la plaza—. Hay demasiada vigilancia —le indicó Castillo.

¡Un noble y dos intelectuales! ¿Qué picardía podía esperarse de ellos?

—Sí —reconoció Hernando—. Parece que hay varias personas, pero no vigilarán la Turpiana. Carece de interés para ellos. En todo caso, estarán pendientes de la catedral; ésa es su misión. —Pensó durante unos instantes—. Vosotros rodead el templo y en el extremo opuesto, más allá de la calle de la Cárcel, embozaos y simulad una disputa. En el momento en que escuche vuestros gritos, entraré y subiré a la torre.

Los tres hombres no escondieron su alivio ante la propuesta de Hernando y se apresuraron en dirección a la plaza de Bibarrambla hasta llegar a la calle de la Cárcel, por debajo de la catedral. En cuanto le dejaron, volvió a pensar en Isabel. ¿Significaba su negativa que nunca más podría hablar con ella? En realidad, ¿deseaba verla de nuevo? ¿O esos sentimientos eran sólo un espejismo provocado por la ensoñadora luz de la Alhambra? Cerró los ojos y suspiró.

Unos gritos le devolvieron a la realidad. «¡Santiago!», se oyó en la noche. No lo pensó. En un par de saltos se plantó junto a la fachada de la mezquita, a la que arrimó su espalda para deslizarse pegado a ella, al amparo de las sombras. La torre no tenía entrada por la plaza; su acceso debía de hallarse en el interior de la mezquita. Superó la Tu r piana y se encontró en el espacio abierto donde se construía el crucero y la nave. Varios fuegos se emplazaban cerca de la cabecera abierta del templo, y los guardias, en pie, se hallaban pendientes de los gritos y el entrechocar de espadas que procedía de la calle de la Cárcel. Rodeó la Turpiana y allí mismo, entre los cimientos, encontró el acceso a la torre. Casi de costado, ascendió por una angosta escalera interior de poco más de dos palmos de anchura hasta salir de nuevo a la noche granadina. Los gritos de don Pedro y sus compañeros continuaban, pero allí arriba dejó de escucharlos: ¡podía ver la Alhambra y toda Granada! ¡Cuántas veces se habría llamado a la oración de los fieles desde aquel lugar! «¡Alá es grande!», exclamó con la arqueta en sus manos. A la luz de la luna buscó un sillar que estuviera suelto, alguno que ya hubiera empezado a ser desmontado. Lo encontró, lo separó, escarbó en el yeso que unía las piedras e introdujo en el hueco la arqueta embreada. Luego volvió a colocar el sillar. Descendió y deshizo el camino hasta la alcaicería, desde donde se dirigió a Bibarrambla y a la calle de la Cárcel para poner fin a la fingida disputa.

53

A principios de mayo de 1588, pocos días antes de que la armada española zarpara desde Lisboa a la conquista de Inglaterra, Felipe II escribió al arzobispo de Granada agradeciéndole el regalo de la mitad del velo de la Virgen María que le hizo llegar a El Escorial, al tiempo que en nombre de sus reinos se felicitaba por la aparición de tan preciadas reliquias. Poco después de que los operarios que desmontaban la Turpiana encontraran la arqueta embreada que había escondido Hernando y descubriesen el pergamino firmado por san Cecilio, el velo de la Virgen y la reliquia de san Esteban, Granada estalló en fervor cristiano. Eran las primeras y tan deseadas noticias de san Cecilio. Y la certeza de que, antes de la llegada de los musulmanes, Granada era tan cristiana como cualquiera de las demás capitales del reino, provocó en el pueblo una eclosión de éxtasis y misticismo, que la Iglesia no apaciguó en modo alguno. Muchos fueron los que a partir de aquel momento juraron haber presenciado milagros, fuegos misteriosos, apariciones y todo tipo de fenómenos prodigiosos. ¡La catedral de Granada ya disponía de sus reliquias y la fe de sus habitantes podía sustentarse en algo más que palabras!

Aisha se sorprendió cuando uno de los dos únicos mendigos moriscos de la ciudad cerró con inusitada agilidad la misma mano mugrienta y temblorosa que poco antes suplicaba limosna a la gente que transitaba por la calle de la Feria, junto al portillo de Corbache, justo en el momento en que ella iba a darle una blanca. La mujer se quedó con la moneda entre los dedos al tiempo que el pobre lanzaba un escupitajo a sus pies y le daba la espalda. De inmediato, varios pordioseros cristianos la rodearon para hacerse con el dinero. Aisha titubeó. La ley del Profeta ordenaba la limosna, pero no a los cristianos. Sin embargo, aturdida, al ver cómo, algo más allá, aquel que acababa de despreciarla volvía a reclamar caridad, dejó caer la moneda en una de las manos abiertas que insistentemente rozaban la suya.

¡Ni los pordioseros la respetaban! Arrastró los pies en dirección a la tejeduría de Juan Marco. ¡La nazarena! Algunos ya la llamaban así tras correr por Córdoba la noticia de que Hernando estaba traicionando a sus hermanos y colaboraba con la Iglesia en la investigación de los crímenes de las Alpujarras. En esos años, la situación económica de la comunidad granadina deportada había mejorado sensiblemente: la laboriosidad de los moriscos, tan contraria a la haraganería cristiana, les proporcionó cierta prosperidad y muchos de aquellos que se habían visto obligados a vender su trabajo por míseros jornales, poseían ahora sus propios negocios. La gran mayoría completaba sus ingresos con el cultivo de pequeñas hazas en las afueras de la ciudad, junto al Guadalquivir. Hasta tal punto, que los gremios cordobeses, como sucedía en muchas otras partes, elevaron solicitudes a las autoridades para que impidiesen que los cristianos nuevos se dedicasen al comercio o a la artesanía y limitasen sus actividades a los trabajos asalariados; peticiones que cayeron en saco roto, ya que los cabildos municipales se hallaban satisfechos con la competencia comercial que planteaban los moriscos. Por todo ello, las rencillas entre cristianos viejos y nuevos se agravaban.

Aisha rondaba los cuarenta y siete años y se sentía vieja y sola. Sobre todo sola. El único hijo que le restaba no era más que un enemigo de la fe, un traidor a sus hermanos. ¿Qué habría sido de sus demás hijos?, se preguntó en el momento en que entraba en el luminoso establecimiento del maestro tejedor. Shamir. Fátima y los niños. ¿Cómo sería su vida en manos de Brahim? Por las noches, quieta y acongojada, trataba de espantar las imágenes que la asaltaban de Fátima violentada por Brahim; de su propio hijo y de su nieto Francisco, quizá azotados en uno de los barcos, obligados a bogar como galeotes. Pero las imágenes volvían una y otra vez y, confundidas en un trágico aquelarre, atacaban sus duermevelas. ¡Musa y Aquil! Se sabía que todos aquellos niños que fueron entregados a los cristianos tras el levantamiento habían sido evangelizados o vendidos como esclavos. ¿Seguirían vivos sus hijos? Aisha se llevó el antebrazo a los ojos y detuvo las lágrimas que ya afloraban. ¡Más lágrimas! ¿Cómo podían esos ojos agotados llorar tanto?

Ganaba un buen salario, sí. Todos parecían saber que Hernando estaba detrás de ese privilegio, y desde que ella empezó a oír cómo en su propia casa la llamaban nazarena, en susurros, aquellos dineros de poco le sirvieron. Nadie le hablaba. Primero le desapareció algo de comida. Y calló. Luego, allí donde ella guardaba los víveres, encontró mendrugos secos de harina de panizo. Y siguió callando, aunque no por ello dejó de comprar víveres que comían los demás. Un día encontró su habitación invadida por una familia con tres hijos. Volvió a callar y continuó pagando como si la utilizara ella sola. ¿Y si la echaban? ¿Dónde iría? ¿Quién la admitiría? Aun con dinero, no era más que la nazarena y allí tenía un techo. Otro día, al volver del trabajo, se topó con sus pertenencias amontonadas en el zaguán de entrada, donde dormía desde entonces, acurrucada junto a la puerta de entrada de la casa.

En la trastienda de la tejeduría, donde se tejía el tafetán en cuatro telares, Aisha se dirigió a su puesto de trabajo, frente a una serie de cestas en las que se apilaban los hilos de seda previamente tintados divididos por colores: azules, verdes y tonalidades diversas; dorados, el conocido rojo de España, o los preciados carmesíes, obligatoriamente tintados con cochinilla, colorante que se obtenía de un pulgón que vivía en las encinas, nunca con brasil. Ella tenía que encañarlos, desenredar los cabos de los hilos y después preparar la urdimbre reuniendo uno a uno los hilos de igual longitud hasta devanarlos y enrollarlos alrededor del huso de hierro que se utilizaría en los telares. Cogió un taburete y, tras llevarse la mano a los riñones en gesto de dolor, se sentó delante de un cesto. ¿Por qué la había abandonado el Todopoderoso?, se lamentó ante una madeja de hilos colorados.

Más allá del estrecho que separaba España de Berbería, en un lujoso palacio de la medina de Tetuán, Fátima dictaba una carta a un comerciante judío al que prometió una buena cantidad de dinero por escribirla en árabe, hacerla llegar a Córdoba a través de alguien de su confianza y volver con la respuesta.

—Amado esposo —empezó a dictar con el nerviosismo presente en su voz—. La paz y la bendición del Indulgente y del que juzga con verdad sean contigo…

Fátima se detuvo, ¿qué decirle a quien hacía siete años que no veía? ¿Cómo hacerlo? Tenía preparado su discurso, lo había meditado entre los recuerdos, el llanto y la alegría, pero en el momento de la verdad no le surgían las palabras. El judío, ya mayor, paciente, levantó la mirada del papel y la fijó en la mujer: bella, soberbia y altanera, dura y fría, con una severidad que ahora parecía sucumbir ante la duda. La observó andar de un lado a otro de la estancia hasta atravesar los arcos que daban al patio y volver a entrar; llevarse los dedos cargados de anillos a los labios para luego entrelazarlos por debajo de sus pechos o hacer un gesto al aire con la mano extendida, como si esperase que aquel ademán lograse atraer la fluidez verbal que parecía haberla abandonado.

—Señora —dijo con respeto el comerciante convertido en amanuense—, ¿os puedo ayudar? ¿Qué queréis decirle a vuestro amado?

Los ojos negros de Fátima, brillantes y gélidos, se posaron en el judío. Lo que quería decirle no cabía en una simple carta, estuvo a punto de contestarle. Quería contarle algo tan sencillo como que Brahim había muerto y que deseaba que Hernando fuera a encontrarse con ella en Tetuán. Que ya nada impedía que fueran felices y que lo esperaba. Pero ¿y si se había casado de nuevo? ¿Y si él ya había encontrado su felicidad? Habían pasado siete años…

¡Siete años de sumisión absoluta! Fátima se plantó delante del viejo judío que continuaba observándola con el cálamo en la mano.

—Fue un grito —susurró. El anciano hizo ademán de mojar el cálamo en tinta pero Fátima se lo impidió—. No. No lo escribas. Fue un grito el que me despertó, el que me trajo de nuevo a la vida.

El anciano dejó el cálamo sobre el escritorio y se acomodó en la silla, animando a la señora a continuar con la historia que pretendía relatar. Sabía de la muerte de Brahim; todo Tetuán sabía de su asesinato.

—¡Perro asqueroso! —continuó Fátima—. Eso fue lo que escuché que le gritaba Shamir a Nasi. Y luego, tras el insulto, comprendí que el niño de dieciséis años ya se había convertido en un hombre, curtido en la mar, en los asaltos a las naves cristianas y en las incursiones en las costas andaluzas. Sucedió en el patio, allí mismo —añadió señalando hacia la maravillosa fuente que ocupaba el centro del patio porticado, a ras de suelo, con un surtidor que expulsaba el agua desde el centro de un mosaico circular compuesto por diminutas piedras de colores que formaban un dibujo geométrico—. Contemplé cómo Nasi, diez años mayor que él, el temido corsario de Tetuán, cruel donde los haya, echaba mano a su alfanje ante la ofensa. Temblé. Me encogí como llevaba haciéndolo en esta miserable ciudad desde que puse el pie en ella. Mi pequeño Abdul, con sus ojos azules airados, acompañaba a Shamir. El reflejo de la hoja del alfanje de Nasi, que éste blandía hacia los muchachos, me cegó y creí desfallecer. —Fátima calló con los recuerdos perdidos en aquel momento; el judío no osó moverse. De repente la señora lo miró—. ¿Sabes, Efraín? Dios es grande. Shamir y Abdul retrocedieron unos pasos, pero no fue para escapar como yo deseaba, sino para desenvainar sus armas, los dos al tiempo, juntos, codo con codo, con las piernas firmemente plantadas en el suelo, como si fueran una sola persona, sin el menor atisbo de miedo. Shamir ordenó a Abdul que se retrasase, que lo dejara solo, y mi pequeño lo hizo, y le guardó las espaldas en un movimiento que parecían haber realizado miles de veces. «¡Perro!», insultó de nuevo Shamir a Nasi, manteniendo firme su alfanje por delante de él. «¡Cerdo piojoso!», volvió a insultarle.

»Ciego de ira, Nasi atacó y se lanzó sobre el muchacho, pero Shamir, como un felino, se apartó, golpeó el alfanje de Nasi y desvió la estocada. Recuerdo…, recuerdo que el ruido de los aceros al entrechocar hizo temblar las columnas del patio y fue como la señal para que, a su vez, mi pequeño Abdul se revolviese desde la espalda de su compañero y lanzase otro golpe sobre el alfanje de Nasi, que vio, impotente, cómo el arma salía despedida de su mano. No transcurrió ni un instante y los chicos ya volvían a estar en posición, sus armas atentas, sonriendo. ¡Sonreían! Como si el mundo estuviera a sus pies. “Si no quieres morir como el marrano que eres, recupera tu arma y trata de luchar como un verdadero creyente”, le dijo Shamir al corsario.

Fátima calló y desvió la mirada hacia el patio, reviviendo la pelea.

—Señora…, continuad —suplicó el judío ante un silencio que se prolongaba.

Fátima sonrió con nostalgia.

—El tumulto alertó a mi esposo —continuó—, que apareció en el patio arrastrando sus carnes para detener la pelea y abofetear a Shamir y Abdul. «¿Cómo se os ocurre enfrentaros a mi lugarteniente y en mi propia casa?», les gritó. «Escoria», añadió escupiendo a sus pies. Pero yo ya había visto el universo que se abría a los pies de mi hijo y de Shamir, ese mundo al que sonreían altivos y seguros, como los hombres que ya eran… Día tras día, al albur de la hombría de mis niños, fui recuperando mi propia estima y unas noches después, mientras los cuatro cenaban, desarmados, sentados sobre cojines alrededor de una mesa baja, irrumpí en el comedor y despedí a los criados y esclavos. Recuerdo la mirada de sorpresa de Brahim. Poco podía suponer él lo que se le avecinaba. «Tengo que tratar un asunto urgente con vosotros», solté con desparpajo. Entonces extraje dos dagas que llevaba escondidas entre mis ropas. Lancé una de ellas a Shamir y empuñé la otra. Nasi se levantó con agilidad, pero Brahim fue incapaz de reaccionar, y antes de que su lugarteniente hubiera llegado a mí, hundí la daga en su pecho. —En ese momento, Fátima miró desafiante al anciano judío; su voz era fría, carente de expresión—. Shamir tardó algo más en comprender qué era lo que sucedía, pero cuando lo hizo, atajó a Nasi amenazándole con la daga; Abdul también se abalanzó sobre él.

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